No me costó mucho localizarla. Tenía la carta, que había leído infinidad de veces, hasta dolerme los ojos. Sabía su nombre; su dirección aparecía en el membrete del papel de carta. No tuve más que llamar a información desde la oficina, una mañana, y me dieron su número de teléfono. Pasé unos minutos contemplando los dígitos que había anotado en el dorso de un sobre usado, y preguntándome si de verdad iba a llamarla. ¿Por quién podía hacerme pasar? ¿Y si contestaba otra persona? Fui a la máquina de bebidas, cogí una taza de té y me senté en mi despacho, con la puerta cerrada por dentro. Me puse un cojín blando debajo, pero aun así me dolía.
El teléfono sonó bastante rato. Debía de haber salido; seguramente estaría en el trabajo. En parte sentí alivio.
– Hola.
No, no había salido. Carraspeé y dije:
– Hola, ¿es usted Michelle Stowe?
– Sí.
Tenía una voz aguda y débil, con un ligero acento del West Country.
– Me llamo Sylvie Bushnell. Soy una compañera de Joanna Noble, del Participant.
– ¿Sí? -La voz adoptó un tono cauteloso, vacilante.
– Joanna me ha pasado su nota, y pensé que quizá querría hablar conmigo de ello.
– No -me contestó-. No debí escribirla. Estaba enfadada.
– Sólo queríamos conocer su versión de la historia.
Hubo un silencio.
– Michelle… -insistí-. Sólo tendría que contarme lo que a usted le parezca.
– No.
– Si quiere puedo ir a donde usted me diga.
– No quiero que publique usted nada en el periódico, a menos que yo lo autorice.
– Délo por hecho -dije.
Michelle parecía reacia, pero al fin accedió, y le dije que iría a verla al día siguiente. Vivía a sólo cinco minutos de la estación. Resultó muy fácil.
En el tren no leí nada. Iba maldiciendo cada sacudida del vagón, y mirando por la ventana cómo la ciudad dejaba paso a un paisaje campestre. Hacía un día frío y húmedo. La noche anterior Adam me había dado un masaje con aceite. Había tenido mucho cuidado con la herida, y me había acariciado los hinchados y amoratados rasguños, como si fueran gloriosas heridas de guerra. Me bañó y me envolvió con dos toallas, y me puso una mano en la frente. Estaba enormemente solícito, orgulloso de mí por mi sufrimiento.
El tren entró en un largo túnel, y vi mi cara reflejada en la ventana: delgada, los labios hinchados, con ojeras, despeinada. Saqué un cepillo y una goma de mi bolso y me hice una cola de caballo. Entonces caí en la cuenta de que ni siquiera había cogido una libreta ni un bolígrafo. Ya los compraría cuando llegara a la estación.
Michelle Stowe me abrió la puerta con un bebé agarrado al pecho. El niño estaba mamando; tenía los ojos cerrados y la carita arrugada y colorada. La boca trabajaba con voracidad. Cuando crucé el umbral, el niño se soltó un segundo, y lo vi hacer un movimiento instintivo: abrió la boca, aflojó los puños y buscó a tientas con los dedos. Entonces volvió a encontrar el pezón y siguió mamando rítmicamente.
– Enseguida acabo de darle de mamar -dijo Michelle.
Me condujo a una pequeña habitación con un enorme sofá marrón. Había un radiador encendido. Me senté en el sofá y esperé. Oí a Michelle arrullando al bebé, y al bebé lloriqueando. Había un dulce aroma a polvos de talco. En la repisa de la chimenea vi fotografías del bebé, a veces con Michelle, y a veces con un hombre delgado y calvo.
Al cabo de un rato apareció Michelle sin el bebé, y se sentó en el otro extremo del sofá.
– ¿Quieres un té, o alguna otra cosa?
– No, gracias.
Parecía más joven que yo. Tenía el cabello castaño y rizado, y unos labios carnosos y pálidos en una cara redonda y atenta. Toda ella era blanda: los brillantes rizos de su cabello, sus pequeñas y blancas manos, sus redondeados pechos, su vientre de parturienta. Parecía voluptuosa y cómoda, envuelta en su vieja rebeca de color crema, con unas zapatillas rojas y una mancha de leche en la camiseta negra. Por primera vez en la vida sentí un atisbo de instinto maternal. Saqué la libreta de espiral de mi bolso y me la puse en el regazo. Cogí el bolígrafo.
– ¿Por qué le escribiste aquella nota a Joanna?
– Me enseñaron la revista -contestó ella-. No sé qué pensaron. Que me había violado un famoso.
– ¿Te importaría contármelo?
– ¿Por qué no?
No aparté la mirada de la libreta, y de vez en cuando hacía un garabato que pudiera parecer taquigrafía. Michelle hablaba con la tediosa familiaridad de quien cuenta una anécdota que ya ha contado muchas veces. En el momento del incidente (utilizó esa extraña palabra, quizá debido al recuerdo de los trámites policiales y judiciales), ella tenía dieciocho años y estaba en una fiesta en el campo, en las afueras de Gloucester. La fiesta la había organizado un amigo de su novio («Entonces Tony era mi novio», explicó). Cuando iban a la fiesta se había peleado con Tony, y él la había dejado allí y se había marchado con un par de amigos suyos a un pub cercano. Ella estaba enfadada y se sentía incómoda, y se emborrachó rápidamente a base de sidra y vino tinto barato, porque tenía el estómago vacío. Cuando vio a Adam, ya le daba vueltas todo. Michelle hablaba con una amiga, de pie en un rincón, cuando entraron Adam y otro hombre.
– Era atractivo. Seguramente ya habrás visto su fotografía. -Asentí con la cabeza-. Aparecieron aquellos dos chicos, y recuerdo que le dije a Josie: «El rubio para ti, y el moreno para mí».
De momento, su historia coincidía con la de Adam. Dibujé una flor diminuta en la esquina de la hoja.
– ¿Qué ocurrió entonces? -pregunté.
Pero Michelle no necesitaba que le hicieran preguntas. Quería contar su historia. Quería hablar con una desconocida y que por fin la creyeran. Creía que yo estaba de su lado, la periodista-terapeuta.
– Me acerqué a él y le pregunté si quería bailar conmigo. Bailamos un rato y luego empezamos a besarnos. Mi novio todavía no había regresado. Pensé que le iba a dar una lección. -Me miró para comprobar si aquella confesión me había impresionado-. Y entonces me lancé. Lo besé y metí las manos por debajo de su camisa. Salimos al jardín. Fuera había otras parejas, besándose y eso. Él me llevó a los arbustos. Es muy fuerte. Bueno, es alpinista, ¿no? Cuando todavía estábamos en el jardín, delante de toda aquella gente, me desabrochó un poco el vestido. -Inspiró bruscamente, produciendo una especie de sollozo-. Ya sé que suena estúpido, no soy ninguna inocentona, pero yo no quería… -Se detuvo, y luego suspiró-. Sólo quería pasarlo bien un rato -dijo sin convicción.
Levantó las manos y se apartó el cabello de la cara. Parecía demasiado joven para haber tenido dieciocho años hacía ocho años.
– ¿Qué pasó, Michelle? -insistí.
– Nos alejamos de los demás y nos escondimos detrás de un árbol. Seguíamos besándonos, y a mí no me parecía mal. -Ahora hablaba en voz muy baja, y tuve que inclinarme hacia delante para oír lo que decía-. Entonces él me puso una mano entre las piernas, y al principio se lo permití. Luego le dije que ya tenía suficiente, que quería volver adentro. De pronto me sentí muy incómoda. Pensé que mi novio podía llegar en cualquier momento. Él era tan alto y tan fuerte… Y si abría los ojos lo veía mirándome fijamente, y si los cerraba me sentía muy mareada, y todo me daba vueltas. Estaba muy borracha.
Mientras Michelle me describía la escena, traté de concentrarme en las palabras, y no formarme imágenes a partir de ellas. Cuando levantaba la cabeza para hacer un gesto afirmativo y animarla a continuar, intentaba no enfocar del todo su cara, de modo que viera sólo una pálida y desdibujada extensión de piel. Me dijo que intentó separarse de él. Adam le quitó el vestido, lo arrojó a los arbustos y volvió a besarla. Esta vez le hizo un poco de daño al besarla, y también con la mano, que no retiraba de su entrepierna. Michelle empezó a asustarse. Intentó soltarse de sus brazos, pero él la asió con más fuerza. Intentó gritar, pero él le tapó la boca con la mano para que nadie la oyera. Michelle recordaba haber intentado decir «por favor», pero los dedos de él se lo impidieron. «Pensé que si me oía suplicarle pararía», dijo, y vi que estaba a punto de llorar. Dibujé un gran cuadrado en mi libreta, y otro más pequeño dentro. Escribí aquellas palabras dentro del cuadrado pequeño: «Por favor».
– No podía creer que aquello me estuviera pasando a mí. Seguía pensando que al final pararía. Las violaciones eran otra cosa: un hombre enmascarado saltaba sobre una en un callejón oscuro, o algo así. Me tumbó en el suelo. La hierba me pinchaba la espalda. Tenía una ortiga debajo de la pantorrilla. Él seguía tapándome la boca con una mano. La retiró un momento para besarme, pero ya no lo percibí como un beso, sino como otro tipo de mordaza. Luego volvió a taparme la boca con la mano. Creí que iba a vomitar. Me puso la otra mano entre las piernas e intentó estimularme. Y lo hizo con empeño. -Michelle me miró y añadió-: No pude evitar sentir cierto placer, y eso fue lo peor de todo, no sé si me entiendes. -Volví a asentir-. Si una quiere que la violen, no existe violación, ¿no? ¿No?
– No lo sé.
– Entonces lo hizo. No sabes la fuerza que tiene. Me dio la impresión de que disfrutaba haciéndome daño. Yo me quedé allí tumbada, inmóvil, esperando a que él terminara. Después de correrse, volvió a besarme, como si todo aquello lo hubiéramos hecho de mutuo acuerdo. Yo no podía hablar, no podía hacer nada. Él fue a buscar mi vestido y mis bragas. Yo estaba llorando, y él me miró con curiosidad. Entonces me dijo: «Es sólo sexo», o «No es más que sexo», o algo parecido, y se marchó. Me vestí y volví a la casa. Vi a Josie con el chico rubio, y ella me guiñó un ojo. Él estaba bailando con otra chica. Ni siquiera me miró.
Michelle parecía como atontada, casi indiferente. Había contado aquella historia demasiadas veces. Le pregunté, con un tono de voz neutro, cuándo había ido a la policía. Me dijo que había esperado una semana.
– ¿Por qué tardaste tanto?
– Me sentía culpable. Estaba borracha, lo había incitado, había engañado a mi novio.
– ¿Qué fue lo que finalmente te decidió a denunciarlo?
– Mi novio se enteró de lo que había pasado. Nos peleamos, y él me dejó. Estaba muy desorientada, y fui a la policía.
De pronto giró la cabeza, se levantó y salió de la habitación. Inspiré hondo varias veces para tranquilizarme antes de que Michelle regresara con su bebé. Volvió a sentarse, con el niño en los brazos. De vez en cuando le ponía el meñique en la boca, y él lo chupaba con fruición.
– La policía me trató muy bien. Todavía tenía algunos cardenales. Él… me hizo cosas, y el médico presentó un informe. Pero el juicio fue espantoso.
– ¿Qué pasó?
– Declaré, y entonces me di cuenta de que era a mí a quien estaban juzgando. El abogado me interrogó sobre mi pasado. Sobre mi pasado sexual, claro. Me preguntó con cuántos hombres me había acostado. Luego me hizo contar lo que había pasado en la fiesta. Tuve que explicar que me había peleado con mi novio, cómo iba vestida, cuánto había bebido, que yo lo había besado a él primero, que lo había incitado. Él, Adam, estaba sentado en el banquillo de los acusados, con expresión triste y seria. El juez suspendió el juicio. Yo quería morirme allí mismo: de pronto todo parecía horriblemente sucio. Mi vida entera. Jamás he odiado tanto a nadie como lo odié a él. -Hizo una pausa y concluyó-: ¿Me crees?
– Has sido muy sincera -dije.
Pero ella esperaba algo más de mí. Tenía una cara regordeta e infantil, y me miraba con apremio. Sentí lástima de ella, y también de mí misma. Michelle levantó al bebé y hundió la cara en el mullido acordeón de su cuello. Me puse de pie.
– Y también muy valiente -agregué haciendo un esfuerzo.
Ella alzó la cabeza y me miró.
– ¿Piensas hacer algo con esto?
– Hay algunos problemas legales. -Lo último que quería era que se hiciera ilusiones.
– Ya -dijo ella con tono fatalista. Por lo visto no tenía grandes esperanzas-. ¿Qué habrías hecho tú, Sylvie?
La miré a los ojos. Era como si mirara por el otro extremo de un telescopio. De pronto me abrumó la doble traición que estaba cometiendo.
– No sé qué habría hecho -contesté. Entonces se me ocurrió una cosa, y pregunté-: ¿Vas mucho a Londres?
Ella frunció el entrecejo, desconcertada.
– ¿Con éste? -preguntó -. ¿Para qué iba a ir?
Me pareció sincera; además, las llamadas telefónicas y las notas habían cesado.
El bebé se puso a llorar, y Michelle lo apoyó contra su pecho; el niño se quedó allí con las manos apoyadas en el pecho de su madre, como un pequeño escalador pegado a una pared rocosa. Sonreí y dije:
– Tu hijo es precioso. Tienes mucha suerte.
Michelle esbozó una sonrisa de agradecimiento y dijo:
– Sí, ¿verdad?