TREINTA Y CINCO

Adam lo sabía. Al menos algo sabía. Porque no se separaba de mí, me vigilaba constantemente. Otra persona habría podido pensar que nos pasaba lo mismo que al principio de nuestra relación, cuando ninguno de los dos soportaba estar lejos del otro. Pero ahora la actitud de Adam se parecía más a la de un médico muy concienzudo que no puede perder de vista a su inestable paciente ni un momento por miedo a que se autolesione.

No sería exacto decir que Adam me seguía allá donde yo iba. No me acompañaba al trabajo todos los días, ni iba a buscarme todos los días. No me llamaba al despacho constantemente. Pero lo hacía lo suficiente para que yo supiera que sería demasiado arriesgado proseguir con mis investigaciones. Adam siempre estaba cerca, y yo tenía la certeza de que a veces estaba cerca aunque yo no lo supiera. En un par de ocasiones, cuando iba caminando por la calle, me di la vuelta, convencida de que me observaban, o de que había visto a alguien, pero no llegué a verlo. Con todo, pudo haber estado allí. Aun así, no importaba. Tenía la sensación de que ya sabía cuanto necesitaba saber. Lo tenía todo en la cabeza. Ahora sólo debía pensar en ello. Sólo me faltaba ordenar los datos.

Greg iba a viajar a Estados Unidos, donde pasaría varios meses, y el sábado antes de su partida un par de amigos suyos le montaron una fiesta de despedida. Llovió casi todo el día, y Adam y yo no nos levantamos de la cama hasta pasado el mediodía. Entonces Adam se vistió apresuradamente, y dijo que tenía que salir y que volvería al cabo de un par de horas. Me dejó con una taza de té y con un fuerte beso en la boca. Me quedé tumbada en la cama y me puse a pensar en todo aquello: con claridad, punto por punto, como si Adam fuera un problema que debía resolver. Tenía todos los elementos; lo único que faltaba era ordenarlos. Me tapé con el edredón y, mientras escuchaba el golpeteo de la lluvia en el tejado, el ruido de los coches al pisar los charcos, pensé hasta que me dolió la cabeza.

Repasé una y otra vez lo ocurrido en el Chungawat: la tormenta, la hipoxia de Greg y Claude Bresson, la extraordinaria habilidad con que Adam guió a los alpinistas por la cresta Géminis, el fallo de la cuerda guía y el posterior error de los cinco alpinistas: Françoise Colet, Pete Papworth, Caroline Frank, Alexis Hartounian y Tomas Benn. Françoise Colet, que acababa de romper con Adam, y que tenía una aventura con Greg.

Adele Blanchard había dejado a Adam. ¿Cómo debió de reaccionar el Adam que yo conocía ante aquel rechazo? Debió de desear la muerte de Adele, y ella desapareció. Françoise Colet había dejado a Adam. Debió de desear su muerte, y ella murió en la montaña. Eso no significaba que Adam la hubiera asesinado. Si uno deseaba la muerte de alguien y esa persona moría, ¿quería eso decir que uno era el responsable, aunque no hubiera causado su muerte? Le di vueltas y más vueltas. ¿Y si Adam no se hubiera esforzado mucho para rescatar a Françoise? Pero todo el mundo decía que Adam había hecho mucho más de lo que habría hecho cualquier otra persona en las mismas circunstancias. ¿Y si puso al grupo de Françoise en el último lugar de su lista de prioridades mientras les salvaba la vida a otras personas? ¿Lo hacía eso un poco responsable de la muerte de Françoise y de la de los otros miembros de la expedición? Pero alguien tenía que establecer las prioridades. A Klaus, por ejemplo, no se le podía culpar de aquellas muertes, porque él no estaba en condiciones ni siquiera de salvarse a sí mismo, y mucho menos de decidir el orden en que había que rescatar a los otros. Aquello era una estupidez. Además, Adam no sabía que iba a haber una tormenta.

Sin embargo, había algo que me inquietaba; como un leve picor que ni siquiera es posible localizar exactamente, que no se sabe si está en la superficie de la piel o debajo, pero que impide relajarse. Quizá había algún detalle técnico, pero ningún experto lo había mencionado. El único detalle técnico relevante era que la cuerda fija de Greg se había soltado en un punto crítico, pero eso había afectado a todos los grupos por igual en su descenso. El hecho de que fuera el grupo de Françoise el que se había equivocado de ruta no era más que una casualidad. Con todo, había algo que no me dejaba en paz. ¿Por qué no podía dejar de darle vueltas?

Me rendí. Me di una larga ducha, me puse unos vaqueros y una camisa de Adam, y me preparé una tostada. No tuve tiempo de comérmela porque llamaron a la puerta. No esperaba a nadie, y desde luego no me apetecía ver a nadie, así que al principio no contesté. Pero volvieron a llamar, esta vez con más insistencia, y bajé la escalera.

Era una mujer de mediana edad, muy corpulenta, que llevaba un gran paraguas negro. Tenía el cabello corto y canoso, arrugas alrededor de los ojos, y marcadas líneas de expresión en la boca. Al verla pensé que parecía muy desgraciada. Era la primera vez que la veía.

– ¿Sí? -pregunté.

– ¿Adam Tallis? -dijo la mujer con marcado acento extranjero.

– Lo siento, no está en casa.

La mujer puso cara de no entender.

– No está -repetí más despacio, observando su expresión afligida y sus hombros caídos-. ¿Puedo ayudarla en algo?

Ella negó con la cabeza, y se puso una mano sobre el pecho.

– Ingrid Benn -dijo-. Soy la mujer de Tomas Benn. -Tuve que esforzarme para entender lo que decía; ella también hacía un gran esfuerzo para hablar-. Lo siento, mi inglés no… -Hizo un gesto de abatimiento-. Quiero hablar con Adam Tallis.

Decidí abrir la puerta del todo.

– Pase, por favor -dije.

Le cogí el paraguas, lo cerré y sacudí las gotas de agua. Ella entró y cerró la puerta con firmeza.

Entonces caí en la cuenta de que unas semanas atrás Ingrid Benn había escrito a Adam y a Greg, diciéndoles que le gustaría hablar con ellos de la muerte de su marido. Se sentó a la mesa de la cocina, con su elegante y sencillo traje y sus mocasines planos, con una taza de té en las manos, pero sin beber, y me miró con gesto de impotencia, como si yo pudiera proporcionarle alguna respuesta, aunque ella, como Tomas, apenas hablaba inglés, y yo no sabía ni una palabra de alemán.

– Lo siento -dije-. Siento mucho lo de su marido.

Ella asintió y rompió a llorar. Las lágrimas le resbalaban por las mejillas, pero no se las secó; permaneció sentada, pacientemente, como una cascada de dolor. Su forma de llorar, silenciosa y sosegada, me impresionó. No le ponía obstáculos a su pena, sino que la dejaba fluir. Le di un pañuelo de papel, y ella lo conservó en la mano como si no supiera para qué servía.

– ¿Por qué? -dijo pasado un rato-. ¿Por qué? Thommy dice… -Buscó la palabra, pero no la encontró.

– Lo siento -repetí, muy despacio-. Adam no está aquí.

No parecía importarle demasiado. Sacó un cigarrillo; fui a buscarle un cenicero, y ella fumó y lloró y habló como pudo, en inglés y también en alemán. Yo contemplaba sus grandes y tristes ojos castaños, me encogía de hombros, asentía con la cabeza. Poco a poco, ella se fue calmando, y nos quedamos un rato calladas. ¿Habría ido ya a ver a Greg? No me hacía mucha gracia imaginármelos juntos. El artículo sobre el desastre de la revista Guy estaba abierto encima de la mesa, e Ingrid lo vio y se lo acercó. Miró la fotografía de grupo de la expedición y tocó la cara de su difunto marido. Me miró con una leve sonrisa en los labios.

– Tomas -dijo, de forma casi inaudible.

Pasó la página y vio el dibujo de la montaña, que mostraba la disposición de las cuerdas fijas. La señaló con el dedo.

– Tommy dice bueno, dice no problema.

Luego empezó a hablar en alemán otra vez, y yo me perdí, hasta que oí una palabra que me sonaba, y que Ingrid repitió varias veces.

– Sí -dije-. Help. -Ingrid puso cara de no entenderme. Suspiré-. Help -dije articulando muy bien la palabra-. Fue lo último que dijo Tomas: «Help».

– No, no -dijo ella con insistencia-. Gelb.

– Help.

– No, no. Gelb. -Señaló el dibujo de la revista-. Rot. Aquí. Blau. Aquí. Und gelb.

Ahora era yo la que no la entendía.

– «Rot» es… rojo, ¿no? Y «blau» es…

– Azul.

– Y «gelb»…

Ella miró alrededor, y señaló un cojín que había en el sofá.

– Amarillo -dije yo.

– Sí, amarillo.

Aquel malentendido me hizo reír, e Ingrid también sonrió con tristeza. Pero entonces fue como si alguien hubiera hecho girar un disco en mi cabeza; como si hubieran marcado el último número de una cerradura de combinación y ésta hubiera encajado. Las puertas se abrieron de par en par. Amarillo. Gelb. Claro. ¿Cómo iba a pedir ayuda en inglés estando moribundo? Claro que no. Precisamente él, que había dificultado la expedición porque no sabía ni una sola palabra de inglés. La última palabra que dijo fue un color. ¿Por qué? ¿Qué intentaba decir? Fuera llovía sin cesar. Entonces volví a sonreír. ¿Cómo podía haber sido tan tonta?

– ¿Sí? -Ingrid me miraba fijamente.

– Señora Benn -dije-. Ingrid. Lo siento mucho.

– Sí.

– Creo que se debería marchar.

– ¿Marchar?

– Sí.

– Pero…

– Adam no puede ayudarla.

– Pero…

– Váyase a su casa, con sus hijos -dije.

No tenía ni idea de si tenía hijos, pero me pareció, por su aspecto, que debía de tenerlos. De hecho se parecía un poco a mi madre.

Se levantó, obediente, y cogió su impermeable.

– Lo siento mucho -dije una vez más, le puse el paraguas en la mano, y ella se marchó.


* * *

Cuando llegamos, Greg estaba borracho. Me abrazó con excesiva efusividad, tal vez, y luego abrazó también a Adam. Eran los de siempre: Daniel, Deborah, Klaus, otros alpinistas. Pensé que parecían soldados gozando de un permiso, reunidos en un refugio exclusivo porque sabían que los civiles nunca podrían entender realmente lo que ellos habían sufrido. No era más que un intermedio antes de regresar a la vida real de peligro y situaciones límite. Me pregunté, y no por primera vez, qué pensarían de mí. ¿Me verían como un simple capricho, como una de aquellas aventuras locas que los soldados tenían durante los permisos de fin de semana en la Segunda Guerra Mundial?

La atmósfera era muy jovial. Adam estaba un poco distraído, pero quizá fuera sólo una impresión mía, producto de mi susceptibilidad; enseguida participó en la conversación. En cambio, respecto a Greg no había ninguna duda: tenía muy mala cara. Iba de un grupo a otro, pero sin decir gran cosa, y rellenaba constantemente su vaso. Al cabo de un rato, me quedé a solas con él.

– Me siento un poco desplazada -confesé.

– Yo también -repuso Greg-. Mira. Ha dejado de llover. Déjame enseñarte el jardín de Phil y Marjorie.

La fiesta se celebraba en la casa de un viejo amigo suyo, que después de la universidad había dejado el alpinismo y se había dedicado a las finanzas. Los antiguos colegas de Phil todavía eran unos vagabundos que viajaban por todo el planeta, reuniendo dinero como podían, buscando patrocinadores; en cambio, él tenía aquella casa preciosa junto a Ladbroke Grove. Salimos al jardín. El césped estaba húmedo, y noté que se me enfriaban y humedecían los pies, pero el ambiente era agradable. Fuimos hasta el muro bajo que había al fondo del jardín y miramos la casa que había al otro lado. Me di la vuelta. Vi a Adam por la ventana del primer piso, entre un grupo de gente. Nos miró un par de veces. Greg y yo levantamos nuestros vasos, y él nos devolvió el saludo.

– Esto me gusta -dije-. Me gusta saber que esta noche va a oscurecer más tarde que ayer, y que mañana oscurecerá más tarde que hoy.

– Si Adam no estuviera allí mirándonos, me gustaría besarte, Alice -dijo Greg-. Mejor dicho, me gustaría besarte y, si Adam no estuviera allí mirándonos, te besaría.

– En ese caso, me alegro de que esté mirándonos, Greg -repliqué-. Mira. -Agité una mano delante de su cara, exhibiendo mi anillo de casada-. Fidelidad eterna, sinceridad… ya sabes.

– Lo siento, tienes razón. -Greg volvió a adoptar una expresión taciturna-. ¿Conoces la historia del Titanic?

– Sí, claro -contesté esbozando una sonrisa, consciente de que Greg estaba muy borracho.

– ¿Sabes que…? -Se interrumpió-. ¿Sabes que ningún oficial superviviente del Titanic llegó a comandar otro barco?

– No, no lo sabía.

– Mala suerte, ya ves. Aquella tragedia manchó sus currículos. Y el capitán tuvo suerte de hundirse con su barco. Es lo que se supone que han de hacer los capitanes. ¿Sabes por qué me voy a Estados Unidos?

– ¿A escalar una montaña?

– No, Alice -me contestó enérgicamente-. No. Voy a liquidar la empresa. Se acabó. Finito. No quiero saber nada más de ella. Me buscaré otro tipo de trabajo. Al menos el capitán Acab se hundió con la ballena. Murieron unas personas que estaban a mi cargo, y fue culpa mía, y estoy acabado.

– No digas eso, Greg. No fue culpa tuya.

– ¿Qué quieres decir?

Miré alrededor. Adam seguía allí arriba. Aunque fuera una locura, aunque Greg estuviera completamente borracho, tenía que contárselo antes de que se marchara de viaje. No importaba qué otras cosas hiciera o dejara de hacer, pero aquello se lo debía. Seguramente no volvería a tener una oportunidad igual. Quizá pensé, también, que Greg podía convertirse en mi aliado, que si se lo contaba ya no estaría tan sola. Tenía la absurda esperanza de que Greg se pondría sobrio de golpe, abandonaría aquella actitud sensiblera y acudiría en mi auxilio.

– ¿Has leído el libro de Klaus? -le pregunté.

– No -respondió él, levantando su vaso de vodka.

– No lo hagas -dije-. No bebas más. Quiero que te concentres en lo que voy a decirte. Ya sabes que, cuando bajaron al campamento al grupo que se había extraviado, uno de ellos todavía seguía con vida. ¿Te acuerdas de quién era?

El rostro de Greg denotaba una profunda melancolía.

– Yo no estaba en mi mejor momento, la verdad: Era Pete Papworth, ¿no? Lo encontraron pidiendo ayuda, pobre hombre. La ayuda que yo no fui capaz de ofrecerle.

– No -dije-. Ése fue el error de Klaus. No era Papworth, sino Tomas Benn.

– Ah, bueno -dijo Greg-. No me extraña que se equivocara. Estábamos todos muy aturdidos.

– ¿Y cuál era la principal característica de Benn?

– Era un pésimo alpinista.

– No, no me refiero a eso. Tú mismo me lo dijiste: no hablaba ni una sola palabra de inglés.

– ¿Y qué?

– «Help. Help. Help.» Eso fue lo que le oyeron decir antes de morir, cuando estaba entrando en coma. Eligió un momento muy peculiar para empezar a hablar en inglés.

Greg se encogió de hombros.

– Quizá lo dijo en alemán.

– En alemán, «ayuda» se dice «Hilfe». No se parecen mucho.

– Quizá fuera otro quien lo dijo.

– No fue nadie más. El artículo de la revista cita a tres personas diferentes que repitieron sus últimas palabras. Dos norteamericanos y un australiano.

– Entonces ¿por qué dijeron que le habían oído pronunciar esa palabra?

– Porque eso era lo que se esperaba que Benn dijera. Pero yo no creo que dijera eso.

– ¿Qué crees que dijo?

Me volví. Adam seguía dentro de la casa. Le hice señas con la mano y le sonreí.

– Creo que dijo «gelb».

– ¿«Gelb»? ¿Qué demonios es eso?

– Es «amarillo» en alemán.

– ¿Amarillo? ¿Y qué sentido tiene que gritara «amarillo» mientras se moría? ¿Tenía alucinaciones?

– No. Creo que estaba cavilando sobre el problema que lo había matado.

– ¿Qué quieres decir?

– El color de la cuerda que el grupo había seguido para bajar por la cresta Géminis. Por el lado equivocado de la cresta Géminis. Una cuerda amarilla.

Greg empezó a decir algo, pero se interrumpió. Vi cómo meditaba sobre lo que yo acababa de decir.

– Pero si la cuerda que bajaba de la cresta Géminis era azul. Era mi cuerda. Bajaron por el lado equivocado de la cresta porque la cuerda se soltó. Porque yo no la había asegurado bien.

– Me parece que no -lo contradije -. Me parece que las dos estaquillas de la parte superior de la cuerda se soltaron porque las arrancaron. Y creo que Françoise, Peter, Carrie, Tomas y el otro… ¿cómo se llamaba?

– Alexis -murmuró Greg.

– Bajaron por el lado equivocado de la cresta porque una cuerda los guió por ese camino. Una cuerda amarilla.

Greg estaba perplejo.

– ¿Cómo es posible que hubiera una cuerda amarilla allí?

– Porque alguien la puso para guiar a los alpinistas por una dirección equivocada.

– Pero ¿quién la puso?

Una vez más alcé los ojos hacia la ventana. Adam nos miró y luego volvió a mirar a la mujer con la que estaba hablando.

– Pudo ser un error -dijo Greg.

– No pudo ser un error -dije yo lentamente.

Hubo un largo, larguísimo silencio. Greg me miró de hito en hito, y luego desvió la vista. De repente se sentó en el césped húmedo, con la espalda apoyada en un arbusto que se dobló hacia atrás y nos roció de agua a los dos. Greg se puso a temblar y a llorar desconsoladamente.

– Greg -susurré, alarmada-. Contrólate.

No paraba de llorar.

– No puedo. No puedo -repetía.

Me agaché junto a él, lo sujeté por los hombros y lo zarandeé.

– Greg, Greg. -Lo ayudé a levantarse. Tenía la cara colorada y manchada de lágrimas-. Tienes que ayudarme, Greg. No tengo a nadie. Estoy sola.

– No puedo. No puedo. Hijo de puta. No puedo. ¿Dónde está mi vaso?

– Se te ha caído.

– Necesito beber algo.

– No.

– Necesito una copa.

Greg cruzó el jardín dando traspiés y entró en la casa.

Esperé un momento, respirando hondo para tranquilizarme. Estaba hiperventilando. Tardé unos minutos en recuperarme. Ahora tenía que volver adentro y hacer como si nada. Al entrar en la cocina de la planta baja, oí un terrible estruendo, y luego gritos procedentes del piso de arriba, y cristales rotos. Subí la escalera a toda prisa. En el salón había una riña, y reinaba la confusión. Vi varios muebles volcados, una cortina caída. Se oían gritos. Al principio ni siquiera pude distinguir quién participaba en la pelea, y entonces vi cómo apartaban a Greg de alguien. De Adam, que se agarraba la cara. Corrí hacia él.

– Hijo de puta -gritaba Greg-. Hijo de puta.

Salió corriendo de la habitación, fuera de sí. La puerta de la calle se cerró de golpe. Se había marchado.

Nadie podía creer lo que había ocurrido. Adam tenía un profundo arañazo en la mejilla, y se le empezaba a hinchar un ojo. Me miraba.

– ¡Adam! -Corrí junto a él.

– ¿Qué demonios ha pasado? -preguntó alguien. Era Deborah-. Alice, tú estabas hablando con él. ¿Qué mosca le ha picado?

Miré alrededor, a los amigos, colegas, camaradas de Adam; todos me observaban expectantes, asombrados, furiosos por aquella repentina agresión. Me encogí de hombros y dije:

– Estaba borracho. Debe de haberse derrumbado. De repente lo ha entendido. -Y, dirigiéndome de nuevo a Adam, añadí-: Deja que te limpie esa herida, cariño.

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