En la primera de las tres barcas, Hunter escuchaba el suave golpeteo del agua contra el casco, y miraba en la noche hacia la isla a la que se dirigían. Los tambores se oían con más fuerza y podían ver el débil reflejo de una hoguera, en el interior.
Sentada a su lado, Lazue dijo:
– No se comen a las mujeres.
– Mejor para ti -dijo Hunter.
– Y para lady Sarah. Se dice que los caribe tampoco comen españoles -prosiguió Lazue-. Su carne es demasiado dura. Los holandeses son regordetes pero insípidos, los ingleses no son ni buenos ni malos, pero los franceses son deliciosos. Es cierto, ¿no os parece?
– Quiero recuperarla -dijo Hunter lúgubremente-. La necesitamos. ¿Cómo vamos a decirle al gobernador que rescatamos a su sobrina pero que la perdimos en manos de unos salvajes que tal vez quieran comérsela?
– No tenéis sentido del humor -dijo Lazue.
– Esta noche no.
Miró atrás hacia los demás botes, que los seguían en la oscuridad. Se había llevado a todos sus hombres; solo había dejado a Enders en El Trinidad, que intentaba poner el galeón a punto a la luz de las hogueras. Enders era un mago con los bar- eos, pero aquello era demasiado pedir. Aunque consiguieran rescatar a lady Sarah, no podrían marcharse de Sin Nombre al menos hasta pasado un día o más. Y en ese tiempo los indios atacarían.
Sintió que la lancha chocaba contra el fondo arenoso. Los hombres saltaron al agua, que les llegaba a las rodillas. Hunter susurró:
– Todos abajo menos el Judío. Tened cuidado con el Judío.
Poco después, el Judío bajó cautelosamente a tierra, acunando su valiosa carga.
– ¿Se ha mojado? -susurró Hunter.
– No lo creo -dijo don Diego-. He estado muy atento. -Sus débiles ojos parpadearon-. No veo bien.
– Seguidme -indicó Hunter.
Guió al grupo hacia el interior de la isla. Detrás de él, en la playa, los marineros armados estaban desembarcando de las otras tres barcas. Los hombres se adentraron silenciosamente en los cactus que delimitaban la playa. No había luna y la noche era muy oscura. Pronto se alejaron de la costa y se acercaron a las hogueras y al sonido de los tambores.
El poblado caribe era mayor de lo que se esperaban: una docena de chozas de barro con tejados de hierba, dispuestas en semicírculo alrededor de varias hogueras de considerables dimensiones. Los guerreros, pintados de rojo vivo, danzaban y aullaban, y sus cuerpos proyectaban largas sombras oscilantes. Algunos llevaban pieles de cocodrilo sobre la cabeza; otros, cráneos humanos en la mano. Todos iban desnudos. Entonaban un canto monótono y angustioso.
Sobre la hoguera se distinguía el motivo de su danza. Posado sobre una parrilla de leña verde, se veía el torso destripado, sin piernas ni brazos, de un hombre blanco. A un lado, un grupo de mujeres estaban limpiando las visceras del hombre.
Hunter no veía a lady Sarah. Hasta que el Moro se la indicó. Se encontraba echada en el suelo a un lado. Sus cabellos estaban manchados de sangre. No se movía. Probablemente estaba muerta.
Hunter miró a sus hombres. Sus expresiones reflejaban asombro y rabia. Susurró algunas palabras a Lazue, y después se fue con Bassa y don Diego, avanzando furtivamente alrededor del poblado.
Los tres hombres entraron en una choza, con los cuchillos a punto. Estaba vacía. Del techo colgaban cráneos, que entrechocaban movidos por el viento que soplaba por todo el campamento. En un rincón había un cesto lleno de huesos.
– Rápido -dijo Hunter, sin pararse a mirar los restos humanos.
Don Diego colocó su granada en el centro de la estancia y encendió la mecha. Los tres hombres salieron silenciosamente y se situaron en el extremo más alejado del campamento. Don Diego encendió la mecha de una segunda granada y esperó.
La primera estalló con un resultado impresionante. La choza voló en mil pedazos; los guerreros pintados de color langosta, estupefactos, gritaron de miedo y de sorpresa. Don Diego lanzó al fuego la segunda granada. Explotó poco después. Los guerreros chillaban bajo la lluvia de fragmentos de metal y cristal.
Simultáneamente, los hombres de Hunter abrieron fuego desde la vegetación baja.
Hunter y el Moro se adelantaron furtivamente, recogieron el cuerpo de lady Sarah Almont y volvieron a esconderse entre los arbustos. Alrededor de ellos, los guerreros caribe gritaban, aullaban y morían. Los tejados de hierba de las chozas se incendiaron. La última visión de Hunter del campamento fue la de un infierno en llamas.
La retirada fue apresurada e improvisada. Bassa, con su enorme fortaleza, llevaba en brazos a la inglesa. La mujer gimió.
– Está viva -dijo Hunter. La mujer volvió a gemir.
A un trote sostenido, los hombres volvieron a la playa y a sus botes. Se alejaron de la isla sin más incidentes.
Al amanecer estaban de nuevo sanos y salvos en el barco. Enders, el artista del mar, había traspasado la dirección de los trabajos a bordo del galeón a Hunter, para prestar las atenciones necesarias a la mujer. A media mañana, presentó su informe.
– Sobrevivirá -dijo-. Tiene un golpe feo en la cabeza, pero no es grave. -Miró el barco-. Ojalá el galeón estuviera igual de bien.
Hunter había intentado devolver al barco las condiciones para navegar. Pero todavía faltaba mucho por hacer: el palo mayor seguía estando débil, y había que reponer la plataforma superior; también faltaba el palo de trinquete y el barco todavía tenía un gran agujero bajo la línea de flotación. Habían arrancado gran parte de la cubierta para obtener madera para las reparaciones, y pronto tendrían que empezar a arrancar la cubierta inferior de la artillería. Pero avanzaban lentamente.
– No podremos marcharnos antes de mañana por la mañana -dijo Hunter.
– La noche puede ser peligrosa -advirtió Enders, mirando hacia la isla-. Ahora está todo tranquilo. Pero no me hace gracia pasar la noche aquí.
– A mí tampoco -respondió Hunter.
Trabajaron toda la noche, porque el deseo de terminar los trabajos en el barco era tal que los agotados hombres prefirieron no dormir. Se apostó una guardia numerosa, aunque con ello se retrasaran las reparaciones. Hunter lo creía necesario.
A medianoche, los tambores volvieron a sonar; siguieron sonando casi una hora. A continuación se produjo un silencio de mal presagio.
Los hombres tenían los nervios de punta y no querían trabajar, así que Hunter tuvo que motivarlos. Cerca del amanecer, el capitán estaba con un marinero en la playa, ayudándolo a sostener una plancha de madera, cuando el hombre se pegó un manotazo en el cuello.
– Malditos mosquitos -renegó.
Después, con una extraña expresión en la cara, tosió y cayó muerto.
Hunter se inclinó sobre él. Le miró el cuello y únicamente vio un pequeño pinchazo, con una sola gota roja de sangre. Pero el hombre estaba muerto.
En algún lugar cerca de proa, oyó un grito, y otro hombre cayó sobre la arena, muerto. Sus hombres estaban desconcertados; los guardias volvieron corriendo al barco; los que estaban trabajando se escondieron debajo del casco.
Hunter miró otra vez al hombre muerto a sus pies. Entonces vio algo en la mano del hombre. Era un dardo diminuto, con plumas, con una aguja en la punta.
Dardos envenenados.
– ¡Ya vienen! -gritaron los vigías.
Los hombres se apresuraron a esconderse detrás de las maderas y los deshechos; de cualquier cosa que les ofreciera protección. Esperaron en tensión. Sin embargo no llegó nadie; las matas de cactus y los matorrales del litoral estaban en silencio.
Enders se arrastró al lado de Hunter.
– ¿Seguimos trabajando?
– ¿A cuántos hemos perdido?
– A Peters. -Enders miró al suelo-. Y a Maxwell.
Hunter sacudió la cabeza.
– No puedo perder a más. -Solo le quedaban treinta hombres-. Esperaremos que se haga de día.
– Lo comunicaré a los demás -dijo Enders, y se alejó arrastrándose.
Mientras se iba, se oyó un silbido quejoso y un golpe seco. Un pequeño dardo plumado se había incrustado en la madera, cerca de la oreja de Hunter, que se agachó otra vez y esperó.
No sucedió nada más hasta el amanecer, cuando, con un lamento inhumano, los guerreros de la cara pintada de rojo surgieron de la vegetación y bajaron a la playa. Los hombres de Hunter respondieron con fuego de mosquete. Una docena de salvajes cayeron sobre la arena y los demás retrocedieron de nuevo a su escondite.
Hunter y sus hombres esperaron, agachados e incómodos, hasta mediodía. En vista de que no sucedía nada nuevo, Hunter dio la orden de seguir cautelosamente con los trabajos. Guió a un grupo de hombres al interior. Los salvajes habían desaparecido sin dejar rastro.
Volvió al barco. Sus hombres estaban demacrados, agotados, y se movían con extrema lentitud. Pero Enders estaba jubiloso.
– Cruzad los dedos y rezad a la Providencia -dijo-. Pronto zarparemos.
De nuevo con el sonido de fondo de los martillazos, Hunter fue a visitar a lady Sarah.
Estaba echada en la arena y miró a Hunter mientras se acercaba.
– Señora-dijo-, ¿cómo os encontráis?
Ella le miró, pero no respondió. Tenía los ojos abiertos pero no lo veía.
– ¿Señora?
No obtuvo respuesta.
– ¿Señora?
Hunter movió una mano frente a su cara. Ella no parpadeó. No mostró ninguna señal de reconocimiento.
Hunter se alejó, sacudiendo la cabeza.
Reflotaron El Trinidad con la marea de la noche pero no podrían salir de la cala hasta el alba. Hunter iba arriba y abajo por el puente del galeón, vigilando la playa. Los tambores habían vuelto a empezar a sonar. Estaba muy cansado, pero no durmió. Durante la noche, a intervalos, los dardos mortales surcaron el aire, aunque no alcanzaron a ningún hombre. Enders, arrastrándose por el barco como un mono curioso, se declaró satisfecho, si no contento, con las reparaciones.
Con la primera luz levaron el ancla de popa y maniobraron con las velas para dirigirse hacia mar abierto. Hunter se mantuvo alerta, porque creía que los rojizos caribe, con su flota de canoas, intentarían atacarlos. Pero ahora podía hacerles probar las balas de cañón, y le apetecía una barbaridad.
Sin embargo, los indios no atacaron. Izaron todas las velas, para aprovechar el viento, y cayo Sin Nombre empezó a desaparecer detrás de ellos. El episodio empezó a parecerles tan solo una pesadilla. Hunter estaba agotado. Ordenó a casi todos los hombres que durmieran y dejó a Enders al timón con la tripulación indispensable.
Enders estaba preocupado.
– Dios santo -dijo Hunter-, estáis siempre preocupado. Acabamos de escapar de los salvajes, el barco navega y el mar está en calma. ¿Nunca nada os parece suficiente?
– Sí, el mar está en calma -contestó Enders-, pero estamos en la Boca del Dragón, nada más y nada menos. Aquí no se puede navegar con una tripulación tan escasa.
– Los hombres deben dormir -dijo Hunter, y bajó.
Inmediatamente cayó en un sueño inquieto y atormentado en su camarote caluroso y mal ventilado. Soñó que su galeón volcaba en la Boca del Dragón, donde las aguas eran más profundas que en ningún otro lugar de los mares occidentales. Se hundía en un agua azul, después negra…
Se despertó con un sobresalto, al oír los gritos de una mujer. Corrió al puente. Era la hora del crepúsculo, y la brisa era muy ligera; las velas de El Trinidad se agitaban y reflejaban la luz rojiza del atardecer. Lazue estaba al timón; había relevado a Enders. Le señaló el mar.
– Mirad allí.
Hunter miró. A babor se veía una agitación bajo la superficie y un objeto fosforescente, azul verdoso y brillante, que se dirigía hacia ellos.
– El Dragón -dijo Lazue-. El Dragón lleva siguiéndonos una hora.
Hunter observó la escena. La bestia reluciente se había acercado y se movía al lado del galeón, reduciendo la velocidad para adaptarse a la de El Trinidad. Era enorme: un gigantesco saco de carne brillante con largos tentáculos en la parte trasera.
– ¡No! -gritó Lazue, mientras se le escapaba el timón de las manos. El galeón se balanceó violentamente-. ¡Nos ataca!
Hunter agarró el timón con ambas manos. Pero una fuerza más poderosa se había apoderado de él y lo controlaba. Cayó hacia atrás contra la regala; se quedó sin respiración y jadeó. Los gritos de Lazue atrajeron a los marineros a cubierta. Se pusieron a gritar «¡Kraken! ¡Kraken!» con voz aterrada.
Hunter se puso de pie justo cuando un tentáculo viscoso se deslizó por encima de la borda y se enrolló en su cintura. Unas ventosas afiladas y cornudas le desgarraron la ropa y le arrastraron hacia la borda. Sintió la frialdad de la carne de la bestia. Se sobrepuso a la repulsión y clavó el puñal en el tentáculo que lo retenía. Una fuerza sobrehumana lo levantó en el aire. Clavó el puñal una y otra vez en la carne. Vio cómo fluía una especie de sangre verde por sus piernas.
Entonces, bruscamente, los tentáculos soltaron la presa y Hunter cayó sobre cubierta. Cuando se puso de pie vio tentáculos por todas partes, deslizándose por la popa del barco y reptando por la cubierta. Un marinero, al que había atrapado y levantado en el aire, se debatió inútilmente hasta que aquella bestia, casi con desprecio, lo echó al mar.
Enders gritó:
– ¡Bajad a las cubiertas inferiores! ¡Cubiertas inferiores!
Hunter oyó salvas de mosquetes que partían del centro del galeón. Algunos marineros disparaban desde el parapeto.
Hunter fue a popa y observó la terrible escena. El cuerpo bulboso de la bestia estaba justo delante de él y sus numerosos tentáculos agarraban el galeón por una docena de lugares, azotándolo, y reptaban por todas partes. El cuerpo del animal parecía aún más fosforescente en la creciente oscuridad. Los tentáculos verdes de la bestia se estaban introduciendo por las ventanas de los camarotes de popa.
De repente, Hunter se acordó de lady Sarah y bajó corriendo. La encontró en su camarote, todavía conmocionada.
– Vamos, señora…
En aquel momento, las ventanas plomadas se rompieron y un enorme tentáculo, grueso como el tronco de un árbol, se introdujo en el camarote. Se enrolló alrededor de un cañón y tiró de él; el cañón se desprendió de sus fijaciones y rodó por la estancia. En los puntos donde las ventosas cornudas de la bestia lo habían tocado, el reluciente metal amarillo estaba profundamente rayado.
Lady Sarah gritó.
Hunter encontró un hacha y atacó el tentáculo en movimiento. Un líquido verdoso sanguinolento y nauseabundo le manchó la cara. El tentáculo se retiró, pero volvió, enrollándose como un látigo verde brillante alrededor de su pierna y lanzándolo contra el suelo. Lo arrastró hacia la ventana. Hunter clavó el hacha en el suelo para tener un punto de apoyo; el hacha se desprendió y lady Sarah gritó otra vez mientras Hunter salió despedido por el cristal ya roto de la ventana, al exterior, sobre la popa del barco.
Estuvo un momento dando vueltas en el aire, adelante y atrás, colgando del tentáculo que le agarraba la pierna, como una muñeca en manos de una niña. Después golpeó contra la popa de El Trinidad, pero logró agarrarse a la barandilla de los camarotes de popa con el brazo dolorido. Con el otro utilizó el hacha para cortar el tentáculo, que finalmente lo soltó.
Hunter quedó libre un momento, muy cerca de la bestia, que se revolvía en el agua por debajo de él. Su tamaño le dejó petrificado. Parecía que estuviera devorando su barco, agarrando la popa con sus múltiples tentáculos. El aire relucía con la luz verdosa que desprendía la bestia.
Justo debajo de él, vio un ojo enorme, de un metro y medio de diámetro, más grande que una mesa. El ojo no parpadeó; no tenía expresión; la pupila negra, rodeada de carne verde y reluciente, parecía vigilar a Hunter con indiferencia. Más a popa, el cuerpo de la bestia tenía la forma de una espada con dos lóbulos planos. Pero fueron los tentáculos los que llamaron la atención del capitán.
Otro tentáculo reptó hacia él; Hunter vio ventosas del tamaño de platos, rodeados de cuernos. Le succionaron la carne, pero él se retorció para esquivarlas, todavía colgado precariamente de la barandilla del camarote de popa.
Por encima de él, los marineros disparaban al animal. Enders gritó:
– ¡No disparéis! ¡Es el capitán!
Entonces, de un plumazo, uno de los gruesos tentáculos obligó a Hunter a soltar la barandilla y le hizo caer al agua, justo encima del animal.
Momentáneamente, se debatió y giró en el agua verde reluciente; después recuperó el equilibrio. ¡Estaba de pie sobre la bestia! Era resbalosa y viscosa; parecía que estuviera pisando una bolsa de agua. La piel del animal, que Hunter tocaba cada vez que caía de cuatro patas, era fría y áspera. La carne de la bestia palpitaba y cambiaba de posición debajo de él.
Hunter se arrastró hacia arriba, salpicando agua, hasta que llegó al ojo. Visto tan de cerca, era un ojo enorme, un amplio agujero en la claridad verdosa.
Hunter no dudó; levantó el hacha y la clavó en el globo protuberante del ojo. El hacha rebotó sobre la superficie convexa; volvió a golpear una vez más, y otra. Por fin, la hoja de metal se hundió. Un chorro de agua clara salió disparado hacia lo alto como un géiser. La carne alrededor del ojo pareció contraerse.
De repente, el mar se volvió de un blanco lechoso. Hunter perdió pie cuando la bestia se sumergió y se encontró nadando libremente en el mar. Pidió ayuda. Le lanzaron un cabo y él lo agarró justo cuando el monstruo volvía a salir a la superficie. El impacto lo catapultó fuera del agua, sobre el líquido blanco y turbio. Volvió a caer como un saco sobre la piel del monstruo.
En aquel momento, Enders y el Moro saltaron por la borda con arpones en la mano. Cuando los hundieron con fuerza en el cuerpo de la bestia, unas columnas de sangre verdosa se elevaron en el aire. El agua succionó con violencia y el animal desapareció. Se sumergió en las profundidades del mar.
Hunter, Enders y el Moro se mantuvieron a flote en el agua agitada.
– Gracias -jadeó Hunter.
– No me deis las gracias -dijo Enders, señalando al Moro con la cabeza-. El bastardo negro me ha empujado.
Bassa sonrió, sin lengua.
Por encima de ellos vieron que El Trinidad viraba para recogerlos.
Una cosa es segura dijo Enders mientras los tres hombres se mantenían a flote-: cuando lleguemos a Port Royal nadie nos creerá.
Les lanzaron cuerdas y los izaron, goteando, tosiendo y agotados, a cubierta.