No protesté cuando cogió mi caja de anticonceptivos y tiró las pequeñas píldoras amarillas, una a una, al retrete. Si seis meses atrás alguien me hubiera dicho que yo iba a permitir que mi amante, o mejor dicho mi marido, tirara mis anticonceptivos al retrete sin mi permiso, me habría muerto de risa. Después de tirar la última píldora, Adam me cogió de la mano y, sin decir ni una palabra, me llevó al dormitorio y me hizo el amor con ternura, obligándome a mirarlo a los ojos. Y tampoco protesté. Pero no dejaba de hacer cálculos mentalmente. Él no debía de saber que el efecto de la píldora dura un tiempo, y que no corría peligro de quedarme embarazada al menos hasta pasadas dos semanas. Tenía tiempo. Con todo, sentía que él me estaba haciendo un hijo y que yo se lo consentía, sin oponer resistencia. Me di cuenta de lo poco imaginativa que había sido siempre respecto a las mujeres maltratadas o casadas con alcohólicos. El desastre se acerca sigilosamente, como un maremoto en una playa de turistas. Cuando se ve, ya no se puede hacer nada, y lo arrolla a uno y se lo lleva. Supongo que había sido poco imaginativa respecto a muchas otras cosas. La tragedia nunca había estado presente en mi vida, y pocas veces había tenido que pensar en cómo vivían y sufrían otras personas.
Cuando rememoraba los últimos meses, me horrorizaba la facilidad con que había abandonado mi antigua vida: mi familia, mis amigos, mis aficiones, mis ideas. Jake me había acusado de haber quemado todas las naves, lo cual hacía que mi comportamiento pareciera temerario y decidido. Pero también había abandonado a mucha gente. Ahora necesitaba poner las cosas en orden, o al menos hacer un intento de reconciliación con aquellas personas a las que pudiera haber hecho daño. Escribí a mis padres, diciéndoles que ya sabía que últimamente no les había hecho caso, pero que recordaran siempre que los quería mucho. Le envié una postal a mi hermano, al que no veía desde hacía un año, en la que intentaba sonar desenfadada y afectuosa. Llamé por teléfono a Pauline, y le dejé un mensaje en el contestador preguntándole por su embarazo y diciéndole que me gustaría verla pronto y que la había echado de menos. Le envié una tardía tarjeta de cumpleaños a Clive. Y, después de respirar hondo unas cuantas veces, llamé a Mike. Más que resentido, lo encontré apagado, y no me pareció que le desagradara oírme. Se iba de vacaciones al día siguiente, con su esposa y su hijo pequeño, a una casa de la Bretaña; eran las primeras vacaciones que tenía desde hacía meses. Me estaba despidiendo de todos, aunque ellos no lo supieran.
Había destrozado mi antigua vida a conciencia, y ahora intentaba encontrar la manera de destrozar también mi nuevo mundo, de modo que pudiera escapar de él. Todavía había ocasiones, aunque cada vez menos, en que no podía creer que aquello me estuviera pasando a mí. Estaba casada con un asesino, un atractivo asesino de ojos azules. Si se enteraba de lo que yo sabía, me mataría también a mí: de eso no tenía ninguna duda. Si intentaba huir también me mataría. Me encontraría y me mataría.
Aquella noche tenía pensado asistir a una conferencia sobre las nuevas estadísticas de la relación entre los tratamientos de fertilidad y el cáncer de ovarios, en parte porque el tema estaba vagamente relacionado con mi trabajo, y en parte porque la daba un conocido mío, pero sobre todo porque era una excusa para no estar con Adam. Él me estaría esperando en la puerta de la oficina, y, si insistía, yo no podría impedir que me acompañara a la conferencia. Pero al menos, por una vez, estaríamos juntos en mi mundo, un mundo de investigaciones científicas, de empirismo y de seguridad provisional. No me vería obligada a mirarlo, ni a hablar con él, ni a abrazarme a él, gimiendo y fingiendo pasión.
Adam no me esperaba fuera. Sentí un alivio tan enorme que me puse eufórica. Me sentía más ligera, más despejada. Todo parecía diferente ahora que él no estaba allí plantado, esperando a verme aparecer por la puerta, mirándome fijamente con aquella mirada persistente e inquietante que yo ya no sabía descifrar. ¿Era odio o amor, pasión o intención asesina? Con Adam, las dos cosas siempre habían estado demasiado mezcladas, y volví a recordar (ahora con un estremecimiento de puro asco, mezclado con un cosquilleo de vergüenza) la violencia de nuestra noche de bodas en Lake District. Me sentía atrapada en una larga y gris mañana con resaca.
Fui andando al auditorio, lo cual me llevó cerca de un cuarto de hora, y al doblar la esquina, y cuando casi había llegado al edificio, lo vi allí de pie, con un ramo de rosas amarillas. Las mujeres que pasaban por su lado lo miraban con codicia, pero él no les prestaba atención. Él solo pensaba en mí. Me estaba esperando, pero por lo visto se imaginaba que yo iba a llegar desde otra dirección. Me paré y me metí en el primer portal que vi, mientras me invadía una oleada de náuseas. Jamás lograría escapar de él: siempre se me adelantaba, siempre me estaba esperando; me agarraba y no me soltaba. No podía combatir contra él. Esperé hasta que me serené un poco, y entonces, cuidando de que Adam no me viera, di media vuelta y eché a correr hasta que llegué a la esquina, donde paré un taxi.
– ¿Adónde la llevo?
¿Adónde? ¿Adónde podía ir? No podía huir de Adam, porque entonces él sabría que yo lo sabía. Me encogí de hombros, desanimada y vencida, y le di al taxista la dirección de mi casa. Mi prisión. Me di cuenta de que no podía seguir así. El horror que me había invadido al ver a Adam frente al auditorio había sido una sensación completamente física. ¿Durante cuánto tiempo podría seguir fingiendo que lo amaba, fingiendo que me moría de placer cuando él me acariciaba, fingiendo que no tenía miedo? Mi cuerpo había empezado a rebelarse. Pero no sabía qué podía hacer.
Cuando entré en el apartamento estaba sonando el teléfono.
– ¿Diga?
– ¡Alice! -Era Sylvie, y parecía nerviosa-. No pensaba encontrarte en casa.
– Entonces ¿para qué has llamado?
– En realidad quería hablar con Adam. Verás, esto me resulta un poco violento.
De pronto me entró un sudor frío, como si estuviera a punto de vomitar.
– ¿Con Adam? ¿Y para qué querías hablar con Adam, Sylvie?
Se hizo el silencio al otro lado de la línea.
– Sylvie…
– Sí, sí. Mira, no pensaba decírtelo. Bueno, él iba a hablar contigo, pero ya que te has puesto tú al teléfono… -Oí cómo daba una calada al cigarrillo; luego continuó-: El caso es que he leído la carta. Ya sé que pensarás que te he traicionado, pero algún día comprenderás que lo he hecho por nuestra amistad. Y luego le he enseñado la carta a Adam. Resulta que él se presentó en mi casa por las buenas, y yo no sabía qué hacer, pero se la enseñé porque creo que debes de tener una crisis nerviosa o algo así, Alice. Lo que has escrito es una locura, una auténtica barbaridad. Tienes que darte cuenta, Alice. Así que, como no sabía qué hacer, se la enseñé a Adam. Alice, ¿sigues ahí?
– A Adam.
No reconocí mi propia voz, de lo monótona e inexpresiva que era. Tenía que pensar: ya no me quedaba tiempo.
– Sí, y estuvo maravilloso, francamente maravilloso. Estaba dolido, por supuesto. Madre mía, claro que estaba dolido. Cuando leyó la carta se puso a llorar, y no paraba de repetir tu nombre. Pero no te culpa de nada, Alice, te lo aseguro. Y le preocupa que puedas… hacer una tontería.
Eso fue lo último que me dijo: que le preocupaba que con lo alterada que estás pudieras hacer alguna tontería.
– ¿Te das cuenta de lo que has hecho, Sylvie?
– Escúchame, Alice…
Colgué el auricular mientras ella seguía habiéndome con tono suplicante, y me quedé unos segundos allí de pie, paralizada. La habitación estaba muy silenciosa y fría, y yo oía pequeños sonidos: el crujido de parqué cuando moví un pie, un murmullo en las cañerías, el débil suspiro del viento en la ventana. El juego se había acabado. Si me encontraban muerta, Adam ya había expresado su temor a que yo pudiera hacerme daño. Entré en el dormitorio y abrí el cajón donde había escondido la carta de Adele y el anónimo que Adam había falsificado. No estaban. Corrí hacia la puerta, y entonces oí los pasos de Adam, todavía distantes, al pie del largo tramo de escalera.
No había forma de salir de allí. Nuestro apartamento quedaba al final de la escalera. Miré alrededor; sabía perfectamente que no había más salidas, que no tenía dónde esconderme. Pensé en llamar a la policía, pero ni siquiera habría tenido tiempo para marcar. Fui al cuarto de baño y abrí el grifo de la ducha; corrí la cortina y dejé la puerta entreabierta. Volví a toda prisa al salón, cogí mis llaves, me metí en la diminuta cocina y me quedé de pie detrás de la puerta abierta. Vi el ejemplar de la revista Guy en la encimera, y lo cogí. Al menos era algo.
Adam entró y cerró la puerta del apartamento. El corazón me latía con tal violencia que me pareció increíble que Adam no pudiera oírlo. De pronto recordé que llevaba un ramo de flores. Lo primero que haría sería entrar en la cocina para ponerlas en agua. Dios mío, por favor, por favor, por favor. Apenas podía respirar, y notaba un fuerte dolor en el pecho. Solté un débil sollozo. No pude evitarlo.
Pero entonces, como si se hubiera obrado un milagro, el miedo desapareció y dejó paso a una especie de curiosidad, como si me hubiera convertido en una espectadora de mi propia tragedia. Dicen que la gente que muere ahogada ve pasar ante sus ojos un resumen de su vida. En aquellos segundos, mientras esperaba, mi mente me regaló una serie de imágenes del tiempo que había pasado con Adam; un tiempo muy breve que aun así había borrado todo lo que había ocurrido antes. Lo vi como si fuera otra persona la que observaba: nuestra primera mirada, en una calle muy transitada; nuestro primer polvo, tan febril que ahora parecía casi cómico; lo feliz que me sentía el día de nuestra boda, tan feliz que quería morirme. Entonces vi a Adam con la mano levantada; Adam enarbolando un cinturón; Adam rodeándome el cuello con las manos. Todas aquellas imágenes conducían al momento actual, y al momento inmediatamente posterior, cuando vería a Adam asesinándome. Pero ya no tenía miedo; estaba casi tranquila. Hacía mucho tiempo que no estaba tranquila.
Lo oí cruzar la habitación. Pasó por delante de la puerta de la cocina. Fue hacia el cuarto de baño, donde se oía el agua de la ducha. Cogí la llave nueva con el pulgar y el índice, preparada para introducirla en la cerradura, y tensé todos los músculos del cuerpo, dispuesta a correr.
– Alice -lo oí llamar-. Alice.
Ahora. Salí corriendo de la cocina, crucé el salón y abrí la puerta del apartamento.
– ¡Alice!
Allí estaba, caminando hacia mí a grandes zancadas, con un ramo de flores amarillas apretado contra el pecho. Vi su cara, su hermosa cara de asesino.
Cerré la puerta, introduje la gruesa llave en la cerradura y la hice girar, frenética. Por favor, por favor. El pestillo se cerró; saqué la llave y me precipité ciegamente hacia la escalera. Oí a Adam golpear la puerta. Era fuerte, lo bastante fuerte para derribarla. Ya lo había hecho en una ocasión, cuando fingió que habían entrado en el apartamento para matar a Sherpa.
Bajé los escalones de dos en dos. Iba tan atolondrada que me fallaron las rodillas y me torcí el tobillo. Pero Adam no me seguía. Los golpes fueron haciéndose más débiles. La cerradura nueva aguantaba, de momento. Si salía con vida de aquello, sería una amarga satisfacción saber que Adam se había puesto a sí mismo una trampa al derribar la puerta para matar a nuestro gato.
Llegué al pie de la escalera y eché a correr hacia la calle principal, y no giré la cabeza para ver si Adam me seguía hasta que llegué a la esquina. ¿Era aquel que veía a lo lejos, corriendo hacia mí? Me lancé a cruzar la calle, pasando entre los coches, sorteando una bicicleta. Vi el rostro enojado del ciclista, que tuvo que desviarse para esquivarme. Notaba un fuerte dolor en el costado, pero no aminoré el paso. Si Adam me alcanzaba, gritaría con todas mis fuerzas, pero la gente me tomaría por loca. La gente no se mete en las peleas conyugales. Me pareció oír a alguien que gritaba mi nombre, pero quizá solo fuera mi imaginación.
Sabía adonde iba. Estaba cerca. Sólo me quedaban unos metros. Ojalá llegara a tiempo. Vi la luz azul, una furgoneta aparcada delante. Reuní mis últimas energías, me lancé por la puerta y me paré bruscamente, sin mucha elegancia, ante el mostrador de recepción, desde donde me contemplaba un policía de rostro aburrido.
Cogió su bolígrafo y me preguntó:
– ¿Y bien?
Rompí a reír.