SIETE

– Eso es, tira un poco del hilo izquierdo, con cuidado para que no choque con aquella otra. Así. ¿Verdad que es genial?

Tenía un carrete de hilo en cada mano, que daba tirones. La cometa (el regalo que Jake me había traído de Edimburgo) descendió en picado sobre nuestras cabezas. Era una cometa de acrobacia muy bonita, roja y amarilla, con una larga cinta que restallaba cuando el viento cambiaba de dirección.

– Ten cuidado, Alice, que va a bajar. Tira con fuerza.

Jake llevaba un absurdo gorro con borla. Hacía frío, y tenía la nariz roja. Aparentaba unos dieciséis años, y estaba feliz como un niño que va de excursión. Tiré de ambos hilos al azar, y la cometa viró y descendió en picado. Los hilos quedaron flojos, y la cometa aceleró hacia el suelo.

– No te muevas. Ya la recojo yo -gritó Jake.

Echó a correr colina abajo, recogió la cometa, caminó con ella hasta que los hilos volvieron a tensarse, y luego la lanzó una vez más hacia el cielo encapotado, y yo volví a manejar los hilos. Quise explicarle a Jake que los momentos buenos, es decir, los breves momentos en que la cometa volaba, no compensaban, en mi opinión, todo el tiempo que estaba posada en la hierba mientras desenredábamos los hilos con los dedos entumecidos por el frío. Pero decidí no decirle nada.

– Si nieva -dijo Jake, que estaba detrás de mí, jadeando-, iremos a hacer bajadas en trineo.

– ¿Qué te pasa, Jake? Estás muy activo, ¿no? Además, ¿de dónde vas a sacar un trineo?

Jake me rodeó con los brazos desde atrás. Me concentré en la cometa.

– Podemos utilizar esa bandeja grande que hay en la cocina -dijo-, o bolsas de basura industriales. O quizá tendríamos que comprarnos uno. No son muy caros, y nos duraría años.

– Jake, me estoy muriendo de hambre. Y tengo los dedos congelados.

– Dame. -Me cogió los carretes-. Tengo unos guantes en el bolsillo. Póntelos. ¿Qué hora es?

Miré mi reloj.

– Casi las tres -contesté-. Pronto oscurecerá.

– Vamos a comprar crumpets. Me encantan los crumpets.

– ¿En serio?

– Hay muchas cosas de mí que no sabes todavía. -Empezó a recoger la cometa-. ¿Sabías, por ejemplo, que cuando tenía quince años me enamoré de una chica que se llamaba Alice? Iba un curso por delante de mí en la escuela. Para ella yo no era más que un niño con granos, desde luego. Lo pasé muy mal. -Se rió-. No volvería a ser joven por nada del mundo. Qué manera de sufrir. Me moría de ganas de ser mayor.

Se arrodilló, dobló la cometa y la guardó en la estrecha funda de nailon. Yo no dije nada. Jake me miró y sonrió.

– Aunque ser mayor también tiene sus inconvenientes. Pero al menos uno no se siente tan cohibido ni tan incómodo todo el tiempo.

Me agaché junto a él y dije:

– ¿Y qué problemas tienes tú ahora, Jake?

– ¿Ahora? -Frunció el entrecejo y, con gesto de sorpresa, dijo-: La verdad es que no tengo. -Me abrazó y casi me hizo perder el equilibrio. Le besé la punta de la nariz-. Cuando salía con Ari tenía la impresión de estar siempre a prueba, y de que nunca daría la talla. Contigo nunca he tenido esa sensación. Tú dices lo que piensas. Puedes enfadarte, pero nunca intentas manipular a los demás. Siempre sé a qué atenerme.

Ari era su anterior novia, una mujer hermosa, alta y huesuda, con el cabello rojizo, que diseñaba zapatos y que a mí me recordaba a una empanadilla de carne; había dejado a Jake por otro hombre que trabajaba para una empresa petrolera y que se pasaba la mitad del año de viaje.

– ¿Y tú?

– ¿Qué?

– ¿Qué problemas tienes ahora?

Me levanté y ayudé a Jake a hacer lo mismo.

– Veamos: un trabajo que me está volviendo loca. La fobia a las moscas y las hormigas, y a todo bicho con patas. Y la mala circulación. Vamos, que me estoy helando.


* * *

Nos compramos los crumpets, unos pastelillos pegajosos con mantequilla que se colaba por los agujeros y lo manchaba todo. Luego fuimos al cine, y como la película tenía un final triste pude llorar un poco. Para variar, no nos reunimos con los demás en el Vine para tomar algo, ni para comer curry, sino que fuimos a un restaurante italiano barato que había cerca de nuestro piso, los dos solos, y comimos espaguetis con almejas y bebimos un vino tinto muy peleón. Jake estaba nostálgico. Habló un poco más de Ari, y de otras novias que había tenido, y luego volvimos a aquello del día que nos conocimos, que es la mejor historia de todas las parejas felices. Ninguno de los dos recordaba con exactitud el día que había visto por primera vez al otro.

– Dicen que los primeros segundos de una relación son los más importantes -comentó Jake.

Recordé a Adam, mirándome fijamente desde la acera de enfrente, atravesándome con sus ojos azules.

– Vámonos a casa -dije, y me levanté bruscamente.

– ¿No quieres café?

– Ya lo tomaremos en casa.

Jake lo interpretó como una invitación sexual, y en cierto modo lo era. Yo quería esconderme en algún sitio, y ¿dónde mejor que en la cama, en sus brazos, a oscuras, con los ojos cerrados, sin preguntas, sin confidencias? Cada uno conocía tan bien el cuerpo del otro que la situación era casi de anonimato: piel desnuda contra piel desnuda.

– ¿Qué es esto? -me preguntó después, mientras estábamos tumbados, sudorosos, en la cama.

Había cogido el libro En la cima del mundo. La noche anterior, cuando Jake se encontraba en Edimburgo, lo había dejado debajo de mi almohada.

– ¿Eso? Me lo han prestado en el trabajo -dije, intentando adoptar un tono indiferente-. Dicen que es muy bueno.

Jake se puso a hojear el libro. Contuve la respiración. Ahí. Las fotografías. Estaba mirando una de las fotografías en que aparecía Adam.

– Jamás habría dicho que pudiera interesarte un libro así.

– No creas que me interesa mucho. Seguramente no lo leeré.

– Hay que estar loco para escalar esas montañas -observó Jake-. ¿Te acuerdas de toda esa gente que murió en el Himalaya el año pasado?

– Hmm.

– Y todo para subir a la cima de una montaña y volver a bajar.

No dije nada.


* * *

A la mañana siguiente vimos que había nevado, pero no lo suficiente para ir a hacer bajadas en trineo. Pusimos más fuerte la calefacción, leímos la prensa del domingo y tomamos mucho café. Aprendí a pedir una habitación doble en francés, y a decir «Janvier est le premier mois de l'année», o «Février est le deuxiéme mois», y luego intenté leer unas revistas técnicas que se me habían acumulado. Jake siguió leyendo el libro de alpinismo. Ya iba casi por la mitad.

– Tendrías que leerlo, Alice.

– Voy a comprar algo para comer. ¿Te apetece pasta?

– Ya comimos pasta anoche. ¿Por qué no nos hartamos de fritos? Yo cocino y tú lavas los platos.

– Pero si tú nunca cocinas -objeté.

– Estoy cambiando, mujer.


* * *

Clive y Gail vinieron a casa después de comer. Saltaba a la vista que se habían pasado la mañana en la cama. Los envolvía un aura inconfundible, y de vez en cuando se sonreían como si supieran algo que nosotros ignorábamos. Dijeron que querían ir a jugar a los bolos, y nos preguntaron si nos apetecía ir con ellos. Habían pensado decírselo también a Pauline y Tom.

Así que me pasé la tarde lanzando una pesada bola negra contra los bolos, y fallando cada vez. Todos estaban muy risueños: Clive y Gail porque sabían que en cuanto nos marcháramos de la bolera volverían directamente a la cama; Pauline porque quería quedarse embarazada y no podía creer cómo había cambiado su vida; Tom y Jake porque eran buena gente, y es más fácil unirse a los demás que no hacerlo. Yo me reía porque todo el mundo esperaba que lo hiciera. Me dolía el pecho. Me dolían los ganglios. La bolera, resonante y excesivamente iluminada, me mareaba un poco. Reí hasta que se me saltaron las lágrimas.


* * *

– Alice -dijo Jake, al mismo tiempo que yo decía:

– Jake. Di, di.

– No, tú primero -insistió él.

Estábamos sentados en el sofá, con nuestras tazas de té, separados por unos quince centímetros. Fuera había oscurecido, y habíamos corrido las cortinas. Todo estaba en silencio, el silencio típico de la nieve, que amortigua los sonidos. Jake llevaba un viejo jersey gris moteado y unos vaqueros gastados, e iba descalzo y muy despeinado. Me miraba con atención. Me gustaba mucho. Inspiré hondo y dije:

– No puedo seguir con esto, Jake.

Al principio, la expresión de su cara no cambió. Me obligué a seguir mirándolo a los ojos, aquellos hermosos ojos castaños.

– ¿Qué?

Le cogí una mano y dije:

– Tengo que dejarte.

¿Cómo podía decírselo? Cada palabra era como lanzar un ladrillo. Jake se quedó como si acabara de pegarle una bofetada, sorprendido y dolorido. Quise rectificar, volver a donde estábamos hacía un minuto, sentados juntos en el sofá con nuestras tazas de té. Ya no me acordaba de por qué estaba haciendo aquello. Él no dijo nada.

– He conocido a otro hombre. Todo es tan… -Me interrumpí.

– ¿Qué quieres decir? -Me miraba fijamente, como si estuviéramos en medio de una espesa niebla-. ¿Dejarme? ¿Quieres decir que ya no quieres vivir conmigo?

– Sí.

El esfuerzo que tuve que hacer para pronunciar aquella palabra me dejó muda. Lo miré fijamente. Todavía tenía su mano entre las mías, pero era una mano fláccida. No sabía cómo soltarla.

– ¿A quién? -preguntó Jake con voz un tanto quebrada. Se aclaró la garganta-. ¿Quién es él?

– No lo conoces. Es que… Dios mío, lo siento, Jake.

Se pasó una mano por la cara.

– Esto es absurdo. Últimamente éramos muy felices. No sé, este fin de semana… -Asentí con la cabeza. Aquello era más espantoso de lo que yo había imaginado-. Creía que… Creía… ¿Cómo lo has conocido? ¿Cuándo?

Esta vez no pude mirarlo a los ojos.

– Eso no importa.

– ¿Tan bueno es en la cama? No, perdona. No quería decir eso, Alice. Es que no lo entiendo. ¿Lo vas a dejar todo? ¿Así, por las buenas? -Echó un vistazo a nuestras cosas, repartidas por el salón, todo el peso del mundo que habíamos construido juntos-. ¿Por qué?

– No lo sé.

– ¿Tan fuerte es?

Estaba inmóvil en el sofá. Me habría gustado que me gritara, que se pusiera furioso, pero Jake se limitó a sonreírme sin moverse.

– ¿Sabes qué iba a decir cuando me has interrumpido?

– No.

– Iba a decir que me gustaría tener un hijo contigo.

– Jake…

– Era feliz. -Su voz sonaba apagada-. Y mientras tanto, tú estabas… estabas…

– No, Jake -le supliqué-. Yo también era feliz. Tú me hacías feliz.

– ¿Cuánto tiempo hace que dura?

– Unas cuantas semanas.

Vi cómo evaluaba mi respuesta, rememorando el pasado más reciente. Su rostro se arrugó. Apartó la vista, quizá hacia la ventana, y dijo, en tono muy mesurado:

– ¿Serviría de algo que te pidiera que te quedes, Alice? ¿Que me dieras otra oportunidad? Por favor.

No me miró. Nos quedamos con la vista al frente, cogidos de la mano. Yo tenía un nudo en la garganta.

– Por favor, Alice -insistió Jake.

– No.

Retiró la mano de las mías. Nos quedamos sentados en silencio, y yo me pregunté qué pasaría a continuación. ¿Tenía que decirle que ya recogería mis cosas más tarde? Las lágrimas le resbalaban por las mejillas, se le metían en la boca, pero Jake se quedó inmóvil, y no intentó secárselas. Era la primera vez que lo veía llorar. Levanté una mano para secarle las lágrimas, pero él se apartó bruscamente, expresando por fin la rabia que sentía.

– ¿Qué quieres, Alice? ¿Quieres consolarme? ¿Quieres que me ponga a gritar? Si vas a irte, vete.

Lo dejé todo. Dejé toda mi ropa, mis CD, mis pinturas y mis joyas. Mis libros y mis revistas. Mis fotografías. Mi maletín lleno de documentos del trabajo. Mi agenda. Mi despertador. Mi llavero. Mis cintas de francés. Cogí mi bolso, mi cepillo de dientes, mis anticonceptivos y el grueso abrigo negro que Jake me había regalado por Navidad, y salí a la calle nevada con unos zapatos inadecuados.

Загрузка...