CUATRO

Jake me llevó el té a la cama. Se sentó a mi lado, con su albornoz, y me apartó el cabello de la frente hasta que yo me desperté. Lo miré fijamente, y los recuerdos se agolparon en mi memoria, desastrosos y aplastantes. Tenía los labios resecos e hinchados, y me dolía todo el cuerpo. Estaba segura de que Jake se daría cuenta con sólo mirarme. Me tapé con la sábana hasta la barbilla y le sonreí.

– Estás preciosa -dijo él-. ¿Tienes idea de la hora que es?

Negué con la cabeza.

Jake miró su reloj, haciendo mucho teatro.

– Casi las once y media. Suerte que es sábado. ¿A qué hora llegaste anoche?

– A las doce. Quizá un poco más tarde.

– Te están explotando. Bébete el té. Hoy comemos en casa de mis padres, ¿te acuerdas?

No me acordaba. Era como si sólo mi cuerpo tuviera memoria: las manos de Adam en mis pechos, los labios de Adam en mi cuello, los ojos de Adam clavados en los míos. Jake me sonrió y me acarició el cuello, y yo me quedé quieta, muerta de deseo por otro hombre. Luego le cogí una mano y se la besé.

– Eres muy bueno -dije.

Jake hizo una mueca.

– ¿Bueno?

Se agachó y me besó en los labios, y yo tuve la sensación de que estaba traicionando a alguien. ¿A Jake? ¿A Adam?

– ¿Te preparo un baño?

– Sería genial.

Puse un chorro de esencia de limón en el agua y me lavé otra vez, como si el agua pudiera borrar lo ocurrido. Estaba en ayunas desde el día anterior, pero no me apetecía comer. Cerré los ojos y me metí en el agua, caliente y aromática, pensando en Adam. No debía volver a verlo nunca más, de eso no había duda. Yo quería a Jake. Me gustaba la vida que llevaba con él. Me había portado terriblemente mal y me había arriesgado a perderlo todo. Tenía que verlo otra vez, y enseguida. Ninguna otra cosa importaba: sólo el roce de sus manos, el dolor de mi cuerpo, su forma de pronunciar mi nombre. Lo vería otra vez, una última vez, para decirle que todo se había acabado. Eso era lo que debía hacer. Qué estupidez. Me estaba mintiendo a mí misma y estaba mintiendo a Jake. Si lo veía, si volvía a mirar su hermoso rostro, me acostaría con él. No, lo único que podía hacer era olvidarme de todo lo que había pasado el viernes. Concentrarme en Jake y en el trabajo. Pero… sólo una vez más, la última.

– Diez minutos, Alice. ¿Vale?

La voz de Jake me devolvió a la realidad. Pues claro que iba a seguir con él. Nos casaríamos, tendríamos hijos, y algún día aquello no sería más que un recuerdo, una de esas cosas ridículas que hace la gente antes de madurar. Volví a enjabonarme, y vi las pompas de jabón en un cuerpo que de pronto me parecía extraño. Luego salí de la bañera. Jake me pasó una toalla, y se quedó mirándome mientras yo me secaba.

– No creo que pase nada si llegamos un poco tarde -dijo-. Ven aquí.

Y dejé que Jake me hiciera el amor, que me dijera que me quería, y me quedé debajo de él, húmeda y conforme. Gemí fingiendo placer, y él no se dio cuenta, no podía saberlo. Sería mi secreto.


* * *

Para comer había pastel de espinacas con pan de ajo y ensalada verde. La madre de Jake es buena cocinera. Cogí un trozo de lechuga con el tenedor, me lo metí en la boca y mastiqué despacio. Me costaba tragar. Bebí un sorbo de agua y volví a intentarlo. Jamás podría comerme todo aquello.

– ¿Te encuentras bien, Alice?

La madre de Jake me miraba con ansiedad. No soporta que no me acabe los platos que ha preparado. Generalmente intento repetir. Le caigo mejor que las anteriores novias de Jake porque tengo buen apetito y siempre me como varios trozos de su pastel de chocolate.

Pinché un trozo de pastel de espinacas, me lo metí en la boca y mastiqué con decisión.

– Sí, estoy bien -contesté después de tragármelo-. Me duele un poco la barriga, pero no es nada.

– Espero que te encuentres bien esta noche -terció Jake. Lo miré, desconcertada-. ¿No te acuerdas, tonta? Hemos quedado con la Panda en Stoke Newington para comer curry. Y luego hay una fiesta, si nos apetece. Con baile.

– Fantástico -dije.

Mordisqueé un poco de pan de ajo. La madre de Jake no me quitaba los ojos de encima.

Después de comer fuimos todos a dar un paseo por Richmond Park, entre los dóciles rebaños de ciervos, y luego, cuando empezaba a oscurecer, Jake y yo volvimos a casa. Él fue a comprar leche y pan, y yo saqué una tarjeta vieja de Interflora de mi cartera, con el número de teléfono de Adam escrito en el dorso. Fui al teléfono, descolgué el auricular y marqué los tres primeros dígitos. Colgué el auricular y me quedé allí de pie, resoplando. Rompí la tarjeta en pedacitos y la eché al váter. Tiré de la cadena, pero algunos pedazos no desaparecieron. Presa de pánico, llené un cubo de agua y la tiré por el váter. Pero no importaba, porque me acordaba del número. Entonces oí a Jake, que llegaba silbando por la escalera con la compra; me dije que aquello era lo peor. Pero las cosas mejorarían poco a poco. Era cuestión de esperar.

Cuando llegamos al restaurante indio ya estaban todos. En la mesa había una botella de vino y varios vasos de cerveza, y a la luz de las velas todas las caras parecían alegres y amables.

– ¡Jake! ¡Alice! -gritó Clive desde uno de los extremos de la mesa.

Me senté en el otro extremo, al lado de Jake, con el muslo pegado al suyo, pero Clive me hizo señas con la mano para que me acercara.

– La llamé -dijo.

– ¿A quién?

– A Gail -contestó él, ligeramente indignado-. Me dijo que sí. Hemos quedado la semana que viene para ir a tomar algo.

– ¿Lo ves? -dije, intentando aparentar que lo estaba pasando en grande-. Creo que voy a montar un consultorio sentimental.

– Estuve a punto de proponerle que viniera esta noche. Pero luego pensé que la Panda al completo quizá fuera demasiado para ella en una primera cita.

Eché un vistazo a la mesa.

– A veces la Panda al completo es demasiado incluso para mí.

– Vamos, Alice. ¡Pero si eres el alma de la fiesta!

– Pues qué fiesta tan deprimente.

Me senté al lado de Sylvie. Delante tenía a Julie y a un hombre al que no conocía. Sentada junto a Sylvie estaba Pauline, la hermana de Jake, y a su lado Tom, su marido. Pauline me miró y me saludó con una sonrisa; creo que es mi amiga más íntima, y yo llevaba un par de días intentando no pensar en ella. Le devolví la sonrisa.

Me puse a picar del bhaji de cebolla de otro y me concentré en lo que me contaba Sylvie sobre un hombre con el que había estado saliendo, o, para ser más exactos, sobre lo que habían estado haciendo en la cama, o en el suelo. Encendió otro cigarrillo y le dio una honda calada.

– Por lo visto los hombres no entienden que cuando les ponemos las piernas sobre los hombros para que lleguen más hondo nos pueden hacer daño. Anoche, cuando lo hice con Frank, creí que me iba a arrancar el DIU. Pero la experta en DIU eres tú -añadió con un tono profundamente analítico.

Sylvie era la única persona que conocía que satisfacía mi curiosidad respecto a lo que hacen los demás en la cama. Generalmente yo me resistía a responder aportando mis confesiones. Y ahora más que nunca.

– Creo que debería presentarte a nuestros diseñadores -dije-. Podrías hacer las pruebas de carretera de nuestro nuevo DIU.

– ¿Las pruebas de carretera? -dijo Sylvie esbozando una sonrisa lasciva y exhibiendo sus blancos dientes, que contrastaban con el rojo intenso del lápiz de labios-. Una noche con Frank es como el rally de Montecarlo. Ayer estaba tan irritada que en el trabajo casi no me podía sentar. Tendría que quejarme, pero Frank se lo tomaría como un cumplido encubierto, y no es ésa mi intención. Estoy segura de que tú te las ingenias mucho mejor que yo para conseguir lo que quieres. Sexualmente, claro.

– No lo sé -repuse, y miré alrededor para ver si alguien estaba escuchando nuestra conversación.

Cuando Sylvie se ponía a hablar, tenía una habilidad especial para lograr que en la mesa -y, podríamos decir, que incluso en todo el local-se hiciera un silencio absoluto. Yo prefería charlar con ella en sitios donde no hubiera ningún riesgo de que nos oyeran. Me serví otra copa de vino tinto y me bebí la mitad de un sorbo. A aquel ritmo, y con el estómago prácticamente vacío, no tardaría en emborracharme. Quizá así me sintiera un poco mejor. Me puse a leer la carta.

– Yo tomaré… -No terminé la frase. Me había parecido ver a alguien por la ventana, un hombre con una chaqueta de piel negra. Pero cuando volví a mirar a la calle, no había nadie. Claro que no-. Creo que pediré un plato de verdura -dije.

Noté sobre mi hombro la mano de Jake, que se había acercado a nuestro extremo de la mesa. Él quería estar cerca de mí, pero su presencia se me hacía casi insoportable. Tuve el absurdo impulso de contárselo todo. Apoyé la cabeza en su hombro y bebí un poco más de vino. Reía cuando los demás reían y asentía con la cabeza cuando creía que la entonación de una frase exigía una reacción. Si pudiera verlo una vez más, sería capaz de soportarlo, me dije. Allí fuera había alguien. No podía ser él, evidentemente, pero fuera, en la calle, había alguien con una chaqueta oscura. Miré a Jake. Hablaba animadamente con Sylvie sobre una película que ambos habían visto la semana anterior.

– No, él sólo fingía que lo hacía -dijo Jake.

Me levanté, haciendo mucho ruido al arrastrar la silla.

– Perdonadme. Voy al lavabo. Vuelvo enseguida.

Fui hasta el fondo del restaurante, donde estaba la escalera que conducía a los lavabos, y eché una ojeada hacia atrás. Nadie me miraba: todos se miraban unos a otros, hablando y bebiendo. Formaban un grupo muy jovial. Me escabullí por la puerta del restaurante hacia la calle. Hacía tanto frío que al salir se me cortó la respiración. Miré alrededor. Allí estaba, unos metros más abajo, junto a una cabina telefónica. Esperando.

Corrí hasta él.

– ¿Cómo te atreves a seguirme? -susurré-. ¿Qué te has creído?

Entonces lo besé. Apreté la cara contra su cara, los labios contra sus labios, lo rodeé con los brazos y me apreté contra él. Él me acarició el cabello y me inclinó la cabeza hacia atrás hasta que lo miré a los ojos, y entonces dijo:

– No pensabas llamarme, ¿verdad? -Me empujó contra la pared y volvió a besarme.

– No -dije-. No, no puedo. No puedo hacer esto. -Pero sí, sí puedo.

– Sí puedes -dijo él.

Me metió en la cabina telefónica, me desabrochó el abrigo y deslizó una mano bajo mi camisa para acariciarme los pechos. Gemí y eché la cabeza hacia atrás, y él me besó el cuello, rascándome con la barbilla.

– Tengo que volver -dije, sin separarme de él-. Iré a verte a tu apartamento, te lo prometo.

Adam retiró la mano de mis pechos, me la puso en la pierna, y luego subió hasta mis bragas, y noté que me metía un dedo dentro.

– ¿Cuándo? -me preguntó mirándome a los ojos.

– El lunes -dije, jadeando-. El lunes por la mañana, a las nueve.

Adam me soltó y levantó la mano. Con mucha parsimonia, para que yo lo viera, se metió el reluciente dedo en la boca y se lo chupó.


* * *

El domingo pintamos la habitación donde yo iba a instalar mi estudio. Me até el cabello con un pañuelo y me puse unos vaqueros viejos de Jake, pero me manché las manos y la cara de pintura verde manzana. Comimos tarde, y luego vimos una película antigua que daban por la televisión, cogidos del brazo en el sofá. Me acosté temprano, después de darme un baño de una hora, y le dije a Jake que todavía me dolía un poco el estómago. Después, cuando Jake se metió en la cama, fingí que dormía, aunque permanecí despierta durante horas. Planeé lo que iba a ponerme. Pensé en cómo lo abrazaría, cómo estudiaría su cuerpo, cómo seguiría el trazado de sus costillas y de sus vértebras, cómo tocaría sus carnosos y blandos labios con el dedo. Me sentía aterrorizada.

A la mañana siguiente me levanté antes que Jake, me di otro baño y le dije que llegaría tarde, porque quizá tuviera que ir a una reunión en Edgware con unos clientes. En la estación de metro llamé a Drakon y le dejé un mensaje a Claudia diciendo que estaba enferma y me había quedado en la cama, y que por favor no me molestaran. Paré un taxi (no se me ocurrió ir en metro) y le di al taxista la dirección de Adam. Intenté no pensar en lo que estaba haciendo. Intenté no pensar en Jake, en su alegre y huesudo rostro, en su entusiasmo. Miré por la ventanilla mientras el taxi avanzaba lentamente por la calle congestionada en la hora punta. Volví a cepillarme el cabello, y retorcí, nerviosa, los botones de terciopelo de mi abrigo, que Jake me había regalado por Navidad. Intenté recordar mi antiguo número de teléfono, y no lo conseguí. Si alguien miraba dentro del taxi, sólo vería a una mujer con un sobrio abrigo negro que iba al trabajo. Todavía podía cambiar de opinión.

Toqué el timbre, y Adam abrió la puerta antes de que yo hubiera compuesto mi sonrisa, mi jocoso saludo. Estuvimos a punto de follar en la escalera, pero conseguimos entrar en el apartamento. No nos quitamos la ropa ni nos tumbamos. Él me abrió el abrigo, me levantó la falda hasta la cintura y me penetró allí mismo, de pie. No duró más de un minuto.

Luego me quitó el abrigo, me arregló la falda y me besó los ojos y la boca. Me curó.

– Tenemos que hablar -dije-. Tenemos que pensar en…

– Ya lo sé. Espera. -Entró en la cocina y lo oí moler café-. Ya está. -Adam puso una cafetera y un par de cruasanes en la mesita-. Los he comprado abajo.

Me di cuenta de que estaba hambrienta. Adam me miraba mientras yo comía, como si estuviera haciendo algo sorprendente. Se inclinó hacia delante y me quitó una miga de cruasán del labio. Me sirvió otra taza de café.

– Tenemos que hablar -insistí. Él esperó-. Mira, no te conozco de nada. No sé quién eres. Ni siquiera sé tu apellido.

Adam se encogió de hombros.

– Me llamo Adam Tallis -se limitó a decir, como si aquello aclarara todas mis dudas sobre él.

– ¿A qué te dedicas?

– ¿A qué me dedico? -repitió, como si aquello fuera algo muy remoto-. A varias cosas, en varios sitios, para ganar dinero. Pero, básicamente, lo que hago es escalar siempre que puedo.

– ¿Escalar? ¿Montañas?

Me sentía como una niña de doce años, con voz chillona y asombrada.

Adam se rió.

– Sí, montañas. Escalo por mi cuenta, y a veces también hago de guía.

– ¿Guía?

– Monto tiendas, acompaño a ricos aficionados hasta picos famosos para que luego puedan fardar de que los han escalado. Cosas así.

Recordé sus cicatrices, sus fuertes brazos. Alpinista. Bueno, nunca había conocido a ningún alpinista.

– Suena… -Iba a decir «emocionante», pero ya había dicho bastantes estupideces, y añadí-: No sé, es un tema que desconozco por completo.

Le sonreí, aturdida ante tanta novedad. Sentía vértigo.

– No pasa nada.

– Yo me llamo Alice Loudon -dije, y me sentí ridícula. Hacía pocos minutos estábamos haciendo el amor y mirándonos fijamente, embelesados. ¿Qué podía decir acerca de mí que tuviera sentido en aquella pequeña habitación?-. Soy investigadora científica, más o menos, aunque ahora trabajo para una empresa que se llama Drakon. Es muy conocida. Dirijo un proyecto. Soy de Worcestershire. Tengo novio y vivo con él. No debería estar aquí. Esto no puede ser. Y nada más.

– No. -Adam me quitó la taza de café de las manos-. Hay algo más. Tienes el cabello rubio, los ojos gris oscuro y la nariz respingona, y cuando sonríes se te arruga la cara. Te vi y no pude quitarte los ojos de encima. Eres una bruja, me has hechizado. No sabes qué haces aquí. Te has pasado el fin de semana convenciéndote de que no debías volver a verme. Pero yo me he pasado todo el fin de semana convencido de que tenemos que estar juntos. Y lo que quieres hacer es quitarte la ropa delante de mí, ahora mismo.

– Pero tengo mi vida… -empecé a decir.

No pude continuar, porque ya no sabía qué sentido tenía mi vida. Allí estábamos, los dos solos, en un pequeño apartamento del Soho, y el pasado se había borrado y también el futuro, y yo no tenía ni idea de qué debía hacer.


* * *

Pasé todo el día con Adam. Hicimos el amor y hablamos, aunque más tarde no conseguí recordar de qué: de cosas sin importancia, de recuerdos. A las once se puso unos vaqueros, una sudadera y unas zapatillas de deporte, y bajó al mercado. Cuando volvió me dio de comer melón, frío y jugoso. A la una nos hicimos unas tortillas y una ensalada de tomate, y abrimos una botella de champán. Era champán de verdad, no vino blanco de aguja. Él me sostuvo la copa mientras yo bebía. Luego bebió él, y me dio de comer con la boca. Me tumbó y me habló de mi cuerpo, enumerando sus virtudes como si las estuviera catalogando. Escuchaba con mucha atención cada palabra que yo decía, como si lo estuviera almacenando todo para poder recordarlo más tarde. El sexo, la conversación y la comida se confundían. Comíamos como si nos estuviéramos devorando el uno al otro, y nos tocábamos mientras hablábamos. Follamos en la ducha, en la cama y en el suelo. Yo quería que el día no se acabara nunca. Me sentía tan feliz que me dolía el alma; tan diferente que apenas me reconocía. Cada vez que él apartaba las manos de mí me sentía fría, abandonada.

– Tengo que marcharme -dije al fin. Fuera ya había oscurecido.

– Quiero darte una cosa -dijo Adam, y se quitó la tira de cuero con la espiral de plata que llevaba colgada del cuello.

– No puedo ponérmelo.

– Tócalo de vez en cuando. Llévalo en el sujetador o en las bragas.

– Estás loco.

– Estoy loco por ti.

Cogí el collar y le prometí a Adam que lo llamaría, y esta vez supo que yo decía la verdad. Luego me marché a casa, donde me esperaba Jake.

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