CUARTA PARTE. La bahía del Mono
27

El Trinidad se dirigió hacia la cueva de la bahía del Mono.

A bordo del Cassandra, Sanson observaba cómo maniobraba el galeón.

– ¡Sangre de Luis! Se dirigen a tierra -dijo-. ¡Hacia el sol!

– Es una locura -gimió el timonel.

– Escúchame bien -dijo Sanson, volviéndose hacia él-. Cambia de ruta inmediatamente y sigue la estela de esa bestia española, pero sigúela exactamente. Ni más ni menos, exactamente. Nuestra proa deberá cortar por la mitad su silueta. Si no lo haces te degollo.

– ¿Cómo piensan arreglárselas navegando de cara al sol? -gimió el timonel.

– Cuentan con los ojos de Lazue -dijo Sanson-. Podría ser suficiente.

Lazue observaba el mar con mucha atención. También estaba muy atenta a lo que hacía con los brazos, porque cualquier gesto involuntario podría provocar un cambio de rumbo. En aquel momento miraba hacia el oeste, con el brazo izquierdo plano debajo de su nariz para tapar el reflejo del sol sobre el

agua justo delante de la proa. Únicamente miraba a tierra, al contorno verde y montañoso de la isla del Gato, que en ese momento era tan solo un perfil plano, sin profundidad.

Sabía que en algún punto delante de ella, cuando estuvieran más cerca, el contorno de la isla empezaría a separarse, a definirse, y podría ver la entrada de la bahía del Mono. Hasta entonces, su trabajo consistía en mantener el curso más rápido para llegar al punto donde ella creía que encontraría la entrada.

Su posición elevada jugaba a su favor; desde su ventajoso punto de observación sobre el palo mayor, podía ver el color del agua a muchas millas de distancia, un patrón intrincado de azules y verdes de diversa intensidad. En su cabeza, los colores se traducían en medidas de profundidad del agua; los interpretaba como si tuviera delante una carta náutica con datos numéricos.

No era una habilidad cualquiera. Un marinero normal que creyera conocer la transparencia de las aguas caribeñas, supondría que el azul oscuro equivalía a aguas profundas y el verde a aguas más profundas todavía. Pero Lazue sabía más que un marinero normal: si el fondo era arenoso, el agua también podía ser azul claro, aunque la profundidad fuera de quince metros. Por otro lado, un color verde oscuro podía significar un fondo de algas y tres metros de profundidad. Además, el movimiento del sol en el transcurso del día jugaba malas pasadas: a primera hora de la mañana o a última hora de la tarde, los colores eran muy densos y oscuros; había que tenerlo en cuenta.

Pero por ahora, la profundidad no era lo que le preocupaba. Escrutaba los colores de la costa, buscando alguna pista de la entrada a la bahía del Mono. Recordaba que la bahía era la desembocadura de un riachuelo de agua dulce, como en tantos casos de calas utilizables. Había muchas otras calas caribeñas que no eran seguras para los barcos grandes, debido a la ausencia de aberturas en el arrecife de coral circundante. Para que hubiera una abertura era necesario que hubiera un curso de agua dulce, porque donde había agua dulce el coral no crecía.

Lazue escrutó el agua cercana a la costa, porque sabía que el paso no estaría en las inmediaciones del riachuelo. Dependiendo de las corrientes que arrastraran el agua dulce hasta el mar, el hueco en el arrecife podía estar a medio kilómetro al norte o al sur. De todos modos, las corrientes a menudo producían una opacidad pardusca en el agua y un cambio en el aspecto superficial.

Lazue lo escrutó todo con atención y por fin lo vio, al sur del rumbo que llevaba el barco. Indicó a Enders las correcciones que debía realizar. Mientras El Trinidad se acercaba, Lazue se consoló pensando que el artista del mar no tenía ni idea de qué tenía delante; si supiera lo estrecho que era en realidad el paso en el arrecife se desmayaría. Los corales asomaban a la superficie por ambos lados, y entre ellos el espacio abierto apenas alcanzaba una decena de metros de ancho.

Satisfecha con el nuevo rumbo, Lazue cerró los ojos unos minutos. Percibía el color rosado de los párpados cerrados bajo los rayos de sol, pero se olvidó del movimiento del barco, del viento que hinchaba las velas, de los olores del océano. Estaba completamente concentrada en sus ojos, para que descansaran. Solo importaban sus ojos. Respiró honda y lentamente, preparándose para el próximo esfuerzo, haciendo acopio de energía y afinando su concentración.

Sabía cómo ocurriría; conocía bien el inevitable proceso: al principio, ningún problema; después, los primeros dolores oculares, que enseguida aumentarían de intensidad; a continuación llegaría el lagrimeo irritante y corrosivo. Dentro de una hora estaría exhausta, carecería de la menor energía. Necesitaría dormir, como si llevara despierta una semana, y seguramente caería inconsciente en cuanto bajara a cubierta.

Era para este esfuerzo que le esperaba, para este inmenso esfuerzo, para lo que se estaba preparando, respirando larga y lentamente, con los ojos cerrados.

En el caso de Enders, que estaba al timón, su concentración era muy distinta. Tenía los ojos abiertos, pero apenas le interesaba lo que veía. Enders sentía el timón en las manos; la presión que ejercía en sus palmas; el canto de la cubierta bajo sus pies; el rugido del agua deslizándose bajo el casco; el viento en sus mejillas; la vibración del aparejo; el conjunto complejo de fuerzas y tensiones que componían el navio. De hecho, Enders estaba tan concentrado que formaba parte del navio, estaba físicamente conectado a él; era el cerebro del cuerpo del barco y conocía su estado hasta el menor detalle.

Podía determinar la velocidad a la que navegaba hasta la fracción de un nudo; presentía cuándo una vela estaba fuera de lugar; sabía si una carga se movía en la bodega, y dónde; sabía cuánta agua había en la sentina; sabía cuándo el barco avanzaba con facilidad; cuándo seguía el mejor rumbo; sabía cuándo se apartaba de este y cuánto podría mantenerlo en estas condiciones y hasta dónde forzarlo.

Podría decir todo esto con los ojos cerrados. Pero no podría explicar cómo lo sabía, solo que lo sabía. Ahora, trabajando con Lazue, estaba preocupado, precisamente porque debía ceder parte de su control a otro. Las señales de la mano de Lazue no significaban nada para él, porque no podía sentirlas directamente; aun así, seguía las instrucciones de la vigía ciegamente, consciente de que debía confiar en ella. Pero estaba nervioso; sudaba ante el timón y sentía el viento más fuerte en sus mejillas mojadas, mientras efectuaba las correcciones que ella le indicaba con los brazos extendidos.

Lazue estaba dirigiendo el barco hacia el sur. Debía de haber avistado la abertura en el arrecife, pensó, y le estaba lle- vando hacia ella. Pronto la cruzarían. La mera idea le hacía sudar más.

El pensamiento de Hunter estaba ocupado con otras preocupaciones. Corría arriba y abajo, de proa a popa, haciendo caso omiso tanto de Lazue como de Enders. El navio de guerra español se acercaba a cada minuto que pasaba; el borde superior de la vela maestra estaba ya bajo el horizonte. Todavía navegaba con todas las velas desplegadas, mientras que El Trinidad, ahora a tan solo una milla de la isla, había recogido muchas de sus velas.

Mientras tanto, el Cassandra se había colocado detrás del barco más grande, desviado a babor para observar la trayectoria que seguía Hunter para entrar en la bahía. La maniobra era necesaria, pero las velas del galeón estaban absorbiendo el viento del Cassandra, y el velero no alcanzaba una gran velocidad. De hecho, no la conseguiría hasta que estuviera a popa de El Trinidad. Una vez allí, sería más vulnerable al navio de guerra español, a menos que se mantuviera junto a Hunter.

El problema llegaría cuando atravesaran la abertura. Los dos barcos pasarían el uno detrás del otro; si El Trinidad no la cruzaba limpiamente, el Cassandra podría chocar con él, dañando ambos barcos. Pero si eso sucedía en el paso, sería una pesadilla, y ambos barcos se hundirían tras impactar contra las rocas del arrecife. Hunter estaba seguro de que Sanson era consciente del peligro; y estaba igualmente seguro de que San- son sabía que no podía alejarse mucho.

Sería una maniobra peliaguda. Se dirigió a proa y miró el reflejo tembloroso del agua iluminada por el sol de la bahía del Mono. Ya veía claramente la lengua curva de tierra montañosa que sobresalía de la isla y formaba el gancho protector de la bahía.

El paso en el arrecife seguía invisible para él; estaba en alguna parte de aquel manto de agua reluciente y centelleante que tenía delante.

Alzó la mirada hacia lo alto del palo maestro, donde Lazue estaba indicando algo a Enders: lanzaba con fuerza el puño hacia delante, haciendo que chocara contra la palma de la otra mano abierta.

Enders empezó enseguida a gritar que amainaran otras velas. Hunter sabía que eso solo podía significar una cosa: estaban muy cerca del paso en el arrecife. Entornó los ojos hacia el brillo, pero siguió sin ver nada.

– ¡Sondeadores! ¡A babor y a estribor! -gritó Enders. Poco después, dos hombres a cada lado del casco empezaron a gritar alternativamente. El primero de ellos ya puso nervioso a Hunter.

– ¡Cinco justos!

Cinco brazos de profundidad, poco menos de diez metros; ya era agua baja. El Trinidad tenía un fondeo de tres brazos, así que no sobraba demasiado. En aguas poco profundas, las colonias coralinas podían fácilmente alzarse hasta cuatro metros por encima del fondo marino, en formas y posiciones irregulares. Y el duro coral rasgaría el casco de madera como si fuera papel.

– Cinq et demi -fue el siguiente grito. Un poco mejor. Hunter esperó.

– ¡Seis largos!

Hunter respiró mejor. Debían de haber pasado el arrecife exterior; la mayor parte de las islas tenían dos, un arrecife interior poco profundo y otro más profundo en el exterior. Tendrían un breve espacio de aguas seguras, antes de llegar al peligroso arrecife interior.

– Moins six! -llegó un grito.

La profundidad ya estaba disminuyendo. Hunter se volvió a mirar a Lazue, en lo alto del palo mayor. Tenía el cuerpo inclinado hacia fuera, estaba relajada, casi indiferente. No podía ver su expresión.

El cuerpo de Lazue estaba, en efecto, relajado; estaba tan flojo que corría el peligro de caer del palo alto. Sus brazos se aferraban a la barandilla de la cofa con ligereza, inclinándose hacia delante; tenía los hombros caídos; todos los músculos sueltos.

Pero su rostro estaba tenso y arrugado, la boca contraída en una mueca agarrotada y los dientes apretados mientras miraba hacia el brillo con los ojos entornados. Tenía los ojos prácticamente cerrados; llevaba tanto rato así que parpadeaba involuntariamente de la tensión. Podría haber sido una fuente de distracción, pero Lazue ni siquiera era consciente de ello, porque ya hacía un buen rato que había caído en una especie de trance.

Su mundo únicamente consistía en dos formas negras: la isla que tenía delante y el casco del barco que tenía debajo. Entre ambos solo había una extensión plana de agua temblorosa y torturadoramente brillante iluminada por el sol, que revoloteaba y burbujeaba de forma hipnótica. Apenas podía ver ningún detalle en aquella superficie.

De vez en cuando distinguía un coral a flor de agua. Aparecían como breves manchas negras en el cegador brillo blanco.

Otras veces, durante los momentos de calma entre las ráfagas de viento, tenía una imagen momentánea de remolinos y corrientes, que hacían girar la pauta uniforme de destellos.

En otros momentos, en cambio, el agua se volvía opaca, de un plateado cegador. Lazue guió el barco a través de la superficie centelleante totalmente de memoria; había grabado en su cabeza la posición del agua poco profunda, las cabezas de coral y los bancos de arena hacía más de media hora, cuando el barco estaba más lejos de la costa y el agua frente a ella era transparente. Se había trazado una imagen mental detallada utilizando puntos de referencia en la costa y en el agua.

Observando el agua transparente en las proximidades de la zona mediana del barco y confrontando sus observaciones con la imagen mental, Lazue podía determinar la posición de El Trinidad. En profundidad, en el lado de babor, vio desfilar la cabeza redonda de un coral cerebro, parecido a una gigantesca coliflor. Sabía que en aquel punto debían apuntar al norte, así que sacó el brazo derecho y miró cómo viraba el morro de proa, hasta que se alineó con el tronco de una palmera muerta que se encontraba en la playa. En ese momento dejó caer la mano y Enders siguió el nuevo rumbo.

Lazue entornó los ojos. Vio el coral a flor de agua, marcando los lados del canal. Apuntaban directamente al pasaje. Recordaba que, justo antes de entrar, debían virar ligeramente a estribor para esquivar otra cabeza de coral. Extendió la mano derecha y Enders efectuó la corrección.

Lazue miró directamente abajo. La segunda cabeza de coral pasó, peligrosamente cerca del casco; el barco se estremeció al rozar el afloramiento, pero volvió a calmarse.

Extendió el brazo izquierdo y Enders cambió el curso otra vez. Volvió a alinearse con la palmera muerta y esperó.

Enders se había quedado paralizado tras oír el sonido de la cabeza de coral en el casco; sus nervios, tan tensos que escucharon con toda precisión aquel sonido terrorífico, estaban a flor de piel; se sobresaltó ante el timón, pero mientras el frotamiento continuaba, una ligera vibración de proa a popa le indicó que solo rozarían el coral. Soltó un profundo suspiro.

A popa, sintió la vibración que se acercaba a él por toda la longitud del barco. En el último momento, soltó el timón, sabiendo que la quilla era la parte más vulnerable del barco bajo el agua. Un afloramiento tan grande, capaz apenas de rascar los percebes del casco, podía romper la quilla si el timón estaba tenso; y por esto aflojó. Después, cogió el timón de nuevo y siguió las instrucciones de Lazue.

– Esta mujer podría partirle la espalda a una serpiente -murmuró, mientras El Trinidad se retorcía y viraba hacia la bahía del Mono.

– ¡Menos de cuatro! -gritó el sondeador.

Hunter, a proa, con los sondeadores a cada lado, observaba el agua brillante frente a ellos. No veía absolutamente nada delante; mirando a un lado, vio formaciones coralinas aterradora- mente cercanas a la superficie, pero por suerte El Trinidad las esquivó.

– Trois et demi!

Apretó los dientes. Seis o siete metros de profundidad. Estaban prácticamente al límite. Mientras formulaba este pensamiento, el barco esquivó otra colonia de corales, esta vez con un ruido seco y breve, y después nada.

– ¡Tres y uno!

Habían perdido profundidad. El barco siguió avanzando por aquel mar reluciente.

– Merde! -gritó el segundo sondeador, y empezó a correr hacia popa. Hunter sabía qué había sucedido; su sonda se había enredado en el coral, y él intentaba liberarla.

– ¡Tres completos!

Hunter frunció el ceño; ya deberían estar embarrancados, según lo que les habían contado los prisioneros españoles. Habían jurado que El Trinidad tenía tres brazos de calado. Evidentemente se equivocaban; ya que el barco seguía avanzando suavemente hacia la isla. Maldijo en silencio a los marineros españoles.

De todos modos sabía que el calado del barco no podía ser muy inferior a tres brazos; un barco de ese tamaño debía tener un calado de ese calibre.

– ¡Tres completos!

Seguían moviéndose. Y entonces, de forma repentina y aterradora, vio el hueco en el arrecife, un paso angustiosamente estrecho con coral a flor de agua en ambos lados. El Trinidad estaba justo en el centro del paso y debían considerarse muy afortunados porque no había más de cinco metros de margen a cada lado.

Miró a popa, hacia Enders, que también había visto el coral. Enders estaba haciendo la señal de la cruz.

– ¡Cinco completos! -gritó el sondeador ásperamente.

La tripulación soltó un grito de júbilo. Estaban dentro del arrecife, en aguas más profundas y avanzaban hacia el norte, hacia la cala protegida entre la costa de la isla y el dedo curvo de tierra montañosa que rodeaba el lado de la cala más cercano a mar abierto.

Ahora, Hunter podía ver toda la extensión de la bahía del Mono. A primera vista no parecía un puerto ideal para sus barcos. El agua era profunda en la boca de la bahía, pero se volvía rápidamente menos honda en áreas más protegidas. Tendría que fondear el galeón en unas aguas que estaban expuestas al océano y, por varias razones, esta perspectiva no le hacía muy feliz.

Mirando hacia atrás vio que el Cassandra cruzaba el paso sin incidentes, siguiendo el barco de Hunter tan de cerca que el capitán podía ver la expresión preocupada en la cara del son- deador de proa. Detrás del Cassandra iba el barco de guerra español, a no más de un par de millas de distancia.

Pero el sol estaba bajando. El barco de guerra no podría entrar en la bahía del Mono antes del anochecer. Y si Bosquet decidía entrar al alba, Hunter estaría preparado para recibirlo.

– ¡Lanzad el ancla! -gritó Enders-. ¡Rápido!

El Trinidad se detuvo, estremeciéndose a la media luz. El Cassandra se deslizó a su lado, adentrándose más en la cala; gracias a su menor calado, el velero podía situarse en aguas menos hondas y más alejadas. Poco después, el ancla lanzada por Sanson se hundió en el agua y los dos barcos quedaron asegurados.

Estaban a salvo, al menos por el momento.

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