A veces tenía la impresión de que cuando estaba con Adam me sentía tan ofuscada que no alcanzaba a verlo tal como era, y mucho menos podía analizarlo o hacer juicios sobre él. Hacíamos el amor, dormíamos, teníamos conversaciones incompletas, comíamos, y de vez en cuando intentábamos hacer algún plan, pero incluso eso lo hacíamos en una atmósfera de urgencia, como si tuviéramos que actuar deprisa, antes de que se hundiera el barco, antes de que el fuego consumiera la casa con nosotros dentro. Yo me había entregado sin oponer ninguna resistencia, agradecida al principio de librarme de mis responsabilidades, de no tener que pensar ni hablar. La única forma de valorar a Adam racionalmente era a través de lo que la gente decía de él. Ese Adam, más distante, podía ser un alivio, y también podía resultar útil, como una fotografía del sol que se puede mirar directamente para saber cómo es esa cosa que hay encima, a la que no es posible dirigir la mirada y que quema.
Cuando volví de hablar con Greg, Adam estaba viendo la televisión. Tenía un cigarrillo en la mano y se estaba tomando un whisky.
– ¿Dónde has estado? -me preguntó.
– Trabajando -contesté.
– Te he llamado. Me han dicho que no estabas en la oficina.
– Tenía una reunión -dije sin concretar.
Cuando se miente, lo importante es no ofrecer información innecesaria que después pueda delatarlo a uno. Adam giró la cabeza y me miró, pero no dije nada más. El movimiento que hizo fue un poco extraño; me pareció que era demasiado lento o demasiado rápido. Quizá estuviera un poco borracho. Cambiaba continuamente de canal: miraba un programa durante unos minutos, luego ponía otro, lo miraba unos minutos y volvía a cambiar.
Me acordé de la revista que Bill Levenson me había prestado.
– ¿Has visto esto? -dije mostrándosela a Adam-. Hay otro artículo sobre ti.
Adam se giró un momento, pero no hizo ningún comentario. Yo ya conocía todos los detalles del desastre del Chungawat, pero quería volver a leer la historia teniendo en cuenta lo que había descubierto sobre Adam, Françoise y Greg, para ver si había alguna diferencia, así que me senté a la mesa de la cocina y pasé con impaciencia los anuncios de zapatillas de deporte, colonia, máquinas de fitness, trajes italianos, páginas y más páginas de artículos masculinos. Hasta que llegué al artículo que buscaba, titulado «La zona mortal: sueños y desastre a 8.000 metros».
El artículo de la revista Guy era mucho más largo y detallado que el de Joanna. El autor, Anthony Kaplan, se había entrevistado con todos los miembros supervivientes de la expedición, incluido Adam, lo cual me sorprendió. ¿Por qué nunca me contaba esas cosas? Debía de haber sido una de aquellas largas conversaciones telefónicas, o una de aquellas citas en bares, que le habían ocupado tanto tiempo durante los últimos dos meses.
– No sabía que hubieras hablado con este periodista -comenté intentando adoptar un tono desenfadado.
– ¿Cómo se llama? -me preguntó Adam mientras se servía otro whisky.
– Anthony Kaplan.
Adam bebió un sorbo, y luego otro. Arrugó ligeramente la cara.
– Era un gilipollas -dijo.
Me sentí engañada. Lo normal era conocer los detalles triviales y prosaicos de la vida de los amigos y colegas, y en cambio no saber nada de su apasionada vida interior. Con Adam ocurría lo contrario: lo único que conocía yo era su imaginación, su fantasía, sus sueños, pero sólo tenía acceso a fragmentos fortuitos de lo que hacía durante el día. Por eso me interesaba tanto cualquier información que pudiera obtener sobre él, sobre su capacidad para transportar el material de otras personas cuando éstas apenas podían caminar por culpa del efecto de la altitud. Todo el mundo hablaba de su meticulosidad, de su prudencia, de su lucidez.
Había un detalle nuevo referente a Adam. Otro miembro de la expedición, una diseñadora de interiores llamada Laura Tipler, le había dicho a Kaplan que había compartido la tienda unos días con Adam cuando subían hacia el campamento base. A eso debía de referirse Greg cuando dijo que Adam no había permanecido célibe después de su relación con Françoise. Luego Adam dejó de dormir en su tienda, sin más. Para dosificar sus fuerzas, sin duda. Eso no me importaba. Todo había sucedido de común acuerdo, sin resentimientos en ninguna de las partes. Tipler le había dicho a Kaplan que parecía evidente que Adam tenía la mente en otras cosas, en la organización de la escalada, la valoración de diversos riesgos y la capacidad de los diferentes miembros de la expedición para superarlos, pero que ella había tenido suficiente con su cuerpo. La muy zorra. Le había descrito el episodio a Kaplan casi con indiferencia, como si fuera una opción extra más del folleto. Pero ¿se había acostado Adam con todas las mujeres que había conocido? Me pregunté qué habría pensado él si yo hubiera tenido una vida sexual como la suya.
– ¿Quién es Laura Tipler? -pregunté.
Adam reflexionó un momento, y soltó una carcajada.
– Un lastre tremendo, eso es lo que era.
– Compartiste la tienda con ella, ¿no?
– ¿Qué te pasa, Alice? ¿Qué quieres que te diga?
– Nada. Es que siempre me entero de cosas relacionadas contigo a través de las revistas.
– Eso son estupideces, y no te van a enseñar nada sobre mí. -Estaba malhumorado-. ¿Por qué les haces caso? ¿Por qué no paras de fisgonear?
– No estoy fisgoneando -dije con cautela-. Me intereso por tu vida, sencillamente.
Adam volvió a llenar su vaso.
– No quiero que te intereses por mi vida. Quiero que te intereses por mí.
Me di la vuelta bruscamente. ¿Sabía algo? Pero volvía a estar concentrado en el televisor, cambiando los canales.
Seguí leyendo. Pensé que quizá encontraría algún otro detalle sobre la ruptura de Adam con Françoise y sobre las tensiones que pudiera haber habido entre ellos allí arriba, en la montaña. Pero Kaplan sólo mencionaba brevemente que habían salido juntos, y aparte de eso ella apenas aparecía en el artículo hasta cerca del final, cuando se mencionaba su desaparición. No podía quitarme de la cabeza la idea de que las dos mujeres que habían rechazado a Adam habían muerto. ¿Podía ser que Adam no se hubiera esforzado tanto para rescatar al grupo de Françoise como a los otros grupos? Sin embargo, esa posibilidad se contradecía con la descripción que hacía Kaplan de la tormenta. Tanto Greg como Claude Bresson habían quedado fuera de combate. Lo más notable no era que cinco personas del grupo hubieran muerto, sino que hubiera habido supervivientes, y eso se debía casi únicamente a los esfuerzos de Adam, que salió una y otra vez en busca de sus compañeros de expedición en medio de la tormenta. Con todo, aquella idea no dejaba de acosarme, y me preguntaba si no sería ése el motivo por el que Adam me había relatado aquella pesadilla con tanta serenidad.
Adam no había aportado mucha información, como era su costumbre, pero en un momento de la entrevista Kaplan le había preguntado si lo habían inspirado los grandes exploradores románticos británicos, como el capitán Scott. «Scott murió -respondió Adam-. Y sus hombres murieron con él. Mi héroe es Amundsen. Él dirigió una expedición al Polo Sur como un abogado redacta un documento legal. Es muy fácil matar con gloria a la gente a la que uno tiene a su cargo. Lo difícil es asegurarse de que los nudos están bien atados y lograr que regrese todo el mundo sano y salvo.»
Kaplan enlazaba esa cita con el problema de los nudos, que no habían aguantado. Como señalaba el periodista, la cruel paradoja de aquel desastre era que, gracias a las innovaciones introducidas por Greg McLaughlin, después de la catástrofe no había habido forma de eludir las responsabilidades. Claude Bresson era el encargado de la cuerda roja, Adam de la amarilla, y Greg había asumido voluntariamente la responsabilidad última de asegurar la cuerda azul, que era la que debería haber conducido a la expedición por la cresta Géminis hasta el paso que había justo debajo de la cima.
Era terriblemente sencillo; pero, para que resultara aún más fácil entenderlo, un detallado dibujo mostraba el trazado de la cuerda azul en la cresta occidental, y el punto en que se había soltado, de modo que un grupo de alpinistas perdió la cuerda, se equivocó de camino y bajó por la cresta oriental, donde encontraron la muerte. Pobre Greg. Me pregunté si se habría enterado de aquella reciente publicación.
– Pobre Greg -dije en voz alta.
– ¿Cómo?
– He dicho «pobre Greg». Vuelve a ser el centro de atención.
– Son unos buitres -comentó Adam con amargura.
En el artículo de Kaplan no había prácticamente nada que difiriera, ni siquiera en el énfasis, de lo que yo ya había leído en el artículo de Joanna, ni, desde una perspectiva más personal, en el libro de Klaus. Leí el artículo por segunda vez buscando alguna diferencia, por pequeña que fuera. Lo único que encontré fue una variación insignificante. En el libro de Klaus, el alpinista al que habían encontrado medio muerto a la mañana siguiente, murmurando «Help» era Pete Papworth. Kaplan había cotejado los relatos de todos los implicados y había establecido, por si servía de algo, que Papworth había muerto durante la noche, y que al que habían encontrado moribundo era el alemán, Tomas Benn. En fin. Aparte de eso, las tres versiones coincidían en todo.
Me levanté, me senté en el brazo de la butaca de Adam y le acaricié el cabello. Él me pasó el vaso de whisky; bebí un sorbo y se lo devolví.
– ¿Piensas mucho en ello, Adam?
– ¿En qué?
– En el Chungawat. ¿Lo recuerdas constantemente? ¿Piensas que todo habría podido salir de otra forma, que las personas que murieron habrían podido salvarse, o que tú habrías podido morir?
– No.
– Yo sí.
Adam se inclinó hacia delante y apagó el televisor. De pronto la habitación quedó en silencio, y pude oír los ruidos de la calle y un avión que pasaba.
– ¿De qué me serviría?
– La mujer a la que amabas murió en aquella montaña. Esa idea no me abandona.
Adam entrecerró los ojos. Dejó el vaso en la mesita. Se levantó y me cogió la cara con las manos. Tenía unas manos enormes, muy fuertes. Pensé que si quisiera podría arrancarme la cabeza. Me miraba fijamente. ¿Intentaba leer mis pensamientos?
– Tú eres la mujer que amo -dijo sin dejar de mirarme-. Tú eres la mujer en quien confío.