– La señora tiene los pies estrechos, señor Tallis.
Me sujetaba el pie como si fuera un trozo de arcilla, dándole vueltas con sus delgadas manos.
– Sí, bueno, quiero que le sujeten bien el tobillo, para que no le salgan ampollas, ¿de acuerdo?
Nunca había entrado en una de aquellas tiendas, aunque las había visto y me había asomado a sus lujosas y débilmente iluminadas profundidades. No me estaba probando unos zapatos, sino que me tomaban medidas para hacérmelos. Mi calcetín, de color violeta y gastado, parecía un guiñapo en aquel entorno.
– Y el empeine es alto.
– Sí, ya me he fijado.
Adam me sujetó el otro pie y lo examinó. Me sentía como un caballo al que están herrando.
– ¿En qué tipo de bota había pensado?
– Verá, como yo nunca he…
– De senderismo, sencilla. Bastante alta, para sujetar el tobillo. Y ligera -contestó Adam con firmeza.
– ¿Como las que hice para…?
– Sí.
– Las que hizo ¿para quién? -pregunté.
Ambos hicieron caso omiso de mi pregunta. Retiré los pies de sus manos y me levanté.
– Las necesito para el viernes que viene -dijo Adam.
– El viernes que viene es la boda.
– Por eso las necesito para el viernes -dijo él, como si fuera obvio-. Así podremos ir a pasear el fin de semana.
– Ah -dije.
Yo me había imaginado una luna de miel de dos días en la cama, con champán y salmón ahumado, y baños calientes entre polvo y polvo.
Adam me miró y dijo:
– El domingo voy a hacer una demostración de alpinismo en Lake District -me explicó brevemente-. Puedes venir conmigo.
– Ah, muy conyugal -comenté-. Y yo ¿no tengo ni voz ni voto en todo esto?
– Vamos. Tenemos prisa.
– ¿Adónde vamos ahora?
– Ya te lo explicaré en el coche.
– ¿En qué coche?
Era como si viviera a base de trueques. El piso donde vivía era de un amigo suyo. El coche aparcado en la calle pertenecía a un compañero de expediciones. Todo su material estaba repartido por los desvanes de varios colegas. Yo no entendía cómo podía saber dónde tenía las cosas. Cuando necesitaba trabajo, corría la voz. Siempre había alguien dispuesto a hacerle un favor para agradecerle algo que Adam había hecho en tal o cual montaña. Había evitado que a alguien se le congelara un pie, había guiado a los demás por un tramo difícil, había impuesto su serenidad en un momento de tensión, había sabido actuar durante una tormenta, había salvado una vida.
Yo intentaba no verlo como un héroe. No quería estar casada con un héroe. Esa idea me asustaba, me excitaba y marcaba una sutil y erótica distancia entre nosotros. Sabía que lo miraba de otra forma después de leer el libro. Su cuerpo, que hasta veinticuatro horas atrás era para mí únicamente el cuerpo que me proporcionaba placer, se había convertido en el cuerpo capaz de soportar lo que nadie más podía soportar. Su belleza, que me había seducido, adquiría ahora connotaciones milagrosas. Había escalado con un frío de mil demonios, con un aire irrespirable, azotado por el viento y el dolor, y sin embargo no parecía afectado por ello. Ahora que lo sabía, veía aquella carga de valor temerario y sereno en todo lo que Adam hacía.
Cuando me miraba con aire pensativo, o cuando me tocaba, yo no podía evitar pensar que era el objeto de deseo que él tenía que conquistar y por el que tenía que arriesgarse. Y quería que me conquistara. Quería que me atacara y me venciera. Me gustaba que me hiciera daño, y me gustaba defenderme para luego rendirme. Pero ¿y después, cuando ya me hubiera dominado y exhibido como trofeo? ¿Qué sería de mí entonces? Mientras caminábamos por la nieve medio derretida hacia el coche prestado, a sólo seis días de nuestra boda, me preguntaba cómo podría vivir sin la obsesión de Adam.
– Es éste.
Era un Rover negro muy viejo, con asientos de cuero mullidos y un precioso salpicadero de nogal. Olía a tabaco. Adam me abrió la puerta, y luego se sentó al volante como si el coche fuera suyo. Puso el motor en marcha y se sumergió en el tráfico del sábado por la mañana.
– ¿Adónde vamos?
– Cerca de Sheffield, en Peak District.
– ¿Qué es esto? ¿Un viaje sorpresa?
– Vamos a ver a mi padre.
La casa era impresionante, aunque un tanto lóbrega, y se erigía en un terreno llano, expuesta a los vientos por los cuatro costados. Supongo que era bonita en su originalidad, pero aquel día yo no necesitaba austeridad, sino comodidad. Adam aparcó a un lado de la casa, junto a unos destartalados cobertizos. Unos enormes y livianos copos de nieve caían lentamente del cielo. Me imaginé que en cualquier momento saldría un perro corriendo y ladrándonos, o que un criado anticuado nos recibiría en la puerta. Pero nadie nos saludó, y tuve la inquietante sensación de que allí no había nadie.
– ¿Sabía tu padre que íbamos a venir? -pregunté.
– No.
– ¿Sabe lo nuestro, Adam?
– No. Por eso hemos venido.
Fue hacia la puerta de la casa, llamó y luego la abrió.
Dentro hacía mucho frío y estaba muy oscuro. El recibidor era un cuadrado frío con suelo de madera, y con un reloj de pie en un rincón. Adam me cogió por el codo y me condujo a un salón lleno de butacas y sofás viejos. Al fondo de la habitación había una enorme chimenea, pero daba la impresión de que hacía años que no se utilizaba. Me ceñí el abrigo. Adam se quitó la bufanda y me la puso al cuello.
– No nos quedaremos mucho rato, cariño -me tranquilizó.
La cocina, con sus frías baldosas y sus revestimientos de madera, también estaba vacía, aunque en la mesa había un plato con migas y un cuchillo. El comedor ofrecía el aspecto de esas habitaciones que sólo se utilizan una vez al año. En la mesa, redonda y brillante, había velas nuevas, y también en el austero aparador de caoba.
– ¿Te criaste en esta casa? -pregunté, porque no podía imaginarme que alguna vez hubiera habido niños jugando por allí.
Adam asintió con la cabeza y señaló una fotografía en blanco y negro que había en la repisa de la chimenea. Un hombre vestido de uniforme, una mujer y, entre ellos, un niño posando delante de la casa. Los tres tenían un aire muy serio y formal. Los padres parecían mayores de lo que yo me había imaginado.
– ¿Eres tú? -Cogí la fotografía y la acerqué a la luz para verla mejor. Adam debía de contar unos nueve años; tenía el cabello oscuro y el entrecejo fruncido. La madre apoyaba las manos en sus hombros-. Estás igual, Adam. Te habría reconocido en cualquier sitio. Qué guapa era tu madre.
– Sí, era muy guapa.
Arriba, en las habitaciones, todas las camas eran individuales y estaban hechas, y en las repisas de todas las ventanas había ramos de flores secas.
– ¿Cuál era tu habitación? -le pregunté a Adam.
– Ésta.
Eché un vistazo a las blancas paredes, el edredón amarillo, el armario vacío, el insulso cuadro de un paisaje, el pequeño espejo.
– Pero si aquí no hay rastro de ti -observé. Adam parecía cada vez más impaciente-. ¿Cuándo te marchaste?
– ¿Definitivamente? Creo que a los quince, pero cuando tenía seis años me enviaron a un internado.
– ¿Adónde fuiste cuando tenías quince años?
– Estuve en varios sitios.
Yo estaba empezando a entender que las preguntas directas no eran un buen método para obtener información de Adam.
Entramos en otra habitación, la de su madre. Había un retrato suyo colgado en la pared y, junto a las flores secas, unos guantes de seda doblados, lo cual me pareció un detalle extraño.
– ¿La quería mucho tu padre? -pregunté.
Adam me miró de forma extraña y contestó:
– No, creo que no. Mira, ahí está.
Me acerqué a la ventana. Un hombre muy mayor cruzaba el jardín en dirección a la casa. Tenía el blanco cabello y los hombros salpicados de nieve. No llevaba abrigo. Era tan delgado que casi parecía transparente, pero caminaba bastante erguido. Aferraba un bastón, pero lo utilizaba para ahuyentar a las ardillas que trepaban por las viejas hayas.
– ¿Cuántos años tiene tu padre, Adam? -pregunté.
– Unos ochenta. Yo nací cuando mis padres ya no esperaban tener más hijos. La menor de mis hermanas tenía dieciséis años.
El padre de Adam (me dijo que lo llamara coronel Tallis) me pareció asombrosamente anciano. Tenía la piel blanca y apergaminada, y manchas de vejez en las manos. Los ojos eran azules, como los de Adam, pero un tanto turbios. Estaba delgadísimo, y los pantalones le hacían unas bolsas enormes. No pareció muy sorprendido de vernos.
– Te presento a Alice -le dijo Adam-. Me caso con ella el viernes que viene.
– Buenas tardes, Alice -dijo el coronel-. Conque rubia, ¿eh? Así que te vas a casar con mi hijo. -Me miró con un aire casi rencoroso. Luego miró a Adam y dijo-. En ese caso, sírveme un whisky.
Adam salió de la habitación. Yo no sabía de qué hablar con aquel anciano, y él no mostraba excesivo interés en hablar conmigo.
– Ayer maté tres ardillas -declaró de pronto, tras un largo silencio-. Con trampas, ¿sabes?
– Ah.
– Sí, las alimañas. Pero siguen viniendo. Como los conejos. Maté seis.
Adam regresó con tres vasos de whisky. Le dio uno a su padre y otro a mí.
– Bébetelo y nos iremos -me dijo.
Bebí. No sabía qué hora era, pero fuera empezaba a oscurecer. No sabía qué hacíamos allí, y quizá habría preferido no haber ido, aunque ahora tenía una nueva y vivida imagen de Adam cuando era niño: solitario, con unos padres ancianos, huérfano de madre a los doce años, viviendo en una casa enorme y fría. ¿Cómo debía de sentirse, creciendo solo con aquel padre? El whisky me quemaba la garganta y me calentaba el pecho. Estaba en ayunas, y evidentemente allí no iba a comer nada. Me di cuenta de que ni siquiera me había quitado el abrigo. Pero ahora ya no tenía mucho sentido hacerlo.
El coronel Tallis también se bebió su whisky, sentado en el sofá y sin decir nada. De repente echó la cabeza hacia atrás, separó ligeramente los labios, y emitió un potente ronquido. Le quité el vaso vacío de la mano y lo dejé en la mesita que había junto al sofá.
– Ven aquí -dijo Adam-. Ven conmigo.
Subimos otra vez por la escalera y entramos en un dormitorio. El antiguo dormitorio de Adam. Cerró la puerta y me tumbó en la estrecha cama. La cabeza me daba vueltas.
– Tú eres mi hogar -dijo con vehemencia-. ¿Lo entiendes? Mi único hogar. No te muevas. No te muevas ni un centímetro.
Cuando volvimos a bajar, el coronel se despertó un momento.
– ¿Ya os vais? -nos preguntó. Y agregó-: Volved cuando queráis.
– Sírvete un poco más de pastel de carne, Adam.
– No, gracias.
– O un poco de ensalada. Come un poco de ensalada, por favor. Ya sé que he hecho demasiada. Nunca acierto la cantidad. Pero para eso están los congeladores.
– No, gracias, de verdad.
Mi madre estaba colorada por los nervios, y muy parlanchina. Mi padre, taciturno como siempre, apenas había abierto la boca. Sentado a la cabecera de la mesa, comía a su aire.
– ¿Vino?
– No, gracias.
– A Alice, cuando era pequeña, le encantaba mi pastel de carne, ¿verdad, cariño?
La consumían los nervios. Le sonreí, pero no se me ocurrió nada que decir, porque yo, contrariamente a lo que le ocurre a ella, me quedo muda cuando estoy nerviosa.
– Ah, ¿sí? -De pronto, inesperadamente, el rostro de Adam se iluminó-. ¿Qué otras cosas le gustaban?
– Los merengues. -El rostro de mi madre se relajó, por el alivio que suponía haber encontrado un tema de conversación-. Y el cerdo asado, sobre todo la piel crujiente. Y mi pastel de moras y manzana. La tarta de plátano. Era muy flacucha, pero no te imaginas lo que podía llegar a comer.
– Es verdad -confirmé.
Adam me puso una mano sobre la rodilla. Noté que me ruborizaba. Mi padre tosió solemnemente y abrió la boca para decir algo. Adam deslizó la mano por debajo del dobladillo de mi falda y me acarició el muslo.
– Parece una decisión un tanto precipitada -declaró mi padre.
– Sí -coincidió rápidamente mi madre-. Estamos muy contentos, por descontado, y estoy segura de que Alice será feliz, y de todos modos es su vida, y puede hacer con ella lo que quiera, pero ¿por qué tanta prisa? Si estáis seguros el uno del otro, ¿por qué no esperar un poco, y entonces…?
Adam subió un poco más la mano, hasta tocarme el pubis con el pulgar. Yo me quedé inmóvil, con el corazón latiéndome violentamente.
– Nos casamos el viernes -dijo-. Es precipitado porque el amor es precipitado. -Miró a mi madre con una dulce sonrisa en los labios-. Ya sé que no es fácil acostumbrarse.
– ¿Y no queréis que vayamos a la ceremonia? -dijo mi madre, con voz tensa.
– No es que no queramos que vengáis, mamá, pero…
– Dos testigos de la calle -dijo Adam fríamente-. Dos desconocidos; de ese modo todo quedará entre Alice y yo. Eso es lo que queremos. -Me miró a los ojos, y tuve la sensación de que me estaba desnudando delante de mis padres-. ¿No es así?
– Sí -contesté-. Así es, mamá.
En mi antiguo dormitorio, museo de mi infancia, Adam examinaba cada objeto como si fuera una pista. Mis diplomas de natación. Mi viejo osito de peluche, al que le faltaba una oreja. Mis viejos elepés. Mi raqueta de tenis, que seguía en un rincón de la habitación, junto a la papelera de mimbre que había hecho en el colegio. Mi colección de conchas. Mi muñeca de porcelana, regalo de mi abuela cuando tenía seis años. Un joyero con forro de seda rosa, donde sólo había un collar de cuentas. Pegó la cara contra mi viejo albornoz, que seguía colgado en la puerta. Desenrolló una fotografía escolar de 1977, y me localizó rápidamente, sonriendo con aire inseguro en la segunda hilera. Encontró la fotografía en que aparecíamos mi hermano y yo, con quince y catorce años respectivamente, y la examinó con gran atención, frunciendo el entrecejo, mirándome a mí y luego otra vez la fotografía. Lo tocó todo, pasó los dedos por todas las superficies. Pasó los dedos por mi cara, explorando cada defecto y cada imperfección.
Paseamos por el río, caminando sobre el barro helado; nuestras manos se rozaban, y unas corrientes eléctricas me recorrían la columna, mientras el viento me azotaba la cara. Nos paramos los dos a la vez, y nos quedamos contemplando el agua marrón que fluía lentamente, llena de burbujas que destellaban, fragmentos de escombros y repentinos remolinos.
– Ahora eres mía -dijo-. Eres mi amor.
– Sí -dije yo-. Sí, soy tuya.
El domingo por la noche, cuando llegamos al apartamento, tarde y soñolientos, pisé algo en la estera al cruzar la puerta. Era un sobre marrón sin nombre ni dirección. «Apartamento 3», rezaba. Nuestro apartamento. Lo abrí y extraje una hoja de papel. El mensaje estaba escrito con rotulador negro:
SÉ DÓNDE VIVES
Le di la hoja a Adam. Él la miró e hizo una mueca de desprecio.
– Se ha cansado de llamar por teléfono -comenté.
Ya me había acostumbrado a aquellas silenciosas llamadas, que se repetían día y noche. Pero aquello parecía diferente.
– Alguien ha venido hasta nuestra puerta -dije-. Alguien ha deslizado ese sobre por debajo de nuestra puerta.
Adam no parecía impresionado.
– Los agentes inmobiliarios también lo hacen, ¿no?
– ¿No crees que deberíamos llamar a la policía? Es absurdo que no hagamos nada.
– ¿Y qué vamos a decirles? ¿Que alguien sabe dónde vivimos?
– Supongo que se refiere a ti.
– Eso espero -dijo Adam adoptando una expresión seria.