SEGUNDA PARTE. El navio negro
14

Desde lejos, el Cassandra ofrecía una bella imagen. Con las velas hinchadas al viento matinal, escorada algunos grados, veloz y sibilante, surcaba el agua azul y clara.

Sin embargo, a bordo, estaban incómodos y estrechos. Sesenta combatientes, hirsutos y apestosos, se peleaban por sentarse, jugar o dormir al sol. Se aliviaban por la borda, sin ceremonias, y su capitán a menudo asistía al espectáculo de media docena de culos desnudos sobresaliendo por la regala de sotavento.

No se distribuyó comida ni agua. Durante el primer día no se les ofreció nada, pero la tripulación, que ya se lo esperaba, había comido y bebido hasta saciarse en su última noche en el puerto.

Aquella primera noche Hunter no echó el ancla. Entre los corsarios era habitual fondear en alguna bahía protegida para que la tripulación pudiera dormir en tierra, pero Hunter decidió seguir el viaje sin detenerse. Tenía dos motivos para apresurarse. Primero: temía que algún espía pudiera llegar a Matanceros para advertir a la guarnición. Segundo: no deseaba correr el riesgo de que la nao del tesoro saliera del puerto de Matanceros antes de que llegaran.

Al terminar el segundo día, ya se dirigían al nordeste a toda velocidad por el peligroso pasaje entre La Hispaniola y Cuba.

La tripulación conocía bien la zona, porque estaban a menos de una jornada de navegación de la isla Tortuga, conocida por ser un bastión pirata.

Siguieron navegando todo el tercer día, pero por la noche Hunter mandó anclar, para dar descanso a la agotada tripulación. Al día siguiente sabía que empezaría la larga travesía que, una vez superada Inagua, los conduciría a Matanceros. A partir de ahí, no habría más refugios seguros. En cuanto cruzaran la latitud 20, entrarían en las peligrosas aguas españolas.

La tripulación estaba de excelente humor, riendo y bromeando alrededor de las hogueras. Durante los tres últimos días, solo un hombre había tenido las visiones de demonios acechantes que a veces acompañaban la abstinencia de ron, pero ya se había calmado y no temblaba ni se estremecía.

Satisfecho, Hunter contemplaba la hoguera. Sanson se le acercó y se sentó a su lado.

– ¿En qué piensas?

– En nada en particular.

– ¿Te preocupa Cazalla?

– No. -Hunter sacudió la cabeza.

– Sé que mató a tu hermano -dijo Sanson.

– Fue la causa de que lo mataran, sí.

– ¿Y eso no te enfurece?

Hunter suspiró.

– Ya no.

Sanson lo miró a la luz crepitante de la hoguera.

– ¿Cómo murió?

– No es importante -dijo Hunter con serenidad.

Sanson se quedó callado un momento.

– He oído decir -prosiguió- que a tu hermano lo capturaron en un mercante de Cazalla. He oído decir que Cazalla lo colgó por los brazos, le cortó los testículos y se los metió en la boca hasta que murió ahogado.

Hunter tardó un poco en contestar.

– Es lo que se dice -respondió finalmente.

– ¿Y tú te lo crees? -Sí.

Sanson lo miró atentamente.

– La astucia de los ingleses. ¿Dónde está tu rabia, Hunter?

– Te aseguro que la tengo -dijo Hunter.

Sanson asintió y se levantó.

– Cuando encuentres a Cazalla, mátalo enseguida. No dejes que el odio ofusque tu juicio.

– Mi juicio no está ofuscado.

– No, ya lo veo.

Sanson se marchó. Hunter se quedó mirando la hoguera un buen rato.

Por la mañana entraron en el peligroso Paso de los Vientos entre Cuba y La Hispaniola. Los vientos eran imprevisibles y el mar estaba agitado, pero el Cassandra avanzaba a buena velocidad. En algún momento de la noche pasaron junto al oscuro promontorio de Le Mole, la punta más occidental de La Hispaniola, a estribor. Y al acercarse la aurora, vieron el perfil de la isla Tortuga separándose de la costa norte.

Siguieron avanzando.

Pasaron todo el quinto día en mar abierto, pero el tiempo fue bueno, y el mar solo estaba un poco picado. A última hora de la larde avistaron la isla de Inagua por babor, y poco después, Lazue distinguió en el horizonte la mancha que dibujaban las Caicos frente a ellos. Era un momento importante, porque al sur de las Caicos había varias millas de bancos de arena poco profundos y traicioneros.

Hunter dio la orden de poner rumbo al este, hacia las islas Turcas todavía invisibles. El buen tiempo persistía. La tripulación cantaba y dormitaba.

El sol estaba bajando en el horizonte cuando Lazue alertó a la adormilada tripulación con un grito.

– ¡Barco a la vista!

Hunter se puso en pie de un salto. Escrutó el horizonte pero no vio nada. Enders, el artista del mar, hizo lo mismo con el catalejo, buscando en todas direcciones.

– ¡Maldición! -exclamó, y pasó el catalejo a Hunter-. Navega de través, capitán.

Hunter miró por el catalejo. Entre los anillos de color del arco iris, vio un rectángulo blanco en el horizonte. Al poco tiempo, el rectángulo blanco se inclinó y se transformó en una pareja de rectángulos parcialmente solapados.

– ¿Qué os parece? -preguntó Enders.

Hunter sacudió la cabeza.

– Lo sabéis tan bien como yo.

Desde aquella distancia, no había forma de determinar la nacionalidad del navio que se aproximaba, pero aquellas aguas eran indudablemente españolas. Hunter dio una ojeada panorámica al horizonte. Habían dejado atrás Inagua; tardarían cinco horas en llegar, y aquella isla ofrecía poca protección. Al norte, las Caicos eran tentadoras, pero el viento soplaba del nordeste, y tendrían que navegar demasiado ceñido al viento para desplazarse a una velocidad suficiente. Al este, las islas Turcas todavía no eran visibles y estaban en el rumbo de las embarcaciones que se aproximaban.

Debía tomar una decisión, pero ninguna de las alternativas era satisfactoria.

– Cambio de rumbo -dijo por fin-. En dirección a las Caicos.

Enders se mordió el labio y asintió.

– ¡Preparados para virar! -gritó, y la tripulación corrió hacia las drizas. El Cassandra viró bruscamente hacia el norte.

– ¡Ánimo! -dijo Hunter, mirando las velas-. ¡Más rápido!

– A la orden, capitán -acató Enders.

El artista del mar fruncía el ceño con expresión inquieta, y tenía razones para ello porque las velas en el horizonte ya se divisaban a simple vista. El otro barco estaba acortando distancias; el velamen destacaba en el horizonte, y empezaban a distinguirse las velas de trinquete.

Con el catalejo, Hunter vio tres puntas sobre los juanetes. La presencia de tres mástiles significaba casi con total seguridad que se trataba de un galeón, aunque podía ser de cualquier nacionalidad.

– ¡Maldita sea!

Mientras miraba, las tres velas se fundieron en un único cuadrado, y luego volvieron a separarse.

– Ha virado -dijo Hunter-. Se dispone a perseguirnos.

Los pies de Enders ejecutaron un baile nervioso mientras su mano apretaba con fuerza la barra del timón.

– No podremos dejarlo atrás con este viento, capitán.

– Ni con ninguno -dijo Hunter lúgubremente-. Recemos para que encalme.

La otra embarcación estaba a menos de cinco millas de distancia. Con aquel viento constante, ganaría terreno inexorablemente al Cassandra. Su única esperanza era que el viento disminuyera bruscamente; entonces el menor peso del Cassandra le permitiría poner distancia.

A veces, el viento encalmaba con la puesta de sol, pero a menudo se intensificaba. Muy pronto, Hunter sintió que la fuerza de la brisa en sus mejillas aumentaba.

– Hoy no tenemos suerte -se lamentó Enders.

Ya veían las velas maestras del barco perseguidor, teñidas de rosa con la luz del atardecer e hinchadas al máximo con el viento, que arreciaba.

Las Caicos estaban muy lejos todavía, un puerto seguro pero desesperadamente remoto, fuera de su alcance.

– ¿Cambiamos de rumbo y huimos, capitán? -preguntó Enders.

Hunter negó con la cabeza. El Cassandra, con el viento en popa, probablemente sería más rápido que la otra embarcación, pero eso solo retrasaría lo inevitable. Incapaz de hacer nada, Hunter cerró los puños con rabia e impotencia, mientras las velas del perseguidor se volvían cada vez más grandes. Ya podían ver el extremo del casco.

– Es un buque de guerra, seguro -dijo Enders-. Pero no distingo la proa.

La forma de la proa era el mejor indicio para deducir la nacionalidad de una embarcación. Los buques de guerra españoles solían tener una línea menos pronunciada que los barcos ingleses u holandeses.

Sanson se acercó al timón.

– ¿Vamos a combatir? -preguntó.

A modo de respuesta, Hunter se limitó a señalar el navio. El casco ya no estaba sobre el horizonte. Estaba casi cuarenta metros por encima de la línea del mar, y tenía dos puentes de artillería. Las cañoneras estaban abiertas, y los hocicos chatos de los cañones sobresalían. Hunter no se molestó en contarlos; al menos había veinte, quizá treinta, en el lado visible de estribor.

– Creo que es español -dijo Sanson.

– Lo es -aceptó Hunter.

– ¿Combatirás?

– ¿Combatir contra qué? -preguntó Hunter.

Mientras él hablaba, el navio de guerra soltó una salva de aviso hacia el Cassandra. Los cañones todavía estaban demasiado lejos, así que los proyectiles se hundieron en las olas por el lado de babor, pero la advertencia era clara. Cien metros más y estarían a tiro del galeón.

Hunter suspiró.

– Proa al viento -dijo en voz baja.

– ¿Cómo, capitán? -preguntó Enders.

– He dicho proa al viento y soltad todas las drizas.

– A la orden, capitán -dijo Enders.

Sanson miró furiosamente a Hunter y se fue pisando fuerte. Hunter no le hizo caso. Estaba observando cómo su pequeño balandro soltaba los cabos y se adentraba en el viento. Las velas se agitaron ruidosamente; el barco se paró. La tripulación de Hunter se alineó en la barandilla de babor, observando cómo se acercaba el buque de guerra. El casco del barco estaba enteramente pintado de negro, con bordes dorados, y se distinguía el escudo de Felipe, los leones rampantes, en el castillo de popa. No había duda de que era español.

– Podemos ofrecerles un buen espectáculo -dijo Enders-, cuando nos aborden para hacernos prisioneros. Basta con que deis la orden, capitán.

– No -rechazó Hunter.

En un navio de aquel tamaño, por lo menos habría doscientos marineros, y otros tantos soldados armados en el puente. ¿Qué podían hacer sesenta hombres en un velero abierto contra cuatrocientos en un navio más grande? Ante la menor resistencia, el galeón sencillamente se apartaría un poco y abriría fuego de costado sobre el Cassandra hasta que se hundiera.

– Es mejor morir con una espada en la mano que con una soga papista al cuello, o con las malditas llamas del virrey quemándote los pies -dijo Enders.

– Esperaremos -ordenó Hunter.

– Esperaremos ¿a qué?

Hunter no tenía ninguna respuesta. Observó cómo el buque de guerra se acercaba hasta que la sombra de la vela maestra del Cassandra se proyectó sobre el costado del navio. Algunas voces gritaban órdenes en español en la penumbra creciente.

El capitán miró a su alrededor. Sanson estaba cargando a toda prisa unas pistolas, que se colocaba al cinto. Hunter se acercó a él.

– Pienso luchar -dijo Sanson-. Los demás podéis rendiros como mujeres miedosas, pero yo lucharé.

De repente, Hunter tuvo una idea.

– Pues haz esto -dijo, y susurró algo al oído de Sanson.

Poco después, el francés se alejó furtivamente.

Mientras tanto seguían oyéndose gritos en español. Desde el galeón se lanzaron cuerdas al Cassandra. Una hilera ininterrumpida de soldados con mosquetes los miraba desde lo alto del puente principal del barco de guerra, apuntando hacia el pequeño velero. Un soldado español saltó a bordo del Cassandra. Uno tras otro, Hunter y su tripulación fueron obligados a marchar a punta de mosquetón y forzados a subir por la escalera de cuerda al navio enemigo.

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