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Con ropa ligera, el gobernador Almont desayunaba solo en el comedor de la mansión. Como tenía por costumbre, tomó un poco de pescado hervido y una copita de vino, seguido de otro de los pequeños placeres que le proporcionaba su destino: una taza de café solo y fuerte. Desde su nombramiento como gobernador se había ido aficionando cada vez más al café, y se regodeaba sabiendo que tenía cantidades casi ilimitadas de esa delicia que en la madre patria escaseaba.

Mientras terminaba su café entró John Cruikshank, su ayudante. John era un puritano que se había visto obligado a marcharse de Cambridge apresuradamente cuando Carlos II recuperó el trono. Era un hombre de cara amarillenta, serio y tedioso, pero muy diligente.

– Las convictas han llegado, excelencia.

Solo de pensarlo, Almont hizo una mueca. Se secó los labios.

– Mándamelas. ¿Están limpias, John?

– Razonablemente limpias, excelencia.

– Pues tráelas.

Las mujeres entraron ruidosamente en el comedor. Charlaban, miraban a todas partes y señalaban ahora una cosa ahora otra. Un atajo de insubordinadas, descalzas y vestidas con idénticos trajes de fustán gris. El ayudante las hizo ponerse en fila contra la pared y Almont se levantó de la mesa.

Las mujeres callaron mientras él las inspeccionaba. El único sonido que se escuchaba en la sala era el del pie izquierdo dolorido del gobernador arrastrándose por el suelo mientras las miraba una por una.

Aquellas mujeres eran las más feas, greñudas y procaces que había visto jamás. El gobernador se paró frente a una de ellas, que era más alta que él, una criatura espantosa con la cara marcada y la boca desdentada.

– ¿Cómo te llamas?

– Charlotte Bixby, excelencia. -Intentó una especie de reverencia patosa.

– ¿Y cuál es tu delito?

– Lo juro, excelencia, no he hecho nada. Me acusaron con calumnias…

– Asesinó a su marido, John Bixby -recitó el ayudante, leyendo una lista.

La mujer se calló. Almont siguió. Cada cara que veía era más fea que la anterior. Se paró frente a una mujer de cabellos negros enmarañados y una cicatriz amarillenta que bajaba por un lado del cuello. Su expresión era malhumorada.

– ¿Cómo te llamas?

– Laura Peale.

– ¿Cuál es tu delito?

– Dijeron que le había robado la bolsa a un caballero.

– Ahogó a sus hijos de cuatro y siete años -recitó John en tono monótono, sin levantar los ojos de la lista.

Almont miró a la mujer con el ceño fruncido. Esas mujeres estarían en su elemento en Port Royal; eran tan rudas como el más aguerrido de los corsarios. Pero ¿esposas? Desde luego no serían esposas. Siguió recorriendo la fila de caras y se paró frente a una que era insólitamente joven.

La muchacha tendría quizá catorce o quince años, los cabellos rubios y la piel muy clara. Tenía unos ojos azules y límpidos que expresaban una rara amabilidad e inocencia. Parecía totalmente fuera de lugar en aquel grupo de mujeres groseras. El gobernador le habló en tono amable.

– ¿Cómo te llamas, niña?

– Anne Sharpe, excelencia. -Su voz era apenas audible, casi un susurro, y mantenía los ojos tímidamente bajos.

– ¿Cuál es tu delito?

– Hurto, excelencia.

Almont miró a John. Este asintió.

– Robo en el alojamiento de un caballero. En Gardiner's Lane, Londres.

– Entiendo -dijo Almont, volviendo a mirar a la muchacha. Pero no fue capaz de ser severo con ella, que mantenía los ojos bajos-. Necesito una sirvienta en mi casa, señorita Sharpe. Servirás en mi residencia.

– Excelencia -interrumpió John, inclinándose hacia Almont-. Si me permitís unas palabras.

Los dos hombres se apartaron un poco de las mujeres. El ayudante, que parecía agitado, le indicó la lista.

– Excelencia -susurró-, aquí dice que la acusaron de brujería durante el juicio.

Almont se rió, divertido.

– No lo dudo, no lo dudo.

A menudo se acusaba de brujería a las mujeres hermosas.

– Excelencia -insistió John, con celo puritano-. Aquí ti ice que lleva en el cuerpo los estigmas del demonio.

Almont miró a la tímida jovencita rubia. No le parecía probable que fuera bruja. Sir James sabía un par de cosas de brujería. Las brujas tenían ojos de colores extraños y estaban rodeadas de corrientes de aire helado. Su carne era fría como la de los reptiles y tenían un seno de más.

Almont estaba seguro de que aquella mujer no era bruja. -Dispon que la bañen y la vistan -ordenó. -Excelencia, permitid que os recuerde, los estigmas… -Ya me ocuparé más tarde de los estigmas. John hizo una reverencia. -Como deseéis, excelencia.

Por primera vez, Anne Sharpe levantó la cabeza y miró al gobernador Almont, con la más leve de las sonrisas.

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