NUEVE

Me despertó el teléfono. Abrí los ojos, pero volví a cerrarlos enseguida porque la luz me molestaba. Estaba cerca de la cama, ¿no? Lo busqué a tientas.

– Diga.

Oí unos ruidos, quizá de tráfico, pero nadie dijo nada, y colgaron el auricular. Yo también colgué. Enseguida volvió a sonar. Contesté. Otra vez lo mismo. Me pareció oír algo, un susurro, pero no podía asegurarlo. Volvió a cortarse la comunicación.

Miré a Adam, que intentaba abrir los ojos.

– La historia de siempre -dije-. Si contesta una mujer, cuelgas. -Marqué cuatro números en el teléfono.

– ¿Qué haces? -preguntó Adam, bostezando.

– Averiguar quién ha llamado. -Esperé unos segundos.

– ¿Y bien?

– Era una cabina -dije al fin.

– A lo mejor no han podido introducir las monedas a tiempo -sugirió él.

– Puede ser. No tengo qué ponerme.

– ¿Y para qué quieres vestirte? -El rostro de Adam estaba a sólo unos centímetros del mío. Me puso unos mechones de cabello detrás de la oreja, y luego recorrió mi cuello con el dedo-. Así estás perfecta. Esta mañana, cuando me he despertado, he pensado que esto tenía que ser un sueño. Me he quedado aquí tendido, mirando cómo dormías.

Retiró la sábana, descubriendo mis pechos, y luego me los cubrió con las manos. Me besó en la frente, en los párpados, en los labios; primero con suavidad, y luego con fuerza. Noté un sabor a sangre en la boca. Deslicé las manos por su huesuda espalda, las coloqué sobre sus nalgas y tiré de él hacia mí. Ambos suspiramos, y nos cimbreamos ligeramente; mi corazón latía contra el suyo, ¿o era el suyo el que latía contra el mío? La habitación olía a sexo, y las sábanas todavía estaban ligeramente húmedas.

– Para trabajar, Adam -dije-. Necesito ropa para ir a trabajar. No puedo pasarme todo el día en la cama.

– ¿Por qué no? -Me besó en el cuello-. Tenemos que recuperar todo el tiempo que hemos perdido.

– No puedo dejar el trabajo.

– ¿Por qué?

– Pues porque no. Yo no soy así. ¿Tú nunca tienes que trabajar?

Adam frunció el entrecejo, pero no respondió. Luego se chupó el dedo índice con mucha parsimonia y me lo metió dentro.

– No te marches aún, Alice.

– Diez minutos. Adam… Por favor…


* * *

Después seguía sin tener nada que ponerme. La ropa que llevaba el día anterior estaba amontonada en el suelo, y no tenía nada más.

– Toma, ponte esto -dijo Adam, y tiró unos vaqueros desteñidos encima de la cama-. Puedes arremangártelos. Y esto. Será suficiente, de momento. Iré a buscarte a las doce y media y te llevaré de compras.

– Pero también puedo ir a buscar mis cosas al piso…

– No. Deja eso, por ahora. No vuelvas allí. Te compraré ropa. No necesitas mucho.

No me puse ropa interior. Me puse los vaqueros, que me iban bastante largos y holgados, pero que no me quedaban demasiado mal con un cinturón, y luego la camisa de seda negra, que acarició suavemente mi sensible piel, y que olía a Adam. Saqué el colgante de cuero de mí bolso y me lo até al cuello.

– Ya está.

– Guapísima.

Adam cogió un cepillo y me cepilló el enmarañado cabello. Insistió en mirarme mientras orinaba, me lavaba los dientes y me ponía rímel. No me quitó los ojos de encima.

– Estoy destrozada -le dije a través del espejo, intentando sonreír.

– Piensa en mí toda la mañana.

– ¿Qué vas a hacer tú?

– Pensar en ti.


* * *

Me pasé la mañana pensando en él. Mi cuerpo vibraba de emoción al recordarlo. Pero también pensé en Jake y en el mundo que había compartido con él. Había una parte de mí que no comprendía cómo podía seguir allí, en la oficina de siempre, hilando frases trilladas sobre el DIU y la fertilidad femenina, cuando había puesto una bomba en mi antigua vida y me había quedado a mirar cómo explotaba. Intenté imaginar todo lo que habría pasado desde que me marché. Seguramente Jake se lo habría contado, como mínimo, a Pauline. Y ella se lo habría contado a los demás. Se habrían reunido todos para tomar algo, hablar, preguntarse qué había pasado y consolar a Jake. Y yo, que durante tanto tiempo había sido un miembro reconocido del grupo, me habría convertido en el objeto de sus chismosos y escandalizados comentarios. Cada uno tendría una opinión sobre mí, su propia y categórica versión.

Si había abandonado aquel mundo (y suponía que lo había hecho), ¿había entrado en el mundo de Adam, lleno de hombres que escalaban montañas y mujeres que los esperaban? Sentada a mi mesa, esperando que llegara la hora de comer, pensé en lo poco que sabía sobre Adam, sobre su pasado, su presente o el futuro que planeaba. Y cuanto más me daba cuenta de que era un extraño, más lo deseaba.

Adam ya me había comprado varios pares de bragas y sujetadores. Estábamos medio escondidos junto a un colgador de vestidos, y nos sonreímos y nos acariciamos las manos. Era nuestra primera cita de verdad fuera del piso.

– Son demasiado caros -dije.

– Pruébate éste -dijo él.

Cogió un vestido recto de color negro, y unos pantalones ceñidos. Me los puse en el probador, encima de mi ropa interior nueva, y me miré en el espejo. La ropa cara me sentaba bien. Cuando salí del probador, con las prendas en las manos, Adam me lanzó un vestido de terciopelo marrón oscuro, con el cuello escotado, mangas largas y falda cortada al bies, hasta los pies. Tenía un aire medieval y era precioso, y cuando vi la etiqueta del precio entendí por qué me gustaba tanto.

– No puedo -dije.

Adam frunció el entrecejo.

– Quiero que te lo pruebes.

Salimos de la tienda con dos bolsas llenas de ropa, que en total había costado más que mi sueldo mensual. Llevaba puestos los pantalones negros con una camisa de raso de color crema. Pensé en Jake, que había ahorrado mucho para comprarme aquel abrigo, y en su expresión de entusiasmo y orgullo el día que me lo regaló.

– Me siento como una mantenida.

– Alice. -Adam se paró en medio de la acera, y la gente tuvo que esquivarnos-. Quiero tenerte siempre a mi lado.

Tenía el don de hacer que los comentarios más frívolos se volvieran tremendamente serios. Me ruboricé y me reí, pero él me miró fijamente, casi enfadado.

– ¿Puedo invitarte a cenar? -pregunté-. Quiero que me cuentes tu vida.


* * *

Pero antes tenía que recoger algunas cosas de mi piso. Me había dejado la agenda, el listín de teléfonos y todas las cosas de trabajo. Hasta que recuperara todo aquello, tendría la sensación de que no me había marchado. Hice un esfuerzo descomunal y llamé a Jake al trabajo, pero no se encontraba allí; me dijeron que estaba enfermo. Llamé al piso, y me contestó al primer timbrazo.

– Hola, Jake. Soy Alice -dije como una tonta.

– Te he reconocido -dijo él, cortante.

– ¿Estás enfermo?

– No.

Hubo un silencio.

– Mira, lo siento, pero necesito pasar a recoger unas cosas.

– Mañana estaré todo el día en la oficina. Puedes venir entonces.

– Ya no tengo llaves.

Lo oía respirar al otro lado del hilo telefónico.

– Has quemado las naves, ¿eh?

Quedamos en que iría a las seis y media. Hubo otra pausa. Luego nos dijimos adiós educadamente, y colgué.


* * *

Es increíble lo fácil que resulta no trabajar en el trabajo, la de normas que uno se puede saltar si no le importa. Ojalá lo hubiera descubierto antes. Por lo visto nadie se había fijado en lo tarde que había llegado aquella mañana, ni en el rato que había estado fuera para comer. Por la tarde fui a otra reunión, donde una vez más hablé muy poco, y después Mike me felicitó por mis agudos comentarios. «Últimamente da la impresión de que lo tienes todo muy controlado, Alice», me dijo, un tanto nervioso. Giovanna me había dicho prácticamente lo mismo en un email aquella mañana. Cambié de sitio los papeles que había encima de mi mesa, tiré un montón a la papelera, y le dije a Claudia que no me pasara llamadas. A las cinco y media fui al cuarto de baño y me peiné, me lavé la cara, me puse lápiz de labios y me abroché todos los botones del abrigo para que no se viera mi ropa nueva. Luego fui al piso de Jake por el camino de siempre.

Me sobró tiempo, y estuve un rato paseando. No quería pillar a Jake por sorpresa, llegar antes de que él estuviera preparado para recibirme, y tampoco quería encontrarme con él en la calle. Intenté pensar qué podía decirle. El hecho de haber cortado con él lo había convertido inmediatamente en un extraño, una persona más valiosa y vulnerable que el irónico y modesto Jake con el que yo había vivido. Cuando pasaban unos minutos de las seis y media, me dirigí a la puerta y llamé al timbre. Oí pasos por la escalera, y a través del cristal esmerilado vi una figura que se acercaba.

– Hola, Alice.

Era Pauline.

– Hola.

No sabía qué decirle. A mi mejor amiga, la única persona a la que habría acudido en cualquier otra circunstancia. Pauline se quedó plantada en la puerta. Llevaba el cabello recogido en un moño que le daba un aire severo. Parecía cansada y tenía ojeras. No me sonrió. Me sentía como si hiciera meses que no nos hubiéramos visto, y no un par de días.

– ¿Puedo pasar?

Pauline se apartó, y yo subí la escalera delante de ella. Mi ropa cara susurraba contra mi piel, bajo el abrigo de Jake. En el piso todo estaba como siempre, como era de esperar. Mis chaquetas y mis bufandas seguían colgadas en el perchero del recibidor. La fotografía en que aparecíamos Jake y yo cogidos del brazo y sonriendo seguía en la repisa de la chimenea. Mis zapatillas estaban en el suelo del salón, cerca del sofá donde habíamos estado sentados el domingo. Los narcisos que había comprado la semana anterior seguían en el jarrón, aunque un poco mustios. Había una taza con un poco de té en la mesa, y supuse que debía de ser la misma que yo había estado bebiendo dos días atrás. Me sentía apabullada, y me desplomé en el sofá. Pauline se quedó de pie, mirándome desde arriba. No había dicho ni una sola palabra.

– Pauline -dije con voz ronca-. Ya sé que lo que he hecho es espantoso, pero tenía que hacerlo.

– ¿Qué quieres? ¿Que te perdone? -me preguntó con tono mordaz.

– No. -Era mentira: claro que quería que me perdonara-. No, pero eres mi mejor amiga. Pensé que… Bueno, no es que no tenga corazón. No puedo decir nada en mi defensa, salvo que me he enamorado. Estoy segura de que lo entenderás.

Vi cómo el rostro se le crispaba. Claro que lo entendía. Dieciocho meses atrás, a ella también la habían dejado, porque él se había enamorado. Se sentó en el otro extremo del sofá, todo lo lejos de mí que pudo.

– No es tan sencillo como parece, Alice -empezó, y me di cuenta de que ahora nos hablábamos en otro tono, más frío y distante-. Si quisiera, claro que podría entenderte. Al fin y al cabo, no estabais casados, ni teníais hijos. Lo que pasa es que no quiero entenderte. Al menos de momento. Jake es mi hermano mayor, y le has hecho mucho daño. -Le tembló ligeramente la voz, y por un momento volvió a parecer la Pauline que yo conocía-. Sinceramente, Alice, si lo vieras ahora, si vieras lo destrozado que está, seguro que no… -Pero no terminó la frase-. Quizá algún día podamos volver a ser amigas, pero ahora sentiría que lo estoy traicionando si escuchara tu versión de la historia e intentara imaginar cómo te sientes. -Se levantó-. Mira, no quiero ser justa contigo. La verdad es que me gustaría odiarte.

Asentí con la cabeza, y me levanté también. La entendía perfectamente.

– Voy a recoger mi ropa.

Pauline asintió y entró en la cocina. Oí cómo llenaba la tetera.

En el dormitorio todo seguía como siempre. Cogí mi maleta del altillo del armario y la abrí en el suelo. Junto a mi lado de la cama, que estaba hecha, vi el libro que había estado leyendo sobre la historia de los relojes. En el lado de Jake estaba el libro de alpinismo. Cogí los dos y los metí en la maleta. Abrí las puertas del armario y empecé a descolgar ropa. Me temblaban las manos, y no podía doblar bien las prendas. De todos modos no cogí muchas cosas: no me imaginaba poniéndome la ropa que había llevado hasta entonces; no podía creer que todavía me sirviera.

Me quedé mirando el interior del armario, donde guardaba mi ropa junto a la de Jake: mis vestidos junto a su único traje bueno, mis faldas y camisas entre sus camisas de trabajo, planchadas y abotonadas en las perchas. Había un par de camisas que tenían los puños raídos. Se me llenaron los ojos de lágrimas, y parpadeé con furia. ¿Qué necesitaba? Intenté imaginarme cómo sería mi nueva vida con Adam, y comprobé que no podía. Sólo me imaginaba en la cama con él. Cogí un par de jerséis, varios vaqueros y camisetas, dos trajes para ir a trabajar, y toda mi ropa interior. También cogí mi vestido sin mangas favorito y dos pares de zapatos, y el resto lo dejé: tenía demasiada ropa, y casi toda me la había comprado con Pauline en aquellas salidas derrochadoras y compulsivas.

Metí todas mis cremas, lociones y artículos de maquillaje en la maleta, pero no sabía qué hacer con las joyas. Jake me había regalado muchas: varios pares de pendientes, un colgante precioso, un brazalete ancho de cobre. No sabía si le dolería más que me las llevara o que las dejara allí. Me lo imaginé por la noche, entrando en la habitación y averiguando qué me había llevado y qué había dejado, e intentando leer mis sentimientos a través de aquellas frágiles pistas. Cogí los pendientes que me había dejado mi abuela al morir, y las cosas que ya tenía antes de conocer a Jake. Luego cambié de opinión, y metí en la maleta todo lo que había en el cajoncito.

En un rincón había un montón de ropa para lavar, y rescaté un par de cosas. Lo que no podía hacer era dejar mi ropa interior sucia por allí. Me acordé de mi maletín, que estaba debajo de la silla que había junto a la ventana, y de mi listín telefónico y mi agenda. También me acordé del pasaporte, el certificado de nacimiento, el carné de conducir, las pólizas de seguros y la libreta de ahorros, guardados en una carpeta junto a todos los documentos personales de Jake. Decidí no llevarme el cuadro que había colgado encima de la cama, aunque me lo había regalado mi padre muchos años antes de que yo empezara a salir con Jake. Tampoco pensaba llevarme libros ni discos. Y no pensaba discutir por el coche, cuya entrada había pagado yo seis meses atrás, mientras que Jake seguía pagando las letras.

Pauline estaba sentada en el sofá del salón, tomándose una taza de té. Me miró mientras yo cogía de la mesa tres cartas que iban dirigidas a mí y las guardaba en el maletín. Tenía una maleta llena de ropa, y una bolsa de plástico repleta de trastos.

– ¿Ya estás? Viajas con poco equipaje, ¿no?

Me encogí de hombros.

– Ya sé que tendré que acabar de arreglar todo esto pronto. Pero ahora no puedo.

– Entonces ¿no se trata de una simple aventura?

La miré. Tenía los ojos castaños, como los de Jake.

– No.

– Y Jake no debería confiar en que vuelvas con él. No debería esperarte cada día. ¿Verdad?

– No.

Necesitaba salir de allí para llorar. Me dirigí a la puerta, y descolgué una bufanda del perchero. Ya había oscurecido, y en la calle hacía frío.

– Hazme un favor, Pauline. Dile a Jake que ya arreglaré esto… -hice un amplio ademán abarcando la sala y todas las cosas que compartíamos-… como él quiera.

Pauline me miró, pero no dijo nada.

– Adiós -dije.

Nos miramos fijamente. Me di cuenta de que ella también estaba deseando que me marchara de allí para llorar.

– Sí -dijo.

– Debo de estar espantosa.

– No. -Me enjugó las lágrimas y me secó la nariz con una punta de su camisa.

– Lo siento. Es muy doloroso.

– Las mejores cosas surgen del dolor. Claro que es doloroso.

En cualquier otro momento, yo me habría reído de ese comentario. No creo que el dolor sea necesario ni ennoblecedor. Pero estaba demasiado abatida. Me puse a sollozar otra vez.

– Y estoy asustada, Adam. -Él no dijo nada-. Lo he dejado todo por ti. Dios mío.

– Lo sé -replicó-. Ya lo sé.

Fuimos andando a un sencillo restaurante que había al doblar la esquina. Tuve que apoyarme en él, porque temía caerme si no me sujetaba. Nos sentamos en un rincón oscuro y nos tomamos una copa de champán cada uno; a mí se me subió enseguida a la cabeza. Adam me puso una mano sobre el muslo por debajo de la mesa, y yo empecé a leer la carta, intentando concentrarme. Comimos filetes de salmón con setas y ensalada verde, con una botella de vino blanco. Yo no sabía si estaba eufórica o desesperada. Todo me desbordaba. Cada vez que Adam me miraba era como si me tocara, cada sorbo de vino que daba me alteraba la sangre. Cuando intentaba cortar la comida me temblaban las manos. Cuando Adam me tocaba por debajo de la mesa tenía la sensación de que mi cuerpo se iba a desmenuzar en pedacitos blandos.

– ¿Habías sentido alguna vez esto por alguien? -le pregunté, y él negó con la cabeza.

Le pregunté con quién salía antes de conocerme a mí, y él se quedó mirándome fijamente un momento.

– No me resulta fácil hablar de eso. -Esperé. Si yo lo había dejado todo por él, él tendría que contarme, como mínimo, quién era su anterior novia-. Murió -dijo entonces.

– Vaya.

Su respuesta me impresionó y me dejó abatida. ¿Cómo iba a competir con una mujer que había muerto?

– En la montaña -añadió Adam con la mirada fija en su copa.

– ¿En aquella montaña?

– Sí, en el Chungawat.

Bebió un poco más de vino y llamó al camarero.

– ¿Puede traernos dos whiskys, por favor?

Nos los trajeron y nos los bebimos. Le cogí una mano a Adam y dije:

– ¿La amabas?

– No así -respondió.

Me llevé su mano a la cara. ¿Cómo podía estar tan celosa de una persona que había muerto antes de que yo hubiera visto siquiera a Adam?

– Y antes ¿habías tenido muchas novias?

– Cuando estoy contigo es como si no hubiera tenido ninguna -contestó, lo cual quería decir, evidentemente, que había tenido muchas.

– ¿Por qué yo?

Adam parecía absorto en sus pensamientos.

– ¿Cómo no ibas a ser tú? -me preguntó al fin.

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