Al día siguiente, el metro estaba más abarrotado que de costumbre. Me moría de calor bajo tantas capas de ropa, e intenté distraerme pensando en otras cosas mientras me balanceaba, rodeada de cuerpos, y el tren traqueteaba por el oscuro túnel. Me acordé de que tenía que cortarme el pelo; podía ir a la peluquería a la hora de comer. Intenté recordar si había suficiente comida en casa para la cena, o si sería mejor que compráramos comida preparada. O que fuéramos a bailar. Reparé en que aquella mañana no me había tomado la píldora, y que tenía que hacerlo en cuanto llegara a la oficina. La píldora me hizo pensar en el dispositivo intrauterino y en la reunión del día anterior, cuyo recuerdo había hecho que me costara más de lo habitual levantarme de la cama.
Una joven delgada que llevaba en brazos a un niño de cara enorme y sonrojada intentaba abrirse paso por el vagón. Nadie se levantó para cederle el asiento, y la mujer se quedó de pie con el niño apoyado en su angulosa cadera, apuntalada por los otros pasajeros. Al niño sólo se le veía la acalorada y enojada cara. Como era de esperar, no tardó en ponerse a llorar; soltaba unos gemidos roncos y larguísimos y se le pusieron las mejillas moradas, pero la mujer no le hizo ningún caso, como si no lo oyera. Ella estaba pálida y tenía la mirada vidriosa. El niño iba vestido como si fuera a realizar una expedición al Polo Sur, y en cambio ella solo llevaba un ligero vestido y un anorak desabrochado. Puse a prueba mi instinto maternal: cero. Luego miré a mi alrededor, a la multitud de hombres y mujeres trajeados. Me incliné hacia un individuo que llevaba un bonito abrigo de cachemira; me acerqué a él hasta que pude verle los poros de la cara, y entonces le dije en voz baja, al oído:
– Perdone, ¿le importaría cederle el asiento a esta señora? -Él me miró con gesto desconcertado, reacio, y añadí-: Necesita sentarse.
El hombre se levantó, y la madre se acercó arrastrando los pies y se metió entre dos periódicos desplegados. El niño siguió llorando, y ella siguió mirando al frente. Ahora el hombre podía sentirse virtuoso.
Sentí un gran alivio al apearme en mi estación, aunque el día que tenía por delante no se presentaba prometedor. Al pensar en el trabajo, me invadió un profundo letargo, como si me pesaran las extremidades y tuviera el cerebro lleno de moho. En la calle hacía mucho frío, y el vaho que yo despedía hacía volutas en el aire. Me enrollé la bufanda al cuello y lamenté no haberme puesto sombrero. Quizá pudiera escaparme durante la pausa para el café y comprarme unas botas. A mi alrededor, todo el mundo caminaba apresuradamente hacia sus oficinas con la cabeza agachada. Jake y yo deberíamos ir a algún sitio en febrero, a algún lugar desierto y soleado. A cualquier sitio que no fuera Londres. Me imaginé una playa de arena blanca y un cielo azul, y a mí misma, delgada y bronceada, tomando el sol en bikini. Veía demasiados anuncios. Yo siempre llevaba bañador. Además, últimamente Jake intentaba convencerme de que tenía que ahorrar.
Me paré en el paso de cebra. Un camión pasó rugiendo. Una paloma y yo retrocedimos a la vez. Le eché un vistazo al conductor, elevado en la cabina y ciego a toda aquella gente que, por debajo de él, iba andando al trabajo. El coche que iba detrás del camión frenó, y me dispuse a cruzar la calle.
Un hombre empezó a cruzar desde la otra acera. Me fijé en que llevaba unos vaqueros negros y una chaqueta de piel negra, y luego miré su cara. No sé si él se paró primero o si fui yo. Ambos nos quedamos plantados en la calzada, mirándonos fijamente. Creo que oí una bocina. No podía moverme. Me pareció una eternidad, pero seguramente sólo duró un segundo. Noté un vacío en el estómago, y me costaba respirar con normalidad. Volvió a sonar una bocina. Alguien gritó algo. El hombre tenía unos impresionantes ojos azules. Seguí andando; él hizo otro tanto, y nos cruzamos separados por unos centímetros, sin dejar de mirarnos a los ojos. Si él hubiera estirado el brazo y me hubiera tocado, creo que yo habría dado media vuelta y lo habría seguido, pero no lo hizo, y llegué sola a la otra acera.
Seguí caminando hacia el edificio de las oficinas de Drakon; luego me detuve y me di la vuelta. Él seguía allí, mirándome. No sonrió, ni hizo gesto alguno. Tuve que hacer un esfuerzo para volverme de nuevo, notando su mirada como un imán. Cuando llegué a las puertas giratorias del edificio y pasé por ellas, eché un último vistazo. El hombre de los ojos azules había desaparecido.
Fui directamente al lavabo, me encerré en un cubículo y me apoyé en la puerta. Estaba mareada, me temblaban las rodillas y notaba tensión en los ojos, como si estuviera conteniendo las lágrimas. Quizá estuviera incubando un resfriado. Quizá estaba a punto de venirme la regla. Pensé en aquel hombre y en cómo me había mirado, y cerré los ojos como si de ese modo pudiera hacerlo desaparecer. Alguien entró en el lavabo y abrió un grifo. Me quedé muy quieta, y me pareció oír los latidos de mi corazón bajo la blusa. Me llevé una mano a la ardiente mejilla, y después me la puse sobre el pecho.
Pasados unos minutos volví a respirar con normalidad. Me eché agua fría en la cara, me peiné, extraje una píldora de su envase y me la tomé. El dolor que sentía en el vientre empezó a desaparecer; ahora sólo me sentía frágil, nerviosa. Afortunadamente, nadie había visto nada. Saqué un café y una chocolatina de la máquina del segundo piso, porque de pronto tenía un hambre voraz, y fui hacia mi despacho. Retiré el envoltorio y el papel de plata de la chocolatina con dedos torpes y temblorosos, y me la comí a bocados. Inicié la jornada de trabajo. Abrí el correo y lo tiré casi todo a la papelera; escribí un memorándum a Mike y luego telefoneé a Jake a su oficina.
– ¿Cómo te va el día? -le pregunté.
– Acabo de empezar.
Yo tenía la impresión de que habían pasado horas desde que había salido de casa. Si me hubiera tumbado y hubiera cerrado los ojos, habría podido dormir varias horas.
– Anoche lo pasé muy bien -dijo Jake bajando la voz. Quizá estaba con más gente.
– Ya. Pero esta mañana me sentía un poco rara, Jake.
– ¿Te encuentras mejor? -Jake parecía preocupado. Nunca me pongo enferma.
– Sí, me encuentro muy bien. Estupendamente. ¿Y tú? ¿Estás bien?
Ya no se me ocurría nada más que decir, pero aun así me resistía a colgar el teléfono. De pronto Jake adoptó un tono preocupado, y le oí decir algo que no entendí a otra persona.
– Bueno, cariño, tengo que dejarte. Adiós.
Pasaron las horas. Fui a otra reunión, esta vez con el departamento de marketing; derramé una jarra de agua en la mesa y no dije nada. Leí el trabajo de investigación que Giovanna me había enviado por email. Vendría a verme a las tres y media. Llamé a la peluquería y pedí hora para la una. Bebí un montón de té amargo y tibio en vasos de plástico. Regué las plantas de mi despacho. Aprendí a decir: «Je voudrais quatre petits pains» y « Ça fait combien?».
Un poco antes de la una cogí mi abrigo, dejé un mensaje para mi ayudante diciendo que iba a estar fuera cerca de una hora y bajé a la calle. Empezaba a lloviznar, y no llevaba paraguas. Miré las nubes, me encogí de hombros y eché a andar a buen paso por Cardamom Street, donde podría coger un taxi para ir a la peluquería. De pronto me paré y se me nubló la vista. Sentí una sacudida en el estómago, y tuve la impresión de que me iba a doblar en dos.
Estaba allí, a pocos metros de mí. Como si no se hubiera movido en toda la mañana. Llevaba la misma chaqueta y los mismos vaqueros negros, y seguía sin sonreír. Estaba allí plantado, mirándome. Tuve la sensación de que nadie me había mirado bien hasta entonces, y de pronto tomé plena conciencia de mí misma: de los latidos de mi corazón, del ritmo de mi respiración, de la superficie de mi cuerpo, por donde se extendía un picor que era mezcla de pánico y emoción.
Tenía más o menos mi edad, unos treinta años. Supongo que era guapo, con sus pálidos ojos azules, su cabello castaño alborotado y sus pómulos altos y planos. Pero yo sólo me daba cuenta de que me miraba con tal intensidad que no podía apartarme de su campo de visión. Me oía respirar con una especie de jadeo entrecortado, pero no me moví, no podía alejarme de allí.
No sé quién dio el primer paso. Quizá yo me acerqué a él dando traspiés, o quizá me quedé esperando a que él se acercara, y cuando nos quedamos plantados frente a frente, sin tocarnos, con los brazos pegados a los costados, él dijo en voz baja:
– Te estaba esperando.
Debería haber soltado una carcajada. Aquélla no era yo; aquello no podía estar ocurriéndome a mí. Yo era Alice Loudon, e iba a cortarme el pelo un día lluvioso de enero. Pero no pude reír, ni sonreír. Sólo pude seguir mirándolo: los ojos azules y separados, la boca ligeramente entreabierta, los labios carnosos. Iba sin afeitar. Tenía un arañazo en el cuello. Llevaba el pelo bastante largo, y despeinado. Sí, ya lo creo: era muy guapo. Me dieron ganas de acariciarle la boca con el pulgar, de sentir el roce de su barbilla en el hueco de mi cuello. Intenté decir algo, pero lo único que logré articular fue un ahogado y remilgado «¡Oh!».
– Por favor -dijo él entonces, sin dejar de mirarme-, ¿quieres venir conmigo?
Podía ser un atracador, un violador, un psicópata. Asentí sin pensarlo, y él bajó de la acera y paró un taxi. Me sostuvo la puerta, pero no me tocó. Una vez dentro, le dio una dirección al taxista, y luego se volvió hacia mí. Vi que debajo de la chaqueta de piel sólo llevaba una camiseta verde oscuro. En el cuello lucía una tira de cuero, con una pequeña espiral de plata. No llevaba anillos. Miré sus largos dedos, las uñas pulidas y limpias y una cicatriz blanca en un pulgar. Eran unas manos prácticas, fuertes, peligrosas.
– ¿Cómo te llamas?
– Alice -contesté. No reconocí mi propia voz.
– Alice -repitió él-. Alice.
Cuando él pronunció aquella palabra no me resultó familiar. Levantó las manos y, suavemente, cuidando de no tocarme la piel, me quitó la bufanda. Olía a jabón y a sudor.
El taxi se detuvo; miré por la ventanilla y vi que estábamos en el Soho. Había un quiosco, una charcutería, restaurantes. Olía a café y a ajo. El desconocido bajó del taxi y, una vez más, me sostuvo la puerta. Notaba la sangre latiendo por mis venas. Empujó una puerta vieja junto a una tienda de ropa, y lo seguí por una estrecha escalera. Sacó un llavero del bolsillo y abrió dos cerraduras. La puerta daba a un pequeño apartamento. Vi estantes, libros, cuadros, una alfombra. Me quedé en el umbral. Era mi última oportunidad. El ruido de la calle entraba por las ventanas: el murmullo de voces, el estruendo de los coches. Cerró la puerta y echó el cerrojo.
Debería haberme asustado, y me asusté, pero no de él, no de aquel extraño. Estaba asustada de mí misma. Ya no me reconocía. Me sentía deshacer de deseo, como si todos los contornos de mi cuerpo se estuvieran desvaneciendo. Empecé a quitarme el abrigo, desabrochando con torpeza los botones de terciopelo, pero él me detuvo.
– Espera -dijo-. Déjame a mí.
Primero me quitó la bufanda y la colgó con cuidado en el perchero. Después el abrigo, tomándose su tiempo. Luego se arrodilló y me quitó los zapatos. Puse una mano en su hombro para no caerme. Volvió a levantarse y empezó a desabrocharme la rebeca, y me fijé en que le temblaban ligeramente las manos. Me desabrochó la falda y me la quitó; la tela hizo un ruido áspero al caer rozándome las piernas. Me quitó las medias, e hizo con ellas una bola endeble que dejó junto a mis zapatos. Apenas me había tocado la piel todavía. Me quitó la blusa y las bragas, y me quedé desnuda en aquella habitación, temblando ligeramente.
– Alice -dijo él con una especie de gemido-. Dios mío, eres preciosa, Alice.
Le quité la chaqueta. Tenía unos brazos fuertes y bronceados, y había otra cicatriz, larga y fruncida, que iba desde el codo hasta la muñeca. Lo imité y me arrodillé para quitarle los zapatos y los calcetines. En el pie derecho sólo tenía tres dedos; me incliné y besé el espacio donde faltaban los otros dos. Él exhaló un débil suspiro. Le saqué la camiseta de los vaqueros; él levantó los brazos, como un niño pequeño, y se la quité por la cabeza. El vientre era liso, y una línea de vello discurría por él. Le desabroché los pantalones y se los quité con cuidado. Tenía las piernas nudosas y muy bronceadas. Le quité los calzoncillos y los dejé en el suelo. Alguien gimió, pero no sé si fue él o si fui yo. Levantó una mano y me puso un mechón de cabello detrás de la oreja; luego me acarició los labios con el dedo índice, muy lentamente. Cerré los ojos.
– No -dijo él-. Mírame.
– Por favor -dije yo-. Por favor.
Me quitó los pendientes y los dejó caer. Oí cómo rebotaban en el parqué.
– Bésame, Alice.
Jamás me había pasado nada parecido. Para mí el sexo nunca había sido así. Había habido polvos insulsos, polvos para morirse de vergüenza, polvos desagradables, polvos buenos, polvos fenomenales. Pero esto era sexo arrasador. Chocamos uno contra otro, intentando traspasar las barreras de la piel. Nos abrazamos como si nos estuviéramos ahogando. Nos lamimos como si estuviéramos muriéndonos de hambre. Y él no dejaba de mirarme. Me miraba como si yo fuera la criatura más adorable que jamás hubiera visto, y tumbada en el duro y polvoriento suelo me sentí adorable, descarada, agotada.
Después, él me ayudó a levantarme, me llevó a la ducha y me lavó. Me enjabonó los pechos y entre las piernas. Me lavó los pies y los muslos. Hasta me lavó el cabello, aplicándome el champú con manos de experto, inclinándome la cabeza hacia atrás para que no me entrara jabón en los ojos. Luego me secó, asegurándose de que quedaba bien seca debajo de los brazos, entre los dedos de los pies, y mientras me secaba me examinaba. Me sentí como una obra de arte y como una prostituta.
– Tengo que volver a la oficina -dije al fin.
Recogió mi ropa del suelo, me vistió, me puso los pendientes y me cepilló el húmedo cabello.
– ¿A qué hora sales de trabajar? -me preguntó.
Pensé en Jake, que estaría esperándome en casa.
– A las seis.
– Estaré allí -dijo.
Debí decirle entonces que tenía pareja, una casa, otra vida. Pero atraje su cara hacia la mía y le besé los magullados labios. Tuve que hacer un gran esfuerzo para separarme de su cuerpo.
En el taxi, sola, recordé su tacto, su sabor, su olor. No sabía su nombre.