16

Los corsarios estaban alineados en dos filas, con las manos atadas. Cazalla se paseó frente a los hombres. Tenía un cuchillo en una mano y golpeaba la hoja contra la palma de la otra. Por un momento reinó un silencio que solo rompía el rítmico chasquido del acero sobre su mano.

Hunter miró el aparejo del barco de guerra. Había tomado rumbo al este, probablemente para ir a protegerse en el fondeadero de Hawk's Nest, al sur de las islas Turcas. A la media luz, podía ver que el Cassandra los seguía a corta distancia.

Cazalla interrumpió sus pensamientos.

– Vuestro capitán -dijo con un tono de voz fuerte- no quiere contarme cuál era vuestro destino. Asegura que os dirigíais a Augustine -continuó con mucho sarcasmo-. Augustine… Hasta un niño mentiría con más convicción. Pero os aseguro que descubriré lo que os proponíais. ¿Cuál de vosotros dará un paso adelante y me lo dirá?

Cazalla miró las dos filas de hombres. Los hombres le devolvieron la mirada con expresión vacía.

– Necesitáis un poco de estímulo, ¿verdad? -Cazalla se acercó a uno de los marineros-. Tú. ¿Hablarás?

El marinero no se movió, no habló, ni siquiera pestañeó. Un momento después, Cazalla volvió a pasear, arriba y abajo.

– Vuestro silencio no tiene ningún sentido -dijo-. Sois todos unos herejes y unos bergantes, y colgaréis del extremo de una soga cuando llegue el momento. Pero hasta ese día, un hombre puede vivir con más comodidad o menos. Los que se decidan a hablar vivirán tranquilamente hasta ese fatídico día, os doy mi palabra solemne.

Nadie se movió. Cazalla dejó de pasear.

– Sois unos imbéciles. Infravaloráis mi determinación.

Estaba situado delante de Trencher, el miembro más joven de la tripulación corsaria con diferencia. El chico temblaba, pero mantenía la cabeza alta.

– Tú, muchacho -dijo Cazalla, con voz más amable-. No deberías estar en compañía de estos granujas. Habla y cuéntame el objetivo de este viaje.

Trencher abrió la boca, pero volvió a cerrarla. Le temblaba el labio.

– Habla -dijo suavemente Cazalla-. Habla, habla…

Pero el momento había pasado. Los labios de Trencher estaban firmes y bien prietos.

Cazalla lo miró con atención un momento, y después, con un solo gesto, le cortó el cuello con el cuchillo que tenía en la mano. Sucedió tan rápidamente que Hunter apenas se dio cuenta. La sangre empezó a resbalar como una ancha sábana roja por la camisa del muchacho. Sus ojos se abrieron horrorizados y sacudió la cabeza con incredulidad. Trencher cayó de rodillas y se quedó inmóvil un momento, con la cabeza gacha, mirando cómo su sangre goteaba sobre la madera de la cubierta y sobre las puntas de las botas de Cazalla. El español retrocedió blasfemando.

Trencher permaneció arrodillado un rato que a todos les pareció una eternidad. Entonces, levantó la cabeza y miró a Hunter a los ojos un largo y atroz instante. Su mirada era suplicante, confusa y atemorizada. Luego sus ojos se pusieron en blanco y su cuerpo cayó sobre la cubierta con un violento espasmo.

Todos los marineros miraron cómo Trencher moría, pero ninguno de ellos se movió. Su cuerpo se contorsionó, sus zapatos golpearon la madera de la cubierta con un ruido rasposo. Se formó un charco de sangre alrededor de su cara. Y por fin se quedó inmóvil.

Cazalla había observado aquellos espasmos mortales con absoluta concentración. Después se acercó, puso el pie sobre el cuello del muchacho muerto y apretó con fuerza. Se oyó un crujido de huesos.

Miró las dos filas de marineros.

– Descubriré la verdad -dijo-. Os lo juro, la descubriré. -Se volvió hacia su primer oficial-. Llevadlos abajo y encerradlos -ordenó. Indicó a Hunter con la cabeza-. Lleváoslo a él también.

Dicho esto, se fue hacia el castillo de popa. Ataron a Hunter y lo llevaron abajo con los demás.

El navio de guerra español tenía cinco puentes. Los dos puentes superiores estaban destinados a la artillería; algunos tripulantes dormían en ellos, en hamacas tendidas entre los cañones. A continuación estaban los aposentos de los soldados. El cuarto puente estaba destinado al almacenaje de munición, víveres, leña y aparejos, accesorios, provisiones y ganado. El quinto y último puente apenas era un puente propiamente dicho: del suelo al techo, reforzado con gruesas vigas, mediría como mucho un metro veinte y, dado que se encontraba por debajo de la línea de flotación, no tenía ventilación. El hedor a heces y sentina era insoportable.

Allí fue donde llevaron a la tripulación del Cassandra. Los obligaron a sentarse en el suelo, un poco separados los unos de los otros. En las esquinas se apostaron veinte soldados que montaban guardia; de vez en cuando, uno de ellos hacía la ronda con un farol, examinando las ataduras de cada prisionero, para asegurarse de que no se habían aflojado.

No estaba permitido hablar ni dormir, y si algún hombre lo intentaba recibía las patadas de algún guardia. No podían moverse, y si tenían necesidades fisiológicas debían hacerlas donde estaban. Con sesenta hombres y veinte guardias, el pequeño y cerrado espacio pronto se volvió sofocante, caluroso y fétido. Incluso los guardias estaban bañados de sudor.

No había forma de calcular el paso del tiempo. Los únicos sonidos eran los pesados movimientos del ganado en la cubierta de encima, y el interminable y monótono siseo del agua que el barco surcaba. Hunter estaba en un rincón, intentando concentrarse en el sonido del agua, esperando que cesara. Procuraba no pensar en la situación desesperada en la que se encontraba; él y sus hombres estaban sepultados en las entrañas de un poderoso navio de guerra, rodeados de cientos de soldados enemigos, totalmente a su merced. Si Cazalla no anclaba en algún lugar para pasar la noche, estaban condenados. La única posibilidad de Hunter dependía de que el barco de guerra se detuviera a pasar la noche.

El tiempo pasaba y él seguía esperando.

Por fin percibió un cambio en el gorgoteo de fondo y, por los crujidos de los aparejos, dedujo que el buque había cambiado de rumbo. Se incorporó y escuchó atentamente. No halla duda, el barco estaba reduciendo la marcha.

Los soldados, reunidos y hablando en voz baja, también lo percibieron, y lo comentaron entre ellos. Un poco después, el sonido del agua cesó por completo y Hunter oyó el traqueteo de la cadena del ancla al soltarse. El ancla se sumergió ruidosamente en el agua; mentalmente, Hunter tomó nota de que se encontraba cerca de la proa del barco. De otro modo, el ruido del ancla no habría sido tan nítido.

Pasó más tiempo. El navio español se balanceaba suavemente. Debían de haber fondeado en alguna bahía protegida, porque el mar estaba en calma. Sin embargo el barco tenía un gran calado, y Cazalla no lo habría metido de noche en un puerto que no conociera bien.

Se preguntó dónde estarían, y esperó que fuera una cala cercana a la Gran Turca. Había varias calas a sotavento suficientemente profundas para un barco de aquellas dimensiones.

El balanceo del barco de guerra anclado era tranquilizador. Hunter se adormeció en varias ocasiones. Los soldados tenían trabajo pateando a los marineros para que se mantuvieran despiertos. En la tétrica penumbra de la bodega se oían a menudo los gruñidos y los gemidos de los miembros de la tripulación que recibían patadas.

Hunter reflexionó sobre su plan. ¿Qué estaba sucediendo?

Un poco después, un soldado español entró y vociferó:

– ¡Todos en pie! ¡Órdenes de Cazalla! ¡Todos en pie!

Espoleados por las botas de los soldados, los marineros se levantaron, uno tras otro, encorvados en el espacio demasiado bajo. Era una postura dolorosa y terriblemente incómoda.

Pasó más tiempo. Cambió la guardia. Los nuevos soldados entraron tapándose la nariz y bromeando sobre el hedor. Hunter los miró sorprendido; hacía mucho que había dejado de percatarse del olor.

Los nuevos guardias eran más jóvenes y menos rígidos con sus obligaciones. Por lo visto los españoles estaban convencidos de que los piratas no podían ocasionarles ningún problema. Enseguida se pusieron a jugar a cartas. Hunter apartó la mirada y observó cómo caían sus gotas de sudor al suelo. Pensó en el pobre Trencher, pero no consiguió sentir ni rabia, ni indignación ni tan siquiera miedo. Estaba entumecido.

Llegó otro soldado. Parecía un oficial y por lo visto le desagradó la relajada actitud de los jóvenes. Gritó algunas órdenes y los hombres dejaron las cartas apresuradamente.

El oficial dio la vuelta a la habitación, examinando las caras de los corsarios. Finalmente, eligió a uno y se lo llevó. En cuanto le ordenó que se moviera al hombre le fallaron las piernas; los soldados lo levantaron y se lo llevaron a rastras.

La puerta se cerró. Los guardias fingieron por un instante que cumplían severamente con sus obligaciones, pero después se relajaron. Sin embargo no volvieron a jugar a cartas. Al poco rato, dos de ellos decidieron competir para ver quién orinaba más lejos. El blanco era un marinero situado en un rincón. Los guardias se tomaban el juego como si fuera un deporte y reían y fingían apostar enormes sumas de dinero al ganador.

Hunter era solo vagamente consciente de lo que sucedía. Estaba muy cansado; las piernas le ardían de fatiga y tenía la espalda dolorida. Empezó a preguntarse por qué se había negado a confesar a Cazalla el propósito de su viaje. Le parecía un gesto sin sentido.

En aquel momento, los pensamientos de Hunter fueron bruscamente interrumpidos por la llegada de otro oficial, que gritó:

– ¡Capitán Hunter!

Se llevaron a Hunter fuera de la bodega.

Mientras lo empujaban y pinchaban a través de las cubiertas llenas de marineros dormidos, que se balanceaban en las hamacas, oyó claramente, en algún lugar del barco, un extraño lamento.

Era como el gemido del llanto de una mujer.

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