Una noche fueron unas quince personas a casa a jugar al póquer. Se sentaron en el suelo, con cojines, bebieron gran cantidad de cerveza y whisky, y fumaron hasta que todos los ceniceros que teníamos quedaron llenos de colillas. Hacia las dos de la madrugada yo había perdido tres libras, y Adam había ganado veintiocho.
– ¿Cómo es que juegas tan bien? -le pregunté a Adam cuando todos se hubieron marchado; sólo quedaba Stanley, que estaba tumbado en nuestra cama, con los rizos rastafaris esparcidos por la almohada y los bolsillos muy aligerados.
– Son muchos años de práctica. -Enjuagó un vaso y lo puso en el escurridero.
– A veces tengo una sensación muy extraña cuando pienso en todos esos años que pasaron antes de que nos conociéramos -dije. Cogí un vaso que quedaba por allí y lo vacié-. Que cuando yo estaba con Jake, tú estabas con Lily. Y que antes estabas con Françoise, con Lisa, y… -me detuve-. ¿Con quién estabas antes de estar con Lisa?
Él me miró fríamente, sin dejarse engañar.
– Con Penny.
– Ya. -Intenté adoptar un tono indiferente y añadí-: ¿No hubo nadie entre Lisa y Penny?
– No, nadie en particular.
Se encogió de hombros, como hacía él.
– Por cierto, hay un hombre en nuestra cama. -Me levanté y bostecé-. Me temo que tendremos que dormir en el sofá.
– Me da lo mismo, con tal de que estés a mi lado.
Hay una gran diferencia entre no contar una cosa y ocultarla deliberadamente. La llamé desde el despacho, entre dos acaloradas reuniones sobre el retraso con el Drakloop. Me prometí que era la última vez que husmeaba en el pasado de Adam. Sólo quería resolver aquel detalle, y luego lo olvidaría todo.
Cerré la puerta, me senté de cara a la ventana, con vistas a un muro, y marqué el número que figuraba en el membrete de la carta. No conseguí establecer comunicación. Volví a intentarlo, por si acaso. Nada. Llamé a información y me dijeron que aquel número ya no existía. Así que pregunté si podían darme el número de A. Blanchard, en West Yorkshire. No figuraba ningún Blanchard. ¿Y T. Funston? Tampoco. La telefonista me dijo que lo sentía mucho. Casi grité de frustración.
¿Qué se hace para localizar a una persona? Volví a leer la carta, buscando pistas pese a saber que no las había. La carta estaba muy bien escrita; era sencilla y sincera. En ella Adele decía que Tom era su marido, y amigo de Adam. Su sombra estaba presente en todos sus encuentros secretos. Tarde o temprano acabaría descubriéndolo, y ella no podía hacerle tanto daño. Tampoco podía seguir viviendo con el sentimiento de culpa que la embargaba. Le decía a Adam que lo adoraba, pero que no podía seguir viéndolo y que iba a pasar unos días en casa de su hermana; le pedía que no intentara hacerla cambiar de opinión ni ponerse en contacto con ella. Estaba decidida. Aquella aventura permanecería en secreto: él no debía contárselo a nadie, ni siquiera a sus amigos más íntimos; ni siquiera a las mujeres que vinieran después de ella. Afirmaba que jamás lo olvidaría, y confiaba en que Adam la perdonara algún día. Le deseaba mucha suerte.
Era la carta de una persona madura. La dejé en mi mesa y me froté los ojos. Quizá debía zanjar aquel asunto. Adele le había suplicado a Adam que nunca se lo contara a nadie, ni siquiera a sus futuras novias. Adam no estaba haciendo más que cumplir sus deseos. Eso cuadraba con su carácter. Sabía mantener una promesa. Adam hacía las cosas al pie de la letra, a veces exageradamente.
Volví a coger la carta y me quedé mirándola, hasta que las palabras se volvieron borrosas. ¿De qué me sonaba aquel nombre? Blanchard. ¿Dónde lo había oído? Quizá lo hubiera mencionado algún amigo alpinista de Adam. Era evidente que tanto Adele como su marido practicaban el alpinismo. Seguí cavilando un rato; luego asistí a la siguiente reunión, con el departamento de marketing.
No podía quitarme a Adele de la cabeza. Cuando uno empieza a sentir celos, cualquier cosa alimenta ese estado. A veces las sospechas se pueden demostrar, pero lo que nunca se puede hacer es probar que son falsas. Me dije que cuando averiguara lo de Adele me libraría del impulso de mi curiosidad sexual. Llamé a Joanna Noble y le pregunté si podía abusar de su experiencia profesional.
– ¿Qué pasa, Alice? ¿Más paranoias conyugales?
Me pareció que estaba aburrida de mí.
– No, nada de eso -dije riendo-. Esto no tiene nada que ver. Es que necesito localizar a una persona. Y creo que su nombre salió hace poco en los periódicos. Tú tienes acceso a los archivos periodísticos, ¿verdad?
– Sí -contestó Joanna con cautela-. ¿Y dices que no tiene nada que ver?
– No, nada que ver.
Oí unos golpecitos al otro lado de la línea, como si Joanna estuviera tamborileando con el bolígrafo en la mesa.
– Si quieres puedes venir mañana a primera hora -dijo al fin-, y buscaremos el nombre en el ordenador. Si encontramos algo interesante podemos imprimirlo.
– Te debo una.
– Sí -dijo ella. Hubo una pausa-. ¿Qué tal va todo con Adam?
– Muy bien -respondí-. Todo tranquilo.
– De acuerdo. Hasta mañana.
Me presenté en su oficina antes de las nueve, cuando Joanna todavía no había llegado. Esperé en la recepción y la vi antes de que ella me viera a mí. La encontré cansada y preocupada, pero en cuanto me vio sentada allí me dijo:
– Vamos, la biblioteca está en el sótano. Sólo dispongo de unos diez minutos.
La biblioteca consistía en hileras y más hileras de estantes correderos llenos de archivadores marrones, clasificados por temas, y luego alfabéticamente: «Desastres naturales», «Diana», «Dietas», etcétera. Joanna me guió hasta un ordenador. Acercó una segunda silla, me pidió que me sentara, y luego se sentó ella delante de la pantalla.
– A ver, Alice. Dime el nombre.
– Blanchard -dije-. Adele Blanchard. Be, ele… -Pero Joanna ya lo había tecleado.
El ordenador emitió un pitido; aparecieron unos números en la esquina superior derecha, y en el icono del reloj empezó a girar la manecilla. Esperamos en silencio.
– ¿Has dicho Adele?
– Sí.
– No aparece ninguna Adele Blanchard. Lo siento.
– No tiene importancia -dije-. Sólo era una posibilidad muy remota. De todos modos te estoy muy agradecida. -Me levanté.
– Espera un momento. Hay otra Blanchard. Ya me parecía que ese nombre me sonaba.
Miré por encima del hombro de Joanna y leí:
– «Tara Blanchard.»
– Sí. Sólo hay un par de párrafos sobre una joven a la que rescataron de un canal de East London hace un par de semanas.
Por eso nos sonaba el nombre. Me llevé una decepción. Joanna apretó una tecla para buscar otros artículos: sólo había uno más, muy parecido.
– ¿Quieres imprimirlo? -me preguntó con un deje de ironía-. Quizá Adele sea el segundo nombre.
– Vale.
Mientras la impresora imprimía la página sobre Tara Blanchard, le pregunté a Joanna si había tenido noticias de Michelle.
– No, afortunadamente no. Mira, ya lo tienes.
Me entregó la hoja. La doblé por la mitad, y luego la doblé otra vez. En realidad ya podía tirarla a la basura. Pero no lo hice. Me la metí en el bolsillo y me fui a la oficina en un taxi.
No leí el artículo hasta la hora de comer. Me compré un bocadillo de queso con tomate y una manzana en una cafetería que había cerca de la oficina y me los llevé a mi despacho. Volví a leer las escasas líneas: el 2 de marzo un grupo de adolescentes había encontrado el cadáver de Tara Blanchard, una recepcionista de veintiocho años, en un canal de East London.
En su carta, Adele mencionaba a una hermana. Cogí el listín telefónico del estante y me puse a buscar, aunque no esperaba encontrar nada. Pero sí, allí estaba: Blanchard, T. M., 23B Bench Road, Londres EC2. Cogí el teléfono, pero cambié rápidamente de idea. Llamé a Claudia, dije que tenía que salir y le pedí que atendiera mis llamadas. No tardaría mucho en volver.
El número 23 de Bench Road era una casa adosada, estrecha, de color beige, con las paredes estucadas, de aspecto bastante descuidado. En una ventana había una planta muerta, y en otra un trapo rosa en lugar de cortinas. Toqué el timbre de la puerta B, y esperé. Era la una y media. Si allí vivía alguien con Tara, seguramente habían salido. Me disponía a llamar a alguna otra casa para ver si encontraba a algún vecino, cuando oí pasos y, a través del cristal esmerilado, vi una silueta que se acercaba a la puerta. La puerta se abrió, pero la cadena estaba puesta, y una mujer me miró por la rendija. Me di cuenta de que la había despertado, porque iba en bata y tenía los ojos hinchados.
– ¿Quién es?
– Perdone que la moleste -dije-. Soy amiga de Tara; pasaba por aquí, y…
La puerta se cerró; la mujer retiró la cadena y luego abrió del todo.
– Pasa -me dijo.
Era joven, bajita y regordeta, con una mata de cabello pelirrojo y orejas diminutas. Me miró con expectación.
– Me llamo Sylvie -dije.
– Yo soy Maggie.
Subí la escalera detrás de ella, hasta llegar a la cocina.
– ¿Te apetece una taza de té?
– No quisiera molestarte.
– Da lo mismo, ahora ya estoy despierta -dijo en tono afable-. Soy enfermera, y estoy haciendo el turno nocturno.
Llenó la tetera y se sentó enfrente de mí, en la sucia mesa de la cocina.
– ¿Eras amiga de Tara?
– Sí -dije con seguridad-. Pero nunca había estado aquí.
– Ella nunca traía aquí a sus amigos.
– En realidad éramos amigas de la infancia -dije. Maggie empezó a preparar el té-. Me enteré de su muerte por los periódicos, y quería saber qué pasó.
– Fue espantoso -dijo Maggie, mientras ponía dos bolsitas de té en una tetera y vertía el agua hirviendo-. ¿Lo quieres con azúcar?
– No. ¿Ha averiguado la policía lo que pasó?
– Fue un atraco. Cuando la encontraron, su bolso había desaparecido. Yo siempre le decía que no fuera por el canal cuando estaba oscuro. Pero ella no me hacía caso. Es el camino más corto para venir de la estación.
– Qué horror -comenté. Me imaginé el canal oscuro y me estremecí-. En realidad, yo conocía más a Adele.
– ¿Su hermana? -Me puse eufórica: de modo que, efectivamente, Tara era la hermana de Adele. Maggie puso mi taza de té encima de la mesa -. Pobrecilla. Y pobres padres. Imagínate cómo deben de estar. La semana pasada vinieron a recoger las cosas de Tara. No sabía qué decirles. Son muy valientes, pero no puede haber nada peor que perder a un hijo, ¿no crees?
– No. ¿Te dejaron su dirección, o algún número de teléfono? Me encantaría hablar con ellos para darles el pésame. -Mi faceta de mentirosa me estaba sorprendiendo.
– Sí, lo tengo en algún sitio. Pero no creo que lo anotara en mi agenda. No pensé que pudiera necesitarlo. Debe de estar por ahí. Espera.
Empezó a revolver un montón de papeles que había junto a la tostadora (facturas, publicidad, postales, menús de comida para llevar) y finalmente lo encontró garabateado en el listín telefónico. Me lo copié en un sobre usado, y luego me lo guardé en la cartera.
– Cuando hables con ellos -me dijo Maggie-, diles que he tirado todo lo que dejaron aquí, tal como me dijeron, menos la ropa. La llevé a una tienda Oxfam.
– ¿No se llevaron sus cosas?
– Sí, claro, se llevaron los objetos personales: las joyas, los libros, las fotografías. Pero dejaron otras cosas. Es increíble la cantidad de trastos que uno llega a acumular. Les dije que yo me encargaría de tirarlo.
– ¿Puedo echar un vistazo? -Maggie me miró, sorprendida-. Por si encuentro algún recuerdo -añadí débilmente.
– Está todo en el cubo de la basura, a menos que ya lo hayan recogido los basureros.
– ¿Te importa?
Maggie no parecía muy convencida.
– Si quieres meter la mano entre pieles de naranja, latas de comida para gatos y bolsas de té, es asunto tuyo. Los cubos están junto a la puerta de entrada; seguramente los has visto al entrar. El mío es el que lleva escrito 23B.
– De acuerdo. Echaré un vistazo al salir. Muchas gracias.
– No encontrarás nada. Sólo son porquerías.
Si me vio alguien debió de pensar que estaba loca: una mujer con un elegante traje de pantalón gris revolviendo en un cubo de basura. ¿Qué era lo que hacía, intentando averiguar algo sobre Tara, que para mí no era más que un medio para encontrar a sus padres? A los que ya había encontrado, y que tampoco eran nada para mí, salvo un medio para encontrar a Adele. Que tampoco era nada para mí. Sólo era un fragmento perdido del pasado de otra persona.
Huesos de pollo, latas vacías de atún y de comida para gatos, unas cuantas hojas de lechuga, un par de periódicos viejos. Cuando volviera a la oficina iba a apestar. Un cuenco roto, una bombilla. Más me convenía hacerlo metódicamente. Empecé a sacar cosas del cubo y a amontonarlas en la tapa. Una pareja pasó por mi lado, e intenté aparentar que mi conducta era completamente normal. Barras de lápiz de labios y lápices perfiladores: seguramente eso ya era de Tara. Una esponja, un gorro de ducha roto, varias revistas. Lo puse todo en la acera, junto al montón de la tapa del cubo, y volví a mirar dentro del cubo, casi vacío. Una cara me miró desde el fondo. Una cara conocida.
Lentamente, como en una pesadilla, metí la mano y cogí el recorte de periódico, que tenía hojas de té enganchadas. «El regreso del héroe», rezaba el titular. Junto al cubo de basura encontré una bolsa de plástico. La abrí y metí el artículo dentro. Revolví a tientas en el cubo y saqué varios recortes más. Estaban sucios y manchados, pero distinguí el nombre de Adam y su rostro. Encontré otros papeles y sobres sucios y los metí todos en la bolsa de plástico, maldiciendo en voz alta el pestazo y la mugre.
Una anciana que llevaba dos perros enormes atados de una correa pasó por mi lado y me miró con desagrado. Hice una mueca. Ahora hasta hablaba sola. Una loca, revolviendo cubos de basura, muerta de miedo.