TREINTA Y NUEVE

La agente de policía Mayer aparentaba unos dieciséis años. Tenía el cabello castaño y corto, y la cara redonda, con algunos granos. Yo iba sentada en la parte trasera del coche (azul y sin distintivos, y no un coche patrulla, como había imaginado), contemplando la parte de atrás de su cuello, que sobresalía por el blanco y planchado cuello de su camisa. La encontré estirada, poco natural, y su lánguido apretón de manos y su mirada, breve y superficial, me hicieron pensar que era una persona mediocre.

No hizo ningún esfuerzo para hablar conmigo, y yo se lo agradecí. Lo único que me dijo, antes de ponernos en marcha, fue que me abrochara el cinturón. Me recosté en el frío asiento de plástico y me puse a mirar las calles de Londres, casi sin verlas. Hacía una mañana despejada, y la luz me producía dolor de cabeza, pero cuando cerré los ojos fue peor aún, porque empezaron a aparecer imágenes en la oscuridad. Sobre todo la cara de Adam, la última visión que había tenido de él. Notaba el cuerpo vacío y dolorido. Era como si pudiera sentir todos mis órganos por separado: el corazón, los intestinos, los pulmones, los riñones, la sangre circulando, la cabeza.

De vez en cuando, la radio de la agente Mayer emitía unos crujidos, y ella pronunciaba algunas frases en una especie de extraño lenguaje telegráfico, sobre puntos de reunión y horas de llegada. Fuera de aquel coche estaba la vida real: personas que se ocupaban de sus asuntos cotidianos, fastidiadas, aburridas, satisfechas, indiferentes, emocionadas, cansadas. Personas que pensaban en su trabajo, o en lo que harían para cenar, o en lo que había dicho su hija aquella mañana durante el desayuno, o en el chico que les gustaba, o en que tenían que cortarse el pelo, o en que les dolía la espalda. No podía creer que yo también hubiera estado allí, en aquel mundo tan común. Recordaba vagamente algunas veladas en el Vine, con la Panda, como si fueran imágenes de un sueño medio olvidado. ¿De qué hablábamos, una noche tras otra, como si el tiempo no importara, como si tuviéramos todo el tiempo del mundo? ¿Era feliz entonces? Ya no lo sabía. Apenas recordaba el rostro de Jake, o al menos su rostro cuando yo vivía con él, su rostro de amante; no recordaba cómo me miraba cuando estábamos juntos en la cama. El rostro de Adam, su intensa mirada, interfería esas imágenes, me tapaba la visión, y yo sólo lo veía a él.

Había pasado de ser la Alice de Jake a ser la Alice de Adam. Ahora era sencillamente Alice. Nadie me decía qué aspecto tenía ni me preguntaba cómo estaba. No tenía a nadie con quien hacer planes, cotejar ideas; nadie que me protegiera, nadie en quien perderme. Si sobrevivía estaría sola. Me miré las manos, que yacían inertes sobre mi regazo. Escuché mi respiración, regular y silenciosa. Quizá no sobreviviera. Antes de conocer a Adam, nunca me había asustado demasiado la muerte, básicamente porque la muerte siempre parecía muy lejana; era algo que le iba a ocurrir a una dulce ancianita de cabello blanco con la que no acababa de identificarme. Me pregunté quién me echaría de menos. Mis padres, por supuesto. ¿Mis amigos? En cierto modo sí; pero para ellos yo ya había desaparecido cuando abandoné a Jake y mi antigua vida. Sacudirían la cabeza, como si me consideraran un bicho raro. «Pobrecilla», dirían. En cambio, Adam sí me echaría de menos. Lloraría por mí, sinceras lágrimas de dolor. Siempre me recordaría y siempre me lloraría. Qué extraño. Casi sonreí.

Saqué otra vez la fotografía del bolsillo y la miré. En aquella imagen estaba tan feliz ante el milagro de mi nueva vida que parecía una loca. Detrás de mí había una mata de espino, hierba y cielo, pero nada más. ¿Y si no me acordaba? Intenté recordar la ruta desde la iglesia, pero al hacerlo me invadió una sensación de vacío total. Ni siquiera lograba visualizar la iglesia. Intenté no pensar en ello, como si pensando fuera a alejar los últimos fragmentos de memoria. Volví a mirar la fotografía y oí mi propia voz que decía: «Para siempre». Para siempre, había dicho yo. ¿Qué había dicho Adam entonces? No me acordaba, pero sí recordaba que había llorado. Recordaba que había notado sus lágrimas en mis mejillas. Estuve a punto de llorar yo también, en aquel frío coche de policía que me llevaba a un sitio donde iba a averiguar quién había ganado y quién había perdido, si viviría o moriría. Ahora Adam era mi enemigo, pero me había amado, aunque yo no supiera exactamente qué significaba eso. Yo también lo había amado. Tuve un momento de confusión y me entraron ganas de decirle a la agente Mayer que diera media vuelta y me llevara a casa; todo aquello era un terrible error, una aberración.

Sacudí la cabeza y volví a mirar por la ventana. Ya habíamos salido de la autopista, y estábamos atravesando un pueblecito gris. No recordaba nada de aquel viaje. Dios mío, quizá no recordara nada una vez allí. El cuello de la agente Mayer seguía rígido. Cerré los ojos de nuevo. Tenía tanto miedo que casi estaba tranquila, paralizada. Cambié de postura y tuve la sensación de que mi columna vertebral era delgada y quebradiza; noté los dedos fríos y rígidos.

– Ya hemos llegado.

El coche se detuvo ante la iglesia de Saint Eadmund, un edificio bajo de color gris. Había un letrero que anunciaba con orgullo que los cimientos de aquella iglesia tenían más de mil años. Sentí un gran alivio, porque lo recordaba. Pero allí era donde empezaba la prueba. La agente Mayer bajó del coche y me abrió la puerta. Salí y vi que nos esperaban tres personas. Otra mujer, un poco mayor que la agente Mayer, ataviada con pantalones y una gruesa chaqueta de piel de borrego, y dos hombres con chaquetas amarillas parecidas a las que utilizan los obreros de la construcción. Llevaban palas. Me temblaban las rodillas, pero intenté caminar deprisa, como si supiera perfectamente adonde quería ir.

Cuando nos acercamos a ellos, apenas me miraron. Los dos hombres estaban hablando; me miraron un momento y siguieron con su conversación. La mujer vino hacia nosotras y se presentó como la detective Paget; cogió a Mayer por el codo y se la llevó un poco lejos de mí.

– Con un par de horas bastará -le oí decir.

De modo que nadie creía ni una palabra de lo que yo había dicho. Me miré los pies. Llevaba unos botines con tacón totalmente inadecuados, que no me iban a servir para caminar por aquellos campos embarrados. Sabía en qué dirección debíamos ir: había que seguir por la carretera, dejando atrás la iglesia. Ésa era la parte más fácil; el problema vendría después. Pillé a los dos hombres observándome, pero los miré y bajaron la vista, como si mi presencia los incomodara. Yo era la loca. Me puse el pelo detrás de las orejas y me abroché el último botón de la chaqueta.

Las dos mujeres regresaron, con aire resuelto.

– Muy bien, señora Tallis -dijo la detective Paget haciéndome una seña con la cabeza-. Si quiere, puede mostrarnos el camino.

Me costaba tragar saliva, como si tuviera la garganta obstruida. Eché a andar por la carretera. Un pie y luego el otro, en silencio, mientras en mi mente resonaba la cantinela: «Izquierda, derecha, izquierda, derecha». La detective Paget caminaba a mi lado, y los otros tres se quedaron un poco rezagados. No oía lo que decían, pero de vez en cuando los oía reír. Notaba las piernas muy pesadas, como de plomo. La carretera se extendía ante mí, inacabable, monótona. Quizá aquél fuera mi último paseo.

– ¿Falta mucho? -me preguntó la detective Paget.

No tenía ni idea. Pero después de una curva la carretera se bifurcaba, y vi un monumento de guerra con un águila de piedra en lo alto.

– Es por aquí -dije, intentando disimular la euforia-. Por aquí es por donde vinimos.

La detective Paget debió de detectar el tono de sorpresa de mi voz, porque me lanzó una mirada burlona.

– Sí, es aquí -repetí. Hasta ese momento no me había acordado del monumento, pero al verlo lo recordé perfectamente.

Los guié por el estrecho camino. Notaba las piernas más ligeras, como si mi cuerpo me indicara el camino que debía seguir. Un poco más adelante tenía que haber un sendero. Miraba ansiosamente a derecha e izquierda, y de vez en cuando me paraba para escudriñar la maleza, por si la hierba había cubierto el sendero. Notaba la creciente impaciencia del grupo. Pillé a la agente Mayer y a uno de los excavadores (un joven delgado con el cuello largo y lleno de granos) mirándose y encogiéndose de hombros.

– Es por aquí cerca -afirmé.

Unos minutos más tarde, dije:

– Debemos de habernos pasado.

Nos paramos en medio del camino, mientras yo intentaba decidir hacia dónde tirar.

– Creo que un poco más arriba hay un desvío -observó la detective Paget -. ¿Quiere que nos acerquemos a mirar?

Era el sendero que yo andaba buscando. Estuve a punto de abrazarla para expresarle mi gratitud; me puse en marcha con aire decidido, y los demás me siguieron. Las zarzas se nos enganchaban en la ropa y nos arañaban las piernas, pero no me importaba. Allí era adonde me había llevado Adam. Esta vez no vacilé: me aparté del sendero y entré en el bosque, porque había visto un abedul del que me acordaba, blanco y recto, rodeado de hayas. Subimos por una cuesta, y recordé que Adam me había dado la mano y me había ayudado a subirla, porque había hojas caídas que me hacían resbalar. Estaba lleno de narcisos, y oí cómo la agente Mayer exclamaba admirada, como si estuviéramos haciendo una excursión campestre.

Al final de la cuesta había una planicie sin tantos árboles, casi un páramo. Me pareció oír la voz de Adam diciendo: «Un prado al que se llega por un sendero al que se llega por un camino al que se llega por una carretera».

De pronto no sabía hacia dónde ir. Recordaba una mata de espino, pero desde allí no la veía. Di unos cuantos pasos vacilantes; me detuve y miré alrededor, desanimada. La detective Paget se me acercó y se quedó esperando, sin hacer nada. Saqué la fotografía de mi bolsillo.

– Lo que buscamos es esto -dije.

– Un arbusto.

El tono de su voz era neutro, pero su mirada no. Estábamos rodeados de arbustos.

Cerré los ojos e intenté hacer memoria. Y entonces recordé algo que había dicho Adam: «Mira con mis ojos». Y habíamos mirado desde allí arriba la iglesia y los campos. «Mira con mis ojos.»

Era como si verdaderamente mirara con los ojos de Adam, siguiéndole los pasos. Eché a andar a trompicones, casi corriendo, por el páramo, y allí, a través de los árboles, vi el camino por el que habíamos subido. Allí estaba la iglesia de Saint Eadmund, con los dos coches aparcados delante. Allí estaba la alfombra de verdes prados. Y allí estaba también la mata de espino. Me coloqué delante, como aquel día. Me quedé de pie sobre la tierra, blanda, y recé para que el cadáver de una joven estuviera enterrado bajo mis pies.

– Aquí -dije a la detective Paget-. Aquí. Tienen que cavar aquí.

La detective Paget llamó a los hombres de las palas y repitió mis instrucciones:

– Tienen que cavar aquí.

Me aparté, y los hombres se pusieron a cavar. El terreno era pedregoso, y la tarea no era fácil. Pronto empecé a ver cómo se les cubría la frente de sudor. Intenté respirar acompasadamente. Cada vez que hundían la pala, yo esperaba ver aparecer algo. Pero nada. Cavaron hasta que hicieron un agujero considerable. Nada. Finalmente pararon y miraron a la detective Paget, que me miró a mí.

– Es ahí -insistí -. Sé que es ahí. Esperen.

Volví a cerrar los ojos e intenté recordar. Saqué la fotografía y miré fijamente el arbusto.

– Dígame exactamente dónde tengo que colocarme -le dije a la detective Paget, al tiempo que le ponía la fotografía en la mano y me situaba junto a la mata de espino.

Ella me miró con recelo, y se encogió de hombros. Me coloqué enfrente de ella, como había hecho con Adam, y la miré fijamente como si la detective fuera a hacerme una fotografía. Ella me miró entrecerrando los ojos.

– Un poco más adelante -dijo.

Di un paso al frente.

– Así.

– Caven aquí -les dije a los hombres.

Se pusieron a cavar de nuevo. Nosotras esperamos en silencio; sólo se oían los golpes sordos de las palas y la fatigosa respiración de los obreros. Nada. No había nada, sólo tierra rojiza y gruesa, y piedras pequeñas.

Los hombres volvieron a parar y me miraron.

– Por favor -dije con voz ronca-. Un poco más, por favor. -Miré a la detective Paget y le puse una mano en el brazo-. Por favor -supliqué.

Ella frunció el entrecejo, pensativa, y luego dijo:

– Podríamos estar cavando una semana. Ya hemos cavado donde usted nos ha indicado, y no hemos encontrado nada. Ya hay suficiente.

– Por favor -insistí. Se me quebraba la voz-. Por favor. -Me jugaba la vida.

La detective Paget exhaló un hondo suspiro.

– De acuerdo -concedió. Miró su reloj y añadió-: Veinte minutos, ni uno más.

Hizo una seña y los hombres cogieron de nuevo las palas, murmurando burlas y gruñendo. Me aparté un poco, me senté y me puse a contemplar el valle. El viento rizaba la hierba, como si fuera el mar.

De pronto oí un murmullo a mis espaldas. Corrí hacia allí. Los hombres habían dejado de cavar y estaban arrodillados junto al hoyo, apartando la tierra con las manos. Me agaché a su lado. La tierra se había vuelto más oscura, y vi una mano que sobresalía, sólo los huesos, como si nos hiciera señas para que nos acercáramos.

– ¡Es ella! -grité -. ¡Es Adele! ¿Lo ven? ¿No lo ven?

Me puse a escarbar, frenética, aunque apenas veía. Quería abrazar aquellos huesos, coger con mis manos aquella cabeza, aquel horrendo cráneo que empezaba a aparecer, meter los dedos por las cuencas vacías de los ojos.

– No toque nada -dijo la detective Paget, y tiró de mí hacia atrás.

– ¡Es ella! -grité-. Es ella. Tenía razón. Es ella.

A mí iba a pasarme lo mismo, quise añadir. Si no la hubiéramos encontrado, me habría pasado lo mismo.

– Es una prueba, señora Tallis -dijo ella con severidad.

– Es Adele -repetí-. Es Adele. Adam la asesinó.

– No sabemos quién es -me corrigió ella -. Tendremos que examinar el cadáver para identificarlo.

Miré el brazo, la mano, la cabeza que sobresalían de la tierra. Toda la tensión que había soportado se desvaneció, y me sentí tremendamente cansada, tremendamente triste.

– Pobrecilla -murmuré-. Pobre mujer. Dios mío. Dios mío.

La agente Paget me ofreció un pañuelo de papel, y me di cuenta de que estaba llorando.

– Tiene algo alrededor del cuello, detective -señaló el joven delgado.

Me llevé una mano al cuello.

El joven levantó un cordón ennegrecido, y dijo:

– Creo que es un collar.

– Sí -confirmé -. Sí, se lo regaló él.

Todos se dieron la vuelta y me miraron, y esta vez con mucha atención.

– Miren. -Me quité el collar con la reluciente espiral de plata, y lo coloqué junto a su ennegrecido duplicado -. Me lo regaló Adam. Era una prueba de su amor eterno. -Toqué la espiral de plata-. Seguro que el suyo también tiene esto.

– Tiene razón -dijo la detective Paget.

La otra espiral estaba negra y tenía tierra adherida, pero era inconfundible. Hubo un largo silencio. Todos me miraron, y yo miré el hoyo donde yacía el cadáver de Adele.

– ¿Cómo ha dicho que se llamaba? -preguntó la detective Paget finalmente.

– Adele Blanchard. -Tragué saliva-. Era amante de Adam. Y creo… -Rompí a llorar otra vez, pero esta vez no lloraba por mí, sino por Adele, por Tara y por Françoise-. Creo que era una buena mujer. Una joven encantadora. Lo siento, lo siento mucho. -Me tapé la cara con las manos, llenas de barro, y las lágrimas se colaban entre mis dedos.

La agente Mayer me puso un brazo sobre los hombros.

– La acompañaremos a su casa.

Pero ¿dónde estaba ahora mi casa?


* * *

El inspector Byrne y otra agente insistieron en acompañarme al apartamento, aunque les dije que Adam no estaría allí y que sólo quería recoger mi ropa y marcharme. Dijeron que de todos modos tenían que comprobarlo, aunque ya habían llamado por teléfono y no habían encontrado a Adam. Tenían que localizar al señor Tallis.

Yo no sabía adónde ir, pero eso no se lo dije. Después tendría que hacer declaraciones, rellenar formularios y firmarlos por triplicado, hablar con abogados. Tendría que enfrentarme a mi pasado y afrontar mi futuro, intentar salir de los escombros después de la catástrofe. Pero todavía no. En esos momentos avanzaba lentamente, como atontada, e intentaba poner las palabras en el orden correcto, hasta que me dejaran sola en algún sitio y pudiera dormir. Estaba tan cansada que habría podido dormirme de pie.

El inspector Byrne subió conmigo la escalera, hasta el apartamento. La puerta colgaba de los goznes; Adam la había derribado. Me temblaban las rodillas, pero Byrne me sujetó por el codo y entramos, seguidos por la otra agente.

– No puedo -dije, deteniéndome bruscamente en el recibidor-. No puedo. No puedo entrar. No puedo. No puedo. No puedo, de verdad.

– No hace falta que entre. -El inspector se dirigió a la agente-: Coja algo de ropa limpia, por favor.

– Mi bolso -dije-. En realidad sólo necesito mi bolso. Tengo el dinero allí. No quiero nada más.

– Y su bolso.

– Está en el salón -dije. Me pareció que iba a vomitar.

– ¿Tiene usted familia? -me preguntó el inspector mientras esperábamos.

– No lo sé -contesté con un hilo de voz.

– ¿Puedo hablar un momento con usted, señor?

Era la agente, que había salido al rellano y nos miraba con expresión grave. Pasaba algo.

– ¿Qué…?

– Señor.

Entonces lo comprendí. Lo supe instintivamente.

Antes de que pudieran impedírmelo, yo ya me había precipitado hacia el salón. Adam estaba allí, girando muy lentamente, colgado de la cuerda. Vi que había utilizado un trozo de cuerda de escalar. Cuerda de escalar amarilla. Había una silla caída a su lado. Iba descalzo. Toqué suavemente el pie que tenía mutilado, y luego lo besé, como había hecho la primera vez. Estaba muy frío. Llevaba sus vaqueros viejos y una camiseta desteñida. Miré su cara, hinchada y deformada.

– Me habrías matado -dije mirándolo fijamente.

– Señora Loudon… -dijo el inspector Byrne.

– Me habría matado -expliqué, sin apartar los ojos de Adam, mi gran amor-. Lo habría hecho.

– Venga conmigo, señora Loudon. Todo ha terminado.

Adam había dejado una nota. No era una confesión, ni una explicación. Era una carta de amor.


Querida Alice:

Te adoré en cuanto te vi. Fuiste mi mejor y mi último amor. Lamento que haya tenido que acabar. Toda la vida no habría sido suficiente.

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