– No -dijo Adam, y pegó un puñetazo en la mesa que hizo saltar los vasos. Todos los clientes del pub giraron la cabeza. Adam ni siquiera se dio cuenta; no tenía ni pizca de lo que mi madre llamaba decoro-. No le pienso conceder ninguna entrevista a ninguna periodista de mierda.
– Mira, Adam -dijo Klaus con voz tranquilizadora-, ya sé que…
– No quiero hablar de lo que pasó en la montaña. Eso pertenece al pasado. No me interesa recordar toda aquella cagada, ni siquiera para ayudarte a vender tu libro. -Me miró y dijo-: Díselo tú, Alice.
Me encogí de hombros y dije:
– No quiere, Klaus.
Adam me cogió una mano, la apretó contra su cara y cerró los ojos.
– Si concedieras sólo una…
– No quiere, Klaus -repetí-. ¿No lo has oído?
– De acuerdo, de acuerdo. -Klaus levantó ambas manos, rindiéndose-. De todas formas, os he traído un regalo de bodas. -Se agachó y sacó una botella de champán de una bolsa de lona que tenía junto a los pies-. Os deseo mucha suerte y mucha felicidad. Bebéosla en la cama cuando os apetezca.
Le di un beso en la mejilla. Adam soltó una risita y se apoyó en el respaldo de la silla.
– Está bien, tú ganas. Haré esa entrevista. -Se levantó y me tendió una mano.
– ¿Ya os vais? Daniel dijo que quizá pasaría más tarde.
– Vamos a bebemos el champán en la cama -repuse-. No puede esperar.
Al día siguiente, cuando volví de la oficina, encontré a la periodista en el apartamento. Estaba sentada enfrente de Adam, con las rodillas casi tocándose, y había una grabadora en marcha en la mesita. Tenía un bloc en el regazo, pero no escribía nada. Miraba fijamente a Adam, asintiendo con la cabeza mientras él hablaba.
– No os preocupéis por mí -dije al ver que ella se levantaba-. Voy a hacerme una taza de té y luego desapareceré. ¿Os apetece beber algo? -Me quité el abrigo y los guantes.
– Whisky -contestó Adam-. Ésta es Joanna, del Participant. Te presento a Alice. -Me asió por la muñeca y tiró de mí hacia él-. Mi mujer.
– Encantada -dijo Joanna-. Ningún artículo mencionaba que estuvieras casado.
Me miró con sus sagaces ojos, tras unas gruesas monturas.
– Nadie lo sabía -replicó Adam.
– ¿Tú también eres alpinista? -me preguntó Joanna.
Me reí.
– Qué va. Yo no subo ni la escalera si hay ascensor.
– Debe de ser muy duro esperar abajo -prosiguió-. Debes de pasarlo muy mal.
– Todavía no he tenido que hacerlo -dije vagamente, y fui a poner en marcha la tetera-. Además, tengo mi propia vida -agregué, preguntándome si era cierto lo que acababa de decir.
Volví a pensar en nuestra luna de miel en Lake District. Lo que había pasado en aquella cabaña (la violencia a que Adam me había sometido, con mi consentimiento) todavía me preocupaba. Intentaba no pensar demasiado en ello; se había convertido en un punto negro escondido en mi mente. Me había puesto en sus manos, y por un instante, mientras yacía bajo su cuerpo, pensé que iba a matarme, y aun así no opuse resistencia. Una parte de mí estaba horrorizada, y otra parte de mí, excitada.
Mientras esperaba de pie a que hirviera el agua, escuchando la conversación, vi que había una hoja de papel arrugada con gruesas letras negras. La abrí, temiéndome lo que iba a encontrar. «NO TE DEJARÉ EN PAZ», rezaba la nota. Aquellas palabras me pusieron los pelos de punta. No sabía por qué todavía no habíamos denunciado los anónimos. Era como si nos hubiéramos acostumbrado a recibir aquellos mensajes; las amenazas eran como nubarrones de tormenta que pasaban por nuestra vida, a los que no dábamos importancia. Levanté la cabeza y vi que Adam me estaba mirando; esbocé una sonrisa, rompí la hoja en pedazos y los tiré a la basura con desdén. Adam asintió y volvió a prestarle atención a Joanna.
– Me estabas hablando de las últimas horas -dijo la periodista-. ¿Tuviste algún presentimiento del desastre?
– Si te refieres a si pensé que todas aquellas personas podían morir allí arriba, no, claro que no.
– Entonces ¿cuándo te diste cuenta de que todo estaba saliendo mal?
– Cuando salió mal. ¿Me traes el whisky, Alice?
Joanna miró su bloc y cambió de estrategia.
– ¿Qué pasó con las cuerdas fijas? -preguntó-. Tengo entendido que Greg McLaughlin y otros guías de la expedición aseguraron cuerdas de diferentes colores que discurrían por la cresta hasta la cima. Pero en algún momento el último tramo de cuerda se soltó, lo cual dejó a los escaladores en una posición muy vulnerable.
Adam la miró fijamente. Le llevé un vaso de whisky.
– ¿Quieres un poco, Joanna? -pregunté.
Ella negó con la cabeza y siguió esperando la respuesta de Adam. Me serví un poco y me lo bebí.
– ¿Qué crees que pasó? -insistió.
– ¿Cómo coño voy a saberlo? -dijo Adam al fin-. Hacía un frío de muerte. Había tormenta. Estábamos todos trastornados. Nada funcionaba como habíamos pensado, nadie sabía qué hacer. No sé qué le pasó a la cuerda; eso no lo sabe nadie. ¿Qué quieres, un culpable? -Bebió un sorbo de whisky-. Quieres escribir un bonito artículo diciendo que fulano de tal condujo a un grupo de gente hacia la muerte, ¿no? Pues mira, allí arriba las cosas no son así. Allí no hay ni héroes ni villanos. Allí todos somos personas que intentan sobrevivir, mientras perdemos neuronas a chorros.
– El libro insinúa que tú actuaste como un héroe -dijo Joanna, sin dejarse impresionar por el arrebato de Adam-. Además -añadió con cautela- también insinúa que el líder de la expedición, Greg, debe asumir la responsabilidad de lo ocurrido.
– ¿Me traes otro, Alice?
Adam me dio su vaso. Al cogerlo me agaché y le di un beso. Me dije que en cualquier momento tendría que pedirle a Joanna que se marchara.
– Tengo entendido que ahora Greg no está en buena forma. ¿Es por el sentimiento de culpabilidad?
Adam no contestó. Cerró los ojos un momento, y echó la cabeza hacia atrás. Parecía muy cansado.
Joanna siguió intentándolo.
– ¿Crees que esa expedición fue un riesgo innecesario?
– Evidentemente. Murieron varias personas.
– ¿Lamentas que las expediciones de alpinismo se hayan comercializado?
– Sí.
– Sin embargo, tú participas en ese tipo de expediciones.
– Sí.
– Una de las personas que murió -dijo Joanna- era amiga tuya. Una ex novia, creo.
Adam asintió.
– ¿Te afectó mucho no haber podido salvarle la vida?
Le di el segundo whisky a Adam, y él aprovechó la ocasión para rodearme la cintura con el brazo.
– No te vayas -me dijo, como si estuviera hablando de nuestra relación.
Me senté en el brazo de su butaca, y apoyé una mano en su enredado cabello. Adam se quedó mirando a Joanna, escrutando sus ojos.
– ¿A ti qué te parece? -respondió al fin. Se levantó y dijo-: Creo que ya hay suficiente.
Joanna no se movió de donde estaba; lo único que hizo fue comprobar que el carrete de cinta seguía girando.
– ¿Lo has superado? -preguntó.
Me incliné hacia la mesa y apagué la grabadora. Joanna me miró. Nuestras miradas se encontraron, y la periodista asintió con la cabeza, dándome la razón, o eso me pareció.
– ¿Si lo he superado? -repitió Adam con mordacidad. Luego, en un tono de voz muy diferente, añadió-: ¿Quieres que te cuente mi secreto, Joanna?
– Sí, claro, me encantaría.
Cómo no, pensé.
– Tengo a Alice -dijo Adam-. Ella me salvará -afirmó soltando una risotada un tanto cascada.
Entonces Joanna se levantó.
– Una última pregunta -dijo mientras se ponía el abrigo-. ¿Piensas seguir escalando?
– Sí.
– ¿Por qué?
– Porque soy alpinista. Me dedico a eso. -El whisky le hacía arrastrar un poco las palabras-. Estoy enamorado de Alice y me gusta escalar montañas. -Se inclinó hacia mí y concluyó-: Son las dos cosas que me hacen vibrar.
– Estoy embarazada -dijo Pauline.
Paseábamos por St James' Park, cogidas del brazo, aunque todavía un tanto incómodas. Había sido ella la que había propuesto que nos viéramos, aunque a mí no me apetecía mucho. Mi antigua vida parecía algo remoto, casi irreal, como si le perteneciera a otra persona. En aquella vida yo quería a Pauline y confiaba en ella; en esta vida, en cambio, no había espacio para una amistad tan íntima. Cuando iba a reunirme con Pauline aquella fría mañana de sábado del mes de marzo, me di cuenta de que había reservado mi amistad para otro momento. Suponía que algún día podría recuperarla, pero todavía no. Paseamos juntas por el parque hasta que empezó a oscurecer, abordando con miedo temas sobre los que antes no teníamos ningún tipo de reservas. «¿Cómo está Jake?», le pregunté, y ella, haciendo una débil mueca, me dijo que estaba bien. «¿Cómo va tu nueva vida?», me preguntó ella, aunque en el fondo no quería saberlo, y yo no le contesté la verdad.
Ahora me detuve y la sujeté por los delgados hombros.
– ¡Qué gran noticia! -dije-. ¿De cuánto estás?
– De ocho o nueve semanas. Suficiente para encontrarme mal a todas horas.
– Me alegro muchísimo por ti, Pauline -dije-. Gracias por decírmelo.
– ¡Cómo no iba a decírtelo! -repuso ella-. Eres mi amiga.
Salimos del parque.
– Yo me voy por aquí -dije-. He quedado con Adam.
Nos dimos dos besos, aliviadas; luego me di la vuelta y eché a andar por una calle oscura. Un tipo joven y alto me adelantó y, antes de que yo me diera cuenta, me tiró del bolso. Sólo llegué a ver su pálido rostro y su mata de cabello pelirrojo.
– ¡Eh! -grité, y me lancé sobre él al tiempo que él intentaba esquivarme.
Logré asir el bolso, aunque dentro no llevaba nada de valor, y se lo arranqué de las manos. El joven se dio la vuelta y se quedó mirándome. Tenía una telaraña tatuada en la mejilla izquierda, y una línea alrededor del cuello que rezaba: «CORTAR POR AQUÍ». Le pegué una patada en la espinilla, pero no acerté, así que lo intenté de nuevo. La segunda vez le di, y debió de doler le.
– Suelta, guarra -me gruñó. La correa del bolso se me clavaba en los dedos, y me hacía tanto daño que al final tuve que soltarla-. Guarra de mierda.
Levantó una mano y me pegó en la cara; me tambaleé y me toqué la mejilla. Tenía sangre en el cuello. El tipo tenía la boca abierta, y le vi la lengua, gorda y morada. Volvió a levantar la mano. Dios mío, estaba loco. Recuerdo que pensé que debía de ser el tipo que nos enviaba aquellas notas. Entonces cerré los ojos: prefería no verlo. Pero el golpe no llegaba.
Abrí los ojos y, como si soñara, vi que aquel individuo tenía una navaja en la mano. Pero no me apuntaba a mí con ella, sino a Adam. Entonces Adam le pegó un puñetazo en la cara. El tipo gritó de dolor, y soltó la navaja. Adam volvió a golpearlo, esta vez en el cuello. Luego en el estómago. El tipo de los tatuajes se dobló por la cintura; le salía sangre del ojo izquierdo. Vi la cara de Adam: fría, inexpresiva. Volvió a golpear a mi agresor y retrocedió antes de que cayera al suelo. Allí se quedó, tendido a mis pies, gimoteando y sujetándose el estómago.
– ¡Basta! -grité.
Se había formado un corro de gente. Pauline estaba allí, horrorizada, con la boca abierta.
Adam le pegó una patada en el estómago al individuo.
– Adam. -Lo cogí por el brazo-. Por el amor de Dios, para, ¿quieres? Ya basta.
Adam se quedó mirando al tipo, que se retorcía en el suelo.
– Alice me está pidiendo que pare -dijo-. Y por eso paro. Si no, te mataría por haberte atrevido a tocarla. -Recogió mi bolso del suelo; luego se volvió hacia mí y me sujetó la cara con ambas manos-. Estás sangrando -dijo. Me limpió la sangre con la lengua-. Alice, cariño, te ha hecho sangrar.
Vi que llegaban más curiosos, que se preguntaban unos a otros qué había pasado. Adam me abrazó.
– ¿Te duele mucho? ¿Estás bien? Mira cómo te ha dejado la cara.
– Sí. Sí. No lo sé. Creo que sí. ¿Y él? ¿Está bien? ¿Qué ha…?
Miré al joven, que seguía tendido en el suelo. Se movía, pero no mucho. Adam no le prestó atención. Sacó un pañuelo de su bolsillo, lo mojó con saliva y empezó a limpiarme el corte de la mejilla. Oímos una sirena, y vi por encima del hombro de Adam que se acercaban un coche de policía y una ambulancia.
– Bien hecho, tío. -Un individuo corpulento que llevaba un abrigo largo se nos acercó y le tendió la mano a Adam-. Chócala.
Me quedé mirándolos, perpleja, mientras ellos se estrechaban la mano. Aquello era una pesadilla, una farsa.
– ¿Te encuentras bien, Alice? -me preguntó Pauline.
– Sí, estoy bien.
Los policías se bajaron del coche. Aquello era un incidente con todas las de la ley, y eso me ayudó a centrarme. Los agentes se agacharon para examinar al agresor y lo obligaron a levantarse. Luego se lo llevaron de mi vista.
Adam se quitó la chaqueta y me la puso sobre los hombros. Me acarició el cabello.
– Voy a buscar un taxi -dijo-. La policía puede esperar. No te muevas de aquí. -Miró a Pauline y dijo-: Vigílala. -Luego salió corriendo.
– Podría haberlo matado -le dije a Pauline.
Ella me miró extrañada.
– Te adora, de eso no cabe duda -comentó.
– Pero si hubiera…
– Te ha salvado, Alice.
Al día siguiente, la periodista, Joanna, volvió a llamar por teléfono. Se había enterado de lo ocurrido en la calle por los periódicos, y eso iba a cambiar por completo el enfoque de su artículo. Sólo quería comentar el incidente con nosotros.
– Mándala a paseo -me dijo Adam, y me pasó el auricular.
– ¿Cómo te sientes -me preguntó Joanna-estando casada con un hombre como Adam?
– ¿Qué quieres decir?
– Con un héroe -dijo ella.
– Muy bien -dije, pero en realidad no estaba muy segura de cómo me sentía.
Estábamos tumbados el uno frente al otro en la penumbra. Me dolía la mejilla. El corazón me latía con violencia. ¿Me acostumbraría algún día a él?
– ¿De qué tienes miedo?
– Acaríciame, por favor.
La luz anaranjada de las farolas atravesaba las delgadas cortinas del dormitorio. Veía la cara de Adam, su hermosa cara. Quería que me abrazara con todas sus fuerzas, hasta fundirme con él.
– Primero dime de qué tienes miedo.
– Me da miedo perderte. Pon la mano aquí.
– Date la vuelta, así. Todo irá bien. Nunca te abandonaré, y tú nunca me abandonarás. No cierres los ojos. Mira.
Después nos entró hambre, porque no habíamos cenado. Me levanté de la cama y me puse la camisa de Adam. En la nevera encontré un poco de jamón de Parma, unos cuantos champiñones y un pedazo de queso seco. Di de comer a Sherpa, que se frotaba contra mis tobillos, y luego preparé un sándwich gigante para nosotros con unas rebanadas de pan italiano, un poco duro. En la caja que utilizábamos como despensa había una botella de vino tinto, y la abrí. Comimos en la cama, apoyados en almohadones y esparciendo migas.
– Lo que pasa -dije mientras comía- es que no estoy acostumbrada a que la gente se comporte así.
– ¿Cómo?
– No estoy acostumbrada a que un hombre le pegue una paliza a otro por haberse metido conmigo.
– Te estaba pegando.
– Creí que ibas a matarlo.
Adam me sirvió otra copa de vino.
– Me puse furioso.
– No hace falta que lo jures. Pero ese tipo tenía una navaja, Adam. ¿No lo tuviste en cuenta?
– No. -Frunció el entrecejo y añadió-: ¿Preferirías que le hubiera pedido educadamente que parara? ¿O que hubiera corrido a buscar a la policía?
– No. Sí. No lo sé.
Suspiré, y me recosté en las almohadas, amodorrada por el sexo y el vino.
– ¿Puedo preguntarte una cosa? -dije al cabo.
– Depende.
– ¿Ocurrió algo en la montaña…? Lo que quiero saber es si… si estás protegiendo a alguien.
A Adam no le sorprendió mi pregunta, ni le molestó. Ni siquiera me miró.
– Pues claro -respondió.
– ¿Me lo contarás algún día?
– Eso es algo que no le interesa a nadie -dijo.