TREINTA Y DOS

Era evidente que lo había despertado, aunque eran más de las once: tenía los ojos hinchados y llevaba un pijama arrugado y mal abrochado. Iba muy despeinado, y eso lo hacía parecer aún más peludo de como yo lo recordaba.

– Hola, Greg.

– ¿Sí?

Me miró desde el umbral, y no dio ninguna señal de haberme reconocido.

– Soy Alice. Perdona que te moleste.

– ¿Alice?

– Alice, la mujer de Adam. Nos conocimos en la presentación del libro.

– Ya me acuerdo. -Hizo una pausa-. Pasa, ¿quieres? Como verás, no esperaba visitas esta mañana. -De pronto sonrió, y volvieron a destacarse sus dulces ojos azules en aquella cara arrugada y sin lavar.

Me había imaginado que Greg viviría en una leonera, pero la casa, pequeña, estaba muy limpia y ordenada. Había fotografías de montañas por todas partes: fabulosas cumbres nevadas en blanco y negro o a todo color en todas las paredes blancas. Me sentí un poco extraña, plantada en aquella casa exageradamente limpia, y rodeada de unos paisajes tan colosales.

Greg no me pidió que me sentara, pero de todos modos lo hice. Había cruzado toda la ciudad para verlo, aunque no sabía por qué. Quizá porque recordaba que me había caído bien cuando lo conocí, y me aferré a eso. Carraspeé, y de pronto Greg volvió a sonreír.

– Mira, Alice -dijo-. Te sientes incómoda porque acabas de presentarte en mi casa sin que yo te haya invitado, y no sabes por dónde empezar. Y yo también me siento incómodo porque no voy vestido, como iría cualquier persona respetable a estas horas, y porque tengo una resaca de miedo. Así que ¿por qué no vamos a la cocina? Te enseñaré dónde están los huevos, y puedes preparar unos huevos revueltos y una cafetera mientras yo me visto. Luego podrás contarme a qué has venido. Porque me imagino que esto no es una simple visita de cortesía, ¿verdad?

Me quedé muda.

– Y da la impresión de que llevas semanas sin comer nada.

– No he comido mucho -reconocí.

– ¿Te apetecen unos huevos?

– Vale.


* * *

Batí cuatro huevos y los puse a freír a fuego lento, removiendo todo el rato. Los huevos revueltos hay que cocinarlos despacio, y servirlos poco hechos. Hasta yo sé eso. Preparé el café (me quedó demasiado fuerte, pero seguramente a ambos nos sentaría bien un exceso de cafeína) y tosté cuatro rebanadas de pan. Cuando Greg volvió a la cocina, el desayuno esperaba en la mesa. Me di cuenta de que estaba muerta de hambre, y los huevos, salados y jugosos, y las tostadas con mantequilla me tranquilizaron. El mundo dejó de oscilar ante mis ojos. Acompañé la comida con grandes sorbos de café amargo. Greg, sentado enfrente de mí, comía con placer metódico, repartiendo los huevos uniformemente sobre las tostadas, y cortando cuadrados perfectos con el cuchillo. Me sentí extrañamente sociable. No dijimos nada mientras comíamos.

Cuando hubo terminado, Greg dejó el tenedor y el cuchillo y apartó su plato. Me miró, expectante. Inspiré hondo, le sonreí y noté el calor de mis lágrimas en las mejillas. Eso me desanimó. Greg me acercó una caja de pañuelos de papel y esperó.

– Pensarás que estoy loca -dije, y me soné la nariz-. Creí que a lo mejor tú me ayudabas a entender.

– A entender ¿qué?

– A Adam, supongo.

– Ya.

Greg se levantó bruscamente y dijo:

– Vamos a dar un paseo.

– No he cogido el abrigo. Me lo he dejado en la oficina.

– Te prestaré una chaqueta.

Bajamos y echamos a andar a buen paso por la ajetreada calle que conducía al Shoreditch y, más allá, al Támesis. De pronto Greg me guió por una escalera, y llegamos al camino de sirga de un canal. Desde allí no se veían los coches, y daba la impresión de que uno estaba en el campo. Era una sensación tranquilizadora, pero entonces me acordé de Tara. ¿Era en este canal donde habían encontrado su cadáver? No lo sabía. Greg caminaba deprisa, como Adam, y con la misma agilidad. Se detuvo y me miró.

– ¿Por qué has acudido a mí, precisamente?

– Todo ocurrió muy deprisa -intenté explicarle-. Me refiero a Adam y yo. Yo creía que el pasado no importaba, que nada importaba. Pero las cosas no son así.

Volví a pararme. No podía revelarle a Greg todos mis temores. Adam le había salvado la vida. Greg era, en cierto modo, amigo de Adam. Miré el agua, que estaba inmóvil. En los canales el agua no fluye igual que en los ríos. Quería hablar de Adele, de Françoise, de Tara. Pero lo que dije fue:

– ¿Te molesta que todo el mundo os considere a él el héroe y a ti el villano?

– ¿El villano? Creía que yo sólo era el cobarde, el pelele, un personaje de Elisha Cook Júnior.

– ¿De quién?

– Era un actor que interpretaba a cobardes y peleles.

– Lo siento, no era mi intención…

– No me importa que la gente piense que Adam fue el héroe, porque lo fue. Su valor, su fortaleza, su frialdad; todo eso fue extraordinario aquel día. -Me miró de soslayo-. ¿Es eso lo que quieres oír? Respecto a lo demás, no sé si me apetece hablar contigo de cómo me siento por mi fracaso. Al fin y al cabo eres la esposa del héroe.

– Eso no tiene nada que ver, Greg.

– Yo creo que sí. Y por eso esta mañana me has encontrado en pijama y con resaca. Pero no lo entiendo, y eso es lo que me atormenta. ¿Qué dice Adam?

Inspiré hondo antes de contestar:

– Me parece que Adam cree que en aquella expedición había gente que no pintaba nada en el Chungawat.

Greg soltó una risotada que se convirtió en una fuerte tos.

– No me extraña -dijo cuando se hubo recuperado-. Carrie Frank, la médica, era una buena excursionista, pero nunca había practicado alpinismo. No sabía ni cómo ponerse los crampones. Y recuerdo que avisé a Tommy Benn porque se había asegurado mal a la cuerda. Estuvo a punto de despeñarse. No me contestó, y entonces me acordé de que no entendía ni una palabra de inglés. Ni una sola palabra. Madre mía, ¿qué hacía ese hombre allí? Tuve que bajar hasta donde estaba él y asegurarlo bien. Pero yo pensaba que ya había resuelto los problemas, que había ideado un sistema infalible. Sin embargo, falló, y cinco personas que dependían de mi protección perdieron la vida. -Le puse una mano en el brazo, pero él continuó-: A la hora de la verdad, el héroe fue Adam, no yo. Tú dices que hay cosas en tu vida que no entiendes. A mí me pasa lo mismo.

– Pero tengo miedo.

– A mí me pasa lo mismo, Alice -repitió Greg, sonriendo.

De pronto, al otro lado del canal apareció un jardín que parecía fuera de lugar, con hileras de tulipanes rojos y morados.

– ¿Es algo concreto lo que te da miedo? -me preguntó tras una pausa.

– No lo sé. Su pasado, supongo. Es tan misterioso…

– Y lleno de mujeres -añadió Greg.

– Sí.

– Debe de resultarte difícil.

Nos sentamos juntos en un banco.

– ¿Te ha hablado de Françoise? -me preguntó.

– No.

– Yo estaba liado con ella.

No me miró cuando pronunció esas palabras, y me dio la impresión de que era la primera vez que se lo contaba a alguien. Para mí fue como un golpe, algo totalmente imprevisto.

– ¿Estabas liado con Françoise? No. No, no lo sabía. Dios mío, Greg. ¿Lo sabía Adam?

Greg tardó un momento en contestar:

– Nos liamos durante la expedición. Era muy graciosa. Y muy guapa.

– Sí, eso dicen.

– Lo suyo con Adam ya había terminado. Cuando llegamos todos a Nepal, Françoise le dijo que no quería seguir saliendo con él. Estaba harta de sus infidelidades.

– ¿Fue ella la que rompió?

– ¿No te lo ha dicho Adam?

– No. No me ha dicho nada.

– No le sientan bien los rechazos.

– A ver si lo he entendido bien -dije-. Françoise puso fin a su relación con Adam, y pocos días después tú y ella os enrollasteis, ¿no?

– Sí. Y si quieres continúo yo: unas semanas más tarde, ella murió en la montaña porque yo me hice un lío con las cuerdas fijas, y Adam me salvó la vida a mí, al amigo que le había robado a la novia.

Intenté pensar en algo que decir, algo que lo consolara, pero desistí.

– Tendríamos que volver.

– Oye, Greg, ¿sabía Adam lo tuyo con Françoise?

– En su momento no se lo dijimos. Creímos que lo distraería. Y él tampoco permanecía célibe. Y después… -No terminó la frase.

– ¿Nunca se lo comentaste?

– No. ¿Piensas hablar de eso con él?

– No.

Qué va. Ni de eso, ni de nada más. Habíamos alcanzado un punto en que ya no podíamos decirnos nada.

– No te lo calles por mí -dijo Greg-. Ya no me importa.

Regresamos, me quité la chaqueta y se la devolví a Greg.

– Cogeré algún autobús por aquí -dije-. Gracias, Greg.

– No tienes que darme las gracias.

Movida por un impulso, le eché los brazos al cuello y lo besé en la boca.

– Cuídate -dije.

– Adam es un hombre con suerte.

– Creía que era yo la afortunada.

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