Cazalla bebía vino y meditaba frente al Señor agonizante, pensando en el sufrimiento y la agonía del cuerpo. Desde su temprana juventud, Cazalla había visto imágenes de esa agonía, el tormento de la carne, los músculos flácidos y los ojos vacíos, la sangre que salía del costado y la que se escurría de las espinas en las manos y en los pies.
Aquella pintura, colgada en su camarote, había sido un regalo del rey Felipe. Era obra del pintor favorito de la corte de Su Majestad, un tal Velázquez, ya fallecido. El regalo había sido una muestra de gran estima y Cazalla lo había aceptado con abrumado agradecimiento; nunca viajaba sin él. Era su posesión más preciada.
El tal Velázquez no había pintado un halo en torno al rostro del Señor. Y el color del cuerpo era de una palidez mortal, en tonos grisáceos. Era muy realista, pero a menudo Cazalla echaba de menos un halo. Le sorprendía que un rey tan piadoso como Felipe no hubiera exigido al pintor que lo añadiera. Quizá al monarca no le gustaba el cuadro; quizá era por eso por lo que lo había enviado a uno de sus capitanes militares en Nueva España.
En los momentos de desánimo, otra idea ocupaba la mente de Cazalla. Era muy consciente del abismo que separaba los
placeres de la vida en la corte de Felipe de la dureza de la de los hombres que le mandaban el oro y la plata de las colonias para costear esos lujos. Algún día volvería a la corte, y viviría sus últimos años en la abundancia. A veces pensaba que los cortesanos se reirían de él. A veces, en sus sueños, los mataba en sanguinarios y furiosos duelos.
El ensueño de Cazalla fue interrumpido por el balanceo del barco. Pensó que estaría bajando la marea; lo que significaba que no faltaba mucho para el amanecer. Pronto se pondrían en marcha de nuevo. Entonces mataría a otro pirata inglés. Cazalla tenía intención de matarlos, uno por uno, hasta que alguno le contara realmente qué pretendían.
El barco continuó moviéndose, pero había algo anormal en ese balanceo. Cazalla lo supo instintivamente: el barco no se balanceaba alrededor de la cadena del ancla; se movía lateralmente; algo no encajaba. En aquel momento oyó un suave crujido y el navio se estremeció y se inmovilizó.
Con una maldición, Cazalla corrió a la cubierta principal. Allí se encontró, a pocos centímetros de la cara, las frondas de una palmera. Varias palmeras, todas alineadas en el litoral de la isla. El barco había varado. Gritó rabioso. La tripulación, presa del pánico, se reunió en torno a él.
El primer oficial llegó corriendo, temblando.
– Capitán, han cortado el ancla.
– ¿Quiénes? -gritó Cazalla. Cuando estaba enfadado, su voz se volvía aguda como la de una mujer. Corrió a la otra borda y vio el Cassandra, escorado por un viento favorable, dirigiéndose a mar abierto-. ¿Quiénes?
– Los piratas han escapado -informó el oficial, pálido.
– ¡Escapado! ¿Cómo pueden haber escapado?
– No lo sé, mi capitán. Los guardias están todos muertos.
Cazalla golpeó al hombre en la cara; este cayó con los brazos y las piernas extendidos sobre el puente. Estaba tan furioso que no podía pensar con claridad. Miró fijamente el mar hacia el balandro que huía.
– ¿Cómo han podido escapar? -repitió-. Por los clavos de Cristo, ¿cómo han podido escapar?
El capitán de infantería se acercó.
– Señor, estamos embarrancados. ¿Mando desembarcar a algunos hombres para que empujen?
– La marea está descendiendo -dijo Cazalla.
– Sí, mi capitán.
– Entonces, imbécil, ¡no podremos reflotar hasta que la marea vuelva a subir! -gritó Cazalla, blasfemando.
Eso significaba doce vueltas de reloj. Pasarían seis horas antes de que el enorme buque pudiera empezar a liberarse. E incluso entonces, si estaba muy varado, podría ser que no lo consiguieran. Estaban en fase de luna menguante; cada marea era menos intensa que la anterior. Si no se liberaban en la siguiente marea, o como mucho la siguiente a esta, permanecerían varados al menos tres semanas.
– ¡Imbéciles! -chilló.
En la distancia, el Cassandra viró ágilmente hacia el sur y desapareció de su vista. ¿Rumbo al sur?
– Van a Matanceros -dijo Cazalla. Y tembló, presa de una rabia incontrolable.
A bordo del Cassandra, Hunter estaba sentado a popa planificando la ruta. Le sorprendía no sentir fatiga en absoluto, a pesar de no haber dormido durante dos días. Alrededor, los miembros de su tripulación estaban echados sobre cubierta, desperdigados; prácticamente todos estaban profundamente dormidos.
– Son buenos marineros -dijo Sanson, mirándolos.
– Sin ninguna duda -coincidió Hunter.
– ¿Alguno de ellos ha hablado?
– Uno.
– ¿Y Cazalla le creyó?
– Ni por asomo -contestó Hunter-, pero tal vez ahora haya cambiado de opinión.
– Al menos les llevamos seis horas de ventaja -dijo San- son-. O dieciocho, si tenemos suerte.
Hunter asintió. Matanceros estaba a dos días de navegación contra el viento; con aquella ventaja probablemente llegarían a la fortaleza antes que el barco de guerra.
– Navegaremos también de noche -dijo Hunter.
Sanson asintió.
– ¡Tensad ese foque! -gritó Enders-. ¡No os durmáis!
La vela se tensó, y con la fresca brisa del este, el Cassandra surcó las aguas hacia la luz del alba.