VEINTISIETE

Tenía las manos sucias y grasientas. No podía volver a la oficina en aquel estado, y quería ir a casa y lavarme para eliminar de mi cuerpo, mi cabello y mi cerebro todo recuerdo de aquella experiencia. No podía llevarme aquella bolsa de papeles sucios al apartamento. Tenía que encontrar un sitio donde sentarme y poner en orden mis ideas. Le había mentido tanto a Adam que ahora ya no podía comportarme espontáneamente con él. Siempre tenía que pensar qué era lo que le había dicho antes, qué tenía que decirle para que mi historia encajara con mis mentiras previas. Ésa es la ventaja de decir la verdad: que no hay que concentrarse continuamente. Las verdades encajan de manera automática. La idea de aquella brecha que había abierto entre Adam y yo hizo que el día, gris, pareciera aún más gris y menos soportable.

Sin rumbo fijo, me puse a andar por las calles de un barrio residencial, buscando una cafetería o algún otro sitio donde descansar y pensar, planear qué hacer a continuación. No vi nada salvo algunas tiendas de comestibles, pero al final llegué a un parque junto a una escuela, con una fuente y una estructura de barras para juegos infantiles. Había algunas madres con sus bebés en los cochecitos, y ruidosos niños pequeños trepando por la estructura. Me acerqué a la fuente, bebí en ella y me lavé las manos, que luego me sequé en la parte interior de la chaqueta.

Había un banco libre, y me senté en él. Debía de haber sido Tara la que había hecho las llamadas telefónicas y la que había enviado las cartas y puesto los bichos en la leche, movida por un capricho enfermizo por Adam que era un vestigio de la relación de éste con su hermana. Aunque aquel comportamiento pareciera inconcebible, totalmente desproporcionado con la emoción que lo había provocado, en cierto modo yo era ya experta en obsesiones. Intenté tranquilizarme. Estuve un rato sin atreverme a mirar dentro de la bolsa.

Cuando iba al colegio, tuve un novio cuyo primo pertenecía a un grupo de música punk que alcanzó cierta fama durante un par de años. De vez en cuando salía su nombre en algún periódico, o incluso una fotografía suya en una revista, y a veces las recortaba para enseñárselas a algunas amigas mías. ¿Acaso no era lógico que Tara se interesara por los artículos periodísticos en que aparecía Adam? ¿No era lógico que los recortara? Al fin y al cabo, casi todas las personas que yo conocía estaban fascinadas por aquel personaje retratado en la prensa. Tara lo había conocido personalmente. Me olí las manos y comprobé que todavía apestaban. Me vi revolviendo a escondidas en el cubo de basura de la hermana muerta de una ex novia de mi marido. Pensé en todas las veces que había mentido a Adam. ¿Era esta traición diferente de la que le había hecho a Jake?

Pensé que lo mejor que podía hacer era tirar aquella bolsa en la primera papelera que encontrara y volver a casa junto a Adam, contarle todo lo que había hecho y lo que había descubierto, admitirlo todo y esperar que me comprendiera. Si era demasiado cobarde para admitir lo que había hecho, al menos podía borrarlo y seguir viviendo mi vida con Adam. Estuve a punto de hacerlo. Incluso me levanté, busqué una papelera y encontré una. Pero no pude deshacerme de la bolsa.

De camino a casa entré en una papelería y compré varias carpetas. En cuanto salí de la tienda, las desenvolví y escribí en una de ellas: «Drakloop. Conf: Abril 1995, notas». Sonaba lo bastante aburrido para ahuyentar a cualquiera. Saqué con cuidado los recortes de Tara de la bolsa de plástico, intentando no mancharme la ropa. Los puse en la carpeta y tiré la bolsa. Luego me entró paranoia y escribí unas cuantas palabras más sin sentido en otras tres carpetas. Entré en casa con las carpetas en la mano. Parecían cosas del trabajo.


* * *

– Estás muy tensa -dijo Adam. Se me había acercado y me había puesto las manos sobre los hombros-. Aquí tienes un músculo muy duro. -Empezó a masajearme la zona, y me hizo gemir de placer-. ¿Qué es lo que te pone tan tensa?

¿Qué era lo que me ponía tensa? Se me ocurrió una cosa.

– No lo sé, Adam. Quizá sean esas llamadas y esas notas. Me estaban poniendo enferma. -Me di la vuelta y lo abracé-. Pero la verdad es que ahora me encuentro mejor. Ya han cesado.

– Sí, es verdad -coincidió Adam frunciendo el entrecejo.

– Sí. No ha habido nada desde hace más de una semana.

– Tienes razón. ¿De verdad estabas preocupada?

– Iban en aumento. Pero me pregunto por qué habrán cesado de repente.

– Cuando el nombre de uno empieza a aparecer en los periódicos pasan esas cosas.

Lo besé.

– Adam, quiero proponerte una cosa.

– ¿Qué?

– Un año de aburrimiento. No total, por supuesto. Pero por debajo de los ocho mil metros, o la altura que sea. Quiero que todo en lo que yo participe sea completamente aburrido.

Entonces solté un grito. No pude evitarlo, porque Adam me había levantado con un brazo y me había colocado sobre su hombro. Me llevó al dormitorio y me tiró en la cama. Me miró, sonriente, y dijo:

– Veré lo que puedo hacer. Y tú -añadió cogiendo a Sherpa del suelo y besándolo en la nariz- tendrás que salir de aquí, porque esto no es apto para gatitos de tu edad.

Lo dejó en el suelo con cuidado, fuera del dormitorio, y cerró la puerta.

– ¿Y yo? -pregunté-. ¿También tengo que salir?

Adam negó con la cabeza.


* * *

A la mañana siguiente salimos a la misma hora y fuimos juntos al metro. Adam iba a coger un tren para salir de Londres, y me dijo que no volvería hasta las ocho. Yo tuve un día frenético en el trabajo, con varias reuniones que me mantuvieron la mente ocupada. Cuando salí, parpadeando, de Drakon y respiré otra vez aire no filtrado, sentí como si tuviera un enjambre de abejas en la cabeza. De camino a casa compré una botella de vino y comida preparada que bastaba con calentar y sacar del envase de papel de aluminio.

Cuando llegué a casa, la puerta de la calle estaba abierta, pero eso no me sorprendió. En el primer piso vivía una profesora de música, y cuando esperaba a algún alumno solía dejar la puerta abierta. Pero cuando llegué a la puerta de nuestro apartamento solté la bolsa de la compra: la habían forzado. Y había algo pegado en ella con celo. Era el acostumbrado sobre marrón. Tenía la boca seca, y me temblaban los dedos cuando arranqué el sobre y lo abrí. Había un mensaje escrito con letras mayúsculas negras:

¿UN DÍA DIFÍCIL, ADAM? DATE UN BAÑO

Empujé suavemente la puerta y escuché. No oí nada.

– ¿Adam? -dije débilmente, en vano.

No obtuve respuesta. Pensé en marcharme, llamar a la policía, esperar a Adam; cualquier cosa menos entrar en el apartamento. Esperé y escuché un rato más, hasta convencerme de que dentro no había nadie. Movida por un extraño impulso de pulcritud automático, recogí la bolsa del suelo y entré en el apartamento. Dejé la bolsa en la mesa de la cocina. Estuve un rato tratando de convencerme de que no sabía qué tenía que hacer. El cuarto de baño. Tenía que ir al cuarto de baño. Aquella persona había ido más lejos, había entrado y nos había gastado alguna broma, nos había dejado algo, para demostrarnos que si quería podía entrar. Que podía hacernos ver lo que quería que viéramos.

Miré alrededor. No habían tocado nada. De modo que, inevitablemente, fui al cuarto de baño. Me paré frente a la puerta. Quizá fuera una trampa. Empujé la puerta. Nada. La abrí del todo y salté hacia atrás. Nada. Entré. Seguramente no era nada, una estupidez; y entonces miré en la bañera. Al principio pensé que alguien había cogido un gorro de piel, lo había bañado en pintura roja para gastarnos una broma y lo había tirado en la bañera. Pero me incliné y vi que era Sherpa, nuestro gato. Me costó reconocerlo porque lo habían abierto en canal y daba la impresión de que hubieran intentado volverlo del revés. El animal había quedado reducido a un espantoso amasijo de sangre, pero de todos modos me agaché y le toqué la cabeza, para despedirme de él.

Cuando Adam me encontró, yo llevaba una hora, o dos, o tal vez más, tumbada en la cama, completamente vestida, con la cabeza debajo de la almohada. Vi su cara de desconcierto.

– El lavabo -dije-. La nota está en el suelo.

Lo oí marcharse y volver. Su expresión era glacial, pero cuando se tumbó a mi lado y me abrazó vi que tenía lágrimas en los ojos.

– Lo siento mucho, Alice -dijo.

– Sí -dije sollozando-. No, tú no tienes la culpa.

Adam negó con la cabeza.

– Yo… yo… -Se le quebró la voz, y me abrazó con fuerza-. No te hice caso. Estaba… Tenemos que llamar a la policía. ¿Qué hago? ¿Marco el 999?

Me encogí de hombros. Las lágrimas corrían por mis mejillas, y no podía hablar. Oí a Adam hablar por teléfono, insistente. Cuando llegaron los dos agentes de policía, una hora y media más tarde, yo ya me había serenado un poco. Eran muy altos, y hacían que el apartamento pareciera pequeño; entraron moviéndose con torpeza, como si temieran tirar algo al suelo. Adam los condujo hasta el cuarto de baño. Uno de los agentes soltó un taco. Cuando salieron, los agentes sacudían la cabeza.

– Maldita sea -dijo uno de ellos-. Qué cerdos.

– ¿Cree que había más de uno?

– Chiquillos -dijo el otro-. Están chalados.

O sea que no había sido Tara, después de todo. Ya no entendía nada. Estaba convencida de que había sido ella. Miré a Adam.

– Mire -dijo él, enseñándoles la nota a los policías-. Hace un par de semanas que recibimos notas como ésta. Y también llamadas.

Los agentes miraron la nota sin excesivo interés.

– ¿Van a buscar huellas dactilares?

Se miraron.

– Les tomaremos declaración -dijo uno de ellos, y sacó un bloc de notas de su chaqueta.

Le dije que había encontrado a nuestro gato abierto en canal en la bañera de nuestra casa. Que habían forzado la puerta. Que habíamos recibido notas y llamadas anónimas, aunque no nos habíamos molestado en denunciarlas, pero que últimamente parecían haber cesado. El policía lo anotó todo con detalle. Cuando iba por la mitad se le terminó la tinta del bolígrafo, y yo le di uno que llevaba en el bolsillo.

– Esto es cosa de chiquillos -dijo cuando hube terminado.

Al salir, los policías miraron la puerta con desaprobación.

– Deberían instalar una puerta más robusta -dijo uno de ellos-. Mi hijo de tres años podría abrir ésta de una patada.

Y se marcharon.

Dos días más tarde, Adam recibió una carta de la policía. «Querido señor Tallis -rezaba el encabezamiento, escrito a mano; pero el texto era fotocopiado. Continuaba así-: Ha denunciado usted un delito. No se ha realizado ninguna detención, pero el caso sigue abierto. Si tiene alguna otra información, le rogamos que se ponga en contacto con el oficial de servicio de la comisaría de Wingate Road. Si necesita asistencia de un Grupo de Apoyo para Víctimas, le rogamos que acuda al oficial de servicio de la comisaría de Wingate Road. Atentamente.» La firma era un garabato. Un garabato fotocopiado.

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