– No te muevas. Quédate como estás.
De pie delante de la cama, Adam me enfocaba con una cámara Polaroid. Miré al objetivo, embotada. Estaba tumbada encima de las sábanas, desnuda. Sólo tenía los pies tapados. El sol invernal relucía débilmente detrás de las delgadas cortinas.
– ¿He vuelto a dormirme? ¿Cuánto rato llevas ahí?
– No te muevas, Alice.
El flash me deslumbró, se oyó un zumbido y apareció la tarjeta de plástico, como si la cámara me hubiera sacado la lengua.
– Al menos no la vas a llevar a la tienda para que la revelen.
– Pon los brazos por encima de la cabeza. Así. -Se acercó y me apartó el cabello de la cara; luego volvió a retirarse. Iba vestido, armado con la cámara, y en su cara había una expresión de concentración desapasionada-. Separa un poco más las piernas.
– Tengo frío.
– Enseguida te caliento. Espera.
Volvió a disparar.
– ¿Por qué haces esto?
– ¿Por qué?
Soltó la cámara y se sentó a mi lado, dejando las dos fotografías sobre las sábanas. Vi cómo mi imagen iba tomando forma. Las fotografías me parecieron crueles: mi piel estaba pálida, con manchas rojizas. Pensé en los fotógrafos de la policía que en las películas aparecen en la escena del crimen, y luego intenté apartar aquella imagen de mi mente. Adam me cogió una mano, que todavía tenía encima de la cabeza, y la apretó contra su mejilla.
– Porque te quiero. -Me besó en la palma.
Sonó el teléfono, y Adam y yo nos miramos.
– No contestes -dije-. Será él otra vez.
– ¿Él?
– O ella.
Esperamos a que el teléfono dejara de sonar.
– ¿Y si es Jake el que hace esas llamadas? -dije.
– ¿Jake?
– ¿Quién va a ser, si no? Dices que antes eso no pasaba, y que las llamadas empezaron en cuanto yo me instalé aquí. -Lo miré-. A lo mejor es una amiga tuya.
– Puede ser -dijo Adam, encogiéndose de hombros, y volvió a coger la cámara, pero yo me incorporé.
– Tengo que levantarme, Adam. ¿Puedes encender la estufa?
El apartamento, en el último piso de una alta casa victoriana, era muy austero. Tenía muy pocos muebles, y no había calefacción central. Mi ropa ocupaba un rincón del enorme y oscuro armario, y las bolsas de Adam, todavía por abrir, estaban ordenadamente apiladas en el dormitorio. Las alfombras estaban gastadas, las cortinas eran muy finas, y en la cocina sólo había una bombilla que colgaba sobre los fogones. Casi nunca cocinábamos, y todas las noches cenábamos en pequeños restaurantes débilmente iluminados, antes de volver a la alta cama y al calor de nuestros cuerpos. Me sentía deslumbrada por la pasión. Todo parecía borroso e irreal, excepto Adam y yo. Hasta entonces yo siempre había sido libre de hacer lo que quería; controlaba mi vida y sabía hacia dónde iba. Ninguna de mis relaciones me había desviado de eso. Ahora, en cambio, me sentía perdida, como si navegara sin timón. Habría dado cualquier cosa por sentir el roce de sus manos sobre mi piel. A veces sentía miedo, cuando me despertaba de madrugaba y me encontraba en la cama de un extraño, y veía a Adam, todavía sumergido en un mundo secreto de sueños; o cuando salía de la oficina, antes de ver a Adam y sentir su incesante éxtasis. Me había perdido a mí misma en otro.
Aquella mañana me dolía todo. En el espejo del cuarto de baño vi que tenía un arañazo en el cuello, y los labios hinchados. Adam entró y se colocó detrás de mí. Nos miramos en el espejo. Se chupó un dedo y recorrió con él el arañazo. Me puse la ropa y me di la vuelta hacia él.
– ¿Quién hubo antes que yo, Adam? No, no intentes escabullirte. Lo digo en serio.
Adam hizo una pausa, como si estuviera valorando las posibilidades.
– Te propongo un trato -dijo.
Lo encontré terriblemente formal, pero supongo que tenía que serlo. Generalmente los detalles del pasado amoroso surgen en confesiones nocturnas, en diálogos posteriores al coito; son pequeños fragmentos de información ofrecidos como muestra de intimidad o confianza. Nosotros no habíamos hecho nada de eso. Adam me ayudó a ponerme la chaqueta.
– Desayunaremos en un sitio que hay aquí cerca; después tengo que ir a recoger unas cosas. Y luego -dijo mientras abría la puerta-, nos encontraremos otra vez aquí y tú me hablarás de tus novios, y yo te hablaré de mis novias.
– ¿De todas?
– De todas.
– … y antes hubo otro que se llamaba Rob. Rob era diseñador gráfico, y se creía un gran artista. Era bastante mayor que yo, y tenía una hija de diez años. Era un hombre muy tranquilo, pero…
– ¿Qué hacíais?
– ¿Cómo que qué hacíamos?
– ¿Qué hacíais juntos?
– Pues lo típico: íbamos al cine, a pubs, a pasear…
– Ya sabes a qué me refiero.
Sí, claro que lo sabía.
– Por Dios, Adam. Pues cosas. Eso fue hace muchos años. No me acuerdo de los detalles. -Era mentira, por supuesto.
– ¿Estabas enamorada de él?
Pensé con añoranza en el atractivo rostro de Rob, y recordé algunos buenos ratos que habíamos pasado juntos. Lo adoraba, o al menos lo adoré durante un tiempo.
– No -contesté.
– Sigue.
Aquello resultaba muy violento. Adam estaba sentado enfrente de mí; la mesa nos separaba. Tenía las manos enlazadas, y me taladraba con la mirada. Hablar de sexo ya me resultaba bastante difícil en circunstancias normales, pero aquel interrogatorio era mucho peor.
– Laurence, pero eso no duró mucho -murmuré-. Era un bicho raro.
– ¿Quién más?
– Joe. Trabajábamos juntos.
– ¿En el mismo despacho?
– Sí, más o menos. Pero no, Adam, no lo hacíamos detrás de la fotocopiadora.
Seguí a regañadientes. Yo me había imaginado una erótica confesión mutua, que terminaría en la cama. Y se estaba convirtiendo en una larga y fría enumeración de los hombres que habían sido irrelevantes o importantes para mí en un sentido que yo no quería explicarle a Adam allí, sentados ante aquella mesa.
– Pues antes de eso iba al colegio y a la universidad, y… Bueno, mira… -Hice una pausa. La idea de repasar la breve lista de novios y aventuras de una noche me parecía absurda. Inspiré hondo-. Bueno, si insistes… Michael. Gareth. Y luego Simón, con el que salí un año y medio. Y un tipo que se llamaba Christopher, sólo una vez. -Adam no dejaba de mirarme-. Y otro del que ni siquiera supe el nombre, en una fiesta a la que no quería ir. Ya está.
– ¿Ya está?
– Sí.
– ¿Con quién lo hiciste por primera vez? ¿Cuántos años tenías?
– Era mayor, en comparación con mis amigas. Fue con Michael, cuando tenía diecisiete años.
– ¿Cómo fue?
La pregunta no me hizo sentir incómoda. Quizá porque había pasado mucho tiempo, y la niña que yo era entonces no se parecía en nada a la mujer que era ahora. Había sido cautivador. Extraño. Fascinante.
– Espantoso -mentí-. Doloroso. No sentí ningún placer.
Adam se inclinó sobre la mesa, pero no llegó a tocarme.
– ¿Siempre te ha gustado el sexo?
– No, no siempre.
– ¿Has fingido alguna vez?
– Todas las mujeres han fingido alguna vez.
– ¿Conmigo?
– No, contigo no.
– ¿Ya podemos follar? -Seguía sentado en la incómoda silla de la cocina, a cierta distancia de mí.
Solté una carcajada un tanto forzada.
– Ni hablar, Adam. Ahora te toca a ti.
Adam suspiró, se apoyó en el respaldo y se puso a contar con los dedos de la mano.
– Antes de ti estuvo Lily, a la que conocí el verano pasado. Y antes Françoise; duró un par de años. Y antes… hmm…
– ¿Te cuesta acordarte? -pregunté con sarcasmo, pero con voz un tanto trémula. Confié en que Adam no lo hubiera notado.
– No, no mucho -replicó él-. Lisa. Y antes de Lisa, una chica que se llamaba Penny. -Hizo una pausa-. Era buena alpinista.
– ¿Cuánto tiempo saliste con Penny?
Yo me esperaba un catálogo de conquistas, y no aquella exhaustiva lista de relaciones formales. Me entró miedo.
– Dieciocho meses, más o menos.
– Oh. -Nos quedamos un momento callados-. ¿Les eras fiel? -me obligué a preguntar. En realidad lo que quería preguntarle era si todas eran guapas, más guapas que yo.
Adam me miró a los ojos y dijo:
– No, no eran de ese tipo de relaciones. No eran tan exclusivas.
– ¿Cuántas veces fuiste infiel?
– Siempre salía con otras chicas.
– ¿Cuántas veces?
Adam frunció el entrecejo.
– Vamos, Adam. ¿Una vez, dos, veinte, cuarenta, cincuenta?
– Algo así.
– ¿Cuarenta o cincuenta?
– Ven aquí, Alice.
– ¡No! No, esto es… Me siento fatal. A ver, ¿qué me hace diferente? -De pronto se me ocurrió una cosa-. No has…
– ¡No! -me interrumpió, tajante-. ¿No te das cuenta, Alice? ¿No lo sientes? Ahora sólo existes tú.
– ¿Cómo puedo estar segura? -dije con un gemido-. Me siento como si hubiera llegado tarde a la fiesta. -Con todas las mujeres que había habido en su vida, yo no tenía ninguna posibilidad.
Adam se levantó y rodeó la mesa. Me ayudó a ponerme en pie y me sujetó la cara con las manos.
– Lo sabes, ¿verdad, Alice?
Negué con la cabeza.
– Mírame, Alice. -Me levantó la cabeza y me miró a los ojos-. Alice, ¿confías en mí? ¿Quieres hacerme un favor?
– Depende -contesté, enfurruñada como una niña pequeña.
– Espera un momento.
– ¿Dónde?
– Aquí. Sólo será un minuto.
Tardó más de un minuto, pero no mucho. Cuando me estaba terminando la taza de café sonó el timbre de la puerta. «Adam tiene llave», me dije, y no fui a abrir, pero Adam no subía, y volvió a sonar el timbre. Así que suspiré y bajé a la calle. Abrí la puerta y no lo vi. Entonces oí un bocinazo. Me di la vuelta y vi a Adam sentado al volante de un coche bastante viejo. Fui hacia él y me incliné, acercando la cabeza a la ventanilla del lado del conductor.
– ¿Qué te parece?
– ¿Es tuyo?
– Sólo por esta tarde. Sube.
– ¿Adónde vamos?
– Confía en mí.
– ¿Cierro la casa?
– Ya lo haré yo. Tengo que subir a buscar una cosa.
Estuve a punto de no obedecerle, pero al final rodeé el coche y me senté en el asiento del copiloto. Entretanto Adam subió al apartamento y regresó enseguida.
– ¿Qué has cogido?
– Mi cartera -respondió-. Y esto. -Tiró la cámara Polaroid en el asiento trasero.
«Dios mío, no», pensé. Pero no dije nada.
Permanecí despierta el tiempo suficiente para ver que salíamos de Londres por la Mi, pero entonces, como siempre me ocurre cuando me llevan en coche, me quedé dormida. Hubo un momento en que me desperté, y vi que habíamos salido de la autopista y circulábamos por una carretera que discurría por el campo.
– ¿Dónde estamos? -pregunté.
– Es un paseo sorpresa -dijo Adam esbozando una sonrisa.
Me quedé medio dormida otra vez, y, cuando me desperté, vi una vieja iglesia sajona junto a la carretera, en medio de un paisaje sin ninguna otra característica especial.
– Eadmund, con «a» -comenté, adormilada.
– Perdió la cabeza -dijo Adam.
– ¿Qué?
– Era un rey anglosajón. Los vikingos lo capturaron y lo mataron. Después lo descuartizaron y esparcieron sus restos por el campo. Sus seguidores no lo encontraban, y entonces se produjo el milagro. La cabeza gritó: «Estoy aquí», y lo encontraron.
– Eso es lo que tendrían que hacer los llaveros. Me encantaría que las llaves de mi casa gritaran «Estamos aquí» cuando las busco, y así no tendría que revisar todos los bolsillos de toda la ropa que tengo hasta dar con ellas.
Llegamos a una bifurcación donde había un ornamentado monumento con un águila, dedicado a los miembros de la Fuerza Aérea británica. Torcimos a la derecha.
– Ya estamos -anunció Adam.
Detuvo el coche en la cuneta y apagó el motor.
– ¿Dónde? -pregunté.
Adam estiró un brazo y cogió la cámara fotográfica.
– Vamos -dijo.
– Debí traer mis botas.
– Sólo hemos de caminar unos doscientos metros.
Adam me cogió de la mano y nos alejamos de la carretera por un camino. Luego dejamos el camino, pasamos entre unos árboles y subimos por una pendiente muy resbaladiza, cubierta de hojas medio podridas del otoño anterior. Adam estaba callado y pensativo. Casi me asustó cuando empezó a hablar.
– Hace unos años escalé el K2 -dijo. Asentí con la cabeza e hice algún comentario afirmativo, pero él seguía absorto en sus pensamientos-. Hay muchos alpinistas famosos que nunca lo han logrado; muchos murieron en el intento. Cuando llegué a la cima tuve la certeza de que aquél sería el mayor ascenso que haría en la vida, pero no sentí nada. Miré alrededor, pero… -Hizo un gesto de desprecio-. Estuve unos quince minutos allí arriba, esperando a que llegara Kevin Doyle. Me pasé el rato calculando los tiempos, comprobando mi material, repasando mentalmente las provisiones, decidiendo por qué ruta iba a bajar. Incluso si me limitaba a contemplar el paisaje, la montaña no parecía otra cosa que un problema.
– Entonces ¿por qué lo haces?
Adam frunció el entrecejo.
– No, no lo entiendes. Mira. -Estábamos saliendo de la arboleda y llegando a una extensión de hierba, casi un páramo-. Éste es el paisaje que me gusta. -Me abrazó y agregó-: Estuve aquí hace tiempo, y pensé que era uno de los lugares más bonitos que había visto jamás. Vivimos en una de las islas con mayor densidad de población del mundo, y sin embargo aquí estamos, en un prado al que se llega por un sendero al que se llega por un camino al que se llega por una carretera. Míralo con mis ojos, Alice. Mira allá abajo, la iglesia por la que hemos pasado antes, enclavada en la tierra, como si tuviera raíces en ella. Y mira esos campos que la rodean, más lejanos aún, pero que parecen tan cercanos: una alfombra de verdes prados. Ven y quédate de pie aquí, junto a esta mata de espino.
Adam me situó cuidadosamente, y luego se quedó de pie delante de mí, mirando alrededor, como si se estuviera orientando con precisión. Me sentía incómoda y desconcertada. ¿Qué tenía que ver todo aquello con sus innumerables infidelidades?
– Y aquí estás tú, Alice, mi único amor -dijo, dando un paso hacia atrás y mirándome, como si fuera un precioso objeto decorativo que había colocado en un escaparate-. Ya sabes eso que dicen de que estamos partidos en dos mitades, y que nos pasamos la vida buscando a nuestra otra mitad. En todas las relaciones que tenemos, por estúpidas o triviales que sean, hay un poco de esa esperanza, la esperanza de que esa persona sea nuestra otra mitad. -De pronto su mirada se ensombreció, como la superficie de un lago cuando una nube pasa por delante del sol. Me estremecí, delante de la mata de espino-. Por eso a veces acaban tan mal, porque uno siente que lo han traicionado. -Miró alrededor, y luego de nuevo a mí-. Pero contigo lo sé. -Noté que se me cortaba la respiración, y que se me ponían los ojos llorosos-. Quédate quieta, quiero hacerte una fotografía.
– Adam, por favor, no seas tan raro. Bésame, abrázame.
Él negó con la cabeza, y se colocó la cámara delante de los ojos.
– Quería fotografiarte aquí, en este sitio, en el momento en que te pedía que te casaras conmigo.
Hubo un destello. Noté que se me doblaban las rodillas. Me senté en la hierba húmeda, y él corrió hacia mí y me abrazó.
– ¿Estás bien?
¿Si estaba bien? Me invadió una sensación de extraordinaria alegría. Me levanté, me reí y lo besé en la boca con firmeza: una promesa.
– ¿Es eso un sí?
– Pues claro, idiota. Sí. Sí, sí, sí.
– Mira -dijo entonces-. Aquí está.
Y allí estaba, boquiabierta, con los ojos como platos, tomando forma, los colores cada vez más intensos, el contorno cada vez más definido.
– Ya está -dijo Adam al tiempo que me daba la fotografía-. Es un momento, pero también es una promesa. Para siempre.
Cogí la fotografía y la guardé en mi bolso.
– Para siempre -dije.
Adam me asió la muñeca con una intensidad que me sorprendió.
– Lo dices en serio, ¿verdad, Alice? Me he entregado otras veces, y me han decepcionado. Por eso te he traído aquí, para que pudiéramos hacernos esta promesa el uno al otro. -Me miró intensamente, como si me estuviera amenazando-. Esta promesa es más importante que cualquier ceremonia. -Luego suavizó el tono de voz-. No soportaría perderte. Jamás soportaría que me abandonaras.
Lo abracé, lo besé en la boca, en los ojos, en la firme mandíbula y en el hueco del cuello. Le dije que era suya, y que él era mío. Noté sus lágrimas sobre mi piel, calientes y saladas. Mi único amor.