TREINTA Y SEIS

La piscina era como aquellas a las que iba yo cuando era pequeña: un cubículo frío y húmedo con azulejos verdes, una piscina alargada con tiritas y bolas de pelo navegando por el fondo, letreros que prohibían correr, zambullirse, fumar y besarse; viejas banderitas colgadas bajo los temblorosos fluorescentes. En el vestuario había mujeres de todos los tamaños y formas. Parecía el dibujo de un libro infantil que ilustrara las diferencias humanas: traseros con hoyuelos y pechos venosos y colgantes; tórax delgados y hombros huesudos. Me miré en el espejo desazogado y volví a asustarme del mal aspecto que tenía. ¿Cómo no me había dado cuenta antes? Me puse el gorro y las gafas, tan apretadas que parecía que se me fueran a salir los ojos, y salí del vestidor. Me había propuesto hacer cincuenta largos.

Hacía meses que no nadaba. Tanto si nadaba braza como si nadaba crol, notaba las piernas muy pesadas. Me dolía el pecho. El agua se colaba en las gafas y me escocían los ojos. Un individuo que nadaba de espaldas me golpeó en la barriga y me gritó. Contaba mientras nadaba, y contemplaba el agua de color turquesa. Era muy aburrido: arriba y abajo, arriba y abajo. Ahora me acordaba de por qué lo había dejado, la última vez. Pero, después de unos veinte largos, empecé a encontrar un ritmo que me tranquilizaba y, en lugar de resoplar o contar, me puse a pensar. A pensar con calma, lentamente, y no frenéticamente como antes. Sabía que corría un grave peligro y que nadie me iba a ayudar. Greg era el único que podía haberme ayudado; ahora estaba sola. Seguí nadando, y empezaron a dolerme los músculos de los brazos.

Parecía absurdo, y sin embargo casi me sentía aliviada. Estaba sola, y por primera vez en varios meses volvía a sentirme yo misma. Después de tanta pasión, tanta rabia y tanto terror, después de aquella vertiginosa pérdida de control, estaba lúcida, como si acabara de despertar de un sueño febril. Volvía a ser Alice Loudon. Me había perdido, pero había encontrado el camino de regreso. Cuarenta y dos, cuarenta y tres, cuarenta y cuatro. Mientras hacía largos de piscina, esquivando a los nadadores que nadaban crol, ideé un plan. Los nudos que tenía en los hombros se fueron relajando.

En el vestuario me sequé rápidamente, me puse la ropa intentando no mojarla en el suelo encharcado, y por último me maquillé un poco delante del espejo. A mi lado había una mujer que también se estaba poniendo perfilador de ojos y rímel. Nos sonreímos: dos mujeres armándose para salir al mundo exterior. Me sequé el cabello con un secador y me lo recogí de modo que no quedara ni un solo mechón suelto. En cuanto pudiera me lo cortaría, para cambiar de imagen. A Adam le encantaba mi cabello; a veces hundía la cara en él como si se estuviera ahogando. Aquella oscuridad arrasadora y subyugante parecía muy lejana ya. Iría a la peluquería y me lo cortaría mucho, para no tener que cargar con todo aquel peso voluptuoso.

No volví directamente a la oficina. Fui a un restaurante italiano que había cerca de la piscina y pedí un vaso de vino tinto, una botella de agua con gas y una ensalada de marisco con pan de ajo. Saqué el papel de carta que había comprado aquella mañana y un bolígrafo. Escribí con letras mayúsculas: A QUIEN PUEDA INTERESAR, y lo subrayé dos veces. Me sirvieron el vino, y bebí un poco. Tenía que mantenerme despejada. «Si me encuentran muerta -escribí -, o si desaparezco y nadie consigue localizarme, es que mi marido, Adam Tallis, me ha asesinado.»

Me trajeron la ensalada de marisco y el pan de ajo, y el camarero me puso abundante pimienta negra en el plato con un enorme molinillo. Pinché un aro de calamar y me lo metí en la boca, lo mastiqué enérgicamente y me lo tragué con un poco de agua.

Escribí todo cuanto sabía, con letra clara y con un estilo contundente. Expliqué la muerte de Adele, y que la última carta que le había enviado a Adam, escrita poco antes de su desaparición, estaba en el cajón de mi ropa interior. Contaba lo de Tara, la hermana de Adele, que había estado acosando a Adam, y a la que habían encontrado muerta en un canal de East London. Hasta describí cómo Adam había matado a Sherpa. Curiosamente, fue el gato, y no las mujeres, el que me hizo comprender el peligro que corría. Me acordé de Sherpa, acuchillado en nuestra bañera, y se me revolvió el estómago. Comí un poco de pan de ajo y bebí un poco más de vino para calmarme, y seguí exponiendo mi análisis de lo que había ocurrido exactamente en la montaña con Françoise. Hablé de la ruptura de Françoise con Adam, y expliqué el sistema de cuerdas presuntamente infalible de Greg, y las últimas palabras del alemán moribundo. Hice un esquema, copiándolo del que aparecía en la revista, con flechas y líneas de puntos. Escribí la dirección de Greg y añadí que él podría confirmar la exactitud de lo que yo había escrito.

En otra hoja de papel redacté un testamento muy sencillo. Les dejaba a mis padres todo mi dinero. Las joyas se las dejaba a la hija de Pauline, si era niña, y a Pauline si era niño. A Jake le dejaba mis dos cuadros y a mi hermano mis escasos libros. Con eso bastaba; de todos modos, no tenía gran cosa que dejar. Pensé en mis beneficiarios, pero con cierto desapego. Cuando recordé mi vida con Jake, no sentí remordimientos. Todo parecía haber ocurrido mucho tiempo atrás, en un mundo diferente, cuando yo era otra persona. No quería recuperar aquel antiguo mundo, ni siquiera en esos momentos. No sabía qué quería. Así no podía mirar hacia delante, hacia el futuro, quizá porque no me atrevía. Estaba atrapada en un presente desastroso, y tenía que andar con mucho cuidado, avanzando lentamente a través del peligro. No quería morir.

Doblé los documentos y los metí en un sobre que me guardé en el bolso. Me acabé la comida, comiendo metódicamente, y me bebí el resto del vino tinto. De postre pedí una tarta de limón, cremosa y acida, y un expreso doble. Después de pagar la cuenta, saqué mi móvil nuevo y llamé a Claudia. Le dije que me habían entretenido y que tardaría una hora en llegar a la oficina. Le pedí que, si llamaba Adam, le dijera que estaba en una comida de trabajo. Salí del restaurante y paré un taxi.

Sylvie se hallaba reunida con un cliente, y su secretaria me dijo que iba a estar muy ocupada el resto de la tarde.

– Por favor, dile que soy Alice, que quiero hablar con ella de un asunto urgente, y que sólo le robaré unos minutos de su tiempo.

Esperé en el vestíbulo, leyendo revistas femeninas atrasadas que explicaban cómo adelgazar, cómo tener orgasmos múltiples y cómo preparar pastel de zanahorias. Pasados unos veinte minutos, una mujer con los ojos enrojecidos salió del despacho de Sylvie, y entré yo.

– Hola, Alice. -Sylvie me abrazó; luego se separó un poco de mí y me miró de arriba abajo-. Estás increíblemente delgada. Perdona que te haya hecho esperar. Una divorciada histérica me ha tenido aquí encerrada desde la hora de comer.

– No te entretendré mucho -dije-. Ya sé que tienes mucho trabajo. Sólo quería pedirte un favor. Es muy sencillo.

– Pues claro, lo que quieras. ¿Cómo está el bombón de tu marido?

– Por eso he venido -dije, y me senté delante de Sylvie, separada de ella por la enorme y caótica mesa.

– ¿Le pasa algo?

– En cierto modo, sí.

– No me digas que te quieres divorciar.

Me miró con curiosidad y con cierta codicia.

– Sólo quiero pedirte un favor. Quiero que me guardes una cosa. -Saqué el sobre cerrado de mi bolso y se lo pasé por encima de la mesa-. Mira, ya sé que suena ridículo y melodramático, pero si aparezco muerta, o si desaparezco, quiero que entregues este sobre a la policía.

Me sentía muy violenta. Nos quedamos calladas. Sylvie tenía la boca abierta, con expresión desconcertada.

– ¿Es una broma, Alice?

– No. ¿Hay algún problema?

Sonó el teléfono, pero Sylvie no lo cogió, y esperamos a que dejara de sonar.

– No -dijo distraídamente-. Supongo que no.

– Estupendo. -Me levanté y cogí mi bolso-. Saluda de mi parte a la Panda. Diles que los echo de menos. Que siempre los he echado de menos, aunque al principio no lo sabía.

Sylvie permaneció sentada en su silla, mirándome fijamente. Cuando llegué a la puerta, se levantó de un brinco y corrió hacia mí. Me puso una mano en el hombro.

– ¿Qué pasa, Alice?

– Lo siento, Sylvie. -Le di un beso, y añadí-: Ya te lo contaré en otro momento, si tenemos ocasión. Cuídate. Y gracias por ser mi amiga. Me ayuda mucho.

– Alice… -insistió ella, impotente. Pero ya me había marchado.


* * *

Llegué a la oficina a las cuatro. Pasé una hora informando al departamento de marketing, y media hora con el de contabilidad, discutiendo sobre mi futuro presupuesto. Al final cedieron ellos, porque quedó claro que yo no pensaba hacerlo. Eché un vistazo a los papeles de mi mesa, y me marché antes de lo habitual. Adam estaba esperándome, tal como yo me había imaginado. No lo encontré leyendo un periódico, ni mirando alrededor, ni observando el reloj, sino de pie, muy quieto, como si estuviera en posición de firmes, con la paciente mirada clavada en las puertas giratorias. Seguramente llevaba una hora así.

Al verme no sonrió, pero me cogió el bolso, me rodeó con el brazo y me miró a los ojos.

– Hueles a cloro.

– He ido a nadar.

– Y a perfume.

– Me lo regalaste tú.

– Hoy estás preciosa, cariño. Fresca y preciosa. No puedo creer que seas mi mujer.

Me besó, un beso largo y profundo, y yo le devolví el beso y me apreté contra él. Tenía la impresión de que mi cuerpo estaba hecho de algún material inerte y pesado que jamás volvería a estremecerse de deseo. Cerré los ojos porque no soportaba ver sus ojos mirándome con tanta intensidad, sin apartarse de mí. ¿Qué veía él? ¿Qué sabía?

– Esta noche te voy a invitar a cenar -dijo-. Pero antes iremos a casa y te follaré.

– Lo tienes todo calculado -comenté, conforme y sonriente, atrapada en el círculo de sus brazos.

– Sí. Hasta el último detalle, Alice.

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