– ¿Falta mucho?
Intenté hablar con voz firme, pero me salió entrecortada, y me dolió el pecho por el esfuerzo.
– Sólo unos doce kilómetros -contestó Adam volviéndose hacia mí-. Si pudieras andar un poco más deprisa llegaríamos antes de que empiece a oscurecer. -Me miró sin apasionamiento; luego se quitó la mochila, en la que llevaba mis cosas además de las suyas, y sacó un termo-. Bebe un poco de té y come un poco de chocolate -dijo.
– Gracias. Menuda luna de miel, cariño. Y yo que soñaba con una cama con dosel y ríos de champán. -Cogí la taza de plástico sin quitarme los guantes-. ¿Ya hemos hecho el tramo más empinado?
– Esto es un paseo, corazón. Hemos de subir hasta allí.
Giré la cabeza para mirar hacia donde Adam señalaba. El viento me azotó la cara; tenía la barbilla cortada.
– Ni hablar -dije-. Allí subirás tú. Conmigo no cuentes.
– ¿Estás cansada?
– ¿Cansada? No, qué va, si estoy en muy buena forma. ¿No ves que cada día voy andando hasta la estación del metro? Tengo ampollas en los pies. Me duelen las pantorrillas. Tengo una punzada en el costado, como si me estuvieran clavando un cuchillo. Se me ha congelado la nariz y tengo los dedos entumecidos. Y me dan miedo las alturas. Yo me quedo aquí.
Me senté en la fina capa de nieve y me metí dos onzas de chocolate, duro y frío, en la boca.
– ¿Aquí?
Adam recorrió con la mirada el solitario páramo bordeado de colinas recortadas. Por lo visto, en verano pasaban por allí muchos excursionistas; pero no un sábado de finales de febrero, cuando la hierba estaba helada y sólo unos pocos árboles pelados se alzaban contra el viento. El vaho que expulsábamos al respirar formaba volutas que se destacaban contra el cielo gris.
– Está bien. Seguiré andando. Sólo quería protestar.
Adam se sentó a mi lado y se puso a reír. Creo que era la primera vez que lo oía reír de verdad.
– Me he casado con una blandengue -dijo, como si fuera lo más gracioso del mundo-. Me paso la vida escalando montañas, y me caso con una mujer que no puede subir una pendiente suave sin que le dé flato.
– Sí, y yo me he casado con un hombre que me lleva a escalar con un tiempo de mil demonios y que cuando lo empiezo a pasar mal se ríe de mí -lo reprendí.
Adam se levantó y me ayudó a ponerme en pie. Me arregló los guantes para que no quedara espacio entre ellos y las mangas de mi chaqueta. Sacó una bufanda de la mochila y me la enrolló al cuello. Me ató más fuerte los lazos de las botas, para que no me bailaran los pies dentro de ellas.
– Y ahora -dijo- intenta coger un ritmo. No corras demasiado. Coge un paso y mantenlo. No fuerces la respiración. No mires hacia dónde vas; preocúpate sólo de poner un pie detrás del otro, como si fuera una meditación. ¿Estás lista?
– Sí, mi capitán.
Reanudamos la marcha por el sendero, que se iba haciendo más empinado, hasta que casi tuvimos que subir gateando. Por momentos daba la impresión de que Adam aminoraba la marcha, pero entonces arrancaba y, en cuestión de segundos, se adelantaba un buen tramo. Yo no intentaba alcanzarlo, pero procuraba seguir sus instrucciones. Izquierdo, derecho; izquierdo, derecho. Me goteaba la nariz, y tenía los ojos legañosos. Me dolían las piernas, y las notaba muy pesadas. Me puse a hacer cálculos mentales. Intenté cantar una canción sobre los elementos químicos que había cantado en un festival escolar. «Antimonio, arsénico, aluminio, selenio…» ¿Qué más? De todos modos, no tenía aliento para cantar. De vez en cuando tropezaba con las piedras del camino, o me enganchaba con las zarzas. No alcancé el punto de la meditación, pero seguía adelante; al cabo de un rato la punzada del costado se redujo a un dolor ligero, las manos se me calentaron y el aire ya no me hacía tanto daño al respirar.
Cuando llegamos a la cima de la colina, Adam me hizo parar y mirar alrededor.
– Es como si estuviéramos solos en el mundo -observé.
– Sí, de eso se trata.
Empezaba a oscurecer cuando vimos la cabaña, un poco más abajo.
– ¿Para qué se utiliza? -pregunté mientras descendíamos hacia allí, sorteando árboles raquíticos y enormes rocas en la penumbra.
– Es una cabaña de alpinistas y excursionistas. Pertenece al Club Alpino. Los socios pueden utilizarla. Tengo una llave.
– Se dio unas palmaditas en el bolsillo de la chaqueta. Dentro hacía mucho frío, y no había muchas comodidades. Adam encendió una gran lámpara de gas que colgaba de una de las vigas, y yo me quedé mirando las estrechas repisas de madera distribuidas por las paredes de la habitación, donde se suponía que teníamos que dormir, la chimenea vacía y el pequeño lavabo con un solo grifo de agua fría.
– ¿No hay nada más?
– No.
– ¿Dónde está el cuarto de baño?
– Allí. -Señaló la puerta por la que habíamos entrado, y el exterior nevado.
– Vaya. -Me senté en una de las duras camas-. Qué acogedor.
– Espera un momento.
En un rincón había varias cajas con troncos y astillas. Acercó una de las cajas a la chimenea y empezó a partir astillas, con las que hizo un montón sobre varias hojas de periódico arrugadas. Luego puso varios troncos encima. Encendió una cerilla y prendió fuego al papel; las llamas empezaron a lamer la madera. Al principio, el fuego era muy luminoso, pero apenas calentaba; sin embargo, al cabo de un rato producía suficiente calor para que me planteara quitarme la chaqueta y los guantes. La cabaña era pequeña y estaba bien aislada: sólo tardaría una media hora en calentarse.
Adam desató el pequeño hornillo de gas que llevaba colgado de la base de la mochila, desplegó el soporte y lo encendió. Llenó de agua una vieja tetera de cobre y la colocó sobre el hornillo. Sacó los dos sacos de dormir y abrió las cremalleras para convertirlos en edredones, que colocó en el suelo, delante del fuego.
– Ven a sentarte aquí -dijo.
Me quité la chaqueta y me senté con él junto al fuego. Adam sacó una botella de whisky del fondo de la mochila, y luego un salami y una de esas navajas prodigiosas que llevan incorporados sacacorchos, abridor y brújula. Se puso a cortar gruesas lonchas de salami, que fue colocando sobre el papel encerado. Abrió la botella de whisky y me la pasó.
– La cena está servida -anunció.
Bebí un sorbo de whisky y comí un par de lonchas de salami. Eran las siete de la tarde, y reinaba un silencio absoluto. Yo nunca había experimentado un silencio como aquél, tan denso y completo. Fuera estaba totalmente oscuro, y lo único que se veía eran las estrellas. Tenía ganas de orinar. Me levanté y fui hacia la puerta; al abrirla me golpeó una ráfaga de aire helado. Cerré la puerta y eché a andar en la oscuridad. Me estremecí al pensar que estábamos completamente solos y que a partir de ese momento siempre estaríamos solos. Oí a Adam salir de la cabaña y cerrar la puerta. Noté sus brazos que me abrazaban por detrás, apretándome contra su sólido calor.
– Volverás a enfriarte -dijo.
– No sé si me gusta mucho esto, Adam.
– Entra, amor mío.
Bebimos más whisky y contemplamos las formas que dibujaban las llamas. Adam echó más troncos al fuego. Ahora hacía bastante calor, y un agradable olor a resina impregnaba la pequeña habitación. Estuvimos mucho rato sin hablar y sin tocarnos. Cuando Adam apoyó una mano sobre mi brazo, se me puso la piel de gallina. Nos desnudamos por separado, contemplándonos el uno al otro. Nos sentamos, desnudos y con las piernas cruzadas, cara a cara, mirándonos a los ojos. Me sentía tímida, cohibida. Adam me levantó la mano en que llevaba mi nueva alianza de oro, se la acercó a la boca y la besó.
– ¿Confías en mí? -me preguntó.
– Sí. -Aunque habría podido decir: No, no, no, no.
Adam me pasó la botella de whisky y bebí un sorbo que me abrasó por dentro.
– Quiero hacerte una cosa que nadie te ha hecho nunca.
No dije nada. Era como si estuviera soñando. Como si estuviera en una pesadilla. Nos besamos, pero muy suavemente. Adam me acarició los pechos y luego descendió hacia mi vientre. Yo recorrí su columna con los dedos. Nos abrazamos con cuidado. Yo tenía una mitad del cuerpo, la que estaba cerca del fuego, ardiendo, y la otra mitad helada. Adam me dijo que me tumbara, y le obedecí. Quizá había bebido demasiado whisky y había comido muy poco salami. Tenía la sensación de que estaba suspendida sobre un abismo, en medio de una gélida oscuridad. Cerré los ojos, pero él me giró la cara y me dijo:
– Mírame.
Adam tenía la cara en sombras, y yo sólo distinguía algunas partes de su cuerpo. Empezó muy suavemente, y poco a poco se fue haciendo salvaje, cada vez más doloroso. Me acordé de Lily y de sus marcas en la espalda. Me imaginé a Adam escalando aquellas montañas tan altas, en medio de una atmósfera de miedo y muerte. ¿Qué hacía yo allí, en medio de aquel silencio brutal? ¿Por qué le dejaba hacerme aquello, y qué me había pasado para permitírselo? Volví a cerrar los ojos, y esta vez Adam no me pidió que los abriera. Puso las manos alrededor de mi cuello y dijo:
– Ahora no te muevas. No te preocupes.
Empezó a apretar. Quería decirle que parara, pero no lo hice, no pude. Me quedé tumbada sobre los sacos de dormir, junto al fuego, y Adam siguió apretando. Yo tenía los ojos cerrados y las manos quietas: era mi regalo de bodas, mi confianza. Las llamas danzaban sobre mis párpados cerrados, y mi cuerpo se contorsionaba bajo el cuerpo de Adam, como si yo no tuviera control sobre él. Notaba la sangre circulando por mi cuerpo, los latidos de mi corazón, el bramido de mi cabeza. Aquello ya no era ni placer ni dolor. Me encontraba en otro sitio, en otro mundo donde todos los límites se habían desvanecido. Dios mío. Ahora tendría que parar. Tenía que parar. La oscuridad se agolpaba tras las relucientes líneas de la pura sensación.
– Ya está, Alice.
Me estaba llamando.
Retiró las manos de mi garganta, se inclinó sobre mí y me besó en el cuello. Abrí los ojos. Me sentía mareada, cansada, triste y vencida. Adam me incorporó y me abrazó. Ya no tenía náuseas, pero me dolía mucho la garganta y tenía ganas de llorar. Quería irme a casa. Adam cogió la botella de whisky, bebió un sorbo y luego me la acercó a los labios y la inclinó para que bebiera, como si yo fuera una niña pequeña. Me tumbé sobre los sacos de dormir; él me tapó y permanecí allí un rato, contemplando las llamas, mientras él, sentado a mi lado, me acariciaba el cabello. Me quedé dormida lentamente, mientras Adam alimentaba el fuego.
Me desperté de madrugada. Adam estaba tumbado a mi lado, lleno de fuerza y calor. Un hombre del que depender. El fuego se había apagado, aunque todavía había brasas. Sin querer había sacado la mano de debajo del saco, y la tenía fría.