Compré una tarjeta telefónica en un quiosco, la más cara que había en la tienda, y busqué una cabina.
– Comisaría de policía -dijo una metálica voz femenina. Me había preparado la primera frase.
– Me gustaría hablar con la persona encargada del caso Adele Blanchard -dije con tono autoritario.
– ¿De qué departamento?
– Pues no lo sé. -Vacilé un instante-. ¿Criminal?
Hubo una pausa al otro extremo de la línea. ¿Exasperación? ¿Desconcierto? Luego oí voces amortiguadas: la telefonista estaba tapando el auricular con la mano. Luego volvió a dirigirse a mí:
– Voy a ver si puedo pasarle a alguien.
Oí unos pitidos.
– ¿En qué puedo ayudarla? -preguntó otra voz, esta vez masculina.
– Soy una amiga de Adele Blanchard -dije con seguridad-. He estado viviendo en África varios años, y quería saber si ha habido algún progreso en su caso.
– ¿Puede decirme su nombre, por favor?
– Me llamo Pauline -dije-. Pauline Wilkes.
– Lo siento, pero no podemos dar información por teléfono.
– ¿Sabe de quién le hablo?
– Lo siento, señora. ¿Quiere dar parte de algo?
– No… Lo siento, adiós.
Colgué el teléfono y llamé a información. Pedí el número de teléfono de la biblioteca pública de Corrick.
Cuando llegué a Corrick por segunda vez, sentí cierto desasosiego. ¿Y si me encontraba a la señora Blanchard? Pero aparté esa idea de mi mente. ¿Qué más daba? Si me la encontraba, mentiría, como siempre. No entraba en una biblioteca pública desde que era niña. Siempre me las imagino como unos edificios municipales anticuados, como los ayuntamientos, oscuros, con pesados radiadores de hierro y vagabundos refugiándose de la lluvia. La biblioteca pública de Corrick era nueva y reluciente, y estaba situada junto a un supermercado. Había tantos CD y cintas de vídeo como libros, y pensé que quizá tendría que vérmelas con un ratón o con una microficha. Pero, cuando pregunté en el mostrador qué tenía que hacer para consultar un semanario local, me dirigieron a unos estantes donde se acumulaban ochenta años del Gorrick and Whitham Advertiser, en enormes volúmenes encuadernados. Cogí el de 1990 y lo puse encima de una mesa.
Revisé las cuatro portadas correspondientes al mes de enero. Había una polémica referente a una carretera de circunvalación, un accidente de un camión, el cierre de una fábrica y algo relacionado con el ayuntamiento y la eliminación de residuos, pero no se mencionaba a Adele Blanchard, así que volví al principio del mes y hojeé las páginas interiores de noticias. No encontré nada. No sabía qué hacer, y no tenía mucho tiempo. No había querido volver a ir en tren, y le había pedido prestado el coche a Claudia, mi ayudante. Si salía a las nueve, iba directamente a Corrick y volvía, llegaría a tiempo para asistir a una reunión que tenía con Mike a las dos, y podría fingir que había pasado la mañana trabajando.
No había contado con que consultar los periódicos pudiera llevarme tanto tiempo. ¿Qué podía hacer? Quizá Adele vivía en otro sitio; pero no, porque su madre había comentado que Tara había sido la primera en marcharse a vivir lejos. Hojeé el primer ejemplar de febrero. Nada. Miré la hora: eran casi las once y media. Decidí leer las revistas de febrero y marcharme, aunque no hubiera encontrado nada.
Y resultó que la noticia aparecía en el ejemplar del último viernes del mes, el día 2.3. Era un artículo breve al pie de la página 4:
MUJER DESAPARECIDA
Se desconoce el paradero de una vecina de la localidad de Corrick, Adele Funston, de veintitrés años. Su marido, Thomas Funston, que estaba trabajando en el extranjero, ha explicado al Advertiser que Adele tenía previsto ir unos días de excursión mientras él se hallaba ausente, a un lugar no especificado. «Al no tener noticias suyas, empecé a preocuparme», ha declarado. Al igual que su suegro, Christopher Blanchard, también vecino de Corrick, el señor Funston confía en que su esposa, sencillamente, haya alargado sus vacaciones. El comisario Horner afirmó al Advertiser: «La inquietud de la familia no es infundada. Si la señora Funston se encuentra bien, me gustaría instarla desde aquí para que se ponga en contacto con su marido o con las autoridades». La señora Funston es maestra de la escuela primaria Saint Eadmund de Whitham.
Desaparecida. Miré alrededor y comprobé que no había nadie cerca. Con todo el cuidado que pude, arranqué el artículo del semanario. «Esto no se hace», me dije con pesar.