Llegué a la oficina sin aliento. Le arranqué de la mano unos mensajes a Claudia y fui a mi despacho. Repasé los mensajes: no había nada urgente. Fuera empezaba a oscurecer, e intenté verme reflejada en el cristal de la ventana. Me sentía cohibida respecto a mi ropa, que me parecía extraña porque un desconocido me la había quitado y me la había vuelto a poner. Me preocupaba pensar que para los demás pudiera ser tan evidente como para mí. ¿Me habría abrochado mal algún botón? O quizá no me hubiera puesto las prendas en el orden correcto. Todo parecía estar en su sitio, pero yo no estaba completamente segura. Cogí el maquillaje y fui al lavabo. Me miré en el espejo, bajo aquella intensa e implacable luz, para ver si tenía los labios hinchados o algún cardenal. Me di unos retoques con el lápiz de labios y el delineador de ojos. Me temblaba la mano; tuve que dar unos golpes en el lavabo para controlar el temblor.
Después llamé a Jake al teléfono móvil. Me dio la impresión de que estaba atareado. Le dije que tenía una reunión y que quizá llegara tarde a casa. ¿Muy tarde?, me preguntó. No lo sabía, era completamente imprevisible. Jake también me preguntó si estaría en casa a la hora de cenar, y le contesté que no me esperara. Colgué el auricular y me dije que lo había hecho por si acaso. Seguramente llegaría a casa antes que Jake. Luego me senté y me puse a pensar en lo que había pasado. Recordé su cara. Me olí la muñeca, que olía a jabón. Su jabón. Me estremecí, y cuando cerré los ojos noté las baldosas bajo mis pies y oí el agua de la ducha golpeteando en la cortina. Sus manos.
Podían pasar dos cosas, o, mejor dicho, sólo había dos posibilidades. No sabía cómo se llamaba, ni dónde vivía. No me creía capaz de encontrar su piso aunque me lo propusiera. Así que, si salía a las seis y él no estaba allí, todo habría terminado. Si estaba, tendría que decirle firme y claramente que todo había terminado. Así de sencillo. Había cometido una locura, y lo mejor que podía hacer era fingir que no había pasado nada. Era la única opción sensata.
Cuando había llegado a la oficina estaba aturdida, pero ahora me sentía más lúcida que nunca, llena de una nueva energía cinética. Tuve una breve charla con Giovanna, y después hice un montón de llamadas, sin perder el tiempo con trivialidades. Contesté mensajes, concerté citas, repasé cifras. Sylvie me llamó para charlar, pero le dije que ya nos veríamos al día siguiente. ¿Iba a hacer algo aquella noche? Sí. Tenía una reunión. Envié algunos emails y tiré los papeles que había en mi mesa. Un día tiraría la mesa, y así trabajaría el doble.
Miré el reloj; eran las seis menos cinco. Mientras buscaba mi bolso, Mike entró en mi despacho. Dijo que tenía una conferencia telefónica al día siguiente antes del desayuno, y que necesitaba repasar unas cuantas cosas.
– Tengo un poco de prisa, Mike. Tengo una reunión.
– ¿Con quién?
Estuve a punto de decir que iba a reunirme con alguien del laboratorio, pero mi instinto de supervivencia me hizo descartar esa idea.
– Es un asunto privado -contesté.
– ¿Una entrevista para un puesto de trabajo? -preguntó él arqueando una ceja-. ¿Vestida así? Vas un poco arrugada. -No dijo nada más. Seguramente supuso que se trataba de un asunto de mujeres, algo ginecológico. Pero tampoco se marchó-. Sólo será un minuto.
Se sentó con sus notas, que teníamos que repasar punto por punto. Tuve que comprobar un par de datos y hacer una llamada para consultar otro. Me prometí no mirar el reloj ni una sola vez. De todos modos, ¿qué más daba? Finalmente hubo una pausa, y la aproveché para decir que no podía retrasarme más. Mike asintió con la cabeza. Miré mi reloj: eran las seis y veinticuatro. Y veinticinco. No salí corriendo, ni siquiera cuando Mike se hubo marchado. Fui hacia el ascensor y me sentí aliviada porque las cosas se habían resuelto por sí solas. Era mejor así: todo olvidado.
Estaba tumbada en la cama, con la cabeza sobre el estómago de Adam. Se llamaba Adam. Me lo había dicho en el taxi, cuando íbamos hacia su casa. Prácticamente fue lo único que dijo. El sudor me corría por la cara. Lo notaba por todas partes: en la espalda, en las piernas. Tenía el cabello empapado. Y también notaba el sudor en su piel. En aquel piso hacía mucho calor. ¿Cómo podía hacer tanto calor en enero? Tenía un sabor terroso en la boca que no desaparecía. Me incorporé y lo miré. Él tenía los ojos entrecerrados.
– ¿Hay algo para beber? -pregunté.
– No lo sé -contestó Adam, adormilado-. ¿Por qué no vas a mirarlo?
Me levanté y busqué algo con que taparme, pero entonces pensé: «¿Para qué?». En el piso no había casi nada: la habitación, con una cama y mucho espacio libre; el cuarto de baño, donde me había duchado esa misma tarde, y una cocina diminuta. Abrí la nevera: un par de latas abiertas, unos cuantos tarros, un cartón de leche. Nada para beber. Ahora tenía frío. En un estante había una botella con lo que parecía zumo de naranja concentrado. No bebía naranjada desde que era niña. Cogí un vaso, preparé un poco y lo llevé al dormitorio, salón o lo que fuera. Adam estaba incorporado, apoyado en la cabecera de la cama. Recordé el cuerpo de Jake, más huesudo y más blanco, las clavículas prominentes y la nudosa columna vertebral. Adam me miró cuando entré. Debía de estar vigilando la puerta, esperándome. No sonrió; se limitó a contemplar intensamente mi cuerpo desnudo, como si quisiera retenerlo en la memoria. Le sonreí, pero él no me devolvió la sonrisa, y surgió dentro de mí una intensa sensación de placer.
Me acerqué a la cama y le ofrecí el vaso a Adam. Dio un pequeño sorbo y me lo devolvió. Di un sorbo y se lo volví a pasar. Vaciamos el vaso así, juntos; luego él se inclinó y lo dejó en la alfombra. Habíamos tirado el edredón al suelo. Lo recogí y nos tapamos con él. Eché un vistazo a la habitación. Todas las fotografías que había sobre el arcón y en la repisa de la chimenea eran paisajes. En un estante había varios libros, y los examiné uno por uno: libros de cocina, un libro ilustrado sobre Hogarth, las obras completas de W. H. Auden y de Sylvia Plath. Una Biblia. Cumbres borrascosas, algunos libros de viajes de D. H. Lawrence. Dos libros de flores silvestres. Uno de excursiones por Londres y sus alrededores. Montones de guías. Había varias prendas de ropa en un colgador metálico, y otras cuidadosamente dobladas en la silla de mimbre que había junto a la cama: unos vaqueros, una camisa de seda, otra chaqueta de piel, varias camisetas.
– Intento averiguar quién eres mirando tus cosas -dije.
– Nada de lo que hay aquí me pertenece. Este piso es de una amiga mía.
– Ah.
Me volví y lo miré. Adam seguía sin sonreír, y eso me inquietó. Iba a decir algo, pero entonces él esbozó una sonrisa, negó con la cabeza y me puso un dedo en los labios. Nuestros cuerpos ya estaban muy juntos, pero él se acercó un poco más a mí y me besó.
– ¿En qué piensas? -dije acariciándole el suave y largo cabello-. Háblame. Dime algo.
Él no me contestó inmediatamente. Me destapó y me puso boca arriba. Me cogió las manos y me las colocó sobre la cabeza, como si estuviera inmovilizada. Me sentí expuesta, como una muestra en una vitrina. Me acarició la frente, y luego me pasó los dedos por la cara, el cuello y entre los pechos, y se detuvo en mi ombligo. Me estremecí y me retorcí un poco.
– Lo siento -dije.
Adam se inclinó sobre mi cuerpo y me tocó el ombligo con la lengua.
– Estaba pensando -dijo- que el pelo que tienes en las axilas, éste, es igual que tu vello púbico. Éste. Pero no es igual que tu maravilloso cabello. Y estaba pensando que me gusta cómo sabes. Bueno, me gustan tus diferentes sabores. Me gustaría lamerte todo el cuerpo. -Me recorría con la mirada, como si fuera un paisaje. Me reí, y él me miró a los ojos-. ¿Qué pasa? -preguntó, con expresión casi de alarma.
Le sonreí.
– Creo que me estás tratando como un objeto sexual.
– No bromees -dijo él.
Noté que me ruborizaba. ¿Se estaría ruborizando todo mi cuerpo?
– Lo siento -dije-. No bromeaba. Me gusta. Me excita.
– ¿Y tú? ¿En qué piensas?
– Ahora túmbate tú -dije, y Adam obedeció-. Y cierra los ojos. -Acaricié su cuerpo, que olía a sexo y a sudor-. ¿En qué pienso? Pienso que estoy completamente loca y que no sé lo que voy a hacer, pero ha sido… -No terminé la frase, porque no tenía palabras para describir lo que había sentido haciendo el amor con él. Con sólo recordarlo, sentía pequeñas oleadas de placer. Volvió a invadirme un intenso deseo. Mi cuerpo, suave y renovado, estaba abierto a él. Recorrí el aterciopelado interior de su muslo con los dedos. ¿En qué más pensaba? Tuve que hacer un esfuerzo-. También pienso… Pienso que tengo novio. Más que eso. Vivo con un hombre.
No sé cómo esperaba que reaccionara Adam. Con rabia, quizá, o evasivamente. Adam no se movió. Ni siquiera abrió los ojos.
– Pero estás aquí -se limitó a decir.
– Sí -afirmé-. Estoy aquí.
Después de esa conversación, nos quedamos largo rato tumbados en la cama. Una hora, quizá dos. Jake siempre decía que no puedo permanecer relajada mucho rato, que no puedo quedarme quieta ni callada. Pero ahora no hablábamos. Nos tocábamos. Descansábamos. Nos mirábamos. Yo escuchaba los sonidos de voces y coches procedentes de la calle. En sus manos, mi cuerpo parecía delgado y leve. Finalmente, dije que tenía que marcharme. Me duché y luego me vestí, mientras él me miraba. Su mirada me hacía estremecer.
– Dame tu número -me dijo.
Negué con la cabeza.
– Dame tú el tuyo -dije.
Me incliné y lo besé suavemente. Él puso una mano sobre mi cabeza y la empujó hacia su pecho. Sentí un intenso dolor y apenas podía respirar, pero me solté.
– Tengo que irme -susurré.
Era más de medianoche. Cuando llegué a casa, estaba oscuro. Jake se había acostado. Entré de puntillas en el cuarto de baño. Metí las bragas y las medias en el cesto de la ropa sucia. Me duché por segunda vez en una hora. Era la cuarta ducha del día. Volví a lavarme con mi jabón. Me lavé el pelo con mi champú. Me metí en la cama junto a Jake. Él se volvió y murmuró algo.
– Yo también a ti -dije.