SEIS

Llegué tarde al trabajo porque tuve que esperar a que abrieran la papelería de la esquina, cerca de la oficina. Me quedé un rato contemplando el río, hipnotizada por la sorprendente fuerza de sus corrientes, que giraban hacia un lado y hacia el otro. Luego pasé un buen rato, demasiado, eligiendo una postal de los expositores giratorios. Ninguna me parecía adecuada. Ni las reproducciones de los antiguos maestros, ni las fotografías en blanco y negro de calles urbanas y pintorescos niños pobres, ni las lujosas tarjetas con collages de lentejuelas, conchas y plumas. Acabé comprando dos: un paisaje japonés de árboles dorados destacados contra un cielo oscuro, y una postal estilo Matisse, de alegres tonos azules. También compré una pluma estilográfica, aunque en el despacho tenía un cajón lleno de todo tipo de bolígrafos.

¿Qué podía decir? Cerré la puerta del despacho, saqué las dos tarjetas y las puse encima de la mesa. Debí de quedarme varios minutos allí sentada, contemplándolas. De vez en cuando dejaba que la cara de Adam pasara por mi mente. Era tan guapo… Cómo me miraba a los ojos. Nunca me habían mirado como me miraba él. No lo había visto en todo el fin de semana, desde aquel viernes, y ahora…

Le di la vuelta a la tarjeta japonesa y destapé la pluma estilográfica. No sabía cómo empezar. Ni «querido Adam», ni «cariño», ni «amor mío»; eso se había terminado. Tampoco un simple «Adam»: era demasiado frío. Así que mejor no poner nada, y escribir directamente.

«No puedo seguir viéndote», escribí, cuidando de no emborronar la tinta negra. Hice una pausa. ¿Qué más podía decir? «Por favor, no intentes hacerme cambiar de opinión. Ha sido…» ¿Cómo ha sido? ¿Divertido? ¿Doloroso? ¿Estupendo? ¿Un error? ¿Lo más maravilloso que me ha pasado en la vida? ¿Ha puesto toda mi vida patas arriba?

Rompí la tarjeta de los árboles japoneses y la tiré a la papelera. Cogí la otra. «No puedo volver a verte.»

Antes de que pudiera escribir algo más, metí la tarjeta en un sobre y puse el nombre y la dirección de Adam con letra mayúscula. Salí del despacho con el sobre en la mano y bajé en ascensor a la recepción, donde estaba sentado Derek con sus pases de seguridad y su ejemplar del Sun.

– ¿Podrías hacerme un favor, Derek? Tengo una carta urgente para enviar, y he pensado que quizá podrías enviarla tú con un mensajero. Podría pedírselo a Claudia, pero…

Dejé la frase en el aire, sin terminar. Derek cogió el sobre y leyó la dirección.

– Soho. Es un asunto de trabajo, ¿no?

– Sí.

Derek dejó la carta sobre el mostrador.

– En ese caso, no hay ningún problema. Pero sólo por esta vez.

– Te lo agradezco muchísimo. ¿Te encargarás de que salga cuanto antes?

Le dije a Claudia que tenía mucho trabajo atrasado y que no me pasara llamadas a menos que fueran de Mike, de Giovanna o de Jake. Ella me miró con curiosidad, pero no hizo ningún comentario. Eran las diez y media. Adam todavía estaría pensando que me iba a reunir con él a la hora de comer, en su oscuro apartamento, dejando en suspenso todo lo demás. Hacia las once ya habría recibido la nota. Bajaría corriendo la escalera, recogería el sobre, deslizaría un dedo por la solapa y leería la frase. Debería haber añadido que lo sentía, como mínimo. O que lo quería. Cerré los ojos. Me sentía como un pez fuera del agua. Hasta me costaba respirar.

Jake había dejado de fumar unos meses atrás, y solía decirme que el truco consistía en no pensar en no fumar: lo que uno se niega, me explicó, se vuelve aún más deseable, y entonces es como una especie de persecución. Me toqué la mejilla con un dedo y me imaginé que era Adam el que me tocaba. Tenía que evitar imaginármelo. No debía hablar con él por teléfono. No debía verlo. Tenía que parar en seco.

A las once en punto cerré las persianas, tapando la vista gris y lluviosa, por si Adam iba a la oficina y se quedaba en la calle esperándome. No miré a la calle. Claudia me llevó una lista de las personas que me habían llamado y me habían dejado mensajes; Adam no había intentado hablar conmigo. Quizá estaba fuera y todavía no lo sabía. Quizá no recibiría la nota hasta que volviera a su apartamento para reunirse allí conmigo.

No salí a comer; me quedé en el despacho, en la penumbra, mirando fijamente la pantalla del ordenador. Si hubiera entrado alguien, habría deducido que estaba ocupada.

A las tres llamó Jake para decirme que quizá tuviera que irse a Edimburgo el viernes y pasar allí un par de días por asuntos de trabajo.

– ¿Puedo ir contigo? -le pregunté.

Pero era una estupidez. Él tendría que pasarse todo el día trabajando; y yo no podía tomarme un día libre en aquel momento.

– Pronto iremos juntos a algún sitio -me prometió Jake-. Podemos planearlo esta noche. ¿Qué te parece si cenamos en casa, para variar? Iré a comprar comida preparada. ¿Qué prefieres, chino o indio?

– Indio -contesté. Tenía ganas de vomitar.

Asistí a la reunión semanal, en la que Claudia nos interrumpió para decir que había un hombre que se negaba a dar su nombre pero que quería hablar conmigo urgentemente. Le pedí que le dijera que no podía atenderlo. Claudia se marchó, muerta de curiosidad.

A las cinco decidí marcharme a casa. Salí del edificio por la puerta trasera, y paré un taxi. Cuando pasamos por delante de la puerta principal me tapé la cara con las manos y cerré los ojos. Llegué a casa antes que Jake, fui a mi dormitorio (nuestro dormitorio) y me tumbé en la cama, a esperar a que pasara el tiempo. Sonó el teléfono, pero no contesté. Oí la tapa del buzón, y algo cayó en la estera; hice un esfuerzo y me levanté. Tenía que recogerlo antes de que lo encontrara Jake. Pero sólo era propaganda: ¿necesitaba limpiar la moqueta? Volví al dormitorio, me tumbé en la cama e intenté respirar pausadamente. Jake no tardaría en llegar. Jake. Pensé en Jake. Me imaginé cómo fruncía el entrecejo cuando sonreía. O cómo sacaba la punta de la lengua cuando estaba concentrado. O cómo se desternillaba de risa. Fuera había oscurecido, y las farolas relucían con su luz anaranjada. Oía coches, voces, gente que charlaba. Me quedé dormida sin darme cuenta.


* * *

Tiré de Jake hacia mí en la oscuridad.

– El curry puede esperar -dije.

Le dije que lo amaba, y él me dijo que también me amaba. Tenía ganas de repetírselo una y otra vez, pero me contuve. Fuera lloviznaba. Más tarde nos comimos la comida fría, directamente de los envases de papel de aluminio, o, mejor dicho, él comió y yo fui picando, acompañando la comida con grandes sorbos de vino tinto barato. Cuando sonó el teléfono, dejé que contestara Jake, aunque el corazón me latía violentamente en el pecho.

– No sé quién era, ha colgado -dijo Jake-. Seguro que era un admirador secreto.

Reímos juntos alegremente. Me lo imaginé sentado en la cama, en su piso vacío, y bebí otro gran sorbo de vino. Jake propuso que fuéramos a pasar un fin de semana a París. En aquella época del año los billetes del Eurostar estaban muy bien de precio.

– Otro túnel -comenté.

Esperé a que el teléfono volviera a sonar. Esta vez tendría que contestar yo. ¿Qué podía hacer? Intenté pensar en una forma de decir «no me llames» sin que Jake sospechara nada. Pero no volvió a sonar. Quizá debía habérselo dicho a la cara. Pero no habría podido hacerlo. Cada vez que veía su cara, me echaba en sus brazos.

Miré a Jake, que me sonrió. Luego bostezó y dijo:

– Hora de acostarse.


* * *

Lo intenté. Durante varios días lo intenté de verdad. En la oficina no contestaba a sus llamadas. También me envió una carta al trabajo, y no la abrí, sino que la hice pedazos y la tiré en la alta papelera metálica que había junto a la cafetera. Unas horas más tarde, cuando todo el mundo estaba fuera comiendo, fui a recuperarla, pero ya habían vaciado la papelera. Sólo quedaba un pedacito de papel, con un fragmento de texto: «… durante un…», rezaba. Me quedé mirando los trazos de bolígrafo, acaricié el pedazo de papel como si éste conservara algo de Adam. Intenté construir frases enteras a partir de aquellas dos palabras, tan neutras.

Salía de la oficina a horas raras y por la puerta de atrás, a veces en medio de grandes multitudes protectoras. Evitaba el centro de Londres, por si acaso. De hecho, apenas salía. Me quedaba en casa con Jake, con las cortinas corridas para no ver el mal tiempo que hacía fuera, y miraba vídeos y bebía un poco más de la cuenta, lo suficiente para irme a la cama dando tumbos cada noche. Jake se mostraba muy atento conmigo. Me dijo que desde hacía unos días parecía más tranquila, que «ya no iba siempre corriendo de una cosa a otra». Le dije que me encontraba muy bien, que me sentía a gusto.

El jueves por la noche, tres días después de enviar la nota, la Panda vino a casa: Clive, Julie, Sylvie, Pauline, Tom y un amigo de Tom que se llamaba Duncan. Clive se presentó con Gail, la chica que le había tocado el codo en la fiesta. Ahora también se sujetaba al codo de Clive, y parecía un poco desconcertada, lo cual no me extrañó, porque sólo era su segunda cita y debía de parecerle que le estaban presentando a toda una familia de golpe.

– No paráis de hablar -me dijo cuando le pregunté si se encontraba bien.

Eché un vistazo al salón. Tenía razón: daba la impresión de que todo el mundo hablaba a la vez. De pronto me acaloré y sentí claustrofobia. El salón parecía demasiado pequeño, demasiado lleno, demasiado ruidoso. Me llevé una mano a la cabeza. El teléfono empezó a sonar.

– ¿Puedes contestar? -me preguntó Jake, que había ido a la nevera a buscar cervezas.

Descolgué el auricular.

– Diga.

Silencio.

Esperé a que se oyera su voz, pero no se oyó nada. Colgué el teléfono y volví a la sala. Miré alrededor. Aquéllos eran mis mejores amigos. Los conocía desde hacía diez años, y dentro de otros diez seguiríamos siendo amigos. Seguiríamos viéndonos y contándonos las mismas historias de siempre. Miré a Pauline, que le explicaba algo a Gail. Le puso una mano sobre el brazo. Clive se les acercó, nervioso y un tanto tímido, y las dos mujeres lo miraron y le sonrieron. Jake fue a donde yo estaba y me dio una lata de cerveza. Me puso el brazo sobre los hombros y me abrazó. Se marchaba a Edimburgo al día siguiente por la mañana.

Al fin y al cabo, pensé, aquello empezaba a ir mejor. Podía vivir sin él. Iban pasando los días. Pronto haría ya una semana. Y luego un mes…

Jugamos al póquer: Gail ganó y Clive perdió; él se puso a hacer el payaso, y ella le rió las gracias. Gail me caía bien, mejor que otras novias que había tenido Clive. Pero él se cansaría porque ella no sería lo bastante cruel para mantener viva la adoración de él.

Al día siguiente salí del trabajo a la hora de siempre, y por la puerta principal. No podía pasarme el resto de la vida escondiéndome de él. Crucé las puertas, con cierta sensación de vértigo, y miré alrededor. No vi a Adam. Tenía la certeza de que iba a estar allí. Quizá tampoco estaba esperándome las otras veces que yo me había escabullido por la puerta de atrás. Sentí una tremenda decepción, que me pilló por sorpresa. Al fin y al cabo, pensaba evitarlo si lo veía. ¿O no?

No quería ir a casa, pero tampoco me apetecía ir al Vine, donde me los encontraría a todos. De pronto me di cuenta de lo cansada que estaba. Cada paso que daba suponía un gran esfuerzo. Además, tenía un sordo dolor de cabeza localizado entre los ojos. Eché a andar, empujada por la multitud de la hora punta. Miré algunos escaparates. Hacía una eternidad que no me compraba ropa. Me compré una camisa azul eléctrico en unas rebajas, pero lo hice a la fuerza. Luego seguí paseando entre la multitud, cada vez más escasa, sin ir a ningún sitio concreto. Una zapatería. Una papelería. Una juguetería, con un oso de peluche rosa gigante en medio del escaparate. Una tienda de lanas. Una librería, aunque en el escaparate también había otras cosas: un hacha pequeña, un rollo de cuerda. Por la puerta abierta salía aire caliente, y entré.

En realidad no era una librería, aunque había libros. Era una tienda especializada en alpinismo. Seguro que ya me había dado cuenta. Dentro sólo había unas cuantas personas, todos hombres. Eché un vistazo a las chaquetas de nailon, los guantes hechos de misteriosos tejidos modernos, los sacos de dormir apilados en un gran estante, en el fondo. Había faroles colgados del techo, y pequeños hornillos de camping. Tiendas. Botas inmensas y pesadas, duras y relucientes. Mochilas con muchos bolsillos laterales. Cuchillos afilados. Mazos. Un estante lleno de vendajes adhesivos, esponjitas de yodo, guantes de látex. Sobres de comida y barritas energéticas. Parecía material para gente que se va de expedición al espacio.

– ¿Puedo ayudarla en algo? -me preguntó un joven con cabello hirsuto y nariz chata. Debía de ser alpinista.

Me sentí culpable, como si mi presencia en aquella tienda fuera fraudulenta.

– No, gracias.

Fui hasta las estanterías de libros y leí algunos títulos: El Everest sin oxígeno, Cumbres feroces, Unidos por la cordada, El tercer polo, Diccionario de alpinismo, Primeros auxilios para alpinistas, Con la cabeza en las nubes, En la cima del mundo, Los efectos de la altitud, Kz: la tragedia, Kz: el terrible verano, Alpinismo y supervivencia, Al límite, El abismo…

Elegí un par de libros al azar y busqué la T en el índice. Allí estaba, En la cima del mundo, un libro ilustrado sobre escaladas al Himalaya. Al ver su nombre impreso me estremecí y sentí un ligero mareo. Era como si hubiera conseguido convencerme de que él no existía fuera de aquel apartamento del Soho, que no tenía una vida propia, más que la vida que me dedicaba a mí. El hecho de que fuera alpinista, una profesión que me era totalmente desconocida, había hecho que me resultara más fácil tratarlo como una especie de figura fantástica; un puro objeto de deseo, que sólo existía cuando yo estaba allí. Pero también estaba en aquel libro, en negro sobre blanco. Tallis, Adam, en las páginas 12-14, 89-92, 168.

Pasé directamente a las fotografías en color del centro del libro y me quedé mirando la tercera, en la que un grupo de hombres y unas cuantas mujeres, con chaquetas de nailon o de borreguillo, con nieve y escombros a sus espaldas, sonreían a la cámara. Pero él no sonreía: él miraba fijamente. Entonces no me conocía; entonces tenía otra vida. Seguramente amaba a otra persona, aunque nunca me había hablado de otras mujeres. Parecía más joven, menos cansado. Llevaba el cabello más corto y lo tenía más rizado. Pasé las páginas y allí estaba, solo, mirando hacia otro lado. Llevaba gafas de sol, y era difícil descifrar su expresión o saber qué era lo que miraba. Detrás de él, a lo lejos, había una pequeña tienda verde, y más allá el descenso en picado de una montaña. Llevaba puestas unas gruesas botas, y el viento le agitaba el cabello. Pensé que parecía afligido, y aunque aquella fotografía la habían tomado hacía mucho tiempo, en otro mundo anterior a mí, sentí un intenso deseo de consolarlo. El martirio de mi renovado deseo me cortó la respiración.

Cerré el libro y lo devolví a la estantería. Cogí otro libro y volví a mirar el índice. En aquél no aparecía ningún Tallis.

– Lo siento, pero vamos a cerrar -me dijo el joven de la nariz chata-. ¿Quiere comprar algo?

– Perdone, no me había dado cuenta. No, gracias, no quiero nada.

Fui hacia la puerta, pero no pude resistirme. Di media vuelta, cogí En la cima del mundo y lo llevé a la caja.

– ¿Todavía puedo llevarme esto?

– Sí, claro que sí.

Pagué y me metí el libro en el bolso. Lo envolví con mi camisa azul nueva, para que no se viera.

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