TRECE

Intenté que la pregunta sonara despreocupada, aunque llevaba varios días dándole vueltas y buscando la fórmula más adecuada. Era más de medianoche, y estábamos en la cama, agotados, enroscados en la oscuridad; me pareció que era el momento idóneo.

– Tu amigo Klaus… -dije-. El que escribió ese libro sobre lo que ocurrió en el Chunga… Chunga… Nunca me acuerdo de ese nombre.

– Chungawat -dijo Adam.

No dijo nada más. Tendría que seguir dándole pie.

– Me dijo que estabas enfadado con él por haber escrito el libro.

– No me digas.

– ¿Es verdad? No entiendo por qué. Deborah me contó lo que hiciste, que te portaste como un héroe.

Adam suspiró y dijo:

– No, no me porté como un héroe. -Hizo una pausa-. No tuvo nada que ver con el heroísmo. La mayoría de aquellas personas no deberían haber estado allí. Yo… -Volvió a intentarlo-. A esa altitud, en esas condiciones, la mayoría de la gente, aunque esté en buena forma y tenga experiencia en otras circunstancias, no puede sobrevivir sin ayuda si las cosas empiezan a salir mal.

– Y eso ¿es culpa tuya, Adam?

– Greg no debió organizar aquella expedición, y yo no debí acompañarlo. Los demás no debieron pensar que había una forma fácil de escalar una montaña como ésa.

– Deborah me dijo que Greg había ideado un plan infalible para subirlos a la cima.

– Ésa era la idea. Pero hubo una tormenta, y Greg y Claude se pusieron enfermos, y el plan no funcionó.

– ¿Por qué?

Adam adoptó un tono de voz irritado. Le molestaba que insistiera en aquel tema, pero yo no pensaba ceder.

– No formábamos un equipo. Sólo uno de los clientes había estado antes en el Himalaya. No podían comunicarse entre ellos. Mira, había un alemán, Tomas, que no hablaba ni una palabra de inglés.

– ¿Ni siquiera sientes curiosidad por saber lo que Klaus dice en su libro?

– Ya sé lo que dice.

– ¿Cómo lo sabes?

– Tengo un ejemplar.

– ¿Qué? ¿Lo has leído?

– Lo he hojeado -respondió él, casi con desprecio.

– Creía que ese libro todavía no se había publicado.

– No se ha publicado. Klaus me envió uno de esos borradores… ¿Cómo se llaman?

– Una prueba de imprenta. ¿Lo tienes aquí?

– Debe de andar por ahí, en alguna bolsa.

Le besé el pecho y fui bajando por su vientre, y más abajo, hasta que noté mi sabor en su piel.

– Quiero leerlo. No te importa, ¿verdad?


* * *

Me prometí a mí misma no comparar nunca a Adam con Jake. Como estrategia para tratar de ser justa con Jake era bastante endeble. Pero a veces no podía evitarlo. Jake nunca hacía nada por las buenas, nunca desaparecía sin más. Era demasiado considerado y atento. Me pedía permiso, o me informaba, o lo planeaba de antemano, y casi siempre me preguntaba si quería ir con él, o qué planes tenía yo. Adam era completamente diferente. Pasaba la mayor parte del tiempo totalmente concentrado en mí, acariciándome, besándome, haciéndome el amor o sólo mirándome. Otras veces organizaba con precisión dónde y cuándo volveríamos a encontrarnos, se ponía una chaqueta y se marchaba.

Al día siguiente, Adam estaba en la puerta, a punto de salir, cuando de pronto me acordé:

– El libro de Klaus -dije. Él frunció el entrecejo-. Me lo prometiste.

Adam no dijo nada, pero fue a un cuarto que no utilizábamos y lo oí rebuscar. Salió con un libro con la cubierta blanda, de color azul. Lo tiró sobre el sofá, a mi lado. Miré la cubierta: La cresta de los suspiros, Klaus Smith.

– Es una versión muy personal -dijo-. Nos vemos en el Pelican a las siete.

Y se marchó. Lo oí bajar la escalera. Fui a la ventana, como hacía siempre cuando Adam salía de casa, y lo vi aparecer y cruzar la acera. Se detuvo y miró hacia arriba. Le lancé un beso, y él sonrió y se alejó. Volví al sofá. Supongo que la idea que tenía era leer, preparar café, darme un baño; pero no me moví del sitio durante tres horas. Al principio me salté varias páginas, buscando su hermoso nombre hasta que lo encontré, y luego buscando las fotografías, que no encontré porque sólo saldrían en la versión definitiva del libro. Entonces volví al principio, a la primera página.

El libro estaba dedicado a los miembros de la expedición al Chungawat de 1997. Bajo la dedicatoria había una cita de un viejo libro de alpinismo de los años treinta: «Detengámonos un momento, nosotros que vivimos donde el aire es respirable y donde la mente se mantiene despejada, antes de juzgar a los hombres que se aventuran a entrar en ese paraíso, ese reino de espejos que es el techo del mundo».

Sonó el teléfono, y me quedé escuchando el silencio antes de colgar. A veces creía reconocer aquella respiración; tenía la impresión de que conocía a la persona que estaba al otro lado. Una vez dije «¿Jake?», para ver si había respuesta, algún cambio en el ritmo de la respiración. Pero en esta ocasión no me entretuve mucho, porque quería seguir leyendo La cresta de los suspiros.

El libro empezaba más de veinticinco millones de años atrás, cuando la cordillera del Himalaya («más joven que la selva brasileña») surgió por plegamiento debido a la deriva hacia el norte del subcontinente indio. Luego daba un salto en el tiempo hasta una catastrófica expedición británica al Chungawat, poco después de la Primera Guerra Mundial. El ataque a la cima se vio bruscamente interrumpido cuando un comandante del ejército británico resbaló y arrastró con él a tres compañeros; cayeron desde una altura de unos tres mil metros, de modo que, como observaba Klaus fríamente, pasaron del Nepal a la China.

Leí deprisa un par de capítulos en los que se describían las primeras expediciones al Chungawat, de los años cincuenta y sesenta; más adelante lo escalaron por diversas rutas y empleando diferentes métodos de alpinismo, considerados más puros, más difíciles o más bonitos. Aquello no me interesó mucho, salvo una cita de un «alpinista anónimo norteamericano de los años sesenta»: «Una montaña es como una mujer. Primero uno quiere acostarse con ella, luego quiere follar con ella de diferentes maneras, y luego pasa a otra. A principios de los años setenta, al Chungawat le habían hecho de todo, y ya no le interesaba a nadie».

Por lo visto, el Chungawat no presentaba desafíos técnicos suficientemente interesantes para los alpinistas de élite, pero era una montaña muy bonita; se habían escrito poemas sobre ella, y un libro de viajes, y eso fue lo que, a principios de los noventa, le dio la gran idea a Greg McLaughlin. Klaus describía una charla con Greg en un bar de Seattle, en la que éste le había hablado con entusiasmo de organizar viajes a más de ocho mil metros. Los clientes pagarían treinta mil dólares, y Greg y un par de expertos más los conducirían hasta la cima de una de las montañas más altas del Himalaya, desde donde podían contemplarse tres países. Greg creía que se iba a convertir en el Thomas Cook del Himalaya, y había hecho planes con ese fin. La idea era que cada guía tendiera una serie de cuerdas, fijadas a la superficie con pitones, a las que los escaladores irían atados mediante mosquetones. Las cuerdas los guiarían por una ruta segura de un campamento a otro. Cada guía sería el responsable de una de las cuerdas, que se distinguirían por su color, y todo se reduciría a asegurarse de que los clientes llevaban el material adecuado y de que iban bien atados a la cuerda. «El único peligro -le había explicado a Klaus -es morirse de aburrimiento.» Klaus y Greg eran viejos amigos, y éste le pidió que lo acompañara en la primera expedición y lo ayudara con la organización a cambio de un descuento. Klaus explicaba sin tapujos sus motivaciones. Tuvo sus dudas desde el principio, pues detestaba la idea de convertir el alpinismo en una actividad turística, y sin embargo aceptó porque nunca había estado en el Himalaya y quería ir.

Klaus también tenía prejuicios respecto a sus compañeros de viaje, entre los que había un agente de bolsa de Wall Street y una cirujana plástica californiana. Pero había una persona acerca de la que no tenía ninguna reserva. Cuando mencionaba a Adam por primera vez sentí una sacudida:

«La perla de la expedición era el segundo guía de Greg, Adam Tallis, un inglés taciturno, larguirucho y atractivo. Tallis, de treinta años, ya se había convertido en uno de los mejores alpinistas de la generación más joven. Y lo más importante para mi tranquilidad: tenía una gran experiencia en las cordilleras del Himalaya y el Karakorum. Adam, viejo amigo mío, no es muy dado a las charlas superfluas, pero evidentemente compartía mis dudas respecto al planteamiento de la expedición. La diferencia era que, si las cosas salían mal, los guías tendrían que arriesgar la vida.»

Volví a sentir una sacudida cuando Klaus describía cómo Adam había propuesto que su ex novia, Françoise Colet, que estaba deseando ir al Himalaya, ocupara el puesto de médico de la expedición. Greg se mostraba reacio, pero accedió a incluirla como cliente con un gran descuento.

Había demasiados detalles (para mí) sobre burocracia, patrocinadores, rivalidad con otros alpinistas, el tramo inicial en Nepal por las estribaciones… y entonces, como una revelación, la primera imagen del Chungawat con su destacada cresta Géminis, que descendía desde el paso que había justo debajo de la cima y que la divide en dos: una vertiente conduce a un precipicio (por el que habían caído el comandante inglés y sus compañeros) y la otra desciende suavemente por la ladera. Me parecía verlo mientras leía, me parecía experimentar la intensidad de la luz y cómo el aire se enrarecía. Al principio hubo elementos de buen humor, brindis y oraciones a los dioses del lugar. Klaus describía una escena de sexo en una de las tiendas, lo cual impresionó mucho a los sherpas, pero omitía discretamente los nombres de los implicados. Me pregunté si sería Adam el que se había metido en el saco de dormir con la chica, quienquiera que fuera (seguramente la cirujana plástica, Carrie Frank, pensé). Yo había llegado a la conclusión de que Adam se había acostado con todas las mujeres que se habían cruzado en su camino, casi por norma. Deborah, por ejemplo, la médica alpinista del Soho. Intuía, por su mirada, que había habido algo entre ellos dos.

A medida que la expedición ascendía por la montaña, estableciendo campamentos, el libro dejaba casi de ser un relato y se convertía en un sueño febril, una alucinación que yo compartía mediante la lectura. Los miembros del grupo sufrían dolor de cabeza, no podían comer, tenían retortijones en el estómago, incluso disentería. Se peleaban y discutían. A Greg McLaughlin lo distraían los asuntos administrativos; estaba dividido entre sus preocupaciones como guía y sus responsabilidades como operador turístico. A más de ocho mil metros, todo se reducía y se ralentizaba. Prácticamente no había escalada, pero hasta las pendientes más suaves exigían un esfuerzo físico enorme. Los miembros de mayor edad del grupo retrasaban a los demás, lo cual provocaba tensiones. Entretanto, a Greg lo atormentaba la necesidad de conseguir que todo el mundo llegara a la cima, de demostrar que aquella forma de turismo podía funcionar. Klaus afirmaba que Greg estaba obsesionado y que farfullaba incoherentemente sobre la necesidad de apresurarse, de llegar a la cima aprovechando el buen tiempo de finales de mayo, antes de que con el mes de junio llegaran las tormentas y el desastre. Entonces, en el último campamento antes de llegar a la cima, un día encapotado, Klaus oyó discutir a Greg, Adam y Claude Bresson. Aquel día el tiempo aguantó, y antes del amanecer el grupo empezó a ascender la cresta Géminis por una cuerda fija que habían preparado Greg y dos de los sherpas. Ya lo habían conseguido; como dijo el propio Greg, era tan sencillo que habrían podido hacerlo unos niños de párvulos. Las cuerdas fijas de Greg eran rojas; las de Claude, azules; las de Adam, amarillas. A cada cliente se le asignó un color, y se les indicó que siguieran la cuerda. Cuando ya habían superado la cresta y sólo les faltaban cincuenta metros (verticales) para alcanzar la cima, Klaus, que iba en la retaguardia con Claude, vio unas nubes amenazadoras que se aproximaban por el norte. Se lo comentó a Claude, que no le respondió. Analizándolo retrospectivamente, Klaus no sabía si Claude estaba decidido a llegar a la cima como fuera, si ya se encontraba enfermo o si, sencillamente, no lo había oído. Siguieron ascendiendo y, quizá media hora más tarde, el tiempo cambió y todo se volvió oscuro.

El resto del libro era puro delirio, pues Klaus describía el desastre tal como él (enfermo, desorientado, aterrado) lo había experimentado. No veía ni oía nada; de vez en cuando unas siluetas surgían de la ventisca y volvían a desaparecer en ella. Los alpinistas habían cruzado el paso hacia donde Claude, supuestamente, había tendido la cuerda azul que los conduciría hasta la cima, pero entonces nadie veía más allá de unos pasos ni oía nada a menos que se lo gritaran en la oreja. La única figura que surgía con claridad del caos, como una figura en medio de una tempestad iluminada por los destellos de los rayos, era Adam. Salía descendiendo de la tormenta, desaparecía, volvía a aparecer. Estaba en todas partes, manteniendo la comunicación, guiando a los dos grupos de clientes hasta un lugar que ofrecía cierto refugio en el paso. El objetivo prioritario era salvar a Greg y a Claude, que se hallaba gravemente enfermo. Con ayuda de Klaus, llevaron a Claude siguiendo la cuerda hasta el campamento más elevado. Entonces Klaus volvió a subir con Adam y le ayudó a bajar a Greg.

Después de eso, Klaus, aturdido por la fatiga, el frío y la sed, se derrumbó en su tienda, inconsciente. Adam subió de nuevo por la cresta para recoger a los clientes, prácticamente indefensos. Llevó al primer grupo, compuesto por Françoise y otras cuatro personas, hasta el principio de la cuerda fija: tendrían que bajar a tientas hasta el campamento. Adam los dejó allí y fue a buscar al segundo grupo; pero, cuando iba a bajarlos, vio que la cuerda fija había desaparecido: el viento se la había llevado. Empezaba a oscurecer, y la temperatura había descendido a 45 bajo cero. Adam llevó al segundo grupo hasta el paso. Entonces bajó por la cresta él solo, sin cuerda, para buscar su cuerda y pedir ayuda, si es que la había. Greg, Claude y Klaus estaban inconscientes, y no había ni rastro del primer grupo.

A continuación Adam volvió a subir por la cresta, tendió la cuerda amarilla y bajó al segundo grupo. Había personas que necesitaban atención médica; cuando se la hubo dispensado, Adam volvió a subir, solo en la oscuridad, para buscar al último grupo, que se había perdido. La situación era desesperada. Más tarde, aquella noche, Klaus se despertó y, delirante, supuso que Adam también se había extraviado, pero entonces lo vio entrar en la tienda y desplomarse.

Al primer grupo lo encontraron al día siguiente. Lo que ocurrió fue un error trágicamente simple. A oscuras, aturdidos por la nieve y el ruido, y después de que el viento hubo soltado y lanzado al vacío la cuerda fija, bajaron por el lado equivocado de la cresta Géminis, y llegaron a otra cresta desprotegida, con violentas pendientes a ambos lados. Los cadáveres de Françoise Colet y de otro cliente norteamericano, Alexis Hartounian, nunca aparecieron. Debieron de caer por el precipicio, quizá mientras luchaban para subir de nuevo por la cresta o avanzar hacia el campamento que creían tener delante. Los otros se apiñaron en medio de la tormenta y la oscuridad, y murieron lentamente. A la mañana siguiente los sherpas los encontraron. «Todos muertos -escribió Klaus con dolor, el dolor de un hombre que dormía mientras se producía la catástrofe-, salvo uno: otro norteamericano, Pete Papworth, que murmuraba una única palabra: "Help", una y otra vez. Pedía ayuda cuando nadie podía ofrecérsela.»

Leí las últimas páginas como aturdida, con la respiración alterada, y luego me quedé tumbada en el sofá, y debí de pasarme horas durmiendo.

Cuando me desperté, casi no me quedaba tiempo. Me duché y me puse un vestido. Fui en taxi al Pelican, en Holland Park, aunque habría llegado antes si hubiera ido andando; pero mi estado de ánimo me habría impedido encontrar el camino. Pagué al taxista y entré en el local. Sólo había un par de mesas ocupadas. En un rincón estaba Adam, con un hombre y una mujer a los que no reconocí. Fui directamente hacia allí, y ellos se volvieron, sorprendidos.

– Perdonad -les dije a los otros-. Adam, ¿puedes salir un momento, por favor?

Adam me miró con recelo.

– ¿Qué pasa?

– Ven un momento. Es muy importante. Será sólo un segundo.

Adam se encogió de hombros y se disculpó ante la pareja. Lo cogí de la mano y lo llevé afuera. En cuanto perdimos de vista a la pareja, me volví hacia él y le cogí la cara con las manos para poder mirarlo directamente a los ojos.

– He leído el libro de Klaus -dije. Su rostro expresó una súbita alarma-. Te quiero, Adam. Te quiero con toda mi alma.

Rompí a llorar, y no veía nada, pero noté sus brazos alrededor de mi cuerpo.

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