28

Tras la tensión del paso por el arrecife, las tripulaciones de ambos barcos estaban jubilosas; gritaron y rieron, se felicitaron y se insultaron jocosamente durante todo el atardecer. Hunter no participó en la celebración general. Permaneció en el castillo de popa de su galeón y observó cómo avanzaba el navio de guerra español hacia ellos, a pesar de la creciente oscuridad.

El barco español estaba a media milla de la bahía; justo a la entrada del arrecife. Bosquet se había arriesgado mucho, pensó, por acercarse tanto con tan escasa visibilidad. Estaba corriendo un peligro considerable e innecesario.

Enders, que también observaba, formuló la pregunta que el capitán no había verbalizado.

– ¿Por qué?

Hunter sacudió la cabeza. Vio que el barco de guerra lanzaba el ancla, que cayó levantando mucha agua.

La embarcación enemiga estaba tan cerca que Hunter podía oír las órdenes que se gritaban en español; llegaban por encima del agua. Había mucha actividad en la popa de la nave; lanzaron una segunda ancla.

– No tiene sentido -dijo Enders-. Tiene millas de aguas profundas para pasar la noche, y, en cambio, echa el ancla con tan solo cuatro brazos de profundidad.

Hunter observó. Vio mucho ajetreo en popa y que lanzaban otra ancla al agua. La popa viró hacia la playa.

– Maldita sea -dijo Enders-. ¿No pretenderá…?

– Sí -murmuró Hunter-. Se está preparando para disparar una andanada. Levad el ancla.

– ¡Levad el ancla! -gritó Enders a la sorprendida tripulación-. ¡Preparados en el bauprés! ¡Rápido con las jarcias! -Se volvió hacia Hunter-. Embarrancaremos con toda seguridad.

– No tenemos alternativa -dijo Hunter.

La intención de Bosquet era clara. Había anclado en la boca de la cala, justo al otro lado del arrecife, pero podían alcanzarles con su amplia batería de cañones. Pretendía quedarse allí y atacar el galeón durante la noche. A menos que Hunter saliera de su punto de mira, arriesgándose en aguas menos profundas, los barcos estarían hechos pedazos por la mañana.

En efecto, vieron cómo se abrían las cañoneras del barco de guerra español, y las culatas de los cañones empezaban a disparar proyectiles que alcanzaron el aparejo de El Trinidad y cayeron al agua alrededor del barco.

– Tenemos que movernos ahora mismo, señor Enders -gritó Hunter.

Como si le hubiera oído, salió una segunda andanada del buque de guerra español. Esta apuntó mejor. Varios proyectiles alcanzaron El Trinidad, haciendo saltar astillas y arrancando cuerdas.

– ¡Maldición! -gritó Enders, con una voz más dolorida que si le hubieran herido a él personalmente.

Pero el barco de Hunter ya se movía, y se apartaba del alcance de los cañones, de modo que la siguiente andanada cayó en el agua levantando una cortina de salpicaduras sin dar en el blanco. La sincronía era perfecta.

– La artillería está bien comandada -dijo Enders.

– A veces -dudó Hunter- eres demasiado sensible al buen arte de la marinería.

Ya había oscurecido; la cuarta andanada llegó como una serie de fogonazos rojos en los que se recortaba el perfil negro del navio de guerra. Oyeron, pero apenas atisbaron, las salpicaduras de los proyectiles en el agua, a popa de El Trinidad.

Entonces la lengua montañosa de tierra tapó la vista del navio enemigo.

– ¡Lanzad el ancla! -gritó Enders, pero era demasiado tarde. En ese preciso momento, con un sonido sordo y un crujido, El Trinidad embarrancó en el fondo arenoso de la bahía del Mono.

Aquella noche, solo en el camarote, Hunter evaluó la situación. Estar embarrancado no le preocupaba en absoluto; el barco se había hundido en la arena a causa de la marea baja y saldría a flote fácilmente en unas pocas horas.

Por el momento, los dos barcos estaban a salvo. El puerto no era el ideal, pero serviría; disponía de agua potable y provisiones para más de dos semanas, sin tener que hacer sufrir a su tripulación. Si encontraban comida y agua en tierra, que era lo más probable, podrían quedarse meses en la bahía del Mono.

Al menos podrían permanecer allí hasta que llegara una tormenta. Una tormenta podía ser desastrosa. La bahía del Mono estaba en el lado de barlovento de una isla en medio del océano y sus aguas eran poco profundas. Una tormenta fuerte aplastaría sus barcos y los haría astillas en cuestión de horas. Y estaban en la estación de los huracanes; probablemente no pasarían muchos días hasta que llegara alguno, y no podrían quedarse en la bahía del Mono cuando se desatara.

Bosquet lo sabía. Si era un hombre paciente, sencillamente cerraría la salida de la bahía, se alejaría hacia aguas más profundas y esperaría que el tiempo empeorara, lo que obligaría al galeón a salir del puerto y exponerse a su ataque.

Sin embargo, Bosquet no parecía ser un hombre paciente. Más bien lo contrario: daba la impresión de andar sobrado de recursos y de audacia, de ser un hombre que prefería pasar a la ofensiva, si era posible. Y él tenía buenas razones para atacar antes de la llegada de un huracán.

En cualquier batalla naval, el mal tiempo era un factor igualador: deseado por la parte más débil, evitado por la más fuerte. Una tormenta castigaría a ambos barcos, pero reduciría la eficacia de la embarcación superior desproporcionadamente. Bosquet debía de saber que los barcos de Hunter contaban con pocas manos y pocas armas.

Solo en el camarote, Hunter intentó meterse en la cabeza de un hombre al que no conocía, e intentó adivinar sus pensamientos. Decidió que, sin duda, Bosquet atacaría por la mañana.

El ataque llegaría o por tierra o por mar, o por ambos a la vez. Dependía de la cantidad de soldados españoles que tuviera Bosquet a bordo, y de cuánto confiaran ellos en su comandante. Hunter recordaba a los soldados que los habían custodiado en la bodega del barco de guerra; eran hombres jóvenes, sin experiencia y poco disciplinados.

No se podía confiar en ellos.

No, decidió. Bosquet atacaría primero desde el barco. Intentaría entrar en la bahía del Mono y tener el galeón a la vista. Probablemente suponía que los corsarios estaban en aguas poco profundas, lo que les dificultaría maniobrar.

En ese momento daban la popa al enemigo, la parte más vulnerable de la embarcación. Bosquet podía navegar hasta la entrada de la cala y abrir fuego hasta que hundiera ambos barcos. Además, no perdería nada, porque el tesoro del galeón estaría en aguas poco profundas y podrían rescatarlo de la arena buceadores nativos.

Hunter llamó a Enders y ordenó que se encerrara a los prisioneros españoles. Después ordenó que todos los corsarios se armaran con mosquetes y volvieran a bordo sin demora.

El alba llegó suavemente a la bahía del Mono. Solo soplaba un viento ligero; en el cielo, unas nubes deshilachadas captaban el brillo rosado de la primera luz. A bordo del navio de guerra español, las tripulaciones iniciaron sus tareas matinales con pereza y desidia. El sol ya estaba alto en el horizonte antes de que se ordenara desplegar las velas y levar el ancla.

En aquel momento, a lo largo de la playa, desde ambos lados de la entrada a la bahía, los corsarios apostados abrieron fuego con sus mosquetes. La tripulación española reaccionó con desconcierto. En los primeros instantes, los hombres que estaban izando el ancla principal murieron; los que levantaban el ancla de popa también murieron o quedaron heridos; los oficiales que se hallaban en el puente recibieron su parte, y los hombres del aparejo fueron alcanzados con asombrosa puntería y cayeron, gritando, al puente.

Entonces, tan abruptamente como había comenzado, el fuego cesó. Exceptuando una neblina gris áspera que planeaba sobre la playa, no había ninguna señal de movimiento, ni agitación en la vegetación, nada.

Hunter, apostado en el mar, en el extremo de la punta de tierra, observaba con satisfacción el navio de guerra a través del catalejo. Oía gritos confusos y observó cómo las velas medio desplegadas se agitaban con el viento. Pasaron varios minutos antes de que otros marineros treparan al aparejo y se afanaran con los cabrestantes en cubierta. Empezaron tímidamente, pero al ver que no volvían a disparar desde la playa, se envalentonaron.

Hunter esperó.

Sabía que gozaba de una clara ventaja. En una época en la que ni los mosquetes ni los tiradores eran muy precisos, los corsarios podían considerarse unos tiradores excelentes. Los marineros de Hunter eran capaces de acertar a los hombres de la cubierta del barco desde un velero abierto sin que el balanceo les hiciera perder la puntería. Así que disparar desde tierra era un juego de niños para sus hombres.

Ni siquiera les divertía.

Hunter esperó hasta que vio que el ancla empezaba a moverse y entonces dio la señal de volver a disparar. Otra ráfaga cayó sobre el barco de guerra, con el mismo efecto devastador. A continuación, silencio de nuevo.

Bosquet sin duda ya se habría dado cuenta de que entrar en el pasaje coralino, acercarse más a la playa, le costaría muy caro. Probablemente conseguiría salvar el paso y entrar en la cala, pero perdería a docenas sino a cientos de sus hombres. Más grave aún era el riesgo de que los hombres clave en los puntos altos, incluso el timonel, fueran abatidos; el barco quedaría sin gobierno en aquellas aguas peligrosas.

Hunter esperó. Oyó gritar órdenes, y después de nuevo el silencio. A continuación vio que caía al agua la cuerda del ancla principal. La habían cortado. Al cabo de un instante, también cortaron las cuerdas del ancla de popa y el barco empezó a alejarse lentamente de la barrera de coral, a la deriva.

Una vez fuera del alcance de los mosquetes, aparecieron hombres en cubierta y en el aparejo. Desplegaron las velas. Hunter esperó para ver si viraba y se dirigía a la costa. El barco no lo hizo. Por el contrario, se desplazó hacia el norte un centenar de metros y en esta nueva posición lanzó otra ancla. Amainaron las velas; la embarcación se balanceó suavemente frente a las colinas que protegían la cala.

– Bien -dijo Enders-. Estamos empatados. Los españoles no pueden entrar y nosotros no podemos salir.

A mediodía, en la bahía del Mono hacía un calor tan sofocante que apenas se podía respirar. Hunter, paseando arriba y abajo por las cubiertas ardientes de su galeón, sentía cómo se le pegaban las suelas al alquitrán de los tablones. Tomó conciencia de la ironía de su situación. Había realizado la expedición corsaria más osada del siglo, con un éxito absoluto, y había acabado atrapado en una cala sofocante e insalubre por culpa de un solitario navio de guerra español.

La situación era difícil para él, pero lo era más aún para su tripulación. Los corsarios esperaban órdenes y nuevos planes de acción de su capitán, pero era evidente que Hunter no podía ofrecerles nada de eso. Algunos empezaron a darle al ron, y la mayoría de los marineros empezaron a pelearse. Una de las discusiones acabó en un duelo, aunque Enders lo detuvo en el último minuto. Hunter hizo correr la voz de que cualquier hombre que matara a otro sería ejecutado personalmente por él. El capitán quería mantener intacta su tripulación, y los desacuerdos personales deberían esperar a que desembarcaran en Port Royal.

– Dudo que hagan caso de la amenaza -dijo Enders, tan pesimista como siempre.

– Lo harán -aseguró Hunter.

Estaba de pie en el puente a la sombra del palo mayor con lady Sarah cuando sonó otro disparo de pistola en alguna de las cubiertas inferiores.

– ¿Qué ha sido eso? -preguntó lady Sarah, alarmada.

– ¡Maldición! -exclamó Hunter.

Un momento después, llegó Bassa empujando a un marinero que forcejeaba. Enders los seguía con expresión desconsolada.

Hunter miró al marinero. Era un muchacho de veinticinco años, de cabellos canosos, llamado Lockwood. Hunter apenas lo conocía.

– Ha herido a Perkins en la oreja con esto -informó Enders, tendiéndole una pistola al capitán.

La tripulación se estaba reuniendo poco a poco en la cubierta principal, torvos y lúgubres al calor del sol. Hunter sacó su pistola del cinto y comprobó el cebo.

– ¿Qué vais a hacer? -preguntó lady Sarah, que lo observaba todo.

– No es asunto vuestro -contestó Hunter.

– Pero…

– Volveos -dijo Hunter y levantó la pistola.

Bassa, el Moro, soltó al marinero. El hombre se quedó quieto, cabizbajo, borracho.

– Me hizo enfadar -dijo el marinero.

Hunter le disparó en la cabeza. El cerebro del hombre se esparció por encima de la regala.

– ¡Cielo santo! -gritó lady Sarah Almont.

– Lanzadlo por la borda -ordenó Hunter.

Bassa cogió el cadáver y lo arrastró; los pies rozaron ruidosamente el suelo en el silencio de aquel tórrido mediodía. Poco después se oyó un peso que caía al agua; el cadáver había desaparecido.

Hunter miró al resto de la tripulación.

– ¿Queréis elegir a un nuevo capitán? -preguntó con voz atronadora.

Los hombres de la tripulación gruñeron y bajaron la cabeza. Nadie dijo nada.

Al poco rato la cubierta volvía a estar vacía. Los marineros habían ido abajo para huir del calor del sol.

Hunter miró a lady Sarah. Ella no dijo nada, pero su expresión era acusadora.

– Son hombres rudos -dijo Hunter-, y viven según unas reglas que aquí todos respetamos.

Ella siguió en silencio; luego se volvió y se alejó.

Hunter miró a Enders, quien se encogió de hombros.

Aquella tarde, los vigías informaron a Hunter de que volvía a haber actividad a bordo del navio de guerra; todas las barcas se habían calado por el lado de mar abierto, y no eran visibles desde tierra. Parecía que estaban atadas al barco porque no había aparecido ninguna. Del puente del barco se levantaba una gruesa columna de humo. Habían encendido algún tipo de hoguera, pero no estaba claro con qué objetivo. Esta situación se prolongó hasta el anochecer.

La llegada de la noche fue una bendición. Con la llegada del aire fresco, Hunter paseaba por las cubiertas de El Trinidad contemplando las largas hileras de cañones. Iba de uno a otro, parándose para tocarlos, acariciando con los dedos el bronce, que todavía conservaban el calor del día. Examinó el equipo ordenadamente dispuesto junto a cada cañón: la baqueta, los sacos de pólvora, los proyectiles, las plumas de oca para introducir en el oído y las mechas lentas dentro de cubos de agua con muescas.

Estaba todo a punto para ser utilizado: todas aquellas armas, toda aquella potencia de fuego. No faltaba nada, aparte de los hombres necesarios para accionar los cañones. Pero sin artilleros, era como si no estuvieran.

– Parecéis perdido en vuestros pensamientos.

Hunter se volvió, sobresaltado. Vio a lady Sarah vestida con una túnica blanca. En aquella penumbra parecía una prenda de ropa interior.

– No deberíais vestiros así, con tantos hombres rondando por aquí.

– Hacía demasiado calor para dormir -dijo ella-. Además, me sentía inquieta. Lo que he presenciado hoy… -Se le quebró la voz.

– ¿Os ha angustiado?

– No había visto cometer tal brutalidad ni a un monarca. Ni siquiera Carlos es tan despiadado, tan arbitrario.

– Carlos tiene otras cosas en la cabeza. Sus placeres.

– No queréis entenderme deliberadamente. -Incluso en la penumbra, los ojos de la mujer brillaban con una especie de rabia.

– Señora -dijo Hunter-. En esta sociedad…

– ¿Sociedad? ¿A esto le llamáis… -hizo un gesto con la mano abarcando el barco y a los hombres dormidos en cubierta-… le llamáis sociedad?

– Por supuesto. Siempre que hay hombres conviviendo, existen reglas de conducta. Las de estos hombres tal vez sean distintas de las de la corte de Carlos, o de Luis, o las de la colonia de Massachusetts, sin ir más lejos, donde nací yo. Pero siempre hay reglas que deben respetarse, y castigos cuando se violan.

– Estáis hecho todo un filósofo. -Su voz en la oscuridad sonaba sarcástica.

– Hablo de lo que conozco. En la corte de Carlos, ¿qué os habría sucedido si os hubierais negado a hacer una reverencia al monarca?

Ella soltó una risita burlona viendo el derrotero que tomaba la conversación.

– Aquí sucede lo mismo -dijo Hunter-. Estos hombres son fieros y violentos. Si yo estoy al mando, ellos deben obedecerme. Si van a obedecerme, tienen que respetarme. Si deben respetarme, tienen que reconocer mi autoridad, que es absoluta.

– Habláis como un rey.

– Un capitán es un rey, para su tripulación.

Ella se le acercó.

– ¿Y también os concedéis algún placer, como hace un rey?

El solo tuvo un momento para reflexionar antes de que ella lo rodeara con sus brazos y le besara en la boca, con intensidad. Él le devolvió el beso. Cuando se separaron, ella dijo:

– Estoy aterrada. Es todo tan extraño para mí.

– Señora -dijo Hunter-. Es mi obligación devolveros sana y salva a vuestro tío y amigo mío, el gobernador sir James Almont.

– No es necesario ser tan pomposo. ¿Sois puritano?

– Solo por nacimiento -dijo él y la besó otra vez.

– Tal vez os vea más tarde -comentó ella.

– Tal vez.

La mujer volvió abajo, pero antes le lanzó una última mirada en la oscuridad. Hunter se apoyó en uno de los cañones y observó cómo se marchaba.

– Impetuosa, ¿verdad?

Se volvió. Era Enders sonriendo.

– A algunas mujeres de buena familia les basta con cruzar la línea para perder la cabeza.

– Eso parece -dijo Hunter.

Enders miró la hilera de cañones, y dio un manotazo a uno de ellos con la palma de la mano. Resonó.

– Es desesperante -se lamentó-. Tantas armas y no podemos utilizarlas por falta de hombres.

– Id a dormir un rato -dijo Hunter bruscamente, y se marchó.

Pero lo que había dicho Enders era cierto. Mientras seguía paseando por las cubiertas, Hunter se olvidó de la mujer y sus pensamientos volvieron a los cañones. Una parte de su cerebro, inquieta, no cesaba de darle vueltas al problema, una y otra vez, buscando una solución. Estaba convencido de que había alguna manera de utilizar aquel armamento. Algo que había olvidado, algo que sabía desde hacía tiempo.

Era evidente que la mujer lo consideraba un bárbaro, o peor, un puritano. Sonrió en la oscuridad solo de pensarlo. De hecho, Hunter era un hombre educado. Había recibido lecciones en todos los campos principales del saber, tal como se definían desde la época medieval. Conocía historia clásica, latín y griego, filosofía natural, religión y música. Aunque en aquella época, nada de eso había despertado su interés.

Ya en su juventud le atraía más el conocimiento empírico y práctico que la opinión de unos pensadores que llevaban mucho tiempo muertos. Todos los colegiales sabían que el mundo era mucho mayor de lo que Aristóteles podía haber soñado. El mismo Hunter, sin ir más lejos, había nacido en una tierra que los griegos ni siquiera sabían que existía.

Sin embargo, en ese momento, ciertos elementos de esa formación clásica le rondaban la cabeza. No dejaba de pensar en Grecia, algo sobre Grecia o sobre los griegos, pero no sabía qué ni por qué.

Entonces recordó la pintura al óleo colgada en el camarote de Cazalla, a bordo del navio de guerra español. En aquel momento Hunter apenas se había fijado en ella. Y tampoco la recordaba claramente. Pero había algo en la presencia de un cuadro a bordo de un barco que lo intrigaba. Por algún motivo, era importante.

¿Qué importancia podía tener? No sabía nada de pintura; consideraba que era un arte menor, útil únicamente como elemento decorativo, interesante solo para algunos aristócratas vanidosos y ricos dispuestos a pagar para hacerse un retrato halagador. Además, Hunter estaba convencido de que los pintores eran personas vulgares que vagabundeaban como gitanos de un país a otro en busca de un mecenas que patrocinara su trabajo. No tenían hogar ni raíces, eran hombres frivolos que no sentían ningún apego fuerte y sólido por su tierra natal. Hunter, a pesar de que sus padres habían emigrado de Inglaterra a Massachusetts, se consideraba totalmente inglés y un protestante apasionado. Estaba en guerra contra un enemigo español y católico y no comprendía que alguien no fuera tan patriótico como él. Preocuparse solo de la pintura le parecía un empeño absolutamente vacuo.

Y, sin embargo, los pintores seguían vagabundeando. Había franceses en Londres, griegos en España e italianos por todas partes. Incluso en tiempos de guerra, los pintores se movían libremente, sobre todo los italianos. Abundaban los italianos.

¿Por qué le importaba?

Siguió andando por el barco a oscuras, yendo de cañón en cañón. Tocó uno de ellos. En la culata tenía grabado un lema.

SEMPER VINCIT

Aquellas palabras se burlaban de él. No siempre, pensó. Sin hombres para cargar, apuntar y disparar, no. Tocó las letras, pasando los dedos sobre la inscripción, sintiendo la suave curva de la S, las líneas bien definidas de la E.

SEMPER VINCIT

Había mucha fuerza en la concisión del latín: dos breves palabras, duras, marciales. Los italianos habían perdido esta cualidad; los italianos eran blandos y ceremoniosos, y su lengua había cambiado para reflejar esa blandura. Había pasado mucho tiempo desde que César había dicho secamente: Veni, vidi, vici.

VINCIT

Esa palabra parecía sugerirle algo. Miró las líneas nítidas de aquellas letras y, de repente, en su mente aparecieron otras líneas, líneas y ángulos, y volvió a los griegos y a la geometría euclidiana, aquella que tan mal se lo había hecho pasar de niño. No había logrado entender nunca por qué era importante que dos ángulos fueran iguales a otro o que la intersección de dos líneas estuviera en un punto o en otro. ¿Qué diferencia había?

Recordó la pintura de Cazalla, una obra de arte en un navio de guerra, fuera de lugar, completamente inútil. Ese era el defecto del arte: no era práctico. Con el arte no se vencía a nadie.

VINCIT

Vence. Hunter sonrió por la ironía de aquel lema, inscrito en un cañón que no serviría para vencer absolutamente a nadie. Aquella arma, para él, era tan inútil como el cuadro para Cazalla. Inútil como los postulados de Euclides. Se frotó los ojos cansados.

Todos aquellos pensamientos no lo habían llevado a ninguna parte. Estaba girando en círculos sin sentido, sin objetivo, sin destino, solo movido por la persistente inquietud de un hombre frustrado que estaba atrapado y buscaba en vano una salida.

En aquel momento oyó el grito que los marineros temen más que ningún otro.

– ¡Fuego!

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