Me tomé la semana libre. «Para preparar la boda», le dije a Mike sin precisar más, aunque no había nada que preparar, íbamos a casarnos por la mañana, en un ayuntamiento que parecía el palacio presidencial de un dictador estalinista. Yo me pondría el vestido de terciopelo que me había comprado Adam («sin nada debajo», me había ordenado), y pediríamos a dos desconocidos que pasaran por la calle que hicieran de testigos en la ceremonia. Por la tarde nos iríamos a Lake District. Adam dijo que quería llevarme a un sitio. Luego volveríamos a casa, y yo iría a trabajar. Tal vez.
– Te mereces unas vacaciones -dijo Mike con entusiasmo-. Últimamente has trabajado mucho.
Lo miré, sorprendida. La verdad es que no había pegado golpe.
– Sí -mentí-, necesito descansar.
Tenía que hacer unas cuantas cosas antes del viernes. La primera hacía tiempo que la estaba aplazando.
Había quedado con Jake en que él estaría allí el martes por la mañana, cuando yo fuera a recoger el resto de mis cosas con una furgoneta alquilada. No es que me interesara mucho recuperarlas, pero tampoco quería que se quedaran en nuestro antiguo piso, como si un día tuviera que regresar a aquella vida, volver a ponerme aquella ropa.
Jake me preparó una taza de café, pero se quedó en la cocina, inclinado con ostentación sobre una carpeta llena de papeles del trabajo, aunque estoy convencida de que no leyó ni una sola línea. Aquella mañana se había afeitado y se había puesto una camisa azul que yo le había regalado. Miré hacia otro lado, intentando no ver su rostro cansado, inteligente y conocido. ¿Cómo se me había ocurrido pensar que quizá fuera él quien hacía aquellas llamadas y enviaba aquellas notas anónimas? Todas mis descabelladas ideas se extinguieron, y me sentí sencillamente aburrida y un poco triste.
Fui todo lo eficiente que pude. Metí la ropa en bolsas de plástico, envolví la porcelana con hojas de periódico y la metí en las cajas de cartón que había llevado; quité libros de los estantes y luego disimulé los espacios vacíos que había dejado. Metí en la furgoneta la silla que utilizaba desde que era estudiante, mi viejo saco de dormir y algunos CD.
– Dejo las plantas, si te parece bien -dije.
– Como quieras.
– Sí. Y si me dejo algo…
– Sé dónde vives -replicó él.
Nos quedamos callados. Me bebí el resto del café, que ya estaba frío, y entonces dije:
– Lo siento mucho, Jake. Es lo único que puedo decir.
Él me miró fijamente, y compuso una débil sonrisa.
– Ya lo superaré, Alice -dijo entonces-. Todavía estoy trastornado, pero ya lo superaré. ¿Y tú? ¿Estarás bien? -Se acercó a mi cara, hasta que ya no pude enfocar la suya.
– No lo sé -contesté, apartándome de él-. Es lo único que puedo hacer.
Había pensado ir a casa de mis padres y dejar allí todo lo que no necesitaba; pero, al igual que no quería que mis cosas me estuvieran esperando en el piso de Jake, tampoco quería que me esperaran en ningún otro sitio. Empezaba de cero. Tenía la vertiginosa sensación de que estaba borrando mi pasado. Me paré en la primera tienda Oxfam que vi y se lo di todo a la sorprendida dependienta: los libros, la ropa, la porcelana, los CD y hasta la silla.
También había quedado con Clive. Me había llamado a la oficina e insistía en que nos viéramos antes de la boda. Acordamos ir a comer el miércoles a una pequeña taberna de Clerkenwell. Nos besamos con torpeza en las mejillas, como un par de amables desconocidos; luego nos sentamos a una pequeña mesa junto a la chimenea y pedimos sopa de alcachofas con trozos de pan moreno y dos copas de vino tinto de la casa.
– ¿Cómo está Gail? -pregunté.
– Supongo que bien. La verdad es que últimamente no la he visto mucho.
– ¿Insinúas que lo vuestro ha terminado?
Clive sonrió con arrepentimiento, y volvió a ser el Clive a quien yo tan bien conocía, y que siempre me había hecho sentir un tanto incómoda.
– Sí, más o menos. Dios mío, Alice, ya sabes que soy un desastre con las mujeres. Me enamoro y, en cuanto la cosa se pone seria, me entra pánico.
– Pobre Gail.
– Pero no he venido para hablar de eso.
Con aire taciturno, Gail metió la cuchara en la sopa, densa y verde.
– Has venido para hablarme de Adam, ¿no?
– Exacto. -Bebió un poco de vino, volvió a remover la sopa, y entonces añadió-: Ahora que estoy aquí, no sé cómo decirlo. Esto no tiene nada que ver con Jake, ¿vale? Se trata de… Bueno, el otro día conocí a Adam, ya lo sabes, y sí, claro, él hacía que el resto de los hombres que había en la fiesta pareciéramos unos monigotes. Pero ¿estás segura de que sabes lo que haces, Alice?
– No, pero eso no importa.
– ¿Qué quieres decir?
– Pues que no importa. -Me di cuenta de que, por primera vez desde que había conocido a Adam, me apetecía hablar sobre lo que sentía-. Mira, Clive, me he enamorado locamente de él. ¿Alguna vez te has sentido tan deseado que…?
– No.
– Fue como un terremoto.
– Antes te reías de mí cuando decía cosas así. Tú hablabas de «confianza» y «responsabilidad». Decías -prosiguió, señalándome con la cuchara- que sólo los hombres dicen cosas como «pasó lo que tenía que pasar» o «fue como un terremoto».
– ¿Qué quieres que te diga?
Clive me miró con fría curiosidad.
– ¿Cómo os conocisteis? -me preguntó.
– Nos cruzamos en la calle.
– ¿Y ya está?
– Sí.
– ¿Os visteis en la calle y os metisteis en la cama?
– Sí.
– Eso es simple lujuria, Alice. No puedes echar a perder toda tu vida por lujuria.
– Vete al cuerno, Clive. -Clive aceptó mi respuesta, así que continué-: Lo es todo para mí. Haría cualquier cosa por él. Es como un hechizo.
– ¿Y te consideras científica?
– Soy científica.
– ¿Por qué parece que estés a punto de llorar?
– Soy feliz -contesté con una sonrisa.
– No eres feliz -me contradijo Clive-. Estás trastornada.
También había quedado con Lily, aunque no sabía por qué. Me había dejado una nota en la oficina, dirigida simplemente a «Alice». Quizá no sabía mi apellido.
«Necesito hablar contigo del hombre que me has robado -rezaba la nota; no sé cómo no la tiré a la basura inmediatamente-. Es urgente, y te ruego que no se lo digas a él.» Daba un número de teléfono.
Pensé en la nota que nos habían pasado por debajo de la puerta. El papel era diferente, la letra pequeña y pulida, como de colegiala. Completamente diferente, pero ¿qué quería decir eso? Cualquiera podía disimular su letra. Me di cuenta de que prefería que el autor fuera Lily a que fuera Jake. Debí enseñársela inmediatamente a Adam, pero no lo hice. Me convencí de que él ya tenía demasiadas preocupaciones. El libro de Klaus iba a publicarse pronto. Dos periodistas habían llamado a Adam; querían conocer su versión de aquel «acto de heroísmo», y le habían hecho preguntas sobre Greg y su responsabilidad moral por la muerte de unos alpinistas aficionados a los que había llevado a la montaña y cuyas vidas no había podido salvar. Adam no estaba de acuerdo con el término «acto de heroísmo», y no quería hacer ningún comentario sobre el comportamiento de Greg. Pero muchas veces oía a Adam hablar de ello con Klaus. Klaus insistía en lo de la cuerda fija; decía que no quería criticar a Greg, pero ¿cómo había podido ser tan descuidado? Adam repetía una y otra vez que a más de ocho mil metros no se puede pedir a la gente que se responsabilice de sus actos.
– Eso nos puede pasar a todos -dijo.
– Pero a ti no te pasó -tercié, y Adam y Klaus me miraron, benévolos y con aires de superioridad.
– Porque yo tuve suerte -replicó Adam-, y Greg no.
No le creí. Y seguía teniendo la impresión de que allí arriba, en la montaña, había pasado algo que a mí se me escapaba. A veces, por la noche, me quedaba mirando a Adam mientras él dormía, con un brazo sobre mi muslo y el otro por encima de la cabeza, la boca ligeramente entreabierta y soplando cada vez que espiraba. ¿Qué sueños lo arrastraban a donde yo no podía seguirlo?
El caso es que decidí ver a Lily sin decírselo a Adam. Quizá sólo quería ver cómo era ella; quizá quería compararme con ella, o tener una imagen del pasado de Adam. La llamé por teléfono, y ella, hablando deprisa y en voz baja y ronca, me dijo que fuera a su apartamento, en Shepherd's Bush, el jueves por la mañana. El día antes de la boda.
Era muy guapa. Claro que era muy guapa. Rubia, alta, con piernas largas, de modelo. Tenía los ojos grises, enormes y separados en una cara pálida y triangular. Llevaba unos vaqueros gastados y, pese al mal tiempo, una camiseta diminuta que dejaba al descubierto un estómago liso y perfecto. Iba descalza, y vi que tenía los pies delgados.
En cuanto la vi lamenté haberme citado con ella. No nos estrechamos la mano, ni nada de eso. Lily me guió hasta su apartamento, en el sótano del edificio, y cuando abrió la puerta retrocedí, horrorizada. El apartamento, pequeño y mal ventilado, estaba hecho una pocilga. Había ropa tirada por todas partes, cuencos sucios amontonados en el fregadero y en la mesa de la cocina; en medio de la sala había un apestoso cajón de arena higiénica para gatos. Por todas partes se veían revistas esparcidas, o trozos de revistas. La cama, en un rincón del salón, era un revoltijo de sábanas sucias y periódicos viejos. Encima de la almohada había un plato con media tostada, y una botella mediada de whisky. En la pared había una enorme fotografía en blanco y negro de Adam, con expresión muy seria; al verla estuve a punto de marcharme de allí. Y entonces empecé a fijarme en otras cosas relacionadas con Adam. En la repisa de la chimenea había varias fotografías, recortadas de libros de alpinismo, en las que aparecía él. Había un recorte amarillento de periódico adherido a la pared, con una fotografía de Adam. Junto a la cama había una de Lily con Adam; él la rodeaba con el brazo, y ella lo miraba embelesada. Cerré los ojos un momento y lamenté que no hubiera ningún sitio donde sentarse.
– Últimamente no he limpiado mucho -comentó Lily.
– Ya.
Nos quedamos de pie.
– Ésa era nuestra cama -dijo.
– Sí -dije. Tenía ganas de vomitar.
– No he cambiado las sábanas desde que él se marchó. Todavía conservan su olor.
– Mira -dije haciendo un esfuerzo, porque tenía la sensación de que había entrado en una pesadilla, y de que estaba atrapada en ella-, me dijiste que tenías que contarme algo urgentemente.
– Me lo robaste -continuó ella, como si yo no hubiera dicho nada-. Él era mío, y apareciste tú y me lo quitaste delante de mis nances.
– No -repuse-. No es verdad. Él me eligió. Nos elegimos mutuamente. Lo siento, Lily. No sabía nada de ti, pero de todos modos…
– Me has destrozado la vida sin pararte siquiera a pensar en mí -prosiguió, y echó un vistazo a su desastroso apartamento-. No te importé nada. -Bajó la voz y, con un tono horrorizado y lánguido, agregó-: Y ahora ¿qué? ¿Qué se supone que tengo que hacer?
– Oye, tengo que irme -dije-. Esto no nos va a ayudar ni a ti ni a mí.
– Mira -dijo Lily, y se quitó la camiseta. Se quedó allí plantada, pálida y delgada. Tenía los pechos pequeños, con grandes pezones marrones. No tuve más remedio que mirar.
Entonces Lily se dio la vuelta. Tenía la espalda cubierta de verdugones morados.
– Esto me lo hizo él -dijo, triunfante-. ¿Qué me dices ahora?
– Tengo que irme -insistí, pero me quedé clavada donde estaba.
– Para demostrarme lo mucho que me quería. Me puso su marca. ¿A ti también te lo ha hecho? ¿No? A mí me lo ha hecho porque le pertenezco. No puede deshacerse de mí así como así.
Fui hacia la puerta.
– Eso no es todo -añadió Lily.
– Nos casamos mañana. -Abrí la puerta.
– Eso no es todo lo que…
Se me ocurrió una cosa.
– ¿Sabes dónde vive? -le pregunté.
Ella se mostró sorprendida.
– ¿Qué quieres decir?
– Nada. Adiós.
Cerré la puerta y subí la escalera a toda prisa. Hasta los gases de los tubos de escape olían a limpio al salir de aquel apartamento.
Nos bañamos juntos, y nos lavamos el uno al otro meticulosamente. Le enjaboné el cabello, y él a mí. La espuma flotaba sobre la superficie del agua, y el aire estaba perfumado y lleno de vapor. Lo afeité con cuidado. Él me cepilló el cabello, sujetándolo con una mano mientras deshacía los nudos con la otra, para no hacerme daño.
Nos secamos. El espejo se había empañado, pero Adam me dijo que aquella mañana no hacía falta que me mirara en el espejo; podía mirarme en sus ojos. No me dejó maquillarme. Me puse el vestido, sin ropa interior, y me calcé. Él se puso unos vaqueros y una camiseta negra de manga larga.
– ¿Lista? -me preguntó.
– Lista -dije.
– Ahora eres mi mujer.
– Sí.
– ¿Está bien así? No te resistas.
– Sí.
– ¿Y así?
– No. Sí. Sí.
– ¿Me quieres?
– Sí.
– ¿Siempre?
– Siempre.
– Dime si quieres que pare.
– Sí. ¿Me quieres?
– Sí. Siempre.
– Dios mío, Adam, daría la vida por ti.