Era mediados de marzo, y pronto iban a cambiar de nuevo la hora. Los parques estaban llenos de narcisos y azafranes de primavera, la gente parecía más animada, y el sol cada día se alzaba un poco más. Joanna Noble tenía razón: yo nunca sabría lo que había ocurrido en el pasado. Todo el mundo tiene sus secretos y sus traiciones. Todo el mundo tiene algo de que avergonzarse. Es mejor dejar esos episodios oscuros en la oscuridad, donde pueden curarse y desvanecerse. Es mejor alejar los tormentos de los celos y de la curiosidad paranoide.
Sabía que Adam y yo no podíamos pasar el resto de nuestras vidas juntos, encerrados en nuestro mundo particular y explorando mutuamente nuestros cuerpos en habitaciones oscuras y extrañas. Teníamos que abrir una ventana al exterior. Todos los amigos y familiares de los que nos habíamos alejado, obligaciones que habíamos abandonado, películas que no habíamos visto, periódicos que no habíamos leído. Teníamos que comportamos un poco más como personas normales. Así que salí a comprarme ropa. Fui al supermercado y compré alimentos normales y corrientes: huevos, queso, harina y actividades así. Organicé actividades, como había hecho hasta entonces.
– Mañana iré al cine con Pauline -le dije a Adam cuando llegó a casa.
– ¿Por qué? -me preguntó arqueando las cejas.
– Necesito ver a mis amigos. Y he pensado que podríamos invitar a alguien a cenar el sábado.
Adam me miró inquisitivamente.
– Podríamos invitar a Sylvie y a Clive -insistí-. ¿Y qué te parece si invitáramos también a Klaus, o a Daniel, o a Deborah? A quien quieras.
– ¿A Sylvie, Clive, Klaus, Daniel y Deborah? ¿A todos?
– ¿No te parece bien?
Adam me cogió la mano y me tocó la alianza.
– ¿Por qué haces esto? -me preguntó.
– ¿Por qué hago qué?
– Ya sabes.
– No ha de ser todo tan… -busqué la palabra-… intenso. No hay que olvidar las cosas normales de la vida.
– ¿Por qué?
– ¿Nunca te apetece sentarte a mirar la televisión, sin más? ¿O meterte en la cama temprano con un libro? -De pronto me asaltó el recuerdo de mi último fin de semana con Jake: aquella felicidad doméstica y corriente que yo había echado por la borda alegremente-. Ir a hacer volar una cometa, o a jugar a los bolos.
– ¿Bolos? ¿Qué es eso?
– Ya sabes a qué me refiero.
Se quedó callado. Lo abracé, pero él se resistía.
– Adam, te quiero más que a nada en el mundo. Quiero pasar el resto de mis días a tu lado. Pero el matrimonio también consiste en cosas ordinarias: tareas domésticas, obligaciones aburridas, trabajo, peleas, reconciliaciones. Todo. No sólo deseo y pasión.
– ¿Por qué? -se limitó a decir Adam. No era una pregunta, sino una declaración-. ¿Quién lo dice?
Dejé de abrazarlo y fui a sentarme en la butaca. No sabía si estaba enfadada o triste; no sabía si gritar o llorar.
– Quiero tener hijos algún día, Adam. Quiero comprarme una casa y ser una mujer mediocre de mediana edad. Quiero estar contigo cuando sea vieja.
Adam cruzó la habitación, se arrodilló a mis pies y puso la cara en mi regazo. Le acaricié el despeinado cabello.
– Siempre estarás conmigo -dijo.
A Pauline se le empezaba a notar el embarazo, y su cara, normalmente tan pálida y severa, tenía un aspecto sonrosado y regordete. Llevaba el cabello suelto, cuando antes solía llevarlo recogido. Estaba guapa y rejuvenecida, y parecía feliz. Ambas nos sentíamos un poco incómodas, tímidas, y teníamos que esforzarnos por conversar con naturalidad. Intenté recordar de qué hablábamos cuando nos veíamos antes de que yo conociera a Adam: de todo y de nada en particular, supuse; cotilleos sin importancia, pequeñas confidencias, sencillas intimidades que eran como actos verbales de cariño. Nos reíamos, nos quedábamos calladas, nos peleábamos y hacíamos las paces. Esa noche, en cambio, teníamos que esforzarnos mucho para que nuestra conversación no decayera, y, cada vez que había una pausa, una de las dos se apresuraba a llenarla.
Al salir del cine fuimos a un pub. Ella pidió un zumo de tomate, y yo ginebra. Saqué un billete de mi cartera para pagar las bebidas, y al hacerlo se me cayó la fotografía que me había hecho Adam el día que me pidió que me casara con él.
– Qué fotografía tan rara -comentó Pauline al recogerla-. Parece que hayas visto un fantasma.
Guardé rápidamente la fotografía entre las tarjetas de crédito y el carné de conducir. No quería que la viera nadie: era sólo para mí.
Hablamos un poco de la película, que no nos había gustado, hasta que de pronto no pude aguantar más.
– ¿Cómo está Jake? -pregunté, como hacía siempre.
– Muy bien -contestó Pauline, al parecer sin comprender.
– No, Pauline. Me refiero a cómo está de verdad. Quiero saberlo.
Pauline me miró con sagacidad. Yo no aparté la mirada, ni sonreí inocentemente, y cuando ella habló fue como una especie de victoria.
– El plan era que os ibais a casar y tener hijos. De pronto cambió todo. Jake me dijo que todo iba bien, y que ocurrió de repente. ¿Es eso cierto?
– Sí -confirmé.
– Está destrozado. Se equivocó contigo. -No dije nada-. Se equivocó, ¿verdad? ¿Lo querías?
Intenté recordar cómo era mi vida con Jake. Ya casi no me acordaba de su cara.
– Claro que lo quería. Y también estabais tú, y la Panda, Clive, Sylvie y los demás, como una gran familia. Creo que pensé lo mismo que Jake. Tenía la sensación de que os estaba traicionando a todos. Todavía lo pienso. Es como si me hubiera convertido en una extraña.
– Entonces se trata sólo de eso, ¿no?
– ¿De qué?
– De ser una extraña. Elegir al héroe solitario y dejarlo todo por él. Una gran fantasía. -Hablaba con un tono monótono y ligeramente desdeñoso.
– Eso no es lo que yo quiero.
– ¿Te ha dicho alguien que has cambiado mucho en estos últimos tres meses?
– No.
– Pues te lo digo yo.
– ¿En qué sentido?
Pauline me miró con aire pensativo, y con una expresión bastante dura, más bien colérica. ¿Qué pretendía? ¿Arremeter contra mí?
– Estás más delgada -dijo-. Cansada. No vas tan pulida como antes. Siempre llevabas la ropa impecable, y el cabello arreglado, y tenías un aire muy sereno. Ahora -me miró fijamente, y me acordé, abochornada, del cardenal que tenía en el cuello- tienes un aspecto un poco… consumido. Enfermizo.
– No, no estoy nada serena -dije, malhumorada y agresiva-. Y no creo que lo haya estado nunca. En cambio, tú estás maravillosa.
Pauline sonrió satisfecha.
– Es el embarazo -susurró-. Deberías probarlo, algún día.
Cuando llegué a casa, Adam no estaba. A medianoche dejé de esperarlo y me acosté. Permanecí despierta hasta la una, leyendo, atenta al ruido de sus pasos en la escalera. Al final me quedé dormida, pero me despertaba de vez en cuando y miraba las agujas luminosas del despertador. Adam no llegó hasta las tres. Lo oí quitarse la ropa y ducharse. No pensaba preguntarle dónde había estado. Se metió en la cama y se pegó a mi espalda, limpio y cálido e impregnado de olor a jabón. Me puso las manos sobre los pechos y me besó en el cuello. ¿Por qué se ducha uno a las tres de la madrugada?
– ¿Dónde estabas? -le pregunté.
– Dejando respirar nuestra relación, por supuesto.
Suspendí la cena. Compré la comida y las bebidas, pero después no me vi con fuerzas. El sábado por la mañana entré con las bolsas de la compra; Adam estaba en la cocina, bebiéndose una cerveza. Se levantó de un brinco y me ayudó a guardar las cosas. Me quitó el abrigo y me frotó los dedos, entumecidos de transportar las bolsas desde el supermercado. Me hizo sentar mientras él ponía el pollo asado y los quesos en la pequeña nevera. Me preparó té, me quitó los zapatos y me frotó los pies. Me abrazó como si me adorara, me besó el cabello, y en voz baja me dijo:
– Alice, ¿saliste de Londres la semana pasada?
– No. ¿Por qué?
Me sentía demasiado asustada para pensar con claridad. Notaba los latidos de mi corazón, y estaba convencida de que él debía de notarlos también a través de mi camisa de algodón.
– ¿Seguro? -Me besó la barbilla.
– La semana pasada trabajé todos los días, ya lo sabes.
Adam había descubierto algo. Mi cerebro trabajaba a toda velocidad.
– Sí, claro.
Me puso las manos sobre las nalgas. Me sujetó con fuerza y volvió a besarme.
– Un día fui a una reunión en Maida Vale, pero nada más.
– ¿Qué día?
– No me acuerdo. -Quizá había llamado a la oficina aquel día, quizá fuera eso. Pero ¿por qué me lo preguntaba ahora?-. El miércoles, si no recuerdo mal. Sí, el miércoles.
– El miércoles. Qué casualidad.
– ¿Qué quieres decir?
– Hoy tienes la piel tan sedosa…
Me besó los párpados, y empezó a desabrocharme lentamente los botones de la camisa. Me quedé quieta mientras él me quitaba la camisa. ¿Qué había descubierto? Me desabrochó el sujetador y también me lo quitó.
– Ten cuidado, Adam. Las cortinas están abiertas. Alguien podría vernos.
– No importa. Quítame la camisa. Así. Y ahora el cinturón. Quítame el cinturón de los vaqueros.
Le obedecí.
– Ahora busca en mi bolsillo. Vamos, Alice. No, en ése no, en el otro.
– Aquí no hay nada.
– Sí. Es que es pequeño.
Toqué un pedazo rígido de papel y lo saqué del bolsillo.
– Mira, Alice. Es un billete de tren.
– Sí, ya lo veo.
– Del miércoles de la semana pasada.
– Sí. ¿Y qué?
¿Dónde lo había encontrado? Debía de habérmelo dejado en el abrigo o en el bolso.
– Del mismo día que fuiste a una reunión en… ¿dónde has dicho?
– Maida Vale.
– Eso, Maida Vale. -Empezó a desabrocharme los vaqueros-. Pero ese billete es para Gloucester.
– ¿Qué pasa, Adam?
– Dímelo tú.
– ¿A qué viene tanto revuelo por un billete de tren?
– Espera. Quítate los pantalones. Estaba en el bolsillo de tu abrigo.
– ¿Y qué hacías tú registrándome los bolsillos del abrigo?
– ¿Qué hacías tú yendo a Gloucester, Alice?
– No digas tonterías, Adam. No estuve en Gloucester.
Ni se me pasó por la cabeza decirle la verdad. Al menos todavía me quedaba algo de instinto de supervivencia.
– Quítate las bragas.
– No. Basta.
– Gloucester. Qué curioso.
– No estuve en Gloucester, Adam. Mike fue allí hace unos días a visitar unos almacenes. Quizá fuera el miércoles. Quizá ése sea su billete. Pero ¿qué importancia tiene?
– Si es de Mike, ¿qué hacía en tu bolsillo?
– ¡Yo qué sé! Mira, si no me crees, llama a Mike y pregúntaselo. Adelante. Te marco el número.
Lo miré desafiante. Sabía que Mike estaba fuera aquel fin de semana.
– Bueno, olvidémonos de Mike y del billete para Gloucester.
– Yo ya lo había olvidado -dije.
Adam me tumbó en el suelo y se arrodilló encima de mí. Parecía a punto de llorar, y le tendí los brazos. Cuando me pegó con el cinturón, por la parte de la hebilla, ni siquiera me hizo mucho daño. Ni la segunda vez. ¿Era aquella la espiral sobre la que me había prevenido mi médica de cabecera?
– Te quiero muchísimo, Alice -me dijo después-. No tienes idea de cuánto te quiero. No me dejes nunca. No lo soportaría.
Suspendí la cena, y dije a todos que tenía gripe. La verdad es que estaba tan cansada que era como si estuviera enferma. Nos comimos en la cama el pollo que había comprado, y nos fuimos a dormir temprano abrazados.