Fui directamente hacia donde estaba Klaus y le di un beso. Él me abrazó.
– Felicidades -dije.
– ¿Has visto qué fiesta? -Me sonrió, radiante. Luego su sonrisa se volvió irónica-. Ya lo ves, toda esa gente no murió en la montaña en vano. Al menos la tragedia ha servido para que yo publique un libro. Nadie podrá decir que no me aprovecho de las desgracias de los demás.
– Supongo que para eso están los demás -repuse, y nos soltamos.
– ¿Dónde está tu marido, el héroe? -me preguntó Klaus mirando alrededor.
– Por ahí, escondido entre la multitud, sacándose de encima a los admiradores. ¿Ha venido alguien más de la expedición?
Klaus echó un vistazo a la sala. La fiesta de presentación de su libro se celebraba en la biblioteca de la Sociedad de Alpinismo de South Kensington. Era una habitación amplia y tenebrosa, con las paredes cubiertas de estantes llenos de volúmenes encuadernados en piel; pero también había botas de senderismo, viejas y resquebrajadas, expuestas en cajas de cristal; piolets colgados en las paredes, como si fueran trofeos, y fotografías de hombres agarrotados, vestidos con prendas de tweed, y de montañas, muchísimas montañas.
– Greg anda por ahí.
Me quedé perpleja.
– ¿Greg? ¿Dónde está?
– Allí, en el rincón, hablando con aquel anciano. Ve y preséntate tú misma. El otro es lord Montrose. Es un alpinista de la época dorada de las ascensiones al Himalaya, cuando consideraban innecesario ponerles crampones a los porteadores.
Me abrí paso entre la gente. Vi a Deborah en un rincón. Había muchas mujeres altas y de aspecto saludable. No pude evitar imaginarme con cuáles se habría acostado Adam. Qué estúpida. Greg estaba hablando con lord Montrose, o, mejor dicho, gritándole al oído, cuando me acerqué a ellos. Me quedé un momento allí plantada, hasta que Greg se dio la vuelta y me miró con recelo. Quizá me tomó por una periodista. Greg encajaba perfectamente con la imagen del clásico alpinista que yo tenía antes de conocer a Adam y a sus amigos. No era tan alto como ellos. Llevaba el cabello largo y despeinado, y una barba larguísima, como el tipo del poema humorístico de Edward Lear, que encontraba dos alondras y un carrizo en la suya. Debía de tener treinta y tantos años, pero tenía unas marcadas arrugas en la frente y alrededor de los ojos. Lord Montrose me miró, y luego fue caminando hacia atrás hasta mezclarse con la multitud, como si yo fuera un imán que lo repelía.
– Me llamo Alice Loudon -le dije a Greg-. Acabo de casarme con Adam Tallis.
– ¡Oh! -dijo él-. Felicidades.
Nos quedamos un momento callados. Greg giró la cabeza para mirar la fotografía que había colgada en la pared, junto a nosotros.
– Mira -dijo-. Durante una de las primeras expediciones a ese pico, un párroco victoriano se echó hacia atrás para contemplar mejor el paisaje y arrastró con él a cuatro colegas suyos. Aterrizaron entre sus propias tiendas, que, desgraciadamente, estaban nueve mil pies más abajo. -Se acercó a la siguiente fotografía-. El K2. Precioso, ¿verdad? En esa montaña han muerto casi cincuenta personas.
– ¿Dónde está el K1?
Greg se rió.
– Ya no existe. En 1856, un teniente británico que trabajaba en la gran Medición Trigonométrica de la India escaló una montaña y vio dos picos en la cordillera de Karakorum, a unos doscientos kilómetros de distancia. Los marcó como K1 y K2. Más tarde descubrieron que el K1 ya tenía nombre: Masherbrum. Pero el K2 se quedó con ese nombre.
– Tú lo has escalado -comenté. Greg no dijo nada. Yo sabía qué tenía que decir, y lo solté de golpe-. ¿Has hablado con Adam esta noche? Tienes que hacerlo. Está muy disgustado por lo que ha salido en los periódicos sobre el Chungawat. ¿Quieres que te acompañe? Así también me harás un favor a mí: lo rescataremos de todas esas mujeres hermosas que lo adoran.
Greg no me contestó. Miró alrededor, como hace la gente en las fiestas cuando no presta mucha atención a su acompañante y quiere ver si hay alguien más interesante con quien hablar. Debía de saber que yo no era alpinista, y parecía que no le interesaba mucho lo que yo pudiera contarle, de modo que me sentí incómoda.
– Así que está disgustado -dijo entonces en voz baja, pero sin mirarme-. ¿Y por qué?
¿Por qué me había metido en eso? Inspiré hondo.
– Porque lo cuentan de una manera que no refleja lo que realmente ocurrió en la montaña, con la tormenta y todo eso.
Entonces, finalmente, Greg se volvió y me miró, y soltó una risita cansada. Hizo un esfuerzo, como si aquello todavía le resultara muy doloroso, y dijo:
– Creo que la persona que dirige una expedición tiene que responsabilizarse de lo que ocurra en ella.
– No era un paseo por el campo -repuse-. Todos los miembros de la expedición sabían que iban a un lugar muy peligroso. No puedes garantizarle a nadie el tiempo que va a hacer en la montaña, como si fuera una excursión de fin de semana.
El rostro de Greg se arrugó aún más. Era como si todo el tiempo que había pasado en el Himalaya, expuesto al sol y a una atmósfera pobre en oxígeno, le hubiera proporcionado el aura de un viejo monje budista. En el centro de aquella cara descuidada y quemada había unos ojos preciosos, azules, como de niño. Tuve la impresión de que Greg cargaba con toda la culpa de lo que había ocurrido. Me cayó muy bien.
– Sí, Alice -respondió-. Es verdad.
No lo dijo como una disculpa, sino como un ejemplo más de su error.
– Me gustaría que hablaras con Adam de todo esto -dije, desesperada.
– ¿Para qué quieres que hable con Adam? ¿Qué me va a decir él?
Reflexioné un momento, intentando aclarar mis ideas.
– Te diría -dije finalmente-que allí arriba, a ocho mil metros, todo es diferente, y que no se puede juzgar lo ocurrido.
– El problema -replicó Greg, casi con desconcierto- es que yo no estoy de acuerdo con eso. Ya sé que… -Se interrumpió un momento-. Ya sé que Adam opina que allí arriba todo es diferente. Pero creo que sí se puede juzgar el comportamiento de las personas en la cima de las montañas, como en cualquier otro sitio. El único problema es acertar.
– ¿Qué quieres decir?
Greg suspiró y miró alrededor para ver si alguien nos estaba escuchando. Afortunadamente no había ningún curioso. Bebió un sorbo de su copa, y luego otro. Yo bebía vino blanco, y él whisky.
– ¿Tengo que castigarme otra vez? Quizá fue un error que me llevara a unos escaladores relativamente inexpertos al Chungawat. Creí que todo estaba minuciosamente preparado. -Me miró fijamente, con una dureza asombrosa-. Quizá todavía lo crea. Me puse enfermo en la montaña, muy enfermo, y tuvieron que arrastrarme hasta el campo base. Fue una tormenta terrible, de las peores que he visto en el mes de mayo. Pero yo creía que había ideado un sistema infalible de cuerdas fijas y de apoyo, utilizando a los porteadores y a los guías profesionales. -Nos miramos, y entonces su rostro se relajó y adoptó una expresión de profunda tristeza-. Pero murieron cinco personas, dirás, o dirá la gente. Y entonces parece…, bueno, inoportuno ponerse a discutir sobre si la cuerda se soltó o si aquel pitón no estaba bien asegurado o si aquel mosquetón era defectuoso, o sobre si yo tenía la mente ocupada en otras cosas. -Se encogió de hombros.
– Lo siento -dije-. Los aspectos técnicos se me escapan.
– Ya -dijo Greg-. Es lo que le pasa a la mayoría de la gente.
– Pero entiendo de emociones, de las secuelas. Para los demás también fue algo terrible. He leído el libro de Klaus. Él lamenta profundamente no haber podido hacer nada. Y Adam también. Sigue torturándose porque no logró salvar a su novia, Françoise.
– Su ex novia -puntualizó Greg. No parecía consolado.
De pronto se nos acercó una joven.
– Hola -dijo alegremente-. Soy Kate, de la editorial de Klaus.
Hubo una pausa durante la cual Greg y yo nos lanzamos una mirada de complicidad.
– Yo soy Alice -dije.
– Y yo Greg.
El rostro de la joven se iluminó.
– Ah, tú fuiste…
Entonces, aturdida, se interrumpió y se ruborizó.
– Fue bochornoso -dije-. Hubo una pausa tremenda, como un agujero negro. Evidentemente Greg no podía terminar su frase e identificarse como el responsable de todo el desastre, y yo no creí que me correspondiera a mí sacar del apuro a aquella chica. Así que fue poniéndose cada vez más colorada, y al final se marchó sin decir nada. Fue… ¡Oye! ¡Tengo frío!
Adam me había quitado el edredón.
– ¿De qué hablaste con Greg?
Mientras hablaba, fue moviéndome las extremidades y dándome la vuelta como si yo fuera un maniquí.
– Tenía que conocer a una persona que ha representado tanto en tu vida. Y quería decirle lo disgustado que estabas por la cobertura periodística. -Intenté volverme para mirar a Adam a la cara-. ¿Te importa?
Noté sus manos en la parte de atrás de mi cabeza; entonces Adam me agarró el cabello con fuerza y me apretó la cara contra el colchón. No pude evitar gritar.
– Sí, claro que me importa. No tiene nada que ver contigo. ¿Qué vas a saber tú? -Yo tenía lágrimas en los ojos. Intenté darme la vuelta, pero Adam me sujetaba contra la cama con un codo y una rodilla, al tiempo que recorría mi cuerpo con los dedos-. Tienes un cuerpo inagotablemente hermoso -dijo con ternura, acariciándome la oreja con los labios-. Estoy locamente enamorado de cada centímetro de tu cuerpo, y estoy locamente enamorado de ti.
– Sí -gemí.
– Pero -prosiguió, y su tono de voz se endureció, aunque seguía hablando en susurros- no quiero que te metas en lo que no te importa, porque me fastidia mucho. ¿Entendido?
– No -dije-. No entiendo nada. No estoy de acuerdo.
– Alice -dijo Adam en tono de reproche, acariciándome la espalda-. No tiene que importarte mi mundo particular, mi pasado. Lo que importa es que estamos juntos, aquí, en esta cama.
De pronto sentí una punzada de dolor.
– Me haces daño -grité.
– Espera -dijo él-. Espera, lo único que tienes que hacer es relajarte.
– No, no puedo -protesté, retorciéndome, pero él me apretó contra la cama, impidiéndome casi respirar.
– Relájate y confía en mí -insistió Adam con dureza-. Confía en mí.
Noté un fuerte dolor que recorrió todo mi cuerpo, como un destello de luz que podía ver además de sentir, y que me recorría y que no podía detener, y oí un grito que parecía proceder de otro sitio. Pero era yo la que gritaba.
Mi médica de cabecera, Caroline Vaughan, sólo tiene cuatro o cinco años más que yo, y cuando voy a verla, generalmente para que me recete algo o me ponga alguna vacuna, siempre tengo la sensación de que si nos hubiéramos conocido en otras circunstancias seríamos buenas amigas. Lo cual hacía que en esta ocasión me sintiera un tanto incómoda. La había llamado por teléfono y le había pedido que me hiciera un hueco. Sí, era urgente. No, no podía esperar hasta mañana. La exploración interna resultó muy dolorosa, y tuve que morderme los nudillos para no gritar. Caroline había estado charlando conmigo, pero de pronto enmudeció. Al cabo de un rato se quitó los guantes y noté sus tibios dedos sobre mi hombro. Me dijo que ya podía vestirme, y oí cómo se lavaba las manos. Cuando salí de detrás del biombo, ella ya estaba sentada a su mesa, anotando algo. Levantó la cabeza.
– ¿Puedes sentarte? -me dijo.
– Creo que sí.
– Estoy sorprendida. -Su expresión era muy seria, casi sombría-. Supongo que no te sorprenderá saber que tienes una fisura anal considerable.
Intenté mirar a Caroline con serenidad, como si se tratara de una gripe.
– ¿Entonces?
– Seguramente se curará sola, pero tienes que comer mucha fruta y mucha fibra durante unos días, para que no empeore. También te voy a recetar un laxante suave.
– ¿Y ya está?
– ¿Qué quieres decir?
– Me duele mucho.
Caroline meditó durante un momento y anotó algo más en la receta.
– Esto es un gel anestésico que te aliviará el dolor. Ven a verme la semana que viene. Si no se ha curado, quizá tengamos que hacer una dilatación anal.
– ¿Qué es eso?
– No te preocupes. Es una operación muy sencilla, pero hay que practicarla con anestesia general.
– Dios mío.
– No te preocupes.
– Vale.
Dejó el bolígrafo en la mesa y me entregó las recetas.
– Alice, no voy a soltarte un sermón. Pero, por favor, trata tu cuerpo con más respeto.
Asentí. No se me ocurría nada que decir.
– Tienes cardenales en la parte interna del muslo -continuó-. En las nalgas, en la espalda e incluso en el lado izquierdo del cuello.
– Ya te habrás fijado en que llevo una camisa de cuello alto.
– ¿Quieres contarme algo?
– No es lo que parece, Caroline. Acabo de casarme. Se ve que se nos fue un poco la mano.
– Supongo que tengo que felicitarte -dijo Caroline, pero no sonrió al decirlo.
Me levanté para marcharme, e hice una mueca de dolor.
– Gracias -dije.
– Alice.
– ¿Sí?
– El sexo violento…
– No es eso, de verdad…
– Como te decía, el sexo violento puede ser una espiral de la que resulta muy difícil salir. Es como los malos tratos.
– No. Te equivocas. -Estaba acalorada. Me sentía furiosa y humillada-. Muchas veces el sexo está relacionado con el dolor, ¿no? Y con el poder, y la sumisión, y esas cosas.
– Sí, por supuesto. Pero no con las fisuras anales.
– No.
– Ten cuidado, ¿vale?
– Sí.