DIEZ

Me sobraban unos minutos antes de una reunión; me armé de valor y llamé a Sylvie. Es abogada, y generalmente me costaba mucho que me la pasaran cuando la llamaba por teléfono. Normalmente ella me devolvía la llamada varias horas más tarde, o al día siguiente.

Esta vez sólo tardó unos segundos en ponerse al teléfono.

– ¿Eres tú, Alice?

– Sí -dije lánguidamente.

– Necesito verte.

– A mí también me gustaría mucho verte. Pero ¿estás segura?

– ¿Haces algo esta tarde? ¿Después del trabajo?

Reflexioné un momento. De pronto todo parecía muy complicado.

– He quedado con… una persona, en el centro.

– ¿Dónde? ¿A qué hora?

– Ya sé que suena ridículo. En una librería que hay en Covent Garden. A las seis y media.

– Podríamos vernos un poco antes.

Sylvie insistió mucho. Podíamos salir un poco antes del trabajo y encontrarnos a las seis menos cuarto en una cafetería de St. Martin's Lane que ella conocía. No me venía muy bien. Tuve que aplazar una conferencia telefónica que había programado, pero llegué a las seis menos veinte, jadeante y nerviosa, y Sylvie ya estaba allí, en una mesa de un rincón, con una taza de café y un cigarrillo. Cuando me acerqué, ella se levantó y me abrazó.

– Me alegro de que me hayas llamado -dijo.

Nos sentamos a la mesa, y pedí un café.

– Me alegro de que te alegres -repuse-. Tengo la sensación de que he decepcionado a todo el mundo.

Sylvie me miró y dijo:

– ¿Por qué?

Aquella pregunta me pilló desprevenida. Había acudido a nuestra cita dispuesta a pasarlo mal, a recibir una reprimenda.

– Por Jake.

Sylvie encendió otro cigarrillo y esbozó una tímida sonrisa.

– Sí, claro. Jake.

– ¿Lo has visto?

– Sí.

– ¿Cómo está?

– Delgado. Y vuelve a fumar. A veces está muy callado, y a veces habla tanto de ti que no hay forma de decirle nada. Triste. ¿Es eso lo que quieres oír? Pero lo superará. Todo el mundo lo supera. No le va a durar toda la vida. Muy poca gente se muere de un desengaño amoroso.

Bebí un sorbo de café. Todavía quemaba, y me hizo toser.

– Eso espero. Lo siento, Sylvie. Es como si acabara de llegar de otro país y no estuviera al corriente de lo que pasa.

Hubo un silencio que evidentemente nos hizo sentir incómodas a las dos.

– ¿Cómo está Clive? -dije precipitadamente-. Y esa chica, como se llame.

– Gail -dijo Sylvie-. Clive vuelve a estar enamorado. Y ella es muy simpática.

Otro silencio. Sylvie me miró con expresión pensativa.

– ¿Cómo es? -me preguntó.

Noté que me ruborizaba, y me sentí cohibida. Me di cuenta de que mi relación con Adam era una actividad secreta, y de que nunca le había explicado nada a nadie. Nunca habíamos ido juntos a una fiesta. Nadie nos había visto como pareja. Y ahora estaba Sylvie, que sentía curiosidad, pero que también, sospechaba yo, era una delegada enviada por la Panda para recabar información que luego ellos analizarían. Tuve el impulso de seguir guardándolo en secreto. Quería volver a retirarme con él a una habitación. No quería exponerme a que otras personas especularan y chismorrearan sobre mí. El simple hecho de pensar en Adam y en su cuerpo hizo que me recorriera un escalofrío. De pronto me aterró la idea de la rutina, de que nos convirtiéramos en una pareja corriente que vivía en un piso y tenía posesiones comunes e iba junta a sitios. Y también deseaba esa rutina.

– Dios mío -dije-, no sé qué decir. Se llama Adam y… bueno, no se parece a nadie que haya conocido hasta ahora.

– Ya -dijo Sylvie-. Al principio es maravilloso, ¿verdad?

Negué con la cabeza.

– No se trata de eso, Sylvie. Mira, toda mi vida ha discurrido más o menos como yo había planeado. En el colegio sacaba buenas notas, caía bien, nunca hacía tonterías ni nada de eso. Me llevaba bastante bien con mis padres… Bueno, ya lo sabes. Y tuve mis novios; a veces los dejé yo y a veces me dejaron a mí, y fui a la universidad, y encontré un empleo, y conocí a Jake y me fui a vivir con él y… ¿Qué hice todos esos años?

Sylvie arqueó las cejas, y por un momento su expresión denotó cierto enojo.

– Vivir tu vida, como todo el mundo.

– ¿No será que iba viviendo sin llegar a tocar nada y sin dejar que me tocaran? No tienes que contestarme; sólo estaba pensando en voz alta.

Seguimos bebiendo café.

– ¿A qué se dedica? -me preguntó Sylvie.

– No tiene un empleo fijo. Hace diversos trabajos para conseguir dinero. En realidad es alpinista.

Sylvie se quedó perpleja, lo cual me alegró.

– ¿En serio? ¿Alpinista?

– Sí.

– No sé qué decir. ¿Dónde os conocisteis? Supongo que no sería en una montaña.

– Nos conocimos -me limité a decir.

– ¿Cuándo?

– Hace unas semanas.

– Y desde entonces no habéis salido de la cama. -No dije nada-. ¿Piensas irte a vivir con él?

– Creo que sí.

Sylvie dio una calada al cigarrillo.

– Entonces es que va en serio.

– Supongo. Estoy como ofuscada.

Sylvie se inclinó hacia delante con expresión picara.

– Ten cuidado. Al principio siempre es así. No te dejan respirar, están obsesionados contigo. Quieren follarte a todas horas, correrse en tu cara y esas cosas…

– ¡Sylvie! -exclamé, horrorizada-. Por el amor de Dios.

– Es la verdad -dijo con descaro, alegrándose de volver a un terreno más familiar: Sylvie, la descarada, diciendo groserías-. Al menos, metafóricamente. Ten cuidado, sólo te digo eso. No te digo que no lo hagas. Pásalo bien. Aprovecha, siempre y cuando no corras ningún riesgo físico.

– Pero ¿qué dices?

De pronto adoptó un tono remilgado.

– Ya sabes a qué me refiero.

Pedimos más café, y Sylvie siguió acribillándome a preguntas, hasta que yo miré mi reloj y vi que sólo faltaban unos minutos para las seis y media. Cogí mi bolso y dije:

– Tengo que marcharme.

Pagué los cafés, y Sylvie me acompañó a la calle.

– ¿Hacia dónde vas? -me preguntó-. Te acompaño, si no te importa.

– ¿Por qué?

– Tengo que comprar un libro -dijo con la mayor frescura-. Vas a una librería, ¿no?

– De acuerdo -concedí-. Te lo presentaré. No me importa.

– Sólo quiero comprar ese libro.

La librería, especializada en libros de viajes y mapas, sólo estaba a unos minutos andando.

– ¿Está dentro? -me preguntó Sylvie cuando entramos por la puerta.

– No lo veo -dije-. Será mejor que busques tu libro.

Sylvie murmuró algo, y ambas empezamos a pasearnos entre las estanterías. Me paré delante de un expositor de globos terráqueos. Si Adam no aparecía, siempre podía volver al apartamento. Noté que alguien me tocaba, y luego unos brazos que me rodeaban y alguien que me acariciaba el cuello. Me volví. Era Adam. Me abrazó, y tuve la sensación de que sus brazos daban dos vueltas alrededor de mi cuerpo.

– Hola, Alice -dijo.

Entonces me soltó, y vi que lo acompañaban dos individuos que parecían muy divertidos. Ambos eran altos, igual que Adam. Uno tenía el cabello castaño claro, casi rubio, el cutis fino y unos pómulos prominentes. Llevaba una gruesa chaqueta de lona, gastada como si la hubiera llevado un pescador durante años. El otro era más moreno, con el cabello castaño, ondulado y muy largo. Tenía un abrigo gris largo, que le llegaba casi por los tobillos. Adam se volvió hacia el rubio y dijo:

– Te presento a Daniel. -Luego miró al moreno y añadió-: Y éste es Klaus.

Nos estrechamos la mano.

– Me alegro de conocerte, Alice -dijo Daniel con una leve inclinación de cabeza.

Parecía extranjero, quizá escandinavo. Adam no me había presentado, pero ellos ya sabían cómo me llamaba. Seguramente ya les había hablado de mí. Me miraron con curiosidad, la última novia de Adam, y yo les sostuve la mirada, mientras pensaba que tenía que ir otra vez de compras, pronto.

Entonces me di cuenta de que tenía a Sylvie a mi lado.

– Adam, te presento a Sylvie, una amiga mía.

Adam se volvió hacia ella lentamente y le estrechó la mano.

– Sylvie -dijo, como si estuviera sopesando aquel nombre.

– Sí -dijo ella-. Hola.

De pronto vi a Adam y a sus amigos a través de los ojos de Sylvie: unos hombres altos y fuertes que parecían de otro planeta, ataviados con ropa extraña, atractivos, extraños e intimidantes. Sylvie se quedó mirando a Adam, fascinada, pero Adam volvió a dirigirse a mí:

– Daniel y Klaus están un poco descolocados. Todavía van con la hora de Seattle. -Me cogió la mano y la pegó contra su mejilla-. Vamos a un sitio que hay cerca de aquí. ¿Quieres venir?

La pregunta iba dirigida a Sylvie, y al formularla Adam la miró fijamente. No exagero si digo que Sylvie casi dio un respingo.

– No -respondió mi amiga, como si le hubieran ofrecido una droga muy tentadora pero peligrosa-. No, no. Tengo… cosas que hacer.

– Tiene que comprar un libro -añadí yo.

– Eso es -confirmó ella, titubeante-. Y otras cosas. Tengo que irme.

– Otra vez será -replicó Adam, y nos marchamos.

Me di la vuelta y le guiñé un ojo a Sylvie, como si yo fuera en un tren que partía de la estación y la dejara a ella en el andén. Sylvie estaba horrorizada, atemorizada, o algo así. Adam me puso una mano en la espalda para guiarme mientras caminábamos. Doblamos varias esquinas, y al final entramos en un diminuto callejón. Miré a Adam de manera inquisitiva, pero él no me hizo caso y tocó el timbre que había junto a una sencilla puerta; cuando abrieron, subimos una escalera hasta una cómoda y acogedora sala con un bar y una chimenea, y varias mesas y sillas.

– ¿Qué es esto? ¿Un club?

– Sí -contestó Adam, como si fuera algo tan obvio que no hubiera necesidad de mencionarlo-. Sentaos en la otra sala. Voy a buscar unas cervezas. Pídele a Klaus que te hable de su libro.

Fui con Daniel y con Klaus hasta la habitación contigua, más pequeña, donde también había un par de mesas. Nos sentamos en una de ellas.

– ¿Qué es eso del libro? -pregunté.

Klaus sonrió y dijo:

– Tu… -Se interrumpió-. Adam está enfadado conmigo. He escrito un libro sobre lo que pasó el año pasado en la montaña. -Tenía acento norteamericano.

– ¿Estuviste allí?

Klaus levantó las manos. En la izquierda le faltaban el meñique y parte del anular. En la derecha le faltaba medio dedo meñique.

– Tuve suerte -dijo-. Mucha suerte. Adam me bajó. Me salvó la vida. -Volvió a sonreír-. Eso puedo decirlo cuando él no está delante. Cuando está presente le digo que es un gilipollas.

Adam entró con unas botellas, y luego volvió a salir y regresó con unos bocadillos.

– ¿Sois viejos amigos? -pregunté.

– Amigos, colegas… -dijo Daniel.

– A Daniel lo han contratado para hacer otro viaje organizado al Himalaya el año que viene. Quiere que vaya con él -explicó Adam.

– ¿Vas a ir?

– Creo que sí. -Debí de poner cara de preocupación, porque Adam rió y dijo-: ¿Hay algún inconveniente?

– No, ninguno. Es lo que te gusta, ¿no? Ten cuidado, nada más.

Adam adoptó una expresión seria, se inclinó hacia mí y me besó suavemente.

– Estupendo -dijo, como dándome el aprobado.

Bebí un sorbo de cerveza, me recosté en el respaldo y los escuché hablar de cosas que apenas entendía: organización, material y oportunidades. O mejor dicho, no era que no los entendiera, sino que no quería seguir su conversación con detalle. Me producía un intenso placer ver a Adam, Daniel y Klaus hablando de algo que les interesaba muchísimo. Me gustaban los términos técnicos que no entendía, y de vez en cuando miraba de soslayo el rostro de Adam. Su expresión de apremio me recordaba algo, y entonces caí en la cuenta. Era la expresión que tenía la primera vez que lo vi. La primera vez que lo vi mirándome.

Más tarde, en la cama, con la ropa tirada por el suelo y Sherpa ronroneando a nuestros pies (el gato era del piso, pero el nombre se lo había puesto yo), Adam me preguntó acerca de Sylvie.

– ¿Qué te ha dicho?

Entonces sonó el teléfono.

– Esta vez contesta tú -dije.

Adam hizo una mueca, pero descolgó el auricular.

– Diga.

Hubo un silencio, y luego colgaron.

– Cada noche y cada mañana -dije esbozando una sonrisa lúgubre -. Tiene que ser alguien que trabaja. Esto empieza a ponerme los pelos de punta, Adam.

– Seguro que es un problema técnico -dijo Adam-. O alguien que quiere hablar con el anterior inquilino. ¿Qué te ha dicho Sylvie?

– Quería que le hablara de ti -dije. Adam soltó un bufido. Lo besé, mordiendo suavemente su maravilloso y carnoso labio inferior, y luego más fuerte-. Y me ha aconsejado que lo pase bien, pero sin lesionarme.

De pronto, la mano que había estado acariciándome la espalda me apretó contra la cama. Noté los labios de Adam en mi oreja.

– Hoy he comprado nata -dijo-. Nata fría. No quiero lesionarte. Sólo quiero hacerte daño.

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