Pero no era tan sencillo, claro. Me decía a mí misma que Adam había sido absuelto. Me decía que me había casado con él y había prometido confiar en él. Ésta era la primera vez que mi confianza se ponía a prueba. No pensaba decirle nada a Adam; no pensaba hacer caso de aquella difamación. No quería ni pensar en ello.
¿A quién pretendía engañar? Pensaba en ello constantemente. Pensaba en aquella chica desconocida, aquella mujer desconocida, o lo que fuera, borracha, y con Adam borracho. Pensaba en Lily quitándose la camiseta para enseñarme su pálido cuerpo de sirena y su espalda amoratada. Y pensaba en cómo era Adam conmigo: me ataba, me estrangulaba, me ordenaba que siguiera sus instrucciones. Le gustaba hacerme daño. Le gustaba sentir el contraste de mi debilidad y su fuerza. Me miraba atentamente para detectar y calibrar mi dolor. A medida que las analizaba, nuestras relaciones sexuales, que hasta entonces parecían el fruto de una pasión delirante, se convirtieron en otra cosa. Cuando estaba sola en mi despacho, cerraba los ojos y recordaba diversos excesos. Al evocarlos sentía un extraño e inquietante placer. No sabía qué hacer.
La primera noche después de mi cita con Joanna le dije a Adam que no me encontraba bien. Estaba a punto de venirme la regla y tenía dolor de espalda.
– Pero si aún faltan seis días -dijo él.
– Pues será que se me va a adelantar -repliqué.
Por Dios, mi marido conocía mejor que yo mis ciclos menstruales. Intenté restar importancia a mi desasosiego.
– Eso demuestra lo necesario que es el Drakloop.
– Te daré un masaje. Te sentará bien. -Adam estaba ayudando a un amigo suyo de Kennington a arreglar un parqué, y tenía las manos más encallecidas de lo habitual-. Estás muy tensa -me dijo-. Relájate.
Aguanté dos días. El jueves por la noche Adam llegó a casa con una gran bolsa de comida y anunció que iba a cocinar, para variar. Había comprado pez espada, dos chiles rojos, un nudoso trozo de jengibre, un manojo de cilantro, arroz basmati en una bolsa de papel marrón y una botella de vino tinto. Encendió todas las velas que encontró y apagó las luces, y la pequeña y deprimente cocina se convirtió de pronto en la cueva de una bruja.
Me puse a leer el periódico mientras él limpiaba cuidadosamente el cilantro, asegurándose de que no quedara arenilla en las hojas. Puso los chiles en un plato y los cortó en juliana. Cuando se dio cuenta de que yo lo miraba, dejó el cuchillo, vino hacia mí y me besó, sin acercar las manos a mi cara.
– No quiero que el chile te haga escocer los ojos -dijo.
Preparó el adobo para el pescado, lavó el arroz y lo dejó reposar en una olla con agua. A continuación se lavó bien las manos, abrió la botella de vino y sirvió dos copas que no hacían juego.
– Tardará una hora -dijo. Se metió la mano en el bolsillo del pantalón y sacó dos delgadas correas de cuero-. Llevo todo el día pensando en atarte.
– ¿Y si digo que no? -le espeté. De pronto tenía la boca seca, y me costaba tragar saliva.
Adam se llevó la copa a los labios y bebió un sorbo de vino. Me miró con aire pensativo.
– ¿Cómo, no? ¿Qué tipo de no?
– Quiero enseñarte una cosa -dije.
Cogí mi bolso y extraje las fotocopias de la carta y el artículo. Se las enseñé.
Adam dejó la copa de vino en la mesa y leyó atentamente y dijo:
– ¿Y qué?
– Yo… La periodista me lo dio y… -No terminé la frase.
– ¿Qué quieres saber, Alice? -No contesté-. ¿Quieres saber si la violé?
– No, claro que no. Ya he visto lo que dijo el juez, y… Mierda, estamos casados, ¿no? ¿Por qué no me lo contaste? Debió de ser importante para ti. Quiero saber qué pasó. Claro que quiero saberlo. ¿Qué te imaginabas? -Me sorprendí dando un puñetazo en la mesa que hizo saltar las copas.
En lugar de enfurecerse, que era lo que yo esperaba que pasara, Adam adoptó una expresión triste.
– Pensaba que confiabas en mí -dijo en voz baja, como si hablara solo-. Y que estabas de mi lado.
– Lo estoy. Claro que lo estoy. Pero…
– Pero quieres saber qué pasó, ¿no?
– Sí.
– ¿Con detalle?
Inspiré hondo y dije, con firmeza:
– Sí, con detalle.
– Tú lo has querido. -Se sirvió más vino y se sentó en la silla, enfrente de mí-. Estaba en una fiesta, en casa de un amigo en Gloucestershire. Ocurrió hace unos ocho años, si no recuerdo mal. Acababa de llegar de América; había estado escalando en Yosemite con un amigo. Estábamos muy quemados, y teníamos ganas de divertirnos. En la fiesta había mucha gente, pero yo no conocía a nadie, excepto al que la había organizado. Había mucha bebida. Y drogas. Todo el mundo bailaba y se besaba. Era verano, y fuera hacía calor. Entre los arbustos había varias parejas. Se me acercó una chica y me llevó a bailar. Estaba muy borracha. Intentó desnudarme en medio de la pista de baile. La llevé afuera. Ella se quitó el vestido mientras cruzábamos el jardín. Nos escondimos detrás de un árbol; yo oía a otra pareja que follaba a unos metros de nosotros. La chica no paraba de hablarme de su novio; me contó que se habían peleado, y que quería follar conmigo, y que yo le hiciera cosas que su novio no le hacía. Y eso fue lo que hice. Entonces ella dijo que la había violado.
Nos quedamos callados.
– ¿Quería que lo hicieras? -pregunté en voz baja-. ¿O te pidió que no lo hicieras?
– Mira, Alice, ésa es una pregunta muy interesante. Dime, ¿alguna vez me has dicho que no?
– Sí, pero…
– ¿Y alguna vez te he violado?
– No es tan sencillo como tú lo pintas.
– El sexo no tiene nada de sencillo. ¿Te gusta lo que te hago?
– Sí. -Se me estaban formando gotas de sudor en la frente.
– Cuando te até, me pediste por favor que parara, pero ¿te gustó?
– Sí, pero… Esto es espantoso, Adam.
– Tú quisiste hablar de ello. Cuando te…
– Basta. No es tan sencillo, Adam. Hay que tener en cuenta la intención. La de ella y la tuya. ¿Ella quería que pararas?
Adam bebió otro sorbo de vino y se lo tragó lentamente.
– Después. Le habría gustado que hubiera parado. Le habría gustado que no hubiera pasado, seguro. Quería recuperar a su novio. Pero no podemos caminar lo que ya hemos hecho.
– Pero ¿en ningún momento creíste que ella oponía resistencia?
– No.
Nos miramos fijamente.
– Aunque, a veces -añadió Adam sin dejar de mirarme, como si me estuviera poniendo a prueba-, con las mujeres es difícil estar seguro.
Aquello me sentó muy mal.
– No hables así de las mujeres, como si fueran objetos genéricos.
– Verás, aquella chica era un objeto, desde luego. Y yo también. Nos conocimos en una fiesta, y ambos estábamos borrachos. Ni siquiera sabía su nombre, ni ella el mío. Era lo que ella quería. Ambos queríamos follar. ¿Qué hay de malo en eso?
– Yo no digo que…
– ¿A ti nunca te ha pasado? Te ha pasado. Me lo dijiste tú misma. ¿Y no está ahí parte de la gracia, precisamente?
– Quizá sí -admití-. Pero también parte de la vergüenza, después.
– Para mí no. -Me miró, desafiante, y me di cuenta de que estaba enfadado -. Yo no creo que tengamos que preocuparnos por cosas que ya hemos hecho y no podemos cambiar.
Intenté controlar mi voz. No quería llorar.
– Aquella noche, después de la boda, en la cabaña… Yo quería, Adam. Quería que hicieras conmigo lo que se te antojara. Sin embargo, al día siguiente, cuando me desperté, me sentí muy mal. Pensé que habíamos ido demasiado lejos, que nos habíamos pasado.
Adam me sirvió más vino, y luego se sirvió también él. No lo había advertido, pero casi nos habíamos terminado la botella.
– ¿Nunca has sentido nada parecido? -pregunté.
– Sí.
– ¿Después de follar?
– No necesariamente. Pero sé a qué te refieres. -Hizo una mueca y añadió-: Conozco ese sentimiento.
Nos bebimos el vino, y las llamas de las velas vacilaron.
– El pescado ya casi estará marinado -dije.
– Sería incapaz de violar a una mujer.
– Ya lo sé -dije. Pero pensé: ¿cómo lo sabes?
– ¿Quieres que prepare el pescado?
– No, todavía no.
Titubeé. Era como si mi vida pendiera de un hilo. Podía elegir el camino. Podía confiar en él y volverme loca. Podía desconfiar de él y volverme loca. Al fin y al cabo, desde donde me encontraba, el resultado final no variaba mucho. Fuera estaba oscuro, y se oía llover. Las velas ardían con una luz parpadeante, proyectando sombras que danzaban en las paredes. Me levanté y fui hacia donde Adam había tirado las correas de cuero.
– Vamos, Adam.
Él no se movió de la silla.
– ¿Qué me estás diciendo? -me preguntó.
– Te estoy diciendo que sí.
Pero no era un «sí» convencido. Al día siguiente, en la oficina llamé por teléfono a Lily, y quedé con ella por la tarde, a la salida del trabajo. No quería volver a su sórdido apartamento en aquel sótano. No soportaba la idea de sentarme otra vez encima de aquellas sucias sábanas, rodeada de viejas fotografías de Adam. Le propuse que nos encontráramos en la cafetería de John Lewis, en Oxford Street: era el sitio más neutro y con menos ambiente que se me ocurría.
Lily ya estaba allí cuando llegué yo, bebiéndose un cappuccino y comiéndose un enorme bollo recubierto de chocolate. Llevaba unos pantalones negros de lana, un jersey peludo de color morado y botines, e iba sin maquillar. Se había recogido el rubio cabello en un moño suelto. La encontré bastante normal y, cuando me sonrió, bastante dulce. No tan desquiciada. Le devolví la sonrisa, un tanto vacilante. No quería encariñarme con ella.
– ¿Problemas? -me preguntó cordialmente cuando me senté a la mesa.
– ¿Quieres otro café? -repliqué yo.
– No, gracias. Pero no me importaría zamparme otro bollo. No he comido nada en todo el día.
Pedí un cappuccino para mí y otro bollo para Lily. La miré por encima del borde de la taza. No sabía por dónde empezar. Era evidente que a Lily no le importaba aquel silencio, ni mi inquietud. Comía con apetito, manchándose la barbilla de chocolate. Pensé que parecía una niña pequeña.
– El otro día no terminamos la conversación -dije sin convicción.
– ¿Qué quieres saber? -me preguntó ella bruscamente-. Señora Tallis -añadió.
Sentí una oleada de rabia.
– No me llamo señora Tallis. ¿Por qué me llamas así?
– ¡Oh, por favor!
No insistí en eso. Al fin y al cabo, hacía varios días que no recibíamos llamadas ni cartas. No se habían repetido desde que había abordado a Jake en la calle.
– ¿Fue Adam alguna vez violento contigo?
Lily soltó una risotada.
– Quiero decir violento de verdad -aclaré.
Se limpió la boca. Aquello le estaba gustando.
– Lo que quiero saber es si alguna vez te hizo algo sin tu consentimiento.
– ¿Qué quieres decir? ¿Cómo voy a saberlo? Eso no tiene nada que ver. Ya sabes cómo es él. -Me sonrió-. Por cierto, ¿cómo crees que reaccionaría si se enterara de que has hablado conmigo, de que vas por ahí comprobando sus antecedentes? -Volvió a soltar una risita.
– No sé qué diría.
– No me refiero a lo que diría. ¿Qué haría?
No contesté.
– No me gustaría estar en tu lugar. -De pronto se estremeció y se apoyó en la mesa, hasta que su cara quedó muy cerca de la mía. Tenía un poco de chocolate en los dientes, blancos y perfectos-. Aunque por otra parte me encantaría, claro.
Cerró los ojos, y tuve la espantosa sensación de que Lily estaba rememorando ante mis narices algún momento de lujuria con Adam.
– Me voy -dije.
– ¿Quieres que te dé un consejo?
– No -respondí precipitadamente.
– No intentes interponerte en su camino ni cambiarlo. No funcionará. Síguele la corriente.
Lily se levantó y salió del bar. Yo pagué la cuenta.