Adam se convirtió en un héroe y en un personaje célebre, y empezó a recibir mensajes de admiradores a través de los periódicos y editoriales. La gente le escribía cartas como se las habría podido escribir al doctor Livingstone o a Lawrence de Arabia, complicadas teorías y quejas que ocupaban montones de páginas con una caligrafía minúscula y tinta de colores. Había cartas de adoración escritas por jovencitas que me hacían sonreír y preocuparme un poco. Había una carta de la viuda de Tomas Benn (una de las víctimas del Chungawat), pero estaba en alemán, y Adam no se molestó en traducírmela.
– Quiere verme -dijo con fastidio, y tiró la carta al montón.
– ¿Para qué? -pregunté.
– Para hablar -contestó él, cortante-. Quiere que alguien le diga que su marido era un héroe.
– ¿Piensas hacerlo?
Adam sacudió la cabeza.
– Yo no puedo ayudarla. Tommy Benn era un ricachón que se metió donde nadie lo llamaba, simplemente.
También había gente que quería hacer expediciones. Y gente con proyectos, ideas, obsesiones, fantasías y mucha palabrería. Adam hacía caso omiso de casi todas aquellas cartas. En un par de ocasiones lo convencieron para ir a tomar una copa, y yo me reunía después con él en algún bar del centro de Londres, donde él le aguantaba el rollo a algún editor de una revista o a algún entusiasta investigador.
Un día recibió una propuesta poco prometedora. Un martes lluvioso, por la mañana, contesté al teléfono y le pasé el auricular a Adam, porque se oía mal y además aquel hombre tenía acento extranjero. Adam fue muy maleducado con él, pero el hombre insistió, y Adam le concedió una cita.
– ¿Cómo ha ido? -le pregunté a Adam cuando llegó a casa tarde una noche y fue a coger una cerveza de la nevera.
– No lo sé -dijo, y abrió la botella como lo hacía siempre, golpeando el tapón en el canto de la mesa. Parecía desconcertado, casi pasmado.
– ¿Quién era?
– Un hombre muy trajeado que trabaja para una cadena de televisión alemana. Entiende algo de alpinismo. Dice que quieren hacer un documental sobre una escalada. Les gustaría que la dirigiera yo. Cuando yo quiera, donde yo quiera, con quien yo quiera. Cuanto más difícil, mejor, y ellos se encargan de financiar la expedición.
– Es increíble. ¿No estás encantado?
– Tiene que haber gato encerrado. Tiene que haber algo oculto en el plan, pero todavía no he averiguado qué.
– ¿Y Daniel? Pensaba que ibas a ir con él el año que viene.
– Daniel me tiene sin cuidado. Eso era sólo por el dinero. No puedo creer que esto sea real.
Por lo visto era real. Hubo otras citas en bares, y luego algunas reuniones. Una noche, tarde, cuando estábamos los dos un poco borrachos, Adam me dijo qué le gustaría hacer. Le gustaría subir al Everest pero sin intentar siquiera llegar a la cima: sólo para limpiar la montaña de toda la porquería, trozos de tiendas y cuerdas desgastadas, botellas de oxígeno vacías, basura, incluso cadáveres que todavía había allí, acurrucados en sus últimos e inútiles refugios. Me pareció una idea muy bonita, y lo animé a esbozarla en un papel, que luego yo pasé a máquina en limpio. La cadena de televisión dijo que sí a todo. Sería un documental fabuloso, con montañas y ecología.
Era maravilloso. Y yo me sentía maravillosamente.
Hasta ahora Adam había sido como un cazo de agua hirviendo que borboteaba y salpicaba en el fogón, y de pronto habían bajado la llama y hervía a fuego lento. Para Adam, la vida éramos el alpinismo y yo, y durante un par de meses lo había sido casi únicamente yo, y yo había empezado a preguntarme si me iba a agotar, a gastarme, por la intensidad de la atención que me dedicaba. Yo quería a Adam, adoraba a Adam, deseaba a Adam, pero ahora sentía un gran alivio, a veces, cuando me tumbaba en la cama con una copa de vino mientras él hablaba de cuántas personas quería llevarse, cuándo quería ir, sin que yo tuviera que aportar nada. Me limitaba a asentir y disfrutar de su entusiasmo. Era agradable, agradable pero intrascendente, y eso me gustaba, pero tuve cuidado de no decírselo a Adam.
Por otra parte, también me estaba tranquilizando con respecto al pasado de Adam. Lo de Michelle era agua pasada, un episodio de juventud que no había que sacar de contexto. Además, ahora Michelle tenía a su hijo y a su marido, y ya no necesitaba mi ayuda. Las anteriores novias de Adam, las que más le habían durado, no tenían mayor importancia para mí que, por ejemplo, las montañas que había escalado. Cuando hablaba con Klaus, Deborah, Daniel o algún otro amigo suyo, si alguna de sus ex novias salía en la conversación yo no prestaba mayor atención. Pero evidentemente a uno le interesa todo lo relacionado con la persona de la que está enamorada, y no decir nada habría sido una afectación. Así que recogía información sobre ellas de aquí y de allá, y empecé a formarme una imagen de ellas, y a ordenarlas cronológicamente.
Una noche estábamos en el piso de Deborah, en el Soho, pero esta vez como invitados. Esperábamos a Daniel. Yo le había sugerido a Adam que Daniel podía acompañarlo en la expedición al Everest. Generalmente Adam no tenía en cuenta los consejos que yo le daba sobre temas relacionados con el alpinismo, pero en esta ocasión no descartó mi sugerencia, sino todo lo contrario. Durante toda la velada, Daniel y él mantuvieron una larga conversación, y Deborah y yo tuvimos la oportunidad de hablar de nuestras cosas.
Fue una cena sencilla: raviolis comprados en la tienda de enfrente, ensalada de la tienda de la esquina y varias botellas de vino tinto italiano servido en unas copas peligrosamente grandes. Después de cenar, Deborah cogió una de las botellas de la mesa y nos sentamos las dos en el suelo, delante de la chimenea. Me llenó otra vez la copa. Yo no estaba borracha del todo, pero tenía la sensación de que mi contorno se había vuelto borroso y de que había un mullido colchón entre mi cuerpo y el suelo. Deborah se tumbó en el suelo.
– A veces me parece que hay fantasmas en este piso -dijo con una sonrisa.
– ¿Te refieres a otras personas que vivieron aquí? -pregunté.
– No -dijo ella riendo-. Me refiero a Adam y a ti. Aquí fue donde empezó todo.
Confié en que el vino y el fuego disimularan el rubor de mis mejillas.
– Espero que lo dejáramos todo limpio. -Fue lo único que se me ocurrió decir.
Deborah encendió un cigarrillo y estiró un brazo para coger un cenicero. Luego volvió a tumbarse en el suelo.
– Le sientas muy bien a Adam -dijo.
– ¿Tú crees? A veces pienso que no estoy suficientemente integrada en su mundo.
– A eso me refiero, precisamente.
Miré a Adam y a Daniel, que estaban en la mesa, dibujando esquemas y hablando de hojas de cálculo. Deborah me guiñó un ojo.
– Será la colección de basura más sofisticada del mundo. -Se rió.
Volví a mirarlos. Estaba segura de que ni siquiera nos oían.
– Pero su última… novia, Lily, tampoco escalaba, ¿verdad? ¿La conociste?
– Sí, coincidimos alguna vez. Pero lo de Lily no fue importante. Fue sólo una relación de transición. Era buena chica, pero muy pesada. Se pasaba el día lloriqueando. Cuando Adam despertó y se dio cuenta de cómo era, la dejó.
– ¿Cómo era Françoise?
– Ambiciosa. Rica. Muy buena alpinista.
– Y guapa, ¿no?
– ¿Guapa? -dijo Deborah con ironía-. Sólo para quien le gustan las mujeres delgadas, con piernas largas, bronceadas y con largo y fino cabello negro. Desgraciadamente, a la mayoría de los hombres les gustan.
– Debió de ser terrible para Adam.
– Fue peor para Françoise. Además -dijo haciendo una mueca-, de todos modos ya habían cortado. A Françoise le chiflaban los alpinistas. Eso era lo que más le gustaba de escalar. -Bajó la voz y añadió-: Puede que Adam tardara un tiempo en descubrirlo, pero ya es mayorcito. Ya sabe lo que pasa cuando uno se acuesta con una doctora alpinista.
Ahora ya no había dudas.
– Así que tú y… -señalé a Adam con la cabeza.
Deborah se inclinó hacia mí y puso una mano sobre la mía.
– No significó nada, para ninguno de los dos. Si te lo he dicho es porque no quiero que haya secretos entre nosotras, Alice.
– Claro -dije. No me importaba. No me importaba mucho-. Y antes de Françoise estuvo una chica que se llamaba Lisa, ¿no? -dije, animándola a seguir.
– ¿Estás segura de que quieres hacer esto? -me preguntó Deborah, sorprendida-. Adam dejó a Lisa cuando se enamoró de Françoise.
– ¿Era norteamericana?
– No. Británica. Galesa, o escocesa. También escalaba, creo. Eran una pareja con todas las de la ley -dijo en tono burlón-. Duró varios años. Pero no me interpretes mal. Eran pareja -hizo unas comillas invisibles con los dedos-, pero nunca vivieron juntos. Adam nunca se ha entregado a nadie como a ti. Es muy diferente.
Seguí presionando.
– Siempre había alguien de recambio. Aunque tuviera otras relaciones que no significaban nada, como dices tú, siempre había una relación duradera. Cuando una terminaba, empezaba otra.
Deborah encendió otro cigarrillo y frunció el entrecejo, pensativa.
– Quizá sí. No recuerdo con quién salía antes de salir con Lisa. Quizá no la conocí. Había otra chica cuando lo conocí. ¿Cómo se llamaba? Penny. Se casó con otro viejo amigo mío, un alpinista que se llamaba Bruce Maddern. Viven en Sydney. Hace más de diez años que no los veo. -Me miró y luego volvió a mirar disimuladamente a Adam-. Madre mía, ¿qué estamos haciendo? No tienes que preocuparte por esto. Lo único que importa es que Adam se comprometió con personas con las que no estaba realmente enamorado. -Sonrió-. Puedes confiar en él. No te fallará. Y tú tampoco debes fallarle. He escalado con él, y sé que no tolera que alguien deje de hacer lo que se ha comprometido a hacer.
– Eso que dices suena inquietante -dije, bromeando.
– Por cierto, Alice, ¿no te atrae el alpinismo? ¡Adam! ¿Vas a llevarte a Alice el año que viene?
Adam me miró con gesto afable, y contestó:
– Eso tendrías que preguntárselo a ella.
– ¿Yo? -dije, alarmada-. Me salen ampollas en los pies. Me canso mucho y me pongo de mal humor. No estoy en forma. Y lo que de verdad me gusta es estar calentita y arropada. Para mí, la felicidad es un baño caliente y una blusa de seda.
– Por eso deberías escalar -terció Daniel; se nos acercó con dos tazas de café y se sentó con nosotras en el suelo-.Hace unos años fui al Annapurna. Había habido problemas con las provisiones. Siempre surge algún tipo de contingencia. Uno está a veinte mil pies y se da cuenta de que tiene dos mitones izquierdos, por ejemplo. Pero esta vez alguien había encargado cincuenta pares de calcetines en lugar de cinco. Eso significaba que cada vez que entraba en la tienda podía ponerme un par de calcetines limpios y deleitarme con ese lujo. Si nunca has estado en la montaña, no te imaginas lo que significaba para mí poder meter los pies mojados y fríos en aquellos calcetines secos. Imagínate todos los baños calientes que te has dado en la vida, y ponlos todos juntos.
– Árboles.
– ¿Qué? -preguntó Daniel.
– ¿Por qué no escaláis árboles? ¿Por qué tienen que ser montañas?
Daniel sonrió abiertamente.
– Creo que esa pregunta se la dejaré al famoso alpinista pirata Adam Tallis.
Adam caviló un momento, y finalmente dijo:
– En la copa de un árbol no puedes posar para que te hagan fotografías. Por eso la mayoría de la gente escala montañas, para que les hagan fotografías en la cima.
– Pero tú no, cariño -dije, y hasta a mí me sorprendió la seriedad con que lo dije.
Nos quedamos callados contemplando el fuego. Bebí un poco de café. Luego, sin pensarlo, me incliné, le cogí el cigarrillo a Deborah, di una calada y se lo devolví.
– No me costaría nada volver a fumar -comenté-. Sobre todo en una noche así, tumbada en el suelo frente a la chimenea, un poco borracha, rodeada de amigos y después de una cena estupenda. -Miré a Adam, que también me estaba mirando. La luz del fuego se reflejaba en su cara-. El verdadero motivo de que no me guste el alpinismo no tiene nada que ver con la comodidad. Creo que a mí también me habría gustado hacer algo así antes de conocer a Adam. Eso es lo más curioso. Adam me ha hecho entender lo maravilloso que es escalar montañas, y al mismo tiempo ha hecho que se me quiten las ganas de probarlo. Si tuviera que hacerlo, me gustaría cuidar de los demás. No me gustaría que tuvieran que cuidar de mí todo el tiempo. -Miré alrededor-. Si escaláramos juntos, vosotros tendríais que arrastrarme. Seguramente Deborah se caería en una grieta, y Daniel tendría que darme sus guantes. A mí no me pasaría nada, pero vosotros pagaríais el pato.
– Esta noche estabas preciosa.
– Gracias -repuse con voz somnolienta.
– Y eso que has dicho de los árboles ha tenido gracia.
– Gracias.
– Casi consigues que te perdone por interrogar a Debbie sobre mi pasado.
– Ah.
– ¿Sabes qué es lo que quiero? Quiero que sea como si nuestras vidas hubieran empezado en el momento en que nos vimos por primera vez ¿Crees que es posible?
– Sí -contesté.
Pero pensé: no.