Se supone que es en momentos así cuando uno necesita a sus amigos. Yo no quería ver a nadie. No quería ver a mi familia. Me pasó por la cabeza la absurda idea de dormir en la calle, pero incluso el autocastigo tenía sus límites. ¿Dónde podía encontrar una habitación barata para pasar la noche? Nunca había dormido en un hotel en Londres. Recordaba haber visto una calle llena de hoteles por la ventanilla del taxi, hacía poco. Al sur de Baker Street. Sí, allí encontraría algo. Cogí el metro y pasé por delante del Planetarium, crucé la calle y continué una manzana. Allí estaba: una calle larga con casas estucadas, todas convertidas en hoteles. Elegí uno al azar, el Devonshire, y entré.
Sentada al mostrador había una mujer muy gorda, que me dijo algo que no entendí debido a su acento. Pero vi muchas llaves en el tablero que la mujer tenía detrás. No estábamos en temporada turística. Señalé las llaves y dije:
– Quiero una habitación.
Ella sacudió la cabeza y siguió hablando. Yo no acababa de saber si se dirigía a mí o si le estaba gritando a alguien en la habitación que había detrás. Quizá me había tomado por una prostituta, pero ninguna prostituta habría ido tan mal vestida como iba yo, o al menos vestida de manera tan sosa. Sin embargo, no llevaba equipaje. Me hizo gracia pensar qué tipo de persona se imaginaría que era yo. Saqué una tarjeta de crédito de mi bolso y la puse sobre el mostrador. Ella la cogió y le echó un vistazo. Firmé una hoja de papel sin mirarla. La mujer me entregó una llave.
– ¿Hay algo para beber? ¿Té, café…?
– Nada para beber -gritó ella.
Me sentí como si hubiera pedido una taza de alcohol de quemar. Se me ocurrió que podía salir a tomar algo, pero no me sentía capaz. Cogí la llave y subí a mi habitación. No estaba tan mal. Había un lavabo y una ventana que daba a un patio de piedra y a la parte de atrás de otra casa. Corrí la cortina. Me encontraba en una habitación de hotel, en Londres, sola y sin nada. Me quité la ropa, me quedé en ropa interior y me metí en la cama. Al cabo de un rato me levanté de la cama y cerré la puerta con llave; luego volví a acostarme. No lloré. No me pasé despierta toda la noche reflexionando sobre mi vida. Me quedé dormida enseguida. Pero dejé la luz encendida.
Me desperté tarde, con la cabeza embotada, pero sin sentimientos suicidas. Me levanté, me quité el sujetador y las bragas y me lavé. Luego volví a ponerme la ropa interior. Me cepillé los dientes sin pasta. Para desayunar me tomé una píldora anticonceptiva con un vaso de agua. Me vestí y bajé. En el vestíbulo no había nadie. Me asomé a un comedor con reluciente suelo de imitación de mármol, donde todas las mesas tenían sillas de plástico. Oí voces a lo lejos, y olí a tocino frito. Crucé el comedor y aparté una cortina. Alrededor de la mesa de la cocina estaban sentados la mujer a la que había conocido la noche anterior, un hombre de la misma edad que ella e igual de gordo, que evidentemente era su marido, y varios niños rechonchos. Todos me miraron.
– Me marcho -dije.
– ¿Quiere desayunar? -me preguntó el hombre con una sonrisa-. Tenemos huevos, carne, tomates, champiñones, judías, cereales…
Negué con la cabeza.
– Está incluido en el precio.
Acepté una taza de café y me quedé en la puerta de la cocina mirando cómo la pareja preparaba a los niños para ir al colegio. Antes de marcharme, el hombre me miró con expresión preocupada.
– ¿Se encuentra bien?
– Sí, muy bien.
– ¿Va a quedarse otra noche?
Volví a negar con la cabeza y me marché. Fuera hacía frío, pero al menos no llovía. Me paré y pensé un momento, intentando orientarme. Podía ir andando. Por el camino, en Edgware Road, compré unas toallitas húmedas con aroma de limón y pasta de dientes, rímel y lápiz de labios en una farmacia, y luego unas sencillas bragas blancas. En Oxford Street encontré una tienda de ropa de sport. Elegí una camisa y una chaqueta negras y me metí en un probador. Me puse también las bragas, me limpié la cara y el cuello con las toallitas hasta que me escoció la piel, y luego me apliqué un poco de maquillaje. Mi aspecto mejoró considerablemente. Por lo menos no daba la impresión de que estaban a punto de internarme en un psiquiátrico. Pasadas las diez, llamé por teléfono a Claudia. Tenía pensado inventarme algo; pero, cuando Claudia se puso al teléfono, sentí un extraño impulso que me hizo ser parcialmente sincera. Le dije que estaba pasando por una crisis personal, que tenía que ocuparme de ella y que no me encontraba en condiciones de aparecer por la oficina. Me las vi y me las deseé para cortar la conversación.
– Ya pensaré en algo que decirle a Mike -concluyó Claudia.
– Sobre todo acuérdate de decirme qué excusa le has dado antes de que yo lo vea.
Desde Oxford Street sólo había unos minutos andando hasta el apartamento de Adam. Cuando llegué al edificio me di cuenta de que no tenía ni idea de lo que iba a decirle. Me quedé allí plantada un buen rato, pero no se me ocurrió nada. La puerta de la calle no estaba cerrada con llave, así que subí la escalera y toqué el timbre del apartamento. La puerta se abrió. Di un paso hacia delante y empecé a hablar, pero enseguida me detuve. La persona que había ante mí era una mujer. Una mujer alarmantemente guapa. Tenía el cabello castaño y seguramente largo, pero lo llevaba recogido. Vestía unos vaqueros y una camisa de cuadros con una camiseta negra debajo. Parecía cansada y preocupada.
– ¿Sí? -dijo.
Sentí que se me revolvía el estómago, y noté que me ruborizaba de vergüenza. Tuve la impresión de que había destrozado toda mi vida sólo para ponerme en ridículo.
– ¿Está Adam? -pregunté, como atontada.
– No -me contestó ella-. Ya no vive aquí.
Era norteamericana.
– ¿Sabes dónde está?
– Vaya pregunta. Pasa.
Obedecí y entré en el apartamento, porque no sabía qué otra cosa hacer. Junto a la puerta había una mochila enorme y gastada y una maleta abierta. Había ropa esparcida por el suelo.
– Lo siento -dijo la chica señalando el desorden-. Acabo de llegar de Lima. Estoy hecha polvo. Hay café en la cafetera. -Me tendió la mano y agregó-: Me llamo Deborah.
– Yo soy Alice.
Miré hacia donde estaba la cama. Deborah me ofreció una silla que yo ya conocía y me sirvió café en una taza que yo ya conocía. Ella también se sirvió. Me ofreció un cigarrillo. Yo lo rechacé, y ella lo encendió.
– Eres amiga de Adam -aventuré.
Ella exhaló una densa nube de humo y se encogió de hombros.
– He escalado con él un par de veces. Hemos formado parte de los mismos equipos. Sí, soy amiga suya. -Dio otra honda calada e hizo una mueca de disgusto-. Madre mía, tengo un jet lag de miedo. Y el aire de aquí. Hacía un mes y medio que no bajaba de los tres mil metros. ¿Y tú? ¿También eres amiga de Adam?
– Sí, pero desde hace poco -contesté.
– Ya.
Esbozó lo que interpreté como una sonrisa de complicidad que me hizo sentir muy incómoda, pero le sostuve la mirada hasta que su gesto se suavizó y se convirtió en algo más amistoso y menos burlón.
– ¿Estuviste con él en el Chunga… como se llame? -O: ¿has tenido una aventura con él? ¿También eres su amante?
– Chungawat. ¿Te refieres al año pasado? No, por Dios. Yo no hago cosas así.
– ¿Por qué no?
Soltó una carcajada y dijo:
– Si Dios hubiera querido que subiéramos a más de ocho mil metros, nos habría hecho diferentes.
– Ya sé que Adam participó en esa desastrosa expedición el año pasado.
Intentaba aparentar serenidad, como si hubiera llamado a la puerta sólo para tomarme el café y charlar un rato con ella. «¿Dónde estará? -me preguntaba -. Tengo que verlo ahora mismo, antes de que sea demasiado tarde, aunque quizá ya sea demasiado tarde.»
– ¿Que participó? ¿No sabes qué pasó?
– Sé que murieron varias personas.
Deborah encendió otro cigarrillo.
– Cinco personas. La médica de la expedición, que era… -me miró, vacilante-… amiga íntima de Adam. Y cuatro clientes.
– Qué horror.
– No me refería a eso. -Dio una honda calada al cigarrillo, y prosiguió-: ¿Quieres que te lo cuente? -Asentí con la cabeza. Pero ¿dónde está? Deborah se apoyó en el respaldo, tomándose su tiempo-. Cuando estalló la tormenta, el líder, Greg McLaughlin, uno de los mejores especialistas del mundo en el Himalaya, que creía que había ideado un método infalible para llevar escaladores inexpertos a la montaña, quedó fuera de combate. Sufrió una grave hipoxia, o lo que sea. Adam lo llevó hasta abajo y tomó el mando de la expedición. El otro guía profesional, un francés llamado Claude Bresson, un excelente alpinista, estaba hecho polvo, alucinando. -Deborah se dio unas palmaditas en el pecho-. Tenía un edema pulmonar. Adam lo bajó al campamento. Quedaban los once clientes a la intemperie. Estaba oscuro, y la temperatura era de cincuenta grados bajo cero. Adam volvió con oxígeno y los bajó en grupos. Bajaba a un grupo y volvía a subir. Ese tipo es como un toro. Pero uno de los grupos se perdió. Adam no los encontró. Y solos no pudieron sobrevivir.
– ¿Por qué hace la gente esas cosas?
Deborah se frotó los ojos. Parecía tremendamente cansada. Señalando con el cigarrillo, dijo:
– ¿Te refieres a por qué lo hace Adam? Sólo te puedo contar por qué lo hago yo. Cuando estudiaba medicina tenía un novio que era alpinista. Y a veces iba a escalar con él. Conviene que haya un médico en el grupo. Así que de vez en cuando hago alguna escalada. A veces me quedo en el campamento base. Otras veces subo con los demás.
– ¿Con tu novio?
– No, mi novio murió.
– Vaya, lo siento.
– Fue hace mucho tiempo.
Hubo un silencio. Intenté pensar algo que decir.
– Eres norteamericana, ¿no?
– Canadiense. Soy de Winnipeg. ¿Sabes dónde está Winnipeg?
– No.
– En otoño cavan las tumbas para el invierno. -Debí de poner cara de no entender nada-. La tierra se congela. Calculan cuánta gente se va a morir durante el invierno, y cavan las tumbas. Criarse en Winnipeg tiene sus inconvenientes, pero al menos se aprende a respetar el frío. -Se puso el cigarrillo en los labios y levantó las manos-. Mira: ¿qué ves?
– No lo sé.
– Diez dedos. Enteritos.
– A Adam le faltan varios dedos de un pie -dije. Deborah esbozó una sonrisa acusadora, y yo sonreí, un tanto arrepentida-. No quiero decir que lo haya visto. Podría habérmelo contado.
– Sí, ya. Eso es diferente. Eso fue una decisión voluntaria. Mira, Alice, esa gente tuvo mucha suerte de que Adam estuviera allí. ¿Alguna vez has estado en la montaña durante una tormenta?
– Creo que nunca he estado en una montaña, ni siquiera sin tormenta.
– No ves nada, no oyes nada, no sabes dónde es arriba y dónde es abajo. Necesitas material y experiencia, pero con eso no basta. No sé qué es. Hay gente que conserva la calma y razona. Adam es así.
– Sí -coincidí, e hice una pausa para no parecer demasiado impaciente. Luego añadí-: ¿Sabes dónde puedo encontrarlo?
Deborah reflexionó un momento.
– Es un hombre muy escurridizo -dijo-. Creo que iba a reunirse con alguien en una cafetería de Notting Hill Gate. ¿Cómo se llamaba? Espera. -Cruzó la habitación y volvió con una guía telefónica-. Aquí está. -Anotó un nombre y una dirección en un sobre usado.
– ¿Cuándo tiene que ir a esa cafetería?
Deborah miró su reloj y respondió:
– Ahora, creo.
– Será mejor que me marche.
Me acompañó a la puerta.
– Si no lo encuentras allí, conozco a gente que quizá sepa dónde está. Te voy a dar mi número de teléfono. -Entonces sonrió y dijo-: ¡Pero si ya lo tienes! ¿No?
Mientras iba por Bayswater Road, en el taxi me preguntaba si Adam estaría en la cafetería. Imaginé diferentes situaciones: «No está, y me paso varios días viviendo en hoteles y deambulando por las calles. Está, pero con una chica, y tengo que espiarlos para averiguar qué pasa, y luego sigo a Adam hasta que puedo hablar con él a solas». Guié al taxi para que me dejara más allá de la cafetería de All Saints Road, y luego retrocedí a pie, con cautela. Lo vi enseguida, sentado junto a la ventana. Y no estaba con ninguna chica. Estaba con un hombre negro con el pelo rastafari recogido en una coleta. En el taxi también me había planteado varias formas de abordar a Adam, que no me hicieran parecer una espía, pero no se me había ocurrido nada. De cualquier modo, todas las estrategias posibles habrían resultado inútiles, porque en cuanto vi a Adam, él me vio también a mí; bajó la vista y volvió a mirarme, como en las películas. Allí plantada, con todas mis pertenencias (las bragas, la camisa, unos cuantos artículos nuevos de maquillaje) en una bolsa de Gap, me sentí como una niña abandonada de una novela de Dickens. Vi que Adam le decía algo al hombre que estaba con él, y que luego se levantaba y salía de la cafetería. Durante unos inquietantes diez segundos el hombre se volvió y me miró, evidentemente, pensando: «¿Quién cono es ésa?».
Y entonces apareció Adam. Había estado pensando qué íbamos a decirnos, pero él no pronunció ni una sola palabra. Me cogió la cara con sus grandes manos y me besó con fuerza. Solté la bolsa que llevaba en la mano y lo abracé, pegándome a su viejo jersey y al fuerte cuerpo que había debajo. Finalmente nos separamos, y él me miró con gesto especulativo.
– Deborah me ha dicho que te encontraría aquí.
Rompí a llorar. Saqué un pañuelo del bolsillo y me soné la nariz. Adam no me abrazó ni me dijo: «Cálmate, cálmate». Se quedó mirándome como si yo fuera algún animal exótico que lo fascinaba, y como si sintiera curiosidad por saber qué iba a hacer a continuación. Me serené para decir lo que tenía que decir:
– Quiero decirte una cosa, Adam. Lamento haberte enviado aquella carta. Ojalá no lo hubiera hecho. -Adam seguía mudo. Hice una pausa y añadí-: He dejado a Jake. He pasado la noche en un hotel. No te lo cuento para presionarte. Sólo dime que me vaya y me iré, y no volverás a verme nunca.
El corazón me latía muy deprisa. Adam tenía la cara muy cerca de la mía, tan cerca que notaba su aliento.
– ¿Quieres que te diga que te vayas?
– No.
– Entonces ¿eres toda mía?
Tragué saliva y contesté:
– Sí.
– Estupendo.
No parecía sorprendido, ni contento. Era como si se hubiera comprobado algo que para él era obvio. Quizá lo era.
Miró hacia la ventana de la cafetería, y»luego volvió a mirarme a mí.
– Ése es Stanley. Date la vuelta y salúdalo. -Lo saludé, nerviosa, con la mano. Stanley me devolvió el saludo levantando el pulgar-. Nos quedaremos en un piso que hay a la vuelta de la esquina. Es de un amigo de Stanley. -«Nos quedaremos.» Al oír esas palabras sentí una oleada de placer sexual. Adam le hizo una seña a Stanley con la cabeza-. Stanley nos ve hablar, pero no sabe leer los labios. Entraremos un momento, y luego te voy a llevar al piso y te voy a follar. Te va a doler.
– Vale -dije-. Puedes hacer conmigo lo que quieras.
Adam se inclinó y volvió a besarme. Me puso una mano en la espalda, y luego la deslizó por debajo de mi camisa. Noté sus dedos bajo el cierre de mi sujetador, y una uña que me recorría la columna. Me pellizcó con fuerza. Solté un quejido.
– Me has hecho daño -dije.
Adam me acarició una oreja con los labios.
– Y tú a mí -susurró.