A partir de entonces los días fueron una confusa sucesión de horas de comer, horas de cenar, una noche entera en una ocasión en que Jake estaba fuera de la ciudad, en un congreso; una confusa sucesión de sexo y comida fácil de comprar y fácil de comer: pan, fruta, queso, tomates, vino. Y yo mentía, mentía y mentía, como no lo había hecho hasta entonces: a Jake, a mis amigos y a mis colegas del trabajo. Me vi obligada a inventar una serie de mundos ficticios alternativos de citas, reuniones y visitas que me permitían vivir mi vida secreta con Adam. Tenía que hacer un esfuerzo enorme para asegurarme de que las mentiras fueran coherentes, para recordar lo que le había dicho a cada persona. Estaba ebria de algo que no alcanzaba a comprender, pero no creo que eso justifique lo que hacía.
En una ocasión, Adam se vistió para ir a comprar algo de comer. Cuando hubo bajado la escalera, me envolví con el edredón, me acerqué a la ventana y lo vi cruzar la calle, esquivando los coches, hacia el mercado de Berwick Street. Cuando Adam desapareció de mi vista, me quedé mirando a la gente que pasaba por la calle, gente que iba con prisas a algún sitio, y gente que se entretenía mirando los escaparates. ¿Cómo podían vivir sin la pasión que sentía yo? ¿Cómo podían pensar que era importante ir a trabajar, organizar las vacaciones o comprar algo cuando lo único que importaba en la vida era aquello, lo que yo sentía?
Todos los aspectos de mi vida, excepto aquel apartamento del Soho, me eran totalmente indiferentes. El trabajo era una farsa que tenía que representar ante mis colegas. Interpretaba el papel de ejecutiva atareada y ambiciosa. Mis amigos seguían importándome, pero ya no quería verlos. Mi casa era como un despacho o una lavandería, un sitio por el que tenía que pasar de vez en cuando para cumplir con una obligación. Y Jake. Jake, eso era lo peor. Me sentía como alguien que va en un tren que está fuera de control. Más adelante, a un kilómetro o a cinco mil kilómetros, me esperaban la estación terminal, los parachoques y el desastre, pero de momento lo único que yo sentía era una velocidad enloquecedora. Adam volvió a aparecer por la esquina. Miró hacia la ventana y me vio. No sonrió, ni me saludó con la mano, pero aceleró el paso. Yo era su imán: él era el mío.
Cuando acabamos de comer, lamí la pulpa de tomate de los dedos de Adam.
– ¿Sabes lo que me encanta de ti?
– ¿Qué?
– Bueno, una de las cosas que me encantan. Todas las personas que conozco llevan una especie de uniforme con una serie de complementos: llaves, carteras, tarjetas de crédito. Tú, en cambio, es como si acabaras de llegar aquí, desnudo, procedente de otro planeta, y te hubieras puesto encima las primeras prendas de ropa que hubieras encontrado.
– ¿Quieres que me las ponga?
– No, pero…
– Pero ¿qué?
– Antes, cuando has salido, te he mirado por la ventana. Y he pensado que esto era maravilloso.
– Sí, lo es.
– Sí, pero supongo que en el fondo también pensaba que un día tendremos que salir juntos y enfrentarnos al mundo. Tú y yo, juntos. Tendremos que ver a gente, hacer cosas. -Mientras pronunciaba aquellas palabras, tenía la sensación de que hablaba de Adán y Eva en el momento de ser expulsados del Paraíso. Eso me asustó -. Depende de lo que quieras, por supuesto.
Adam frunció el entrecejo y declaró:
– Yo te quiero a ti.
– Sí -dije, sin saber qué quería decir con aquel «sí». Nos quedamos callados largo rato, y luego agregué-: Tú no sabes nada de mí, y yo no sé nada de ti. Procedemos de dos mundos diferentes.
Adam se encogió de hombros. Él no creía que nada de aquello importara: ni mis circunstancias, ni mi trabajo, ni mis amigos, ni mis convicciones políticas, ni mi escala de valores, ni mi pasado, nada. Él había reconocido algo esencial de mi identidad. En mi otra vida, yo habría discutido vehementemente con él sobre aquel concepto místico del amor absoluto, porque siempre he creído que el amor es biológico, darwiniano, pragmático, circunstancial, difícil y frágil. Ahora, perdidamente enamorada y comportándome como una irresponsable, ya no recordaba qué creía, y era como si hubiera vuelto a mi concepto infantil del amor como algo que nos rescata del mundo real. Así que me limité a decir:
– No sé, ni siquiera sé qué preguntarte.
Adam me acarició el cabello e hizo que me estremeciera.
– ¿Por qué has de hacerme preguntas?
– ¿Tú no quieres saber más cosas de mí? ¿No quieres saber cosas de mi trabajo, por ejemplo?
– Cuéntame cosas de tu trabajo.
– No te interesa.
– Claro que sí. Si tú crees que tu trabajo es importante, me interesa.
– Ya te he dicho que trabajo para una gran empresa farmacéutica. Llevo un año trasladada temporalmente a un departamento que está desarrollando un nuevo modelo de dispositivo intrauterino.
– Pero tú ¿qué haces? -dijo Adam-. ¿Lo diseñas?
– No.
– ¿Haces las investigaciones científicas?
– No.
– ¿Lo vendes?
– No.
– ¿Pues qué coño haces?
Me reí.
– Eso me recuerda una cosa que me pasó en la clase de catequesis cuando era pequeña. Levanté la mano y dije que ya sabía que el Padre era Dios, y que el Hijo era Jesús, pero ¿qué hacía el Espíritu Santo?
– ¿Qué te contestó el profesor?
– Llamó a mi madre y tuvo una charla con ella. Pero en el diseño del Drakloop IV soy como el Espíritu Santo. Conecto unas cosas con otras, organizo, voy de un lado para otro, asisto a reuniones. Resumiendo, soy la directora del programa.
Adam sonrió, y luego se puso serio.
– ¿Te gusta?
Reflexioné un momento.
– No lo sé. Lo que pasa es que antes me gustaba la parte rutinaria del trabajo de investigadora científica, precisamente lo que otros encuentran aburrido. Me gustaba trabajar en los protocolos, reunir el material, hacer los comentarios y los números, redactar los informes con los resultados.
– ¿Y qué pasó?
– Creo que lo hacía demasiado bien. Me ascendieron. Pero no debería estar contándote nada de esto. Si no tengo cuidado, descubrirás que has seducido a una mujer tremendamente aburrida. -Adam no se rió ni dijo nada, así que me abochorné, e intenté cambiar de tema torpemente-. A mí nunca me ha llamado mucho la atención la montaña. ¿Has escalado algún pico importante?
– Alguno.
– Pero ¿de los de verdad, como el Everest?
– Alguno, sí.
– Es impresionante.
Adam negó con la cabeza y dijo:
– No, no creas. El Everest no es… -buscó la palabra adecuada-… un desafío técnicamente atractivo.
– ¿Insinúas que es fácil?
– No, ninguna montaña de más de ocho mil metros es fácil. Pero a menos que uno tenga muy mala suerte con el tiempo, el Everest es un paseo. Lo han escalado muchos que no son alpinistas de verdad. Pero tienen suficiente dinero para contratar a verdaderos alpinistas que los llevan hasta la cima.
– ¿Tú has estado en la cima?
Me dio la impresión de que Adam se sentía incómodo, como si le costara explicárselo a alguien que de ningún modo podría comprenderlo.
– He escalado el Everest varias veces. En el noventa y cuatro dirigí una expedición comercial y llegué a la cima.
– ¿Qué sentiste?
– No me gustó nada. Estaba en la cima con diez personas que no paraban de tomar fotografías. Y la montaña… El Everest debería ser sagrado. Cuando lo escalé, era como un campamento turístico que se estaba convirtiendo en un vertedero: tanques de oxígeno viejos, trozos de tiendas, cacas congeladas por todas partes, cuerdas, cadáveres. El Kilimanjaro aún está peor.
– ¿Has escalado alguna montaña últimamente?
– No, no hago nada desde la primavera pasada.
– ¿Dónde estuviste? ¿En el Everest?
– No. Me contrataron de guía para escalar una montaña que se llama Chungawat.
– Nunca he oído hablar de ella. ¿Está cerca del Everest?
– Sí, muy cerca.
– ¿Es más peligrosa que el Everest?
– Sí.
– ¿Llegaste a la cima?
– No.
El rostro de Adam se había ensombrecido. Tenía los ojos entornados, y parecía poco comunicativo.
– ¿Qué pasa, Adam? -No me contestó-. ¿Fue allí donde…?
Recorrí su pierna hasta llegar al pie en el que le faltaban varios dedos.
– Sí -respondió él.
Le besé el muñón.
– Debió de ser horroroso.
– ¿Te refieres a lo de los dedos? No, no tanto.
– Me refiero a todo en general.
– Sí, fue horroroso.
– ¿Me lo contarás algún día?
– Algún día. Pero ahora no.
Le besé el pie, el tobillo, y seguí subiendo por la pierna. Algún día, me prometí.
– Pareces cansada.
– Es el estrés del trabajo -mentí.
Había una persona a la que no había sabido eludir. Solía quedar con Pauline para comer casi todas las semanas, y generalmente entrábamos en un par de tiendas, donde ella observaba indulgentemente mientras yo me probaba las prendas menos prácticas que encontraba: vestidos de verano en invierno, terciopelo y lana en verano; ropa para otra vida. Esta vez era yo la que la acompañaba mientras ella hacía algunas compras. Nos comimos un bocadillo en un bar, junto a Covent Garden; luego hicimos cola en una cafetería y en una tienda de quesos.
Me di cuenta de inmediato de que había metido la pata. Pauline y yo nunca nos decíamos cosas como «el estrés del trabajo». De pronto me sentí como una agente doble.
– ¿Cómo está Jake? -me preguntó.
– Muy bien -dije-. El túnel está casi… Jake es maravilloso. Francamente maravilloso.
Pauline me miró con gesto de preocupación.
– ¿Va todo bien, Alice? Recuerda que estás hablando de mi hermano mayor. Si alguien describe a Jake diciendo que es «francamente maravilloso», debe de haber algún problema.
Me reí, y ella también, y el momento pasó rápidamente. Pauline compró su bolsa de café en grano y dos cafés para llevar, en vasos de plástico, y echamos a andar lentamente hacia Covent Garden y buscamos un banco. Aquello estaba un poco mejor. Hacía mucho frío, a pesar de que brillaba el sol y el cielo estaba despejado, y el calor del café resultaba muy agradable.
– ¿Qué te parece la vida de casada? -le pregunté a Pauline.
Ella me miró con seriedad. Era una mujer muy atractiva, cuyo cabello lacio y castaño podía sugerir severidad, si no se la conocía bien.
– He dejado las pastillas -me contestó.
– ¿Por lo que dicen de los efectos secundarios? Pero si no son…
– No -me interrumpió ella, riendo-. Las he dejado porque quiero. No he cambiado a ningún otro método anticonceptivo.
– ¡Ah! -grité, y la abracé-. ¿Estás preparada? ¿No crees que es un poco pronto?
– Creo que siempre es demasiado pronto -dijo Pauline-. Pero, bueno, todavía no ha pasado nada.
– O sea, que todavía no has empezado a hacer el pino después de hacer el amor, o lo que se suponga que hay que hacer para quedarse embarazada.
Seguimos charlando sobre fertilidad, embarazos y bajas de maternidad, y cuanto más hablábamos, peor me sentía yo. Hasta aquel momento, para mí, Adam había sido una traición misteriosa y estrictamente privada. Sabía que le estaba haciendo algo espantoso a Jake; pero ahora, mirando a Pauline, que tenía las mejillas sonrojadas por el frío, pero también por la emoción, quizá, de un embarazo inminente, mirando sus manos enlazadas alrededor del vaso de café y el vaho que salía de entre sus finos labios, tuve la repentina sensación de que en todo aquello había un error. El mundo no era como ella pensaba, y yo tenía la culpa.
Ambas miramos nuestros vasos de café, nos reímos y nos levantamos. Abracé a Pauline y pegué mi mejilla contra la suya.
– Gracias -dije.
– ¿Por qué?
– La gente no suele contar que busca un embarazo hasta que están en el segundo trimestre.
– Vamos, Alice -replicó ella, en tono reprobatorio-. Cómo no te lo iba a contar a ti…
– Tengo que marcharme -dije de pronto-. Tengo una cita.
– ¿Dónde?
La pregunta me pilló desprevenida.
– En el Soho -contesté.
– Te acompaño. Me va de paso.
– Estupendo -dije, un tanto angustiada.
Por el camino, Pauline me habló de Guy, que había cortado con ella inesperada y cruelmente hacía tan sólo dieciocho meses.
– ¿Te acuerdas de cómo estaba yo entonces? -me preguntó con una mueca de asco, y me sorprendió el gran parecido con su hermano. Asentí, mientras intentaba hallar una forma de salir de aquella situación. ¿Qué podía hacer? ¿Fingir que entraba en unas oficinas? No, eso no daría resultado. ¿Decir que no recordaba la dirección?-. Sí, claro que te acuerdas. Me salvaste la vida. Creo que jamás podré recompensarte por todo lo que hiciste por mí. -Levantó la bolsa donde llevaba el café, y agregó-: Calculo que debí de beberme más o menos esta cantidad de café en tu antiguo apartamento, mientras derramaba lágrimas en tu vaso de whisky. Dios mío, creía que no volvería a ser capaz de cruzar una calle sola, y mucho menos de funcionar y ser feliz.
Le di un apretón en la mano. Dicen que los mejores amigos son los que saben escuchar, y, si eso es cierto, entonces yo debía de parecer una amiga excelente durante aquel terrible paseo. Aquél era el merecido castigo por todas mis mentiras, me dije. Cuando llegamos a Oíd Compton Street, distinguí una figura que me resultaba familiar y que caminaba delante de nosotras. Era Adam. Me quedé en blanco, y creí que iba a desmayarme. Me volví y vi la puerta abierta de una tienda. No podía hablar, pero agarré a Pauline por el brazo y tiré de ella hacia el interior de la tienda.
– ¿Qué pasa? -me preguntó, alarmada.
– Necesito un poco de… -Miré el expositor de cristal-. Un poco de…
No me salía la palabra.
– Parmesano -dijo Pauline.
– Sí, parmesano -afirmé-. Y otras cosas.
Pauline miró alrededor, y observó:
– Hay mucha cola, Alice. Hoy es viernes.
– Lo necesito.
Pauline estaba indecisa; cambiaba el peso del cuerpo de una pierna a otra y miraba su reloj.
– Lo siento -dijo al fin-. Tengo que marcharme.
– Perfecto -dije, aliviada.
– ¿Cómo?
– No pasa nada -aclaré-. Vete. Ya te llamaré.
Nos dimos un beso y Pauline se marchó. Conté hasta diez, y entonces miré hacia la calle. Se había ido. Luego me miré las manos. No me temblaban, pero todo me daba vueltas.
Aquella noche soñé que alguien me cortaba las piernas con un cuchillo de cocina y que yo se lo permitía. Sabía que no debía gritar, ni quejarme, porque me lo había merecido. Me desperté de madrugada, sudando y aturdida, y por un momento no supe quién era el hombre que dormía a mi lado. Estiré el brazo y toqué una piel cálida. Jake parpadeó y abrió los ojos.
– Hola, Alice -dijo, y siguió durmiendo tranquilamente.
No podía continuar así. Siempre me había considerado una persona honrada.