Sentada en un pasillo, esperaba y observaba. Lo veía todo como si mirara por el otro extremo de un telescopio. Iba y venía gente con uniforme y sin él, y sonaban teléfonos. No sé si tenía una idea desproporcionada de lo que encontraría en una comisaría del centro de Londres; no sé si esperaba ver cómo entraban a empujones a chulos, prostitutas y delincuentes y les tomaban las huellas dactilares, ni si me imaginaba que me meterían en una sala de interrogatorios con un espejo falso, donde un poli bueno y un poli malo se turnarían para acribillarme a preguntas. Lo que no esperaba era quedarme tanto rato sentada en una silla de plástico en un pasillo, como si hubiera acudido a urgencias con una herida que no era lo suficientemente grave para que me atendieran rápidamente.
En circunstancias normales me habrían intrigado aquellos atisbos de los dramas de otras personas, pero en aquellos momentos no estaba para eso. Me preguntaba qué estaría pensando y haciendo Adam. Tenía que preparar un plan. Estaba convencida de que la persona con la que tuviera que hablar me tomaría por loca y me haría salir al aterrador mundo que había más allá del mostrador de la entrada, a enfrentarme a lo que me esperaba allí fuera. Tenía la desagradable sospecha de que acusar a mi marido de siete asesinatos era siete veces menos convincente que acusarlo sólo de uno, lo cual ya podía parecer bastante inverosímil.
Lo que más anhelaba era que una figura paterna o materna me dijera que me creía, que en adelante se encargaría de todo, y que mis problemas habían terminado. Sin embargo, no había ninguna posibilidad de que eso ocurriera. Tenía que hacerme con el control de la situación. Recordé un día, cuando era adolescente, en que fui a una fiesta y llegué a casa borracha, y quise hacer una imitación del comportamiento de una persona sobria. Pero me esforcé tanto en rodear el sofá y las butacas sin tropezar con ellos, parecía tan exageradamente sobria, que mi madre me preguntó al instante qué me pasaba. Además, seguramente apestaba a alcohol. En esta ocasión necesitaba hacerlo mejor. Necesitaba convencerlos. Al fin y al cabo, había logrado convencer a Greg, aunque no me había servido de mucho. No era imprescindible que los convenciera del todo; bastaba con intrigarlos lo suficiente para que creyeran que quizá hubiera algo que investigar. No podía volver a la calle, al mundo donde me estaba esperando Adam.
Por primera vez desde hacía muchos años, sentía una intensa necesidad de estar con mis padres; pero no tal como eran en el presente, mayores e inseguros, aferrados a su desaprobación y obstinadamente ciegos a la amargura y el terror que había en el mundo. No, yo los quería como los veía cuando era pequeña, antes de aprender a desconfiar de ellos: unos personajes altos y sólidos que me decían lo que estaba bien y lo que estaba mal, que me protegían y me guiaban. Recordé a mi madre cosiendo los botones de las camisas, sentada en la gran butaca junto a la ventana, y lo eficiente y tranquilizadora que yo la encontraba. Recordé a mi padre trinchando el asado un domingo, cómo iba cortando delgados filetes rosados de buey. Me veía sentada entre ellos, creciendo bajo su protección. ¿Qué había hecho aquella niña sensata, con aparatos de ortodoncia y calcetines cortos, para acabar en esa comisaría de policía, muerta de miedo? Quería volver a ser aquella niña, y que alguien me rescatara.
La agente de policía que se había ocupado de mí regresó con un hombre de mediana edad que llevaba una camisa arremangada. Parecía una colegiala que volvía con un profesor exasperado. Me imaginé que habría recorrido la oficina buscando a alguien que no estuviera hablando por teléfono ni rellenando formularios, y que aquel individuo había accedido a salir un momento al pasillo, a ser posible para echarme de allí. El policía me miró desde arriba, y yo no supe si tenía que levantarme. Se parecía un poco a mi padre, y ese parecido hizo que se me llenaran los ojos de lágrimas. Parpadeé varias veces para contener las lágrimas. Tenía que conservar la calma.
– Señora…
– Loudon -dije-. Alice Loudon.
– Tengo entendido que quiere dar parte de algo.
– Sí -confirmé.
– ¿Y bien?
Miré alrededor.
– ¿Tenemos que hablar aquí?
El policía frunció el entrecejo.
– Lo siento, pero ahora mismo estamos un poco justos de espacio. Si no le importa…
– Está bien -concedí. Cerré los puños sobre el regazo, para que el policía no viera que me temblaban las manos; carraspeé e intenté dominar mi voz-. Hace unas semanas encontraron el cadáver de una mujer llamada Tara Blanchard en un canal. ¿Está usted al corriente? -El policía negó con la cabeza. Por el pasillo seguía pasando gente, pero continué -: Sé quién la mató.
El policía levantó una mano y dijo:
– Un momento, por favor. Lo mejor será que averigüe qué comisaría lleva el caso; llamaré por teléfono, y usted puede ir allí y hablar con ellos. ¿Le parece bien?
– No, no me parece bien. He venido aquí porque estoy en peligro. La persona que mató a Tara Blanchard es mi marido.
Me imaginaba que aquella declaración suscitaría algún tipo de reacción, aunque sólo fuera una risa de incredulidad, pero no la hubo.
– ¿Su marido? -dijo el policía, y miró a la agente-. ¿Y en qué se basa para hacer esa afirmación?
– Creo que Tara Blanchard le hacía chantaje, o al menos lo estaba acosando, y que por eso mi marido la mató.
– ¿Acosando?
– Recibíamos llamadas telefónicas constantemente, a altas horas de la noche y a primera hora de la mañana. Y también anónimos.
Me miró sin comprender. ¿Iba a tener que descifrar todo lo que yo le contaba? Seguro que esa perspectiva no le atraía demasiado. Miré alrededor. No podía seguir hablando allí. Lo que tenía que decir resultaría más convincente en un ambiente un poco más tranquilo.
– Perdone, señor… No me ha dicho su nombre.
– Byrne. Inspector Byrne.
– ¿No podemos hablar en un sitio más privado? Me resulta incómodo tener esta conversación en un pasillo.
El inspector exhaló un suspiro para expresar su impaciencia.
– No hay ninguna habitación libre -dijo-. Si lo prefiere, podemos ir a mi mesa.
Asentí, y Byrne me guió por las dependencias de la comisaría. Por el camino me ofreció un café; yo lo acepté, aunque no me apetecía, porque me interesaba todo lo que pudiera aportar confianza a nuestra relación.
– Veamos, ¿dónde estábamos? ¿Se acuerda? -me preguntó cuando nos hubimos sentado a ambos lados de su mesa.
– Le estaba explicando que desde hace un tiempo recibíamos amenazas.
– ¿De la mujer asesinada?
– Sí, de Tara Blanchard.
– ¿Estaban firmadas esas cartas?
– No, pero después de su muerte fui a su casa y encontré unos recortes de periódico que hablaban de mi marido en el cubo de la basura.
Byrne se mostró sorprendido, por no decir alarmado.
– ¿Registró usted el cubo de la basura?
– Sí.
– ¿De qué trataban esos recortes de prensa?
– Mi marido es un alpinista famoso. Se llama Adam Tallis. Estuvo implicado en una terrible catástrofe que ocurrió en una montaña del Himalaya el año pasado, y en la que murieron cinco personas. Está considerado un héroe, por decirlo así. En fin, el caso es que recibimos otro anónimo después de la muerte de Tara Blanchard. Y no sólo eso: entraron en nuestro apartamento y mataron a nuestro gato.
– ¿Informaron del incidente?
– Sí. Dos agentes de esta comisaría fueron a tomarnos declaración.
– Bueno, eso ya es algo -dijo Byrne con cautela, y entonces, como si aquello exigiera tanto esfuerzo que no valiera la pena comentarlo, añadió-: Pero si dice usted que eso ocurrió después de la muerte de…
– Exacto -lo interrumpí-. Era imposible. Pero hace unos días estaba limpiando el apartamento, y encontré un sobre arrugado debajo de un escritorio. Adam había estado practicando en aquel papel, para imitar la letra de Tara Blanchard y escribir la última nota.
– ¿Y?
– Pues que Adam pretendía eliminar cualquier posible relación entre los anónimos y esa mujer.
– ¿Puedo ver esa nota?
Aquél era el momento que yo estaba temiendo.
– Adam se ha enterado de que sospecho de él. Hoy, cuando he vuelto a casa del trabajo, he visto que el papel había desaparecido.
– ¿Cómo se ha enterado?
– Lo escribí todo y lo metí en un sobre que le entregué a una amiga mía, por si me pasaba algo. Pero ella lo leyó y se lo enseñó a Adam.
Byrne esbozó una sonrisa, pero la borró rápidamente de sus labios.
– Quizá su amiga lo hizo con buena intención -comentó-. Quizá sólo quería ayudarla.
– Estoy convencida de que quería ayudarme. Pero no me ha ayudado. Lo que ha hecho ha sido ponerme en peligro.
– El problema, señora…
– Alice Loudon.
– El problema, señora Loudon, es que el asesinato es una acusación muy grave. -Me hablaba como si estuviera instruyendo a un niño de primaria sobre educación viaria-. Y, como es una acusación tan grave, necesitamos pruebas, no sólo sospechas. Mucha gente tiene sospechas respecto a personas conocidas. Esas sospechas suelen aparecer después de que haya habido discusiones. Lo mejor es solucionar esas diferencias de opiniones.
Noté cómo se me escapaba. Tenía que continuar como fuera.
– No me ha dejado acabar. Creo que el motivo por el que Tara acosaba a Adam es que sospechaba que él había matado a su hermana Adele.
– ¿Que había matado a su hermana?
Byrne levantó una ceja. La situación empeoraba por momentos. Apoyé ambas manos en la mesa, para detener aquella sensación de que el suelo oscilaba bajo mis pies; intenté no pensar en Adam esperándome delante de la comisaría. Debía de estar allí plantado, muy quieto, con sus azules ojos clavados en la puerta por la que yo iba a salir. Yo sabía qué aspecto tenía cuando esperaba algo que quería: paciente, completamente concentrado.
– Adele Blanchard estaba casada y vivía en Corrick. Es un pueblo del centro de Inglaterra, cerca de Birmingham. Su marido y ella eran excursionistas, alpinistas, y formaban parte de un grupo de amigos en el que también estaba Adam. Ella tuvo una aventura con Adam, pero rompió con él en enero del noventa. Un par de semanas más tarde desapareció.
– ¿Y usted cree que la mató su marido?
– Entonces no era mi marido. Nos hemos conocido este año.
– ¿Hay alguna razón para pensar que mató a esa otra mujer?
– Adele Blanchard rechazó a Adam, y murió. Él tuvo otra relación larga y estable, con una doctora y alpinista llamada Françoise Colet.
– ¿Y dónde está ella? -preguntó Byrne adoptando una expresión un tanto sarcástica.
– Murió el año pasado en la montaña, en Nepal.
– Y supongo que también la mató su marido.
– Sí.
– Por el amor de Dios.
– Espere, deje que se lo explique todo.
El inspector ya debía de estar convencido de que estaba chiflada.
– Señora… Mire, tengo mucho trabajo. Tengo que… -Señaló vagamente el montón de papeles que había encima de la mesa.
– Ya sé que no es fácil -dije, intentando disimular el pánico que empezaba a invadirme y que amenazaba con arrastrarme como una riada-. Le agradezco mucho que haya querido escucharme. Sólo le pido que me conceda unos minutos más, para que pueda explicárselo todo. Después, si usted quiere, me iré y lo olvidaremos todo.
Detecté una clara expresión de alivio en su rostro. Sin duda aquélla era la mejor noticia que el inspector había oído desde mi llegada.
– De acuerdo -concedió-. Pero sea breve.
– Se lo prometo -dije.
Pero no fui breve, por supuesto. Había cogido la revista, y con todas las preguntas, las repeticiones y las explicaciones, el relato duró casi una hora. Le expliqué los detalles de la expedición, le hablé de la distribución de las cuerdas de colores, de Tomas Benn, que no hablaba inglés; del caos que generó la tormenta, de los diversos descensos y ascensos que hizo Adam mientras Greg y Claude yacían inconscientes. Hablé sin parar, intentando anular mi sentencia de muerte. Mientras él me escuchara, yo seguiría viva. Cuando se lo hube contado todo, y no tuve más remedio que quedarme callada, una sonrisa iluminó lentamente el rostro del inspector Byrne. Por fin me prestaba atención.
– Así pues -concluí-, la única explicación posible es que Adam lo organizó todo deliberadamente para que el grupo de Françoise bajara por el lado equivocado de la cresta Géminis.
Byrne sonrió abiertamente.
– ¿«Gelb»? ¿Así es como se dice amarillo en alemán?
– Sí -confirmé.
– No está mal -dijo el inspector-. Hay que reconocer que no está nada mal.
– Entonces ¿me cree?
Byrne se encogió de hombros.
– No sé qué decirle. Es posible. Pero quizá lo oyeran mal. O quizá gritó «Help», verdaderamente.
– Pero ya le he explicado por qué no puede ser.
– No importa. Eso es asunto de las autoridades de Nepal, o de donde sea.
– Ya, pero no se trata de eso. Yo he descubierto un patrón de conducta. ¿No cree usted que, teniendo en cuenta lo que le he contado, vale la pena investigar los otros dos asesinatos?
Me pareció que Byrne se sentía acorralado; guardó silencio mientras reflexionaba sobre lo que yo le había contado y decidía qué contestarme. Me sujeté a la mesa, como si estuviera a punto de caerme.
– No -dijo finalmente. Quise protestar, pero el inspector agregó-: Señora Loudon, no me negará que le he hecho el favor de escuchar lo que usted quería contarme. Lo único que puedo decirle es que, si quiere seguir adelante con esto, se dirija a las autoridades competentes. Pero, a menos que tenga algo más concreto que ofrecerles, no creo que ellos puedan ayudarla.
– No importa -dije con voz monótona, desprovista de toda emoción. Y era la verdad: ya no importaba. No podía hacer nada más.
– ¿Qué quiere decir?
– Ahora Adam ya lo sabe todo. Ésta era mi última oportunidad. Tiene usted razón, desde luego. No tengo ninguna prueba. Sólo lo sé. Porque conozco a Adam. -Iba a levantarme, a despedirme y marcharme, pero tuve un impulso; me incliné hacia delante y le cogí la mano a Byrne. Él se sorprendió-. ¿Cuál es su nombre de pila?
– Bob -me contestó, incómodo.
– Si en las próximas semanas se entera de que me he suicidado, o de que me ha atropellado un tren, o de que me he ahogado, habrá muchos testimonios de que últimamente me he comportado de forma extraña, y será fácil deducir que me he suicidado en un momento de trastorno mental transitorio, o que sufría una crisis nerviosa y podía tener un accidente en cualquier momento. Pero no será verdad. Yo quiero seguir viva. ¿De acuerdo?
Byrne retiró discretamente su mano de la mía.
– No le va a pasar nada -dijo-. Hable con su marido. Seguro que podrán aclarar las cosas.
– Pero si…
Entonces nos interrumpieron. Un agente uniformado llamó a Byrne; hablaron en voz baja, mirándome de vez en cuando. Byrne asintió con la cabeza, y el agente volvió por donde había llegado. El inspector se sentó de nuevo a la mesa y me miró con expresión solemne.
– Su marido está en la entrada.
– Claro -dije amargamente.
– No -aclaró él con delicadeza-, no es lo que usted cree. Ha venido con un médico. Quiere ayudarla.
– ¿Con un médico?
– Tengo entendido que últimamente ha estado usted sometida a una fuerte presión. Se ha comportado de forma irracional. Creo que se hizo pasar por periodista, o algo así. ¿Podemos hacerlos pasar?
– No me importa -dije.
Había perdido. ¿Qué sentido tenía seguir luchando? Byrne descolgó el auricular del teléfono.
El médico resultó ser Deborah. Adam y ella, altos y bronceados, parecían una aparición cuando entraron en la sórdida oficina, llena de pálidos y mediocres detectives y secretarias. Al verme, Deborah esbozó una sonrisa vacilante, pero yo no le sonreí.
– Hola, Alice -me dijo-. Hemos venido a ayudarte. Todo irá bien. -Le hizo una seña a Adam y, dirigiéndose a Byrne, preguntó-: ¿Es usted el oficial responsable?
Byrne puso cara de estar confundido, y respondió:
– Soy la persona con quien tienen que hablar.
Deborah hablaba en un tono sereno, como si Byrne también fuera uno de sus pacientes.
– Soy médica de cabecera y, de acuerdo con la sección cuatro de la Ley de Salud Mental del ochenta y tres, voy a hacer una intervención de emergencia para hacerme cargo de Alice Loudon. He hablado con el señor Tallis, su marido, y estoy convencida de que necesita ingresar urgentemente en un hospital y someterse a un examen médico, por su propia seguridad.
– ¿Me vais a meter en un manicomio? -pregunté.
Deborah bajó la mirada, casi furtivamente, hacia una libreta que tenía en la mano.
– No se trata de eso -dijo-. No tienes que planteártelo así. Sólo queremos lo mejor para ti.
Miré a Adam. La expresión de su rostro era blanda, casi cariñosa.
– Alice, cariño -se limitó a decir.
Byrne estaba un tanto incómodo.
– Todo esto es un poco exagerado, pero… -dijo.
– Es una actuación médica -replicó Deborah con firmeza-. De todos modos, el que tiene que valorar la situación es el psiquiatra. Entretanto, le agradecería que entregara a Alice Loudon a la custodia de su marido.
Adam estiró el brazo y me acarició suavemente la mejilla.
– Cariño -dijo.
Lo miré. Sus azules ojos me miraron, relucientes como el cielo. Llevaba el largo cabello alborotado. Tenía la boca ligeramente abierta, como si estuviera a punto de decir algo, o de besarme. Me llevé una mano al cuello y toqué el collar que me había regalado a los pocos días de conocernos. Era como si estuviéramos solos en aquella oficina, como si todo lo demás fueran sólo imágenes borrosas y ruido. Quizá me equivocara. De pronto la tentación de entregarme a aquellas personas que me querían de verdad y dejar que se ocuparan de mí se hizo casi irresistible.
– Lo siento -dije con un hilo de voz, casi sin darme cuenta.
Adam se agachó y me tomó en sus brazos. Olí su sudor, y noté la aspereza de su mejilla contra la mía.
– El amor es muy extraño -dije-. ¿Cómo se puede matar a alguien que se quiere?
– Alice, cariño -repuso él, con sus labios pegados a mi oreja, con una mano en mi cabello-, ¿no te prometí que siempre cuidaría de ti? Para siempre.
Me abrazó con fuerza, y me sentí maravillosamente. Para siempre. Así era como yo creía que iba a ser. Quizá todavía pudiera serlo. Quizá podíamos hacer retroceder el reloj, fingir que él no había matado a nadie y que yo no me había enterado. Noté las lágrimas resbalando por mis mejillas. Una promesa: cuidar de mí para siempre. Un momento y una promesa. ¿Dónde había oído yo antes aquellas palabras? Una idea vaga me rondaba la mente, y de pronto tomó forma y la vi. Me aparté de Adam y me quedé mirándolo.
– Ya lo sé -dije.
Miré alrededor. Byrne, Deborah y Adam estaban perplejos. ¿Pensarían ahora que, verdaderamente, me había vuelto completamente loca? No me importaba. Volvía a controlar la situación, a pensar con claridad. No era yo la que estaba loca.
– Sé dónde está. Sé dónde enterró Adam el cadáver de Adele Blanchard.
– ¿Qué quiere decir? -preguntó Byrne.
Miré a Adam y él me sostuvo la mirada sin vacilar. Metí la mano en el bolsillo de mi abrigo y busqué mi monedero. Lo abrí y extraje un billete del metro, unos recibos, unos billetes de moneda extranjera… Allí estaba: la fotografía que me había hecho Adam en el momento de pedirme que me casara con él. Le entregué la fotografía a Byrne, que la cogió y la miró, desconcertado.
– Tenga cuidado -le previne-, es la única copia que tengo. Adele está enterrada ahí.
Miré de nuevo a Adam. Ni siquiera entonces rehuyó mis ojos, pero yo sabía que estaba pensando. Ése era su gran talento: el don de hacer cálculos en plena crisis. ¿Qué tramaba ahora aquella hermosa cabecita?
Byrne le mostró la fotografía a Adam.
– ¿Qué es esto? -preguntó -. ¿Dónde está?
Adam compuso una sonrisa de perplejidad, y respondió:
– No lo sé exactamente. Le hice esa fotografía durante una excursión a no sé dónde. -Se volvió y me miró a mí.
En ese instante supe que yo tenía razón.
– No -lo contradije -. No fue una excursión cualquiera. Adam me llevó a ese sitio deliberadamente. Me dijo que lo habían decepcionado otras veces. Y que ahora, en aquel lugar tan especial para él, quería pedirme que me casara con él. Un momento y una promesa. Nos juramos fidelidad sobre el cadáver de Adele Blanchard.
– ¿Adele Blanchard? -dijo Adam-. No sé de quién habla. -Me miró muy fijamente. Noté sus ojos taladrando los míos, intentando discernir lo que yo sabía-. Esto es absurdo. No recuerdo con exactitud dónde estuvimos aquel día. Ni tú. Tú tampoco te acuerdas, ¿verdad, cariño? Te dormiste en el coche. No sabes dónde te tomé esa fotografía.
Miré la fotografía y sentí una brusca sacudida de pánico. Adam tenía razón: no lo sabía. Miré la hierba, tan verde, tan tentadoramente real, y sin embargo tan lejana. Adele, ¿dónde estás? ¿Dónde está tu cuerpo perdido, roto, traicionado? Y entonces lo entendí. Estoy aquí. Estoy aquí.
– Saint Eadmund -dije.
– ¿Qué? -preguntaron Byrne y Adam al unísono.
– Saint Eadmund, con una «a». Adele Blanchard era maestra de la escuela primaria Saint Eadmund, en Corrick, y la iglesia de Saint Eadmund también está en Corrick. Lléveme a la iglesia de Saint Eadmund, y yo lo llevaré a este sitio.
Byrne nos miró a Adam y a mí alternativamente. No sabía qué hacer, pero vi que flaqueaba. Di un paso hacia delante, hasta que mi cara y la de Adam casi se tocaron. Escruté sus claros ojos azules, y no vi en ellos ni una pizca de inquietud. Era magnífico. Por primera vez quizá, me imaginé a aquel hombre en una montaña, salvando una vida o quitándola. Levanté la mano derecha y le acaricié la mejilla, como él me había hecho antes a mí; Adam se estremeció ligeramente. Tenía que decirle algo. Pasara lo que pasara, no se me volvería a presentar una ocasión como aquella.
– Entiendo que mataras a Adele y a Françoise, porque, en cierto modo, las querías. Y supongo que Tara suponía una amenaza. ¿Le había contado algo su hermana? ¿Lo sabía? ¿Lo sospechaba? Pero ¿y los demás? Pete, Carie, Tomas, Alexis. Cuando subiste de nuevo a la cresta, ¿empujaste a Françoise? ¿Te vio alguien? ¿Lo hiciste simplemente porque resultaba fácil? -Esperé, pero Adam no dijo nada-. Nunca lo dirás, ¿verdad? Tú no darías esa satisfacción a los simples mortales como nosotros.
– Esto es ridículo -dijo entonces Adam-. Alice necesita ayuda. Puedo ejercer la custodia legal sobre ella.
– Tenga esto en cuenta -le dije yo a Byrne-: He informado de la existencia de un cadáver. He identificado el sitio donde está enterrado. Su obligación es investigarlo.
Byrne nos miró a los dos. Luego su rostro se relajó, y esbozó una sonrisa irónica. Suspiró y dijo:
– Está bien. -Luego miró a Adam y añadió-: No se preocupe, señor. Cuidaremos bien a su esposa.
– Adiós -le dije a Adam-. Adiós, Adam.
Él me sonrió; era una sonrisa tan dulce que parecía un niño pequeño, lleno de una esperanza aterradora. Pero no dijo nada: sólo me miró mientras me alejaba, y yo no giré la cabeza.