VEINTICINCO

La historia que me habían enseñado en el colegio, pero que ahora ya había olvidado en gran parte, estaba organizada en cómodas épocas: la Edad Media, la Reforma, el Renacimiento, los Tudor y los Estuardo. Para mí, la vida anterior de Adam estaba organizada de forma parecida: franjas de tiempo separadas, como las de la arena de colores de esas botellas decorativas. Estaba la época Lily, la época Françoise, la época Lisa, la época Penny. Ahora nunca hablaba con Adam de su pasado: era un tema prohibido. Pero pensaba en él. Recogía pequeños detalles sobre las mujeres a las que había amado, y las encajaba en el cuadro general. Al hacerlo me di cuenta de que había un vacío en la cronología: un hueco donde debería haber habido una mujer que no aparecía. Quizá significaba que había habido un año en que Adam no tuvo ninguna relación estable, pero eso no coincidía con lo que yo empezaba a considerar el patrón de conducta de Adam.

Era como si estuviera mirando a un ser querido que cruzaba el paisaje y se acercaba a mí cada vez más, y de pronto desaparecía en la niebla. Calculé que aquel paréntesis debía de haberse producido ocho años atrás. No quería interrogar a nadie sobre ello, pero cada vez sentía una mayor necesidad de llenar el lapsus. Le pregunté a Adam si tenía fotografías de cuando era más joven, pero me dijo que no. Intenté averiguar, mediante preguntas sin trascendencia, qué hacía él en aquella época, como si al final, uniendo los detalles insignificantes, fuera a obtener una respuesta significativa. Descubrí nombres de picos y rutas peligrosas, y sin embargo no di con la mujer que ocupaba el espacio entre Lisa y Penny. Pero yo era la gran experta en Adam. Tenía que saberlo.

Un fin de semana de finales de marzo volvimos a la casa del padre de Adam. Adam tenía que recoger parte de su material, que guardaba en uno de los grandes edificios anexos de la casa, y había alquilado una furgoneta.

– No tengo que devolverla hasta el domingo. Podríamos buscar un hotel para pasar la noche del sábado.

– Con servicio de habitaciones -sugerí. Ni se me ocurrió proponerle que nos quedáramos en casa de su padre-. Y con cuarto de baño en la suite, por favor.

Salimos temprano. Era una hermosa mañana de primavera, fría y despejada. Algunos árboles ya estaban brotando, y la niebla empezaba a levantarse de los campos por los que pasamos en nuestro camino hacia el norte. Todo parecía nuevo y prometedor. Paramos en una estación de servicio de la autopista para desayunar. Adam bebió café y no se comió el pastelito danés que había pedido; yo me comí un enorme bocadillo de beicon (unas fibrosas lonchas rosas entre dos rebanadas de pan blanco) y me bebí una taza de chocolate caliente.

– Me gustan las mujeres con apetito -comentó Adam.

Y me comí también su pastelito.

Llegamos hacia las once, y, como en un cuento de hadas, todo estaba igual que en nuestra visita anterior. Nadie fue a recibirnos, y no había ni rastro del padre de Adam. Entramos en el oscuro vestíbulo, donde montaba guardia el reloj de pie, y nos quitamos los abrigos. En el frío salón había un único vaso vacío en una mesita. Adam llamó a su padre, pero nadie contestó.

– Da lo mismo. Podemos empezar -dijo-. No tardaremos mucho.

Nos pusimos otra vez los abrigos y salimos por la puerta trasera. Había varios edificios anexos de diferentes tamaños detrás de la casa, porque, según me contó Adam, en su día había habido una granja dentro de la finca. La mayoría estaban abandonados y en ruinas, pero había un par a los que les habían hecho algunos arreglos: tenían pizarras nuevas en el techo y no había malas hierbas en la puerta. Al pasar por delante miré por la ventana. En uno de ellos había muebles rotos, cajas con botellas de vino vacías, viejos acumuladores y, encajada en un rincón, una mesa de pimpón sin red. Había varias raquetas de tenis de madera amontonadas en un estante ancho, y un par de bates de criquet. En el estante superior vi varias latas de pintura, con chorretones de diferentes colores. Había otro cobertizo lleno de herramientas: un cortacésped, un par de rastrillos, una guadaña oxidada, palas, horquetas, azadas, grandes sacos de abono y cemento y sierras dentudas.

– ¿Qué es eso? -pregunté, señalando unos artilugios plateados colgados de unos grandes ganchos clavados en la pared.

– Trampas para ardillas.

Me habría gustado entrar en uno de los cobertizos, pues a través del cristal roto de la ventana había visto una preciosa tetera de porcelana a la que le faltaba el pitorro asomando de una gran caja de cartón, y una corneta rota colgada de un gancho. Por lo visto era donde se guardaban todos los objetos inservibles, los que nadie quería, pero que nadie se atrevía a tirar. En el suelo había varios baúles y cajas apiladas. Todo parecía muy ordenado y muy triste. Pensé que allí debían de haber guardado los objetos personales de la madre de Adam, donde nadie habría vuelto a tocarlos. Se lo pregunté a Adam, pero él me apartó de la ventana.

– No hay nada interesante, Alice. Sólo son trastos que deberíamos haber tirado hace muchos años.

– ¿Nunca entras a echar un vistazo?

– ¿Para qué? Mira, aquí es donde guardo mi material.

Jamás hubiera imaginado que tenía tantas cosas. Llenaban casi por completo el largo cobertizo de techo bajo. Todo estaba cuidadosamente empaquetado y almacenado; muchas cajas y bolsas tenían etiquetas, con la enérgica letra de Adam. Había cuerdas, de diferentes grosores y colores, recogidas en grandes rollos. De las vigas colgaba un piolet. Había un par de mochilas, vacías y cerradas para que no les entrara polvo. Una bolsa delgada de nailon era una tienda; la otra, más pequeña, un saco de dormir de Gore-Tex. Había una caja de crampones junto a otra de clavos largos y delgados, y una llena de diferentes ganchos, tornillos y abrazaderas. En un estante pequeño vi vendas envueltas en celofán, y, en otro más grande, un hornillo de gas, unas cuantas bombonas de butano, tazas de peltre y varias botellas de agua. En un rincón había dos pares de botas de alpinismo gastadas.

– ¿Qué hay aquí? -pregunté señalando con el pie un saco blando de nailon.

– Guantes, calcetines, ropa interior térmica y esas cosas.

– Viajas muy cargado.

– Sólo llevo lo imprescindible -repuso Adam mirando alrededor-. Todo tiene su utilidad.

– ¿Qué hemos venido a buscar?

– Esto, para empezar. -Levantó una bolsa bastante grande-. Un portaledge. Es una especie de tienda que se puede clavar en la pared de un acantilado. Una vez pasé cuatro días dentro, durante una fuerte tormenta.

– Qué horror -dije, estremeciéndome.

– Se está muy cómodo.

– ¿Para qué la quieres?

– No es para mí. Es para Stanley.

Revolvió en un bote lleno de tubos de pomada, sacó dos y se los metió en el bolsillo de la chaqueta. Cogió uno de los piolets que colgaban de la viga y lo dejó junto a la tienda. Luego se puso en cuclillas y empezó a sacar cajitas de cartón y a examinar las etiquetas. Parecía completamente concentrado en la tarea.

– Voy a dar un paseo -dije al cabo de un rato. Adam ni siquiera me miró.

Afuera no hacía frío, así que me quité el abrigo. Fui hacia el huerto. Unas cuantas coles podridas, germinadas antes de tiempo, se balanceaban con el viento, y las malas hierbas trepaban por los entramados para las habichuelas. Alguien se había dejado abierto el grifo de la manguera, y en el centro del huerto había un enorme charco de barro. Era muy deprimente. Cerré el grifo y miré alrededor para ver si el padre de Adam estaba por allí; luego me dirigí, decidida, hacia el desvencijado cobertizo donde había visto la tetera de porcelana y la corneta. Quería mirar en aquellas cajas, ver qué cosas había tenido Adam de pequeño, encontrar fotografías suyas y de su madre.

En la cerradura había una gran llave que giró fácilmente. La puerta se abrió hacia dentro; entré y volví a cerrarla. Alguien había estado allí recientemente, porque la gruesa capa de polvo sólo cubría algunos de los baúles y las cajas, mientras que otros estaban bastante limpios. En un rincón vi el esqueleto de un pájaro. Olía a cerrado.

Pero tenía razón: allí era donde se guardaban los viejos objetos familiares. La tetera formaba parte de un juego de té de porcelana. Algunas tazas todavía tenían manchas marrones, de cuando se utilizaban. Había una caja de embalaje llena de pares de botas de agua. Algunas eran pequeñas. Debían de ser de cuando Adam era niño. El baúl más grande, negro, tenía las iníciales V. T. en la tapa. ¿Cómo se llamaba su madre? No me acordaba de si Adam me lo había dicho. Lo abrí sigilosamente. Me dije que no hacía nada malo, sólo curioseaba; pero no estaba segura de si Adam opinaría igual que yo. El baúl, repleto de ropa, despedía un fuerte olor a viejo y a bolas de naftalina. Toqué un vestido azul marino de lunares, un chal tejido a ganchillo, una rebeca de color azul lavanda con botones de perla. Eran prendas elegantes pero sencillas. Cerré la tapa del baúl, y abrí una vieja maleta blanca que había junto a él. Estaba llena de ropa de bebé, de Adam. Jerséis con barcos y globos, pantalones de peto rayados, gorros de lana, un mono con capucha de duendecillo, peleles diminutos. Era todo monísimo. También había un faldón de bautizo, amarillento de viejo. En una cómoda a la que le faltaban varios tiradores y que tenía un gran arañazo en un lado, encontré pequeños folletos que resultaron ser revistas escolares y boletines de notas. De las dos niñas y de Adam, de Eton. Abrí uno al azar, de 1976. Adam debía de tener doce años. Era el año en que murió su madre. Matemáticas: «Si Adam empleara sus aptitudes en aprender en lugar de molestar…», rezaba el informe escrito con tinta azul y pulida caligrafía. Cerré el boletín. Aquello no era curiosear, sino espiar.

Fui al otro extremo de la habitación. Quería buscar fotografías, pero lo que encontré fueron cartas, en una cajita atada con una cinta. Al principio pensé que serían cartas de la madre de Adam, no sé por qué. Quizá porque andaba buscando algún rastro de ella, y porque la letra era de mujer. Pero, cuando cogí las primeras y las hojeé, me di cuenta enseguida de que eran de muchas personas diferentes, y que las letras eran distintas. Empecé a leer la primera del montón, escrita con bolígrafo azul, y se me cortó la respiración.

«Queridísimo Adam», empezaba la carta. Era de Lily. Sentí escrúpulos y paré de leer. Dejé las cartas en la caja, pero luego volví a cogerlas. No las leí de cabo a rabo, pero no pude evitar fijarme en algunas frases memorables, que sabía que no podría olvidar. Me limité a mirar de quién eran. Parecía una arqueóloga que estuviera excavando las diversas capas de la historia de Adam, pasando por todos sus períodos familiares.

Primero estaban las cartas de Lily, breves y deshilvanadas. Luego, escritas en tinta negra y con la elegancia de la caligrafía francesa, las cartas de Françoise, exageradamente largas; no eran apasionadas como las de Lily, pero su intimidad me produjo una punzada de dolor. El inglés de Françoise era increíblemente vivido, encantador incluso con sus pequeños errores. Debajo de las de Françoise había un par de cartas heterogéneas. Una, muy acalorada, era de una tal Bobby, y la otra de una mujer que firmaba con una T; después había varias postales de Lisa.

A Lisa le gustaban los signos de exclamación y los subrayados.

Y entonces, debajo de Lisa (o antes de Lisa) había una serie de cartas de una mujer de la que nunca había oído hablar. Descifré la firma: Adele. Me quedé quieta, escuchando. No se oía nada más que el viento, que hacía vibrar las pizarras sueltas del tejado. Adam debía de seguir buscando sus cosas. Conté las cartas de Adele: trece, la mayoría bastante cortas. Debajo de las cartas de Adele había seis de Penny. Había encontrado a la mujer que había entre Lisa y Penny, entre Penny y Lisa. Adele. Empezando por la del fondo, presuntamente la primera que ella había escrito, me puse a leerlas.

Las siete u ocho primeras cartas eran breves y directas. En ellas Adele organizaba encuentros con Adam: daba un lugar y una hora, y pedía cautela. Adele estaba casada; por eso Adam había guardado silencio. Mantenía el secreto incluso ahora. Las cartas siguientes eran más largas y más atormentadas. Adele se sentía culpable por engañar a su marido, al que llamaba «confiado Tom», y a otras personas: padres, hermana, amigos. Le suplicaba a Adam que no se lo pusiera difícil. La última carta era su despedida. Decía que no podía seguir traicionando a Tom. Decía que quería a Adam, y que él nunca sabría cuánto había significado para ella. Afirmaba que Adam era el amante más maravilloso que había tenido jamás. Pero no podía abandonar a Tom. Él la necesitaba, y en cambio Adam no. ¿Le había pedido ella algo?

Me puse las trece cartas en el regazo. De modo que Adele había dejado a Adam para salvar su matrimonio. Quizá él nunca lo hubiera superado, y por eso nunca hablaba de ella. Quizá se sintió humillado. Me puse el cabello detrás de las orejas, con las manos ligeramente sudadas del nerviosismo, y escuché con atención. Me pareció oír una puerta que se cerraba. Recogí las cartas y las puse encima de las de Penny.

Cuando me disponía a poner el resto de las cartas sobre las de Adele, respetando el orden cronológico, me di cuenta de que Adele había escrito su última carta, a diferencia de todas las demás, en una hoja de papel con membrete familiar, como si con ello hubiera querido destacar el compromiso que tenía con su marido. Tom Funston y Adele Blanchard. Me pareció recordar algo vagamente. Blanchard: aquel apellido me sonaba.

– ¿Alice?

Cerré la caja y la dejé en su sitio, sin atarla con la cinta.

– ¡Alice! ¿Dónde estás?

Me puse en pie. Tenía los pantalones llenos de polvo, y el abrigo sucio.

– Alice.

Estaba por allí, llamándome, cada vez más cerca. Fui hacia la puerta sin hacer ruido, alisándome el cabello. Sería mejor que no me encontrara allí. En un rincón de la habitación, a la izquierda de la puerta, había una butaca rota, con un montón de cortinas de damasco amarillas. Retiré un poco la butaca y me agaché detrás, esperando a que se alejaran los pasos. Aquello era ridículo. Si Adam me encontraba en medio de la habitación podría decir que estaba echando un vistazo. En cambio, si me encontraba escondida detrás de una butaca, yo no podría decir nada. Sería una situación más que bochornosa, violenta. Conocía a mi marido. Iba a levantarme cuando de pronto la puerta se abrió, y oí a Adam entrar en la habitación.

– ¿Alice?

Contuve la respiración. Quizá me viera a través del montón de cortinas.

– ¿Estás ahí, Alice?

La puerta se cerró. Conté hasta diez y me levanté. Volví a donde estaba la caja de las cartas, la abrí y saqué la última carta de Adele, añadiendo el robo a mi lista de delitos matrimoniales. Luego cerré la caja, y esta vez la até con la cinta. No sabía dónde poner la carta. No podía guardármela en los bolsillos. Intenté ponérmela en el sujetador, pero llevaba un suéter de canalé ceñido, y se notaba el bulto del papel. ¿Y en las bragas? Al final me quité un zapato y la escondí allí.

Inspiré hondo y fui hacia la puerta. Estaba cerrada con llave. Adam debía de haberla cerrado al salir, por supuesto. Empujé con fuerza, pero no conseguí nada. Miré alrededor, presa de pánico, buscando alguna herramienta. Descolgué la vieja cometa de la pared y saqué la varilla central de la tela. Introduje un extremo de la varilla en la cerradura, aunque no sé qué esperaba conseguir. Oí cómo la llave caía en el suelo, al otro lado de la puerta.

El cristal inferior de la ventana estaba roto. Si retiraba los restos que quedaban enganchados en el marco, quizá pudiera pasar por el hueco. Empecé a quitar cristales. Luego tiré mi abrigo por el hueco. Puse un baúl debajo de la ventana, me subí a él y pasé una pierna. La ventana era demasiado alta: no alcanzaba a tocar el suelo al otro lado. Metí la parte inferior del cuerpo por el hueco de la ventana, hasta que toqué el suelo con la punta de los pies. Noté cómo un cristal que no había retirado me cortaba los vaqueros y me arañaba el muslo, pero seguí deslizándome, hasta que llegué al otro lado. Si alguien me veía ahora, ¿qué pensaría? Ya tenía las dos piernas fuera. Ya estaba. Me agaché y recogí mi abrigo. Me sangraba la mano izquierda. Estaba cubierta de tierra, telarañas y polvo.

– ¿Alice?

Oí la voz de Adam a lo lejos. Inspiré hondo.

– ¡Adam! -Me pareció que controlaba bastante bien la voz-. ¿Dónde estás, Adam? Te he buscado por todas partes. -Me limpié el polvo, me lamí el dedo índice y me limpié con él la cara.

– ¿Dónde te habías metido, Alice? -Apareció por la esquina, tan guapo, tan ansioso.

– Dónde estabas tú, querrás decir.

– Te has cortado la mano.

– No es nada grave. Pero tendría que lavármela.

En el lavabo de las visitas -donde se guardaban las armas, así como las gorras de tweed y las botas de agua verdes- me lavé las manos y la cara.

El padre de Adam estaba sentado en el salón, como si llevara mucho rato allí y nosotros no nos hubiéramos dado cuenta. Tenía un vaso de whisky a su lado. Me acerqué a él y le estreché la mano; noté los delgados huesos bajo la arrugada piel.

– Así que te has buscado una esposa, Adam -comentó-. ¿Os quedáis a comer?

– No -contestó Adam-. Alice y yo nos vamos a un hotel.

Me ayudó a ponerme el abrigo, que yo todavía llevaba hecho un fardo bajo el brazo. Lo miré y sonreí.

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