– ¡Alice! ¡Alice! Vas a llegar tarde. Despierta.
Oí un débil gruñido de protesta, y me di cuenta de que era mío. Fuera hacía frío y estaba oscuro. Me escondí aún más bajo el mullido edredón y cerré los ojos protegiéndome de la trémula luz invernal.
– Levántate, Alice.
Jake olía a espuma de afeitar. Llevaba una corbata al cuello, todavía sin anudar. Otro día. Lo que convierte a dos personas en una pareja de verdad no son las grandes decisiones, sino los pequeños hábitos. Uno adquiere sin darse cuenta ciertas rutinas, adopta sin proponérselo papeles domésticos complementarios. Jake y yo éramos dos expertos en las pequeñas manías del otro. Yo sabía que a él le gustaba ponerse más leche en el café que en el té; él sabía que yo sólo me ponía una gota de leche en el té y que tomaba el café solo. Él sabía localizar el nudo que se forma cerca de mi omóplato izquierdo tras una dura jornada en la oficina. Yo no ponía fruta en las ensaladas por respeto a él, y él no les ponía queso por respeto a mí. ¿Qué más se podía pedir de una relación? Nos estábamos acostumbrando a vivir como pareja.
Yo nunca había vivido con un hombre (es decir, con un hombre con el que mantuviera una relación sentimental), y la experiencia de asumir papeles domésticos me parecía interesante. Jake era ingeniero, y era un genio con todas las tuberías y los cables que había empotrados en nuestras paredes y debajo del suelo. En una ocasión le dije que lo único que no le gustaba de nuestro piso era no haberlo construido él mismo en una zona rural, y no se lo tomó como un insulto. Yo era licenciada en bioquímica, y eso significaba que cambiaba las sábanas de la cama y vaciaba el cubo de la basura de la cocina. Él arreglaba la aspiradora, pero la utilizaba yo. Yo limpiaba el baño, excepto si él se había afeitado. Eso habría sido demasiado.
Lo curioso es que Jake era el que planchaba. Decía que la gente ya no sabe planchar camisas. Yo lo consideraba una estupidez, y me habría ofendido de no ser porque resulta difícil ofenderse cuando estás tumbado viendo la televisión, con una copa en la mano, mientras te planchan la ropa. Jake iba por el periódico; yo lo leía por encima de su hombro, y él se ponía nervioso. La compra la hacíamos los dos, aunque yo siempre me llevaba una lista e iba tachando todos los artículos, mientras que él improvisaba y era mucho más extravagante que yo. Él descongelaba el congelador. Yo regaba las plantas. Y él me llevaba una taza de té a la cama cada mañana.
– Vas a llegar tarde -repitió-. Aquí tienes el té. Yo me voy exactamente dentro de tres minutos.
– Odio el mes de enero -dije.
– Decías lo mismo de diciembre.
– Enero es como diciembre. Pero sin Navidad.
Pero Jake ya había salido de la habitación. Me duché a toda prisa y me puse una chaqueta de color crudo y un pantalón a juego. Me cepillé el pelo y me lo recogí en un moño.
– Estás muy elegante -dijo Jake al verme entrar en la cocina-. ¿Es nuevo ese traje?
– Qué va. Lo tengo hace años -mentí, y me serví otra taza de té, esta vez tibio.
Fuimos andando hasta el metro, compartiendo el paraguas y esquivando charcos. Junto a la entrada, Jake me besó, poniéndose el paraguas debajo del brazo y sujetándome los hombros con firmeza.
– Adiós, cariño -dijo.
Y en ese momento pensé: «Quiere casarse conmigo. Quiere que seamos un matrimonio». Fascinada por esa idea, se me olvidó responder. Jake no se dio cuenta, y fue hacia la escalera mecánica, donde se mezcló con una multitud de hombres con gabardina. No miró atrás. Era como si ya estuviéramos casados.
No tenía ningunas ganas de ir a la reunión. Me sentía físicamente incapaz. La noche anterior había salido a cenar con Jake. Habíamos vuelto a casa tardísimo, y no nos habíamos metido en la cama hasta la una; de hecho, no nos habíamos dormido hasta, quizá, las dos y media. Celebrábamos nuestro aniversario, el primero. No era exactamente un aniversario, pero era lo más parecido que Jake y yo teníamos. De vez en cuando intentábamos recordar qué día nos conocimos, pero nunca lo logramos. Nos movimos durante mucho tiempo en el mismo ambiente, como abejas que rondan una misma colmena. No nos acordábamos de cuándo nos hicimos amigos de verdad. Salíamos con el mismo grupo de gente, y al cabo de un tiempo llegamos a un punto en que, si alguien me hubiera pedido que enumerara a mis tres o cuatro amigos más íntimos, habría incluido a Jake. Pero nadie me lo preguntó nunca. Lo sabíamos todo sobre nuestros padres, nuestra época de estudiantes, nuestra vida amorosa. Un día nos emborrachamos juntos, cuando a él lo había dejado su novia; nos sentamos debajo de un árbol en Regent's Park y nos bebimos media botella de whisky entre los dos, llorando y riendo tontamente, bastante sensibleros. Yo le dije que era ella la que salía perdiendo, y él, hipando, me acarició la mejilla. Nos reíamos las gracias, bailábamos juntos en las fiestas (pero nunca los lentos), nos prestábamos dinero, nos llevábamos en coche y nos dábamos consejos. Éramos amigos.
Lo que sí recordábamos era la primera vez que nos acostamos juntos. Fue el 17 de enero del año pasado. Un miércoles. Unos cuantos amigos habíamos quedado para ir al cine por la noche, pero al final no pudo venir nadie, y quedamos Jake y yo solos. En un momento de la película nos miramos y nos sonreímos tímidamente, y supuse que ambos nos estábamos dando cuenta de que aquello se había convertido en una especie de cita, y quizá nos preguntábamos si sería bueno.
Cuando salimos del cine, Jake me invitó a su casa a tomar una copa. Era cerca de la una de la madrugada. Dijo que tenía un paquete de salmón ahumado en la nevera y pan horneado por él, lo cual me hizo reír. O al menos me hizo reír después, al recordarlo, porque desde entonces no ha vuelto a hacer pan. A los dos nos gusta la comida rápida y la comida para llevar. Sin embargo, sí estuve a punto de reírme aquel día, cuando nos besamos por primera vez, porque lo encontré extraño, casi incestuoso, dado lo buenos amigos que éramos. Vi su cara acercándose a la mía, sus facciones, que tan bien conocía, volviéndose borrosas hasta quedar irreconocibles, y me dieron ganas de reír o de apartarme de él, cualquier cosa para interrumpir aquella repentina seriedad, aquel silencio distinto entre nosotros. Pero enseguida empecé a sentirme bien, cómoda. A veces me molestaba la sensación de estabilidad (¿qué iba a pasar con mis planes de trabajar en el extranjero, de tener aventuras, de ser una persona diferente?), o me preocupaba al pensar que mi vida iba a ser siempre así, puesto que ya tenía casi treinta años; pero, cuando eso ocurría, apartaba tales ideas de mi mente.
Ya sé que lo normal es que las parejas decidan vivir juntos. Es uno de los grandes momentos de la vida, como intercambiar anillos o morirse. Pero nosotros no lo hicimos. Empecé a quedarme a dormir en casa de Jake de vez en cuando. Jake me dejó un cajón para las bragas y las medias. Después empecé a dejar algún vestido, crema suavizante y lápices perfiladores en el cuarto de baño. Pasadas unas semanas me di cuenta de que la mitad de los vídeos tenían mi letra en las etiquetas. Porque si uno no anota qué programas ha grabado, aunque sea en letra muy pequeña, después nunca los encuentra cuando quiere verlos.
Un día Jake me preguntó si tenía sentido que siguiera pagando el alquiler de mi apartamento, ya que nunca estaba allí. Me hice la despistada: le di vueltas al asunto, pero no tomé ninguna decisión. En verano, mi prima Julie vino a trabajar a Londres antes de empezar sus estudios universitarios, y yo le propuse que se instalara en mi casa. Tuve que llevarme cosas a casa de Jake para dejarle espacio a ella. Un día a finales de agosto (era una calurosa noche de domingo y estábamos en un pub contemplando la catedral de San Pablo, al otro lado del río), Julie comentó que tenía que buscarse un apartamento, y yo le propuse que se instalara definitivamente en el mío. Así fue como Jake y yo empezamos a vivir juntos, de modo que el único aniversario que teníamos era el de nuestro primer polvo.
El caso es que la celebración había terminado y yo no tenía ánimos para ir a la oficina. Si no quieres ir a una reunión y te interesa hacer un buen papel o te preocupa que alguien pueda criticarte, asegúrate de que llevas el traje planchado y sé puntual. Eso no aparece en los diez mandamientos del ejecutivo, pero aquella oscura mañana en que no me sentía capaz de enfrentarme más que a una taza de té, era una estrategia de supervivencia. En el metro intenté ordenar mis ideas. Debería haberme preparado mejor, haber tomado notas. Me quedé de pie para que no se me arrugara el traje nuevo. Un par de caballeros me ofrecieron su asiento y se llevaron un chasco cuando lo rechacé. Seguramente creyeron que se trataba de una cuestión de principios.
¿Adónde se dirigían y qué iban a hacer los demás pasajeros? Supuse que algo menos extraño de lo que me disponía a hacer yo: iba a las oficinas de la delegación de una gran multinacional farmacéutica, donde se celebraba una reunión para hablar de un pequeño artilugio de plástico y cobre que parecía un broche New Age, pero que en realidad era el burdo prototipo de un nuevo dispositivo intrauterino.
Había visto a mi jefe, Mike, sucesivamente perplejo, furioso, frustrado y desconcertado por culpa de nuestros escasos progresos con el Drakloop IV, el DIU de Drakon Pharmaceutical Company que, si algún día conseguía salir del laboratorio, iba a revolucionar el mundo de los anticonceptivos intrauterinos. Me habían incorporado al proyecto seis meses atrás, pero gradualmente me había visto absorbida por el atolladero burocrático de planes de presupuesto, objetivos de marketing, déficit, ensayos clínicos, requisitos, reuniones de departamento, reuniones regionales, reuniones sobre reuniones, y toda la increíble jerarquía del proceso de toma de decisiones. Casi no me acordaba de que era una investigadora científica que trabajaba en un proyecto relacionado con la fertilidad femenina. Había aceptado aquel trabajo porque la idea de crear un producto y venderlo me pareció como unas vacaciones comparada con el resto de mi vida.
Aquel jueves por la mañana Mike estaba huraño, y me di cuenta de que aquel malhumor era peligroso. Mi jefe era como una mina oxidada de la Segunda Guerra Mundial que aparece en una playa: parecía inofensivo, pero la persona que tocara en el sitio equivocado podía saltar por los aires. Y aquel día esa persona no iba a ser yo.
La gente fue entrando en la sala de reuniones. Yo ya me había sentado de espaldas a la puerta, para poder mirar por la ventana. Las oficinas se encontraban al sur del Támesis, en un laberinto de estrechas callejuelas con nombres de especias y de los lejanos países de donde procedían. En la parte de atrás del edificio, en una zona que siempre estaban a punto de derribar y urbanizar, había una planta de reciclaje: un vertedero de basura. En uno de los extremos, una montaña gigantesca de botellas emitía destellos mágicos en los días soleados; incluso en un día espantoso como aquél, cabía la posibilidad de que apareciera la excavadora y amontonara más botellas formando una pila aún mayor. Esa imagen era más interesante que cualquier cosa que pudiera pasar dentro de la Sala de Reuniones C. Miré alrededor. Había tres individuos, un tanto nerviosos, que habían acudido del laboratorio de Northbridge expresamente para la reunión, y a quienes se veía enfadados por el desplazamiento. También estaban Philip Ingalls, de la planta de arriba; Claudia, mi ayudante, y Fiona, la secretaria de Mike. Faltaban varias personas. Mike fruncía el entrecejo y se tiraba con furia de los lóbulos de las orejas. Miré por la ventana. Genial: la excavadora se acercaba a la montaña de botellas. Eso me hizo sentir mejor.
– ¿Dónde está Giovanna? -preguntó Mike.
– No podía venir -contestó uno de los investigadores, que creo que se llamaba Neil -. Me pidió que la sustituyera.
Mike se encogió de hombros con un gesto de aceptación que no presagiaba nada bueno. Me enderecé un poco más, adopté una expresión atenta y cogí el bolígrafo con optimismo. La reunión empezó con alusiones a la anterior y a varios asuntos de rutina. Hice unos garabatos en mi bloc e intenté dibujar a Neil, que tenía cara de sabueso con ojos tristes. Volví a mirar por la ventana y vi la excavadora, en esos momentos en plena faena. Por desgracia, no podía oír el ruido de los cristales rotos, pero de todos modos la visión resultaba gratificante. Hice un esfuerzo y volví a concentrarme en la reunión, cuando Mike preguntó qué planes había para el mes de febrero. Neil empezó diciendo algo sobre las hemorragias anovulatorias, y de pronto me irritó que un científico varón hablara con un director varón sobre tecnología para el cuerpo femenino. Inspiré hondo, dispuesta a hablar, pero lo pensé mejor y volví a dirigir la mirada hacia la planta de reciclaje. La excavadora ya había terminado su trabajo y se estaba retirando. Me pregunté cómo podía haber gente que se dedicara a conducir máquinas como aquélla.
– Y tú…
De pronto me di cuenta de dónde me encontraba, como si me hubieran despertado bruscamente. Mike había dirigido su atención hacia mí, y todos los demás me miraron para evaluar los daños inminentes.
– Tienes que poner orden, Alice. En este departamento hay mucho descontrol.
No pensaba tomarme la molestia de discutir con él.
– Sí, Mike -dije con dulzura. Pero le guiñé un ojo, para que se enterara de que no me dejaba intimidar, y vi que se ruborizaba.
– ¿Y podría alguien encargarse de que arreglen esa maldita luz? -exclamó Mike.
Miré hacia arriba. Había un parpadeo casi imperceptible en uno de los tubos fluorescentes. En cuanto uno se fijaba en él, era como tener a alguien rascando dentro de la cabeza. Ras, ras, ras.
– Yo lo haré -dije-. Es decir, haré que alguien lo arregle.
Estaba redactando el borrador de un informe que Mike tenía que enviar a Pittsburgh a final de mes, lo cual me dejaba mucho tiempo, así que pude pasar el resto del día sin pegar golpe. Dediqué media hora a mirar dos catálogos de venta de ropa por correo que había recibido. Doblé la esquina de la página donde aparecían unos bonitos botines, una camisa larga de terciopelo, descrita como «esencial», y una falda corta de raso de color gris perla. En total, eso significaría que mi deuda aumentaría en 137 libras. Después de comer con una agente de prensa (una mujer muy agradable, con la cara pequeña y pálida, dominada por unas gafas estrechas, rectangulares y con montura negra), me encerré en mi despacho y me puse los auriculares.
– Je suis dans la salle de bain -dijo una voz excesivamente entusiasta en mi oído.
– Je suis dans la salle de bain -repetí, obediente.
– Je suis en haut!
¿Qué significaba «en haut»? No me acordaba.
– Je suis en haut -dije de todos modos.
Sonó el teléfono, y me quité los auriculares. Salí del mundo de sol resplandeciente, campos de espliego y cafeterías con terraza, y volví a la zona portuaria londinense en el mes de enero. Era Julie, que tenía un problema en el piso. Le propuse que nos viéramos para tomar algo después del trabajo. Como ella ya había quedado con dos amigos más, llamé a Jake al móvil para que se reuniera con nosotras en el Vine. Pero no pudo ser, porque Jake estaba fuera de la ciudad. Había ido a ver las obras de un túnel que atravesaba un terreno precioso y sagrado según varias religiones. Yo casi había terminado en la oficina.
Cuando llegué, Julie y Sylvie ya estaban allí, en una mesa situada en un rincón, con Clive. Una parra trepaba por la pared que había tras ellos. En el Vine, la decoración hacía honor al nombre del local.
– Tienes muy mal aspecto -comentó Sylvie-. ¿Resaca?
– No estoy segura -respondí con cautela-. Pero de todos modos no me vendrá mal un remedio para la resaca. Pediré otro para ti.
Clive estaba hablando de una mujer a la que había conocido la noche anterior en una fiesta.
– Es muy interesante -dijo-. Es fisioterapeuta. Le hablé de los problemas que tengo en el codo, no sé si os lo he contado…
– Sí, nos lo has contado.
– Pues ella me lo agarró no sé cómo, y de pronto lo noté mucho mejor. ¿Verdad que es increíble?
– ¿Cómo es?
– ¿A qué te refieres?
– ¿Cómo es? -insistí.
Llegaron las bebidas. Clive bebió un sorbo y dijo:
– Es muy alta. Más alta que tú. Tiene el cabello castaño, largo hasta los hombros. Es guapa, de piel morena, y tiene unos ojos azules increíbles.
– No me extraña que se te curara el codo. ¿La invitaste a salir?
Clive puso cara de indignación, pero su expresión resultaba un tanto sospechosa. Se aflojó el nudo de la corbata y dijo:
– Claro que no.
– Es evidente que querías hacerlo.
– No puedo invitar a una chica a salir así, por las buenas.
– Claro que puedes -intervino Sylvie-. Ella te tocó el codo, ¿no?
– ¿Y qué? No puedo creerlo. Ella me tocó el codo porque es fisioterapeuta, y vosotras deducís que estaba deseando que me la tirara, ¿no?
– No exactamente -dijo Sylvie con gesto remilgado-. Pero pregúntaselo. Llámala por teléfono. Por lo que cuentas, no debe de estar mal.
– Sí, era… atractiva, pero hay dos problemas. El primero es que, como ya sabéis, creo que no he superado del todo lo de Christine. Y, por otra parte, soy incapaz de hacer una cosa así. Necesito una excusa.
– ¿Sabes cómo se llama? -le pregunté.
– Se llama Gail. Gail Stevenson.
Bebí un sorbo de mi Bloody Mary, pensativamente.
– Llámala.
El rostro de Clive adoptó una cómica expresión de alarma.
– ¿Y qué le digo?
– Eso no tiene importancia. Si le gustaste, y el hecho de que te cogiera el codo en la fiesta significa que seguramente le gustaste, saldrá contigo digas lo que digas. Y, si no le gustaste, no saldrá contigo digas lo que digas. -Clive parecía confuso-. Tú llámala. Dile: «Soy el tipo al que le manipulaste el codo en la fiesta de la otra noche. ¿Quieres salir conmigo?». Seguro que le encanta.
Clive estaba atónito.
– ¿Así, tal cual?
– Pues claro.
– ¿Y qué le propongo que hagamos?
Me reí.
– ¿Qué quieres? ¿Que te busque también una habitación?
Fui a buscar más bebidas. Cuando regresé, Sylvie fumaba un cigarrillo mientras hablaba de manera teatral. Yo estaba cansada, y no le presté mucha atención. Al otro lado de la mesa, Clive le explicaba algo a Julie; sólo oí fragmentos de la conversación, pero creo que hablaba de los mensajes subliminales del diseño de las cajetillas de cigarrillos Marlboro. No habría sabido decir si Clive estaba borracho o loco. Me quedé pensando con la copa en la mano, distraída. Sylvie, Julie y Clive formaban parte de la Panda, un grupo de gente que, con alguna excepción, nos habíamos conocido en la universidad y habíamos seguido viéndonos y saliendo juntos. Para mí eran como mi familia, o tal vez algo más.
Cuando volví a casa, Jake me abrió la puerta en cuanto introduje la llave en la cerradura. Ya se había quitado el traje, y llevaba vaqueros y una camisa de cuadros.
– ¿No ibas a llegar tarde? -pregunté.
– El problema se solucionó -contestó-. Te estoy preparando la cena.
Miré la mesa, donde había varios paquetes: pollo con especias, paté, pan ácimo, un pudín diminuto y un cartón de nata líquida. También vi una botella de vino y una cinta de vídeo. Besé a Jake y dije:
– Un microondas, un televisor y tú. Perfecto.
– Y luego vamos a hacer el amor toda la noche.
– ¿Cómo? ¿Otra vez? Eres un vicioso.