29

Hunter corrió a la cubierta superior y llegó a tiempo de ver seis botes en llamas que se dirigían hacia el galeón. Eran las largas chalupas del barco revestidas de brea, que ardían con intensidad y avanzaban iluminando las plácidas aguas de la bahía.

Se maldijo por no haber previsto esa maniobra: el humo que había visto en la cubierta del barco era una pista evidente, que Hunter no había sabido leer. Pero no perdió el tiempo en recriminaciones. Los marineros de El Trinidad ya saltaban por la borda sobre las barcas del galeón; pronto salió la primera, con los hombres remando furiosamente hacia los botes incendiados.

Hunter se volvió bruscamente.

– ¿Dónde están nuestros vigías? -preguntó a Enders-. ¿Cómo ha ocurrido esto?

Enders sacudió la cabeza.

– No lo sé, los vigías estaban apostados en aquella punta arenosa y sobre la playa de atrás.

– ¡Maldición!

Los hombres se habrían dormido haciendo guardia o unos españoles habrían nadado hasta la costa en la oscuridad, los habrían sorprendido y los habrían matado. Miró cómo la primera de las lanchas llena de marineros luchaba desesperadamente contra las llamas de un bote. Intentaban con golpes de remos darle la vuelta y desviarlo de su curso. Uno de los marineros empezó a arder y se lanzó por la borda gritando.

Hunter saltó por la borda a una de las lanchas. Mientras los marineros remaban, y antes de acercarse a los botes incendiados, se mojaron con agua de mar. Hunter miró atrás y vio que Sanson estaba al frente de otra lancha del Cassandra para unirse a ellos.

– ¡Bajad la cabeza, muchachos! -gritó Hunter, cuando entraron en ese infierno.

Incluso a una distancia de cincuenta metros, el calor de las barcas incendiadas era insoportable; las llamas se elevaban agitándose en la noche; grumos de brea ardiente estallaban y salpicaban en todas direcciones, siseando en el agua.

La siguiente hora fue una pesadilla. Uno por uno, embarrancaron los botes incendiados o los desviaron hacia el mar hasta que los cascos se quemaron y se hundieron.

Cuando Hunter volvió finalmente al barco, cubierto de hollín y con la ropa hecha jirones, cayó inmediatamente en un sueño profundo.

Enders lo despertó a la mañana siguiente con la noticia de que Sanson estaba en la bodega de El Trinidad.

– Dice que ha encontrado algo -anunció Enders dubitativamente.

Hunter se vistió y bajó las cuatro cubiertas de El Trinidad hasta la bodega. En la cubierta inferior, que apestaba a excrementos del ganado situado en el puente de arriba, encontró a Sanson sonriendo con satisfacción.

– Ha sido una casualidad -dijo Sanson-. No puedo atribuirme el mérito. Ven a ver.

Sanson lo acompañó al compartimiento de lastre. El pasaje, estrecho y bajo, olía a aire caliente y a agua de sentina, que se se movía adelante y atrás con el suave balanceo del barco. Al ver las piedras que hacían de lastre, Hunter frunció el ceño; no eran piedras, tenían una forma demasiado regular. Eran balas de cañón.

Cogió una y la sopesó en una mano. Era de hierro y estaba resbaladiza por el limo y el agua de sentina.

– Unas cinco libras -dijo Sanson-. No tenemos nada a bordo que dispare proyectiles de estas dimensiones.

Sin dejar de sonreír, llevó a Hunter a popa. A la luz de un farol vacilante, el capitán vio otra forma en la bodega, medio sumergida en el agua. La reconoció inmediatamente: era un cañón más pequeño que una culebrina; un modelo que ya no se utilizaba en los barcos. Habían dejado de utilizarse hacía treinta años, superados por cañones rotatorios más pequeños o por otros mucho más grandes.

Hunter se inclinó a mirar el cañón, rozándolo con las manos bajo el agua.

– ¿Crees que disparará?

– Es de bronce -afirmó Sanson-. El Judío dice que funcionará.

Hunter tocó el metal. Al ser de bronce, no se había oxidado demasiado. Volvió a mirar a Sanson.

– Entonces daremos a los españoles su misma medicina -dijo.

El cañón, por pequeño que fuera, tenía una culata de dos metros de bronce macizo que pesaba cerca de ochocientos kilos. Tardaron casi toda la mañana en arrastrarlo hasta la cubierta de El Trinidad. Después lo bajaron por encima de la borda hasta un bote.

Con aquel calor, el trabajo fue agotador y tuvo que realizarse con suma delicadeza. Enders gritó órdenes y maldiciones hasta que se quedó ronco, pero por fin el cañón se depositó en la barca con tanta delicadeza como si fuera una pluma. El bote se hundió peligrosamente con el peso. La borda apenas asomaba unos centímetros por encima del agua. Pero navegó con estabilidad hasta la playa más alejada.

Hunter pretendía colocar el cañón en lo alto de la colina que sobresalía de la bahía del Mono. Desde aquella posición tendrían a tiro el barco español y podrían disparar contra él. El puesto elegido era seguro; los españoles no alcanzarían esa altura con sus cañones, y los hombres de Hunter podrían lanzar proyectiles sobre el barco hasta que se quedaran sin munición.

La cuestión principal era cuándo abrir fuego. Hunter no se hacía ilusiones sobre la potencia de aquel cañón. Una bala de dos kilos y medio no era precisamente formidable; necesitarían muchos disparos para causar un daño significativo. Pero si abría fuego de noche, con la confusión, quizá el navio de guerra español levaría anclas y se alejaría de su alcance. Y con el agua poco profunda y la escasa visibilidad cabía la posibilidad de que embarrancara o incluso se hundiera.

Esto era lo que esperaba.

Cuando el cañón, colocado en el bote que oscilaba de un modo inquietante, llegó a la costa, treinta hombres lo arrastraron con gran esfuerzo a la playa. Allí lo colocaron sobre unos cilindros y laboriosamente lo arrastraron, centímetro a centímetro, hasta el inicio del sotobosque.

A partir de allí, tenían que empujar el cañón treinta metros hasta la cima de la colina, entre el espeso follaje del manglar y las palmeras. Sin cabrestantes ni poleas para aligerar el peso, era una tarea que parecía imposible, pero la tripulación se puso manos a la obra con celeridad.

Todos trabajaban con la misma dureza. El Judío supervisaba a cinco hombres que limpiaban el óxido del hierro de las balas y llenaban los saquitos de pólvora. El Moro, que era un

buen carpintero, construyó una cureña para el cañón con pivotes adaptados.

Al llegar el crepúsculo, el cañón estaba en posición, con el navio a tiro. Hunter esperó a que faltaran escasos minutos para que la oscuridad fuera absoluta y dio la orden de disparar. El primer tiro fue demasiado largo y pasó por encima del navio español. El segundo dio en el blanco, al igual que el tercero. Después, la oscuridad fue demasiado densa para ver nada.

En la siguiente hora, el cañón siguió disparando contra el navio de guerra español y en la penumbra vieron que desplegaban velas blancas.

– ¡Huyen! -gritó Enders ásperamente.

Los artilleros de Hunter lanzaron gritos de alegría. Dispararon más proyectiles mientras el navio de guerra retrocedía hinchando las velas, después de soltar las amarras. Los hombres de Hunter siguieron disparando con una frecuencia constante, incluso cuando el navio ya no era visible en la oscuridad, el capitán dio órdenes de seguir bombardeando. El crepitar del cañón se oyó durante toda la noche.

Con la primera luz del alba, aguzaron la vista para intentar distinguir los frutos de sus esfuerzos. El navio negro estaba anclado de nuevo, quizá a un cuarto de milla de la costa, pero el sol que surgía por detrás de él lo transformaba en una inquietante silueta negra. No se apreciaban daños evidentes. Los corsarios sabían que habían causado algunos, pero era imposible evaluar la gravedad de estos.

Tras los primeros momentos de luz Hunter se sintió decepcionado. Por la forma como se balanceaba el navio en su ancla podía ver que no estaba gravemente dañado. Con mucha fortuna, había logrado maniobrar en la oscuridad y salir de la bahía sin chocar con el coral ni encallarse.

Una de las velas colgaba hecha trizas. Parte del aparejo estaba destrozado y la proa estaba astillada y rota. Pero eran daños menores; el navio de guerra de Bosquet estaba a salvo, y se balanceaba tranquilamente en las aguas costeras iluminadas por el sol. Hunter sentía una enorme fatiga y una gran decepción. Siguió contemplando un rato el barco, fijándose en su movimiento.

– Por la sangre de Cristo -exclamó en voz baja.

Enders, a su lado, también se había fijado.

– Oleaje largo -dijo.

– El viento es favorable -corroboró Hunter.

– Sí. Al menos un par de días más.

Hunter miró fijamente el mar que, hinchándose en olas largas y lentas, balanceaba adelante y atrás el navio español anclado. Soltó una blasfemia.

– ¿De dónde viene?

– Yo diría -respondió Enders- que, en esta época del año, tiene que soplar directamente del sur.

Todos sabían que en los últimos meses del verano podían presentarse huracanes. Eran consumados marineros, así que conseguían predecir la llegada de aquellas aterradoras tormentas con un par de días de adelanto. Los primeros avisos se encontraban siempre en la superficie del mar; las olas, empujadas por vientos de tormenta a ciento cincuenta kilómetros por hora, mostraban alteraciones procedentes de lugares muy alejados.

Hunter miró al cielo despejado.

– ¿Cuánto tiempo calculas?

Enders sacudió la cabeza.

– Mañana por la noche como muy tarde.

– ¡Maldición! -bramó Hunter. Se volvió a mirar al galeón en la bahía del Mono. Se balanceaba plácidamente sobre el ancla. La marea había subido y era insólitamente alta-. Maldición -repitió, y regresó a su barco.

Como un hombre encerrado en un calabozo, estaba muy agitado mientras paseaba por las cubiertas del barco bajo el sol abrasador de mediodía. No estaba de humor para conversaciones educadas, pero tuvo la mala suerte de que lady Sarah Almont eligiera aquel momento para hablar con él. Le pidió una chalupa y los hombres necesarios para acompañarla a tierra.

– ¿Con qué motivo? -preguntó él secamente. En un rincón de su cerebro pensó que ella no había mencionado que no hubiera ido a visitarla a su camarote la noche anterior.

– ¿Qué motivo? Recoger fruta y verdura para comer. No lleváis nada adecuado a bordo.

– Es imposible satisfacer vuestra petición -dijo Hunter y se alejó de ella.

– Capitán -gritó ella, dando un golpe con el pie en el suelo-, debéis saber que no es un asunto nimio para mí. Soy vegetariana y no como carne.

Hunter se volvió.

– Señora -dijo-, os aseguro que no me preocupan ni poco ni mucho vuestras extravagancias y no tengo ni tiempo ni paciencia para satisfacerlas.

– ¿Extravagancias? -repitió ella, ruborizándose-. Debéis saber que los hombres con las mentes más claras de la historia eran vegetarianos, desde Tolomeo a Leonardo da Vinci, y debéis saber también que no sois más que un canalla y un vulgar patán.

Hunter estalló con una ira equivalente a la de ella.

– Señora -dijo, señalando el océano-, ¿sois consciente en vuestra inagotable ignorancia de que el mar está alterándose?

Ella se quedó en silencio, perpleja, incapaz de relacionar el ligero oleaje del mar con la evidente preocupación de Hunter.

– Parece muy poca cosa para un barco tan grande como el vuestro.

– Lo es. Por el momento.

– Y el cielo está despejado.

– Por el momento.

– No soy marinero, capitán -dijo ella.

– Señora -continuó Hunter-, las olas son largas y profundas. Solo puede significar una cosa. En menos de dos días estaremos en medio de un huracán. ¿Podéis comprenderlo?

– Un huracán es una tormenta espeluznante -dijo ella, como si recitara una lección.

– Una tormenta espeluznante -repitió él-. Si todavía estamos en este maldito puerto cuando se desencadene el huracán, nos hará pedazos. ¿Podéis comprenderlo?

Muy enfadado, la miró y vio la verdad: ella no lo comprendía. Su cara reflejaba inocencia. Nunca había presenciado un huracán, y por lo tanto solo podía imaginar que era algo más fuerte que cualquier otra tormenta en el mar.

Hunter sabía que un huracán era tan parecido a una fuerte tormenta como un lobo salvaje a un perro faldero.

Antes de que ella pudiera responder a su estallido, Hunter le dio la espalda y se apoyó en un amarradero. Sabía que estaba siendo demasiado duro; sus preocupaciones no podían ser las de ella, así que debía tratarla con indulgencia. Había estado levantada toda la noche curando a los marineros quemados, un acto insólito en una mujer de alta cuna. Se volvió a mirarla.

– Disculpadme -dijo en voz baja-. Hablad con Enders y él lo arreglará para que desembarquéis y podáis seguir la noble tradición de Tolomeo y Leonardo.

Hunter se quedó en silencio.

– Capitán.

Él miró al vacío.

– Capitán, ¿estáis bien?

Bruscamente, él se apartó de ella.

– ¡Don Diego! -gritó-. ¡Buscad a don Diego!

Don Diego llegó al camarote de Hunter y encontró al capitán dibujando furiosamente en unas hojas de papel. La mesa estaba llena de esbozos.

– No sé si esto servirá de algo -dijo Hunter-. Solo he oído hablar de ello. Lo propuso Leonardo, el florentino, pero no le hicieron ningún caso.

– Los soldados nunca escuchan a los artistas -dijo don Diego.

Hunter le miró con expresión ceñuda.

– Con o sin razón -dijo.

Don Diego miró los diagramas. En cada uno se veía el casco de un barco, dibujado desde arriba, con trazos que partían de los lados del casco. Hunter dibujó otro.

– La idea es sencilla -dijo-. En un barco normal, cada cañón tiene su propio capitán artillero que es responsable de disparar solo ese.

– Sí…

– Una vez que el arma está cargada y fuera del portillo, el oficial se agacha detrás del tubo y encuadra el blanco. Ordena a sus hombres que usen palancas y cuñas laterales para apuntar el cañón en la dirección que le parece más apropiada. A continuación, les dice que coloquen la cuña que determinará la elevación, siempre según su criterio. Para terminar, dispara. El mismo procedimiento tiene lugar para cada cañón.

– Sí… -dijo el Judío.

Don Diego no había visto nunca disparar un gran cañón, pero conocía el proceso general de la operación. Cada cañón se apuntaba por separado; por ello, un buen capitán de artillería, un hombre que supiera determinar el ángulo y la elevación adecuados de su cañón, se tenía en gran consideración, porque no abundaban.

– Bien -prosiguió Hunter-, el método habitual es el disparo en paralelo. -Trazó sobre el papel unas líneas paralelas saliendo de los lados del barco-. Cada cañón dispara y cada capitán reza por que su disparo dé en el blanco. Pero, en realidad, muchos cañones no acertarán hasta que los dos barcos estén tan cerca que casi cualquier ángulo o elevación dé en el blanco. Supongamos que cuando los barcos estén a unos quinientos metros de distancia. ¿Cierto?

Don Diego asintió lentamente.

– Pues bien, el florentino proponía lo siguiente -prosiguió Hunter y dibujó otro barco-. Dijo que no podíamos fiarnos de que los capitanes de artillería apuntaran cada una de las salvas. En cambio, proponía apuntar las armas antes de la batalla. Ved lo que se consigue.

Trazó desde el casco líneas convergentes de fuego, que se unían en un único punto en el agua.

– ¿Veis? El fuego se concentra en un único lugar. Todas las balas dan en el blanco en el mismo punto, causando gran destrucción.

– Sí -reconoció don Diego-, o todas las balas fallan y caen al mar en el mismo punto. O todas las balas dan en el bauprés u otra parte poco importante del barco. Confieso que no veo la utilidad de vuestro plan.

– La utilidad -siguió Hunter tamborileando con los dedos sobre el diagrama- radica en la forma como se disparan los cañones. Pensad: si se han apuntado previamente, puedo disparar una salva con solo un hombre en cada cañón, quizá incluso un hombre por cada dos cañones. Y si mi blanco está a tiro, sé que no fallaré con ningún proyectil.

El Judío, que era consciente de la falta de hombres en la tripulación de Hunter, unió las manos.

– Por supuesto -dijo. Después frunció el ceño-. Pero ¿qué sucede después de la primera salva?

– Los cañones retrocederán. Entonces, yo junto a todos los hombres en una única escuadra de artilleros que pasa de un cañón a otro cargándolo y sacándolo de nuevo fuera del portillo en la posición predeterminada. Esta operación puede realizarse de forma rápida. Si los hombres están bien adiestrados, podríamos disparar una segunda salva pasados diez minutos.

– Para entonces el otro barco habrá cambiado de posición.

– Sí -aceptó Hunter-. Pero estará más cerca, a tiro. Así que el fuego alcanzará una zona más amplia, aunque todavía suficientemente limitada. ¿Lo veis?

– ¿Y después de la segunda salva?

Hunter suspiró.

– Dudo que tengamos más de dos oportunidades. Si no hemos hundido o inutilizado el navio de guerra con dos salvas, seguro que estamos perdidos.

– Bien -dijo por fin el Judío-, es mejor que nada.

Su tono no era optimista. En una batalla naval, los navios de guerra normalmente resolvían el combate con no menos de cincuenta andanadas. Entre dos embarcaciones bien equipadas y con tripulaciones disciplinadas el combate podía alargarse un día entero o casi, e intercambiar más de cien andanadas. Disparar únicamente dos salvas parecía un intento inútil.

– Lo es -dijo Hunter-, a menos que acertemos al castillo de popa o a la santabárbara y la bodega de las armas.

Estos eran los únicos puntos realmente vulnerables de un barco de guerra. En el castillo de popa estaban los oficiales, el timonel y el timón. Acertar ese blanco significaba dejar el barco sin guía. Por otro lado, acertar a la santabárbara y la bodega de artillería de proa haría explotar el barco.

Ninguno de los blancos era fácil de acertar. Apuntar los cañones contra partes muy avanzadas o interiores de la embarcación aumentaba la posibilidad de que los proyectiles fallaran.

– El problema es apuntar-dijo el Judío-. ¿Estableceréis los blancos ejercitándoos con los cañones en el puerto?

Hunter asintió.

– Pero ¿cómo apuntaréis una vez en el mar?

– Por esto precisamente os he hecho venir. Necesito un instrumento óptico para poder alinear nuestra embarcación con la del enemigo. Es un problema de geometría y os necesito para resolverlo.

Con la mano izquierda sin dedos, el Judío se rascó la nariz.

– Dejadme pensar -dijo, y salió del camarote.

Enders, el imperturbable artista del mar, fue presa de uno de sus raros momentos de confusión.

– ¿Qué decís que queréis? -exclamó.

– Quiero poner los treinta y dos cañones en el lado de babor -repitió Hunter.

– Escorará hacia la izquierda como una cerda preñada -objetó Enders. La mera idea parecía ofender su sentido de la conveniencia y el buen arte náutico.

– No dudo que quedará poco grácil -dijo Hunter-. Pero ¿aun así podría navegar?

– Hallaré la forma -respondió Enders-. Podría hacer navegar el ataúd del Papa con una servilleta a modo de vela. Hallaré la forma. -Suspiró-. Por supuesto -dijo-, moveréis los cañones cuando estemos en mar abierto.

– No -replicó Hunter-. Los moveré aquí, en la bahía.

Enders volvió a suspirar.

– ¿Así que queréis salir del arrecife como una cerda preñada? -Sí.

– Habrá que trasladar toda la carga a cubierta -dijo Enders, mirando al vacío-. Pondremos aquellas cajas de la bodega contra la borda de estribor y las ataremos. Lo compensará un poco, pero además del peso tendremos el baricentro más alto. Oscilará como un tapón de corcho en una marejada. Necesitaría la ayuda de un demonio para disparar esos cañones.

– Solo os pregunto si podéis gobernarla.

Hubo un largo silencio.

– Puedo gobernarla -contestó Enders por fin-. Puedo gobernarla como vos prefiráis, pero más vale que recuperemos el equilibrio antes de que se desencadene la tormenta. No aguantaría ni diez minutos con mal tiempo.

– Lo sé -dijo Hunter.

Los dos hombres se miraron. En ese momento, un retumbo resonó sobre sus cabezas, señalando que el primer cañón de estribor se estaba trasladando a babor.

– Dependemos de una probabilidad débil -dijo Enders.

– Es la única que tenemos -contestó Hunter.

El fuego comenzó a primera hora de la tarde. Colocaron un pedazo de vela blanca a quinientos metros, en la costa, y dispararon los cañones uno por uno hasta que acertaron el blanco. Las posiciones se señalaron en la cubierta con la hoja de un cuchillo. Fue un proceso largo, lento y laborioso que se alargó hasta la noche, momento en el que se sustituyó la vela blanca por una hoguera. A medianoche, los treinta y dos cañones estaban apuntados, cargados y a punto para ser disparados. La carga se había transportado arriba y se había atado a la borda de babor, lo que compensaba en parte la inclinación a estribor. Enders se dio por satisfecho con el equilibrio del barco, pero su expresión no era de satisfacción.

Hunter ordenó a los hombres dormir unas horas y les anunció que zarparían con la marea de la mañana. Antes de dormirse, se preguntó qué habría pensado Bosquet de los cañonazos que habían sonado todo el día en la cala. ¿Adivinaría el significado de aquellos disparos? Y si lo adivinaba, ¿qué haría?

Hunter no se entretuvo con la cuestión. Pronto lo averiguaría, pensó, y cerró los ojos.

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