Aimée se apoyó en la pared enchapada del metro con el móvil en la oreja y colgó. El Hôpital Bichat se negaba a darle cualquier información sobre Laure. Encima, el flic que la custodiaba aún no la había llamado. El aire estaba impregnado del olor a goma quemada de los chirriantes frenos de los trenes. Marcó otro número.
– Brigada Criminal -dijo una voz después de diez tonos.
– Ayer por la noche, la agente Laure Rousseau resultó herida y fue trasladada al Hôpital Bichat. Me gustaría saber cómo está.
– Déjeme que mire -contestó una voz brusca, de las que no admiten tonterías.
Oía pasos de fondo sobre el terrazo.
– Allô? ¿Quién llama? -preguntó la voz.
– Soy Aimée Leduc, detective privado.
– Tendrá que solicitar información a través de los canales adecuados.
– Ah, ¿no lo estoy haciendo? Estoy preocupada. Como le he dicho, está herida.
– Está en prisión preventiva -dijo la voz.
¿Ya? No eran ni las ocho de la mañana.
– Compruébelo con su abogado -replicó la voz.
– ¿Quién es?
– Un tal Maître [1] Delambre lleva el caso. Es toda la información que tengo.
Sonaba como si Laure estuviera representada por alguien de fuera. Inusual en estas circunstancias. ¿Bueno o malo? Seguro que era una buena señal, pensó Aimée intentando ganar en esperanza. Pero, ¿cuánto tiempo mantendrían a Laure en preventiva? Consultó la guía de teléfonos en la cabina del metro, encontró el número del abogado y lo llamó.
– Maître Delambre se encuentra en los tribunales hasta el mediodía -dijo el contestador automático.
– Por favor, dígale que me llame, es urgente, tiene que ver con Laure Rousseau -dijo Aimée y dejó su número.
Qué mal que había dejado que su socio en el despacho, René Friant, se tomara la mañana libre. Necesitaba su ayuda.
Empujó las puertas batientes de la estación del metro de Blanche. Durante todo el tiempo que estuvo subiendo las escaleras llenas de viajeros bien abrigados, se imaginaba a Laure, desorientada, con el ojo inyectado en sangre, acurrucada en una celda.
En el amplio boulevard de Clichy cerca del Moulin Rouge, la calle llena de tiendas, las chillonas luces de neón ahora apagadas, el humo de los tubos de escape de los autobuses subía en espiral. Una desordenada manifestación bloqueaba la calle mientras los altavoces gritaban: «¡Córcega para los corsos!».
Los viajeros esperaban en las aceras con esa particular paciencia de los parisinos, ese encogimiento de hombros colectivo reservado para los retrasos y para las huelgas. En los titulares de los periódicos desplegados en el quiosco podía leerse: «Golpe al debate sobre el convenio corso». Otro decía: «El asalto a un furgón blindado se relaciona con los separatistas de la Armata Corsa».
Vio un cartel llamando a la acción que se estaba despegando de una pared de piedra con el símbolo de la Armata Corsa, la tête de Maure, una cara negra con un pañuelo blanco, en una esquina.
Los estridentes movimientos separatistas corsos centraban la atención pública estos días, desplazando así a los bretones que reclamaban enseñanza en gaélico y los atentados con coche bomba de ETA, el grupo terrorista vasco.
Ahora Aimée necesitaba hablar con la persona del piso de los geranios en la ventana para descubrir si había visto algo.
Por encima de ella, en la rue André Antoine, el cielo cubierto de Montmartre se reflejaba en los tejados azul grisáceo. Como su corazón, sin Guy y con Laure objeto de una investigación policial.
Los plátanos sin hojas se mecían en el viento. Calles empinadas subían retorcidas por la butte de Montmartre. Pisó charcos de nieve derretida. Por la noche se helarían y se volverían resbaladizos. Mañana habría artículos en los periódicos sobre ancianos que se habían caído y roto la cadera.
La verja del elegante edificio a cuyo tejado habían trepado Sebastian y ella permanecía abierta para que entraran los basureros. Analizó de un rápido vistazo desde el patio empedrado hasta el tejado y la claraboya de la casa adyacente. El enclave se hallaba rodeado de varias alturas de ventanas con contraventanas de hierro.
Se imaginó que la mayoría de los residentes de este edificio marchaban hacia el sur en invierno, a Niza o Mónaco. Podían permitírselo. Localizó el lugar del piso de arriba en el que se encontraba la jardinera con los geranios, una ventana ovalada sin contraventanas.
Interrogaría a todos los habitantes del edificio, empezando por abajo. En la entrada pulsó el primer timbre. No hubo zumbido de respuesta. Se quedó mirando los números en la placa del código de acceso.
Sacó un bloque de plastilina del bolso, lo extendió sobre los botones y volvió a despegarlo. Huellas grasientas mostraban cuáles eran los cinco números y letras más utilizados. En menos de cinco minutos, después de probar veinte posibles combinaciones, la puerta se abrió.
Una vez dentro del edificio subió los amplios escalones de mármol, deslizando los dedos por la barandilla de hierro forjado. En el primer piso, abrió la puerta una mujer joven con un niño pequeño en la cadera y otro al que se le oía llorar. Aimée vio maletas y una silla de coche apilados en el interior.
– Oui?-preguntó la mujer.
– Perdone que la moleste, pero soy detective -dijo Aimée-. Me gustaría hacerle unas preguntas sobre un homicidio que ocurrió ayer por la noche al otro lado del patio en el tejado del edificio en obras.
– ¿Qué? No sé nada de eso. -El niño tiró del collar de perlas en el cuello de la madre y ella dio un respingo-. Non, chéri.
– ¿Vio usted o escuchó algo raro ayer sobre las once de la noche?
– Está usted de broma. Al bebé le están saliendo los dientes. No puedo mantener los ojos abiertos hasta tan tarde -dijo ella, con una expresión molesta.
El pequeño se colgó del cuello de la madre, mordiendo las perlas; el otro niño golpeaba un camión de metal en el suelo.
– Estábamos durmiendo. Meto a los niños a la cama a las ocho; la mitad de los días me quedo dormida con ellos.
– Había una fiesta en el edificio, quizá su marido oyó algo.
– Él cae antes que yo -dijo-. Lo siento, pero tengo que preparar a los niños.
– Merci -dijo Aimée-, aquí tiene mi tarjeta, por si acaso.
– Mi marido vendrá a recogernos dentro de cinco minutos. Estaremos fuera un mes.
La mujer metió la tarjeta de Aimée de cualquier manera en el bolsillo de su chaqueta de punto y cerró la puerta. Aimée esperaba que el niño no se la comiera.
Llamó a la puerta de las otras dos viviendas del piso, pero no obtuvo respuesta. Tampoco hubo respuesta de las otras tres viviendas en el siguiente piso. En el tercero, un ama de llaves con delantal abrió la puerta del piso en el que Aimée se imaginaba que había tenido lugar la fiesta.
– Bonjour, me gustaría hablar con el dueño -dijo.
– No hay nadie, lo siento. Monsieur Conari está en la oficina.
Incluso tan temprano, los ricos iban a trabajar.
Aimée mostró su identificación.
– ¿Quizá sirvió usted en la fiesta de ayer noche? Me gustaría hacerle algunas preguntas.
– Yo no, yo trabajo por las mañanas -dijo la mujer-. Usan una empresa de catering para las fiestas.
– ¿Ha hablado usted con monsieur Conari esta mañana? ¿Por casualidad no mencionaría el homicidio al otro lado del patio?
La empleada dejó caer el trapo de polvo.
– Nunca están aquí cuando llego a trabajar, lo siento. -Recogió el trapo e hizo ademán de cerrar la puerta.
– Es importante -dijo Aimée-. ¿Puede darme un número de teléfono en el que pueda localizar a monsieur Conari?
El ama de llaves dudó, frotándose las manos en el delantal.
– Nunca lo molesto en el trabajo, eh, pero esto…
– Oui, es muy importante.
La mujer cogió el papel y el bolígrafo que le ofrecía Aimée y anotó un número de teléfono.
– Merci, gracias por su ayuda.
Aimée continuó subiendo las amplias escaleras. La vivienda del piso de arriba que buscaba lo ocupaba entero. Aquí debería encontrar respuestas.
Escuchó hablar en voz baja. ¿Música? ¿Una radio? Llamó a la puerta varias veces. No obtuvo respuesta. Entonces llamó una vez más hasta que escuchó pasos.
– J'arrive -dijo una voz.
La puerta se abrió, chirriando. La mujer de mediana edad que abrió la puerta verde oscura llevaba puesto un camisón de franela y zapatillas nórdicas de lana, y sorbía algo humeante con olor a canela.
– Perdóneme -dijo Aimée-. No era mi intención molestarla…
– No se permite la entrada de vendedores en el edificio. Lo siento -interrumpió la mujer, con voz congestionada-. No tenían que haberla dejado entrar.
Aimée le mostró su identificación.
– Soy detective. Estoy investigando un homicidio que tuvo lugar en el edificio enfrente del suyo.
– ¿Un homicidio? -La mujer se sujetó las gafas en la frente y se frotó los ojos, que eran de un sorprendente color turquesa-. No sé de lo que me está hablando. Tendrá que perdonarme, estoy enferma.
Esta mujer seguro que estuvo en casa la noche anterior. Aimée no podía dejar que le cerrara la puerta en las narices.
– Perdone que insista, pero será solo un momento. Probablemente ya haya contestado a estas preguntas -dijo. Quería ver la vista desde el piso de la mujer. Y tenía que haber geranios cerca de una ventana que daba al patio.
– ¿Qué quiere decir? Nadie ha hablado conmigo -le dijo la mujer-. ¿Qué homicidio?
– ¿No la ha interrogado la policía?
La mujer hizo un gesto negativo con la cabeza.
Aimée se preguntó por qué no lo habían hecho.
– Déjeme ver su identificación de nuevo, señorita.
Aimée le mostró su licencia de investigador privado con su foto, en la que no salía muy favorecida: los ojos bizcos y un mohín en los labios.
– Los de la farmacia se retrasan. -La mujer echó un vistazo a un viejo reloj en la pared y le devolvió la licencia-. Se suponía que ya me tenían que haber traído las medicinas.
– Ayer por la noche fue asesinado un hombre -dijo Aimée mientras se limpiaba las botas mojadas en el felpudo-. Necesito hacerle unas preguntas. ¿Puedo pasar?
– No tengo nada que ver con eso -dijo la mujer, a punto de cerrar la puerta.
– Hablemos dentro -dijo Aimée.
– Non -dijo la mujer, asustada-. Estoy enferma.
– Pero si hablamos ahora, madame…
– Yo no salgo. -La mujer ahogó una tos-. No iré a la comisaría.
¿Tendría agorafobia? Aimée podía notar algo en su voz; ¿serían los restos de un acento?
– Madame, no hace falta que vaya usted a la comisaría -dijo Aimée-. Soy detective privado, hablaremos aquí mismo. Y tengo que ver la vista desde su ventana.
La mujer sacó un fajo de pañuelos de papel del bolsillo, se quedó pensando y se sonó la nariz.
– De acuerdo, pero cinco minutos.
Aimée se adentró en el recibidor pintado de amarillo claro, al parecer del siglo XVIII. Un carrito de la compra de plástico verde se encontraba aparcado en el suelo de azulejos blancos y negros en forma de rombo al lado de unas gastadas botas de nieve. Ella esperaba encontrarse con un lugar rebosante de arañas de cristal antiguas, pero, en su lugar, las paredes contenían apliques modernistas y colages surrealistas. Varias fotografías de Man Ray colgaban sobre un reluciente secreter Ruhlmann. Una de ellas parecía ser un original del Violon d'lngres, la famosa imagen surrealista de Kiki, la amante de Man Ray, con turbante y notas musicales dibujadas sobre su espalda desnuda.
– ¡Qué piso tan bonito! -dijo Aimée, intentando hacer hablar a la mujer-. ¿Hace mucho que vive aquí, madame…?
– Zoe Tardou -admitió la mujer, mientras acompañaba a Aimée a una habitación amueblada con esbeltas piezas art decó de madera de ramín y alfombras modernas al estilo de los años treinta. Cortinones negros colgaban de los ventanales. Aimée sintió que se le hundía el corazón. ¿Cómo podía Zoe Tardou haber notado movimiento en el tejado con esos cortinones que cubrían las ventanas?
– ¿Tardou, como el surrealista? -preguntó Aimée por hablar de algo.
– Mi padrastro -dijo Zoe Tardou, apretando los labios.
Con razón podía permitirse este lujoso piso que ocupaba toda la planta. Pero por la forma en la que Zoe había apretado los labios, Aimée se imaginó que no se había llevado bien con su padrastro.
Zoe Tardou encendió la luz, iluminando así fotografías en blanco y negro con marcos de plata. Encima del piano de cola había fotos de familia en la playa en los años sesenta y de personajes famosos. Un televisor último modelo ocupaba el lugar frente al sofá tapizado en damasco. Pero la gran habitación estaba impregnada de una sensación de vacío, de no ser un lugar en el que se hacía vida.
– ¿También es usted artista?
– Mi madre era poeta dadaísta y servía de modelo -dijo Zoe.
¿Una de las musas de los surrealistas?
Zoe Tardou bebió un trago de su humeante bebida. Hizo un gesto a Aimée para que se acercara a un pequeño recodo tras el sofá.
– Mi campo son los Estudios Medievales.
Un escritorio de madera clara con cuadernos y libros apilados sobre él sobresalía de la pared. Bien aprovechado. Encima del escritorio, sobre la pared, colgaba un antiguo crucifijo y páginas enmarcadas de manuscritos con elaboradas letras doradas y escritura antigua en negro. Definitivamente discordante con la decoración art decó.
Aimée comenzaba a sentirse helada en el aire frío del piso a oscuras. ¿Nunca encendía esa mujer la calefacción?
– ¿Tenía usted las ventanas abiertas ayer por la noche?
– Siempre -dijo-. El cuerpo humano necesita aire fresco por la noche.
Para ser una mujer que estaba interesada en la salud, parecía encontrarse en un estado lamentable.
– Así que oiría usted la fiesta de abajo a pesar de la tormenta.
– No conozco a los vecinos. Hago mi vida.
– ¿Le importa si echo un vistazo?
Aimée anduvo hasta la ventana y rápidamente retiró el cortinón. La mujer pestañeó al sentir la luz de repente.
Justo al otro lado del patio se encontraba el andamio bajo el tejado del apartamento de la cornisa donde había descubierto el cuerpo de Jacques. La claraboya de enfrente brillaba con los débiles rayos de sol que se abrían paso entre las nubes. Vio la ruta que había seguido con Sebastian, aterrorizada al comprobar la inclinación del tejado que habían trepado.
– ¿Corre estos cortinones por la noche?
Aimée no recordaba haberlos visto.
– Non -madame Tardou se sonó la nariz-. Mire, si eso es todo lo que necesita saber, le agradecería que se marchara.
Pero podría ser que la mujer hubiera notado algo, aunque no se diera cuenta.
– Si me lo permite, me gustaría aclarar algunas cosas. Piense en las once de la noche de ayer. ¿Oyó usted algo extraño en el tejado o vio luces en aquella dirección? -Aimée señaló las ventanas del piso de enfrente.
– Sí que oí fragmentos de conversación -contestó madame Tardou-. Al principio pensé que estaban hablando italiano.
¿Italiano? Excitada, Aimée se acercó más. La mujer apestaba a aceite de eucalipto.
– ¿Sabe usted italiano?
– Non. Y tiene que haber sido algún programa de la tele. Estaba todo el rato medio dormida a cuenta de este catarro.
– ¿Qué le hizo pensar que era italiano?
– Solíamos ir allí de vacaciones -contestó.
– ¿Qué decían?
– Igual no era italiano.
– Por favor, es importante. ¿Puede identificar la lengua?
Zoe Tardou negó con la cabeza.
– Sé que hablaban de las estrellas y de los planetas.
¿Había estado soñando, después de todo?
– ¿Cómo lo sabe?
– Sirio, Orión y Neptuno. Esos eran los nombres que puede entender.
– ¿Eran voces de hombre o de mujer?
– De hombre. Por lo menos dos. Recuerdo que en el pueblo la gente hablaba de las constelaciones -dijo Zoe Tardou, con la mirada perdida, como si hablara consigo misma-. No me pareció tan raro. -Se encogió de hombros-. Casi hasta me resultó familiar, por lo menos en mi tierra.
Intrigada, Aimée se preguntó cómo encajaba todo esto. Si no seguía lo que esta extraña mujer le estaba contando, temía que lo lamentaría mas tarde.
– ¿De dónde?
– Cerca de Lamorlaye.
¿Lamorlaye? ¿Por qué se le hacía tan conocido? Su mente retrocedió hasta la rayada caja amarilla de chocolates Menier que siempre había en la encimera de su abuela, con las palabras fondé en 1816 sobre las trenzas de la joven Menier con la cesta llena de tabletas de chocolate. Y recordó cómo, todas las tardes de verano, su abuela le preparaba una tartine au chocolat, una gruesa tableta de chocolate Menier extendido entre dos mitades de baguete con mantequilla.
– Lamorlaye, eso es cerca del Cháteau Menier, la familia que es famosa por el chocolate.
Zoe Tardou sorbió con la nariz y se sonó. Se sentó y se frotó los ojos rojos.
– ¿Así que usted contemplaba las estrellas por la noche?
– ¿Eh? -Zoe Tardou se puso a la defensiva-. El orfanato estaba pegando al observatorio…
Dejó de hablar, y se cubrió la boca con un pañuelo de papel. Como una niña pequeña a la que hubieran cogido mintiendo en la escuela.
– ¿Qué quiere decir?
– El campo está lleno de gente que esnifa pegamento -dijo elevando la voz, enfadada-. Volví el año pasado. Esos «jóvenes escoria» andan por ahí, tirados en las estaciones de tren esnifando pegamento.
¿Esnifando pegamento? ¿Y eso a qué venía?
– Perdone, pero… ¿regó usted los geranios ayer por la noche? -preguntó Aimée.
Madame Tardou se sobresaltó y tiró el pañuelo al suelo.
– ¿Y qué si lo hice?
– Pensamos que algunos hombres escaparon por los tejados y descendieron por la claraboya de su edificio. ¿Los vio usted mientras regaba sus plantas?
– Ya no está una segura en ningún sitio.
Aimée se detuvo un momento.
– Madame, ¿oyó usted disparos o vio a alguien? -preguntó.
La mujer negó con la cabeza.
– El mundo está lleno de oportunistas.
– Es cierto -dijo Aimée, intentando así contentar a la mujer antes de volver a sus preguntas-. Pero cuando usted regaba los geranios, ¿vio algún hombre en el andamio o en el tejado?
– Voy a llamar al cerrajero para que me instale más cerrojos y cadenas.
¿Tenía Zoe Tardou miedo de proporcionar información a Aimée por si las represalias? Parecía tener miedo de algo.
– Por favor, madame Tardou -dijo Aimée-. Asesinaron a un hombre. Necesitamos su ayuda en esta investigación. Cualquier cosa que me diga será confidencial.
Entonces se oyó el zumbido del timbre de la puerta.
– Deje que abra yo -dijo Aimée.
Antes de que la mujer pudiera protestar, abrió la puerta, aceptó el paquete que le ofrecían y regresó para encontrarse a Zoe acurrucada en una silla.
– Aquí está su medicación.
– Ya le he dicho todo lo que sé; regué mis geranios, pero no vi nada. No me encuentro bien.
– Madame Tardou, la información que usted proporcione puede ser importante -dijo Aimée-. Si no quiere cooperar conmigo, estoy segura de que los investigadores insistirán en tomarle declaración en la comisaría.
Era una amenaza; esperaba que funcionase.
Zoe Tardou se aferró a su camisón de franela, apretándolo fuertemente a su alrededor.
– ¿Por qué me pregunta a mí y no a esa pute de la calle?
Aimée no recordaba haber visto a una prostituta en la calle.
– ¿Qué pute?
– Esa que anda por la esquina. La vieja, siempre está en el portal. Pregúntele a ella.
– ¿Cómo es?
– Ya sabe, mucha bisutería. Ahora, si me perdona, tiene que marcharse.
Por lo menos tenía alguien a quién buscar.
Con pasos inciertos, Aimée volvió a recorrer el camino que había hecho con Sebastian. Sacó su barata Polaroid compacta e hizo fotografías de la alfombra del vestíbulo, la claraboya y la cerradura rota.
Afuera, en la estrecha rue André Antoine, los peatones se escabullían a toda prisa, con el tiempo justo para el trabajo o la escuela. Anduvo hasta la puerta del edificio de enfrente. Ni rastro de la prostituta. Descorazonada, intentó llamar a Conari.
– Monsieur Conari está fuera de la oficina -dijo su secretaria.
Le pasaron por la mente todas las razones por las que odiaba la investigación criminal. La mitad de las veces, los posibles testigos se encontraban fuera de la ciudad, en el médico o en la peluquería y seguirles el rastro llevaba días enteros. Las pistas se desvanecían, las pruebas se deterioraban.
Pero Laure necesitaba ayuda. Ahora.
– ¿Cuándo cree que estará de vuelta?
Aimée podía oír el ruido de teléfonos de fondo.
– Inténtelo de nuevo más tarde.
Aimée abrió la puerta de cristal mate de «Leduc Detective», echó a correr y cogió el teléfono al segundo timbrazo. Una luz grisácea intentaba abrirse paso a través de las contraventanas abiertas, formando un diseño en zigzag sobre el suelo de madera. Saludó a su socio con la cabeza. René tenía los cortos brazos llenos de papel que cargaba en la impresora.
– Allô?-contestó el teléfono a la vez que echaba mano del café.
– ¿Mademoiselle Leduc? Soy Maître Delambre, el abogado de Laure Rousseau -dijo una voz aguda de hombre.
Gracias a Dios. Pero parecía joven, como si todavía no le hubiera cambiado la voz.
– Estoy en medio de una sesión en el tribunal, así que iré al grano. Tenemos nuestras reservas por lo que respecta a su implicación en el caso de Laure Rousseau.
– ¿A quién se refiere con el «tenemos»? -dijo Aimée tomando aire-. Laure me pidió ayuda.
– La investigación de la policía ha sido exhaustiva -dijo él.
No solo parecía joven, sino que tenía que demostrar quién estaba al mando. Pulsó el botón de la cafetera, que emitió un gruñido al ponerse en funcionamiento.
– ¿Tan exhaustiva, Maître Delambre, que todavía no han interrogado a los vecinos del edificio de enfrente o han investigado una claraboya rota?
– Eso es responsabilidad de la unidad de investigación -dijo él-. Y usted, ¿cómo sabe todo eso?
– Como ya le he dicho, Laure me pidió ayuda -dijo ella. Era mejor explicarlo todo y tratar de trabajar con él, no aislarlo-. Somos amigas de la infancia; nuestros padres trabajaban juntos en la policía.
– Sus intenciones son admirables, seguro, pero su implicación no ayudará en nada y no se verá como otra cosa sino como una interferencia.
En otras palabras, retírese.
– Soy detective privado -dijo ella, imaginando que sería mejor no mencionarle que su campo era la seguridad informática-. Ese es mi trabajo. Ni siquiera parece interesarle que haya podido haber algún testigo ocular.
– Por supuesto, la policía interrogó a todos los que estaban en la zona -dijo él-. Estoy seguro de que son conscientes de la existencia de cualquier dato pertinente y lo mencionarán en su informe.
– Me gustaría ver ese informe y discutirlo con usted.
– Como ya le he dicho…
– Laure me contrató y es por su bien por lo que debemos trabajar juntos -dijo ella, adornando la verdad-. Pero, por supuesto, es su turno.
Humeante y espeso café amargo goteaba en la pequeña tacita a su lado.
– Y ¿qué quiere decir con eso, mademoiselle Leduc?
– ¿Preferiría que le contara lo que he averiguado a usted o directamente a la Proc?
Silencio.
– Lo discutiré con mi cliente -dijo él.
– Mire, yo me la encontré herida y conmocionada. Eso debería aparecer en el informe. Los bolsillos de Jacques estaban dados la vuelta, los habían registrado. Ya que los flics no revelan información a personas ajenas a la investigación, ¿podría enterarse de lo que dice el informe policial?
La única respuesta que obtuvo fue el ruido de papeles al moverse.
– Me gustaría ver a Laure.
Él tomó aire.
– No está claro que la permitan verla.
– Necesitaría obtener un pase y una carta suya, ¿verdad?
– Déjeme comprobarlo.
Sin comprometerse, evitando un simple no. Pero ella no lo dejaría estar.
– Le agradecería eso y poder ver el informe de los de la científica -dijo ella-incluyendo los hallazgos del laboratorio. Estoy preocupada por los restos de pólvora que dice Laure que encontraron en sus manos. Por supuesto, es un error.
– El horario de funcionamiento del laboratorio es de seis de la mañana a seis de la tarde -interrumpió él.
– Así que podría tenerlo para esta tarde -dijo ella-. Volveré a llamar más tarde.
Colgó y dejó caer dos terrones de azúcar moreno en el café negro. Una gota caliente le cayó en el dedo y la chupó. Tal y como había temido, a Laure le habían asignado un abogado como último recurso.
René trepó a la silla ortopédica hecha a medida para su altura de poco más de 1,20 m. Ella se fijó en su traje cruzado y su manicura recién hecha mientras mordía la parte superior azucarada del religieuse, un pastelillo parecido a una bomba de crema. Su forma tenía un origen antiguo, y se suponía que se parecía a una famosa diaconisa de un convento del siglo XV.
– ¿Quieres uno? -René empujó la caja de pastas hasta el otro extremo de la mesa.
¿Por qué no? ¿Qué importaba ya si cabía o no dentro de ese vestidito negro, un vintage de Schiaparelli que había descubierto en un rastrillo parroquial?
– Merci -dijo, mientras se acercaba a su lugar de trabajo e intercambiaba el expreso por un pastelillo relleno de café-. ¿Te acuerdas de mi amiga Laure?
René asintió; se habían conocido el año anterior.
– Tiene problemas.
– Eso he oído -dijo-. Lo nuestro es la seguridad informática, ¿recuerdas?
Señaló su escritorio, una pila de solicitudes de presupuestos al lado de su portátil.
– Ahí tienes algo con lo que mantenerte ocupada.
– Se lo debo, René -dijo ella-. Ha sido una trampa.
– ¿Estás segura de eso? -René revolvió el café negro, posando sus ojos verdes en la espuma color crema que rodeaba la tacita-. Supondría un estímulo que nos pagaran. Para variar, Aimée.
– No admito discusiones en esto -dijo ella.
¡Ojalá sus clientes pagaran a tiempo por la seguridad para sus ordenadores! Se apoyó en el borde de su escritorio. Se manchó las palmas de las manos con aceite de nuez para muebles, denso y pesado. ¡Otra vez había estado limpiando!
– No tiene ningún sentido que disparara a su compañero en un tejado, René.
– ¿Qué es lo que sabes? -René entrecerró los ojos.
Ella bebió a sorbitos su café y explicó lo que había pasado.
– Parece un accidente -dijo René-. Quizá Laure se tropezó en la nieve y se le disparó el arma.
– Las Manhurin están diseñadas para evitar eso -interrumpió ella-. Un dispositivo de seguridad evita que el percutor descienda accidentalmente. Imposible.
René se acariciaba la perilla.
– Asuntos Internos sacará la conclusión de que fue un accidente, ¿no crees?
– René, la encontré inconsciente, y a Jacques con un tiro… Su corazón siguió funcionando brevemente, pero era demasiado tarde.
Se detuvo, hizo un movimiento negativo con la cabeza, mientras veía la imagen de los copos en las pestañas de Jacques, y su sangre fluyendo poco a poco en la nieve. Luchaba contra el sentimiento de que él había intentado decirle algo.
René la miraba fijamente.
– Lo siento, Aimée.
La caldera de vapor chisporroteaba, expulsando oleadas de calor que se evaporaban en algún lugar a la altura del elevado techo. Se obligó a continuar.
– Luego, en el tejado de al lado, Sebastian y yo descubrimos una claraboya rota y huellas húmedas de pisadas en la alfombra debajo. Eso me explicó la huida.
– ¿La huida?
– Sí, del asesino. Luego aparecieron los flics y nos batimos en retirada por el tejado.
René dejó escapar un suspiro.
– Me prometiste que acabarías con todo esto, ¿verdad? Deja que se encarguen los flics.
Sonaba igual que Guy. Pero Guy ya no estaba por allí para hablarle así de nuevo. Se pasó las uñas con el esmalte cobrizo descascarillado por su pelo pincho.
– Laure puede enfrentarse a la cárcel.
No quería pensar en La Santé, la superpoblada prisión del siglo XVIII, las celdas sin calefacción y la reacción de las internas cuando descubrieran que Laure era una flic.
– Me siento responsable.
– ¿Responsable? Lo siento, pero parece que Jacques se lo buscó él mismo.
– Laure siempre tiene que estar probándose a sí misma para seguir los pasos de su padre. Por supuesto, haría cualquier cosa que Jacques le pidiera, no como yo.
– Nadie es como tú, Aimée -dijo René poniendo los ojos en blanco-. Gracias a Dios.
– René, Laure es lo más parecido a una hermana pequeña que tendré nunca. Está acomplejada y es muy sensible con respecto a su paladar hendido. La conozco, se desmoronará si la encierran.
Completamente.
Aimée arrugó la nariz, consciente del olor a flores que llegaba de algún lugar de la oficina.
– De todos modos, me he puesto al día. Preparé tres cuartas partes de los presupuestos ayer por la noche. -Y por eso me perdí la recepción de Guy.
– Morbier ha dejado un mensaje para ti -dijo René-, algo sobre mantener tus manazas a salvo. Igual le debes disculpas.
– ¿Qué puedo hacer?
– ¿Me estás pidiendo consejo? -René fingió terror-. Te va a costar. Di que lo sientes con flores. Es un romántico.
– ¿Estamos hablando de la misma persona?
Ella echó un vistazo a la oficina. Encima del soporte de la impresora se encontraba un tarro de mermelada con ramos de narcisos de un blanco puro, llenando el aire con su fragancia. Un presagio de la primavera.
– ¿Ya estamos celebrando la primavera? ¿O es un día especial? -preguntó, tratando de adivinar de dónde habían salido sin preguntar directamente-. ¿Qué pasa? ¿Buenas noticias? -Dejó la frase flotando, esperando que dijera que las había enviado Guy.
– Saca los datos de Salys. -Fue la única respuesta, al tiempo que los dedos de René se movían a toda velocidad sobre el teclado-. Necesitamos el borrador de una propuesta. Para el mediodía.
Su corazón le dio un vuelco. Guy no las había enviado.
La forma en la que René evitaba contestar, su apariencia… esa sensación de tener el estómago encogido… ¿serían celos? ¿Habría conocido a alguien? ¿Cómo podía estar celosa? Bueno, ¡era maravilloso que a René le hubiera picado el gusanillo! Lo contempló. Se veía en su cara. Tendría que estar contenta por él, entusiasmada. ¿Por qué no lo estaba? Solo porque Guy la había dejado, no quería decir que René no podía encontrar el amor.
– ¿Quién es ella, socio?
– ¿He dicho algo?
Ella sonrió.
– No hace falta.
– Tenemos trabajo. Mucho.
– Más vale que me lo digas -dijo ella mientras añadía más agua a los narcisos-. O te agobiaré hasta que lo hagas. -Echó hacia atrás la silla y repasó la correspondencia.
– Fui a tomar una copa con alguien después de una fiesta bajo la luna llena -dijo él.
– ¿Quieres decir que fuiste a una macrofiesta?
– Eso lo dejamos para hoy -dijo-. Eh, voilà.
René estaba lleno de sorpresas.
– ¿Cómo se llama?
Balbuceó algo.
– No lo he cogido.
– Magali. Ahora saca la cuenta de Salys.
– Lo acabé ayer.
Él se la quedó mirando fijamente.
– Mientras tú salías a bailar. Para variar, ¿eh?
Sumiso, René suspiró.
– Simplemente nos conocimos. Ahora no empieces con que Guy y tú queréis…
– ¿Conocerla? No te preocupes.
Se había guardado lo de Guy. No había motivos para preocupar a René cuando él era tan feliz. Afuera, el hielo que se derretía rociaba con gotas de plata la ventana sobre la rue du Louvre.
– René, necesito ayuda con un seguimiento. Interrogué a una mujer que vive en un piso alto desde donde se ve el lugar en el que dispararon a Jacques. Pero no pude encontrar a una prostituta que hay en la calle de enfrente.
Él arqueó las cejas.
– Por si no te has dado cuenta, tengo una reunión acerca de la cuenta de Salys dentro de media hora. Por lo menos son puntuales a la hora de pagar.
Y era una buena cuenta, además.
– Después de eso, vete por favor a hacer este encargo del caso de Laure.
– ¿Yo? -resopló René-. ¡Cómo si pasara desapercibido entre la multitud!
– Encuentra a la pute. Eso es como un pueblo. Los de Montmartre no se consideran parte de París. Además, tú eres perfecto.
– ¿Qué tal Toulouse-Lautrec reencarnado y moviéndome por ahí con una paleta para los turistas?
Ella sonrió.
– Es una idea.
– En este campo, cada uno usa lo que tiene, ¿no? -dijo él medio en broma y se detuvo, con sus dedos sobre el teclado.
Ella se inclinó hacia adelante.
– Están restaurando el edificio. Alguien sabía que uno de los pisos de arriba estaba vacío. Digamos que el asesino atrajo a Jacques desde este piso vacío y luego se aprovechó de la aparición de Laure para encasquetárselo. Él conocía el edificio y escapó por el tejado de al lado. Es una teoría.
– Ya lo he dicho antes: tienes una imaginación hiperactiva. Haz que trabaje en nuestra nueva cuenta con Salys.
Tenía razón, por supuesto.
– Ya lo he hecho.
Pulsó el teclado y el fichero de Salys apareció en su portátil.
– Envié la propuesta ayer por la noche; estarán preparados.
Extendió sobre la mesa el diagrama de los edificios y el patio que había hecho en la comisaría.
– Vi luces y escuché música de una fiesta ahí -dijo mientras señalaba una vivienda-. Estoy intentando echar mano al dueño, un tal monsieur Conari.
– Ya le interrogarán los flics.
– Puedes buscar a la prostituta después de tu reunión con Salys. Interrógala, y también a cualquiera que veas entrar en cualquiera de los edificios contiguos al de enfrente de donde dispararon a Jacques. El tiempo pasa. Yo me concentraré en el que se celebró la fiesta.
– ¿De verdad quieres que vaya de forma encubierta?
¿Había en su voz un cierto brillo de interés?
– ¿No es eso lo que siempre has querido, socio?
Aimée trabajó en unos programas antivirus. Dos horas más tarde, la impaciencia pudo con ella y llamó de nuevo a Maître Delambre.
– Estará aquí en cualquier momento -le dijo su secretaria.
Tenía que pillarlo antes de que marchara a otra vista. Echó mano de su abrigo de cuero. Sin el informe policial, era como dar palos de ciego.
– Por favor, dígale que Aimée Leduc está de camino para hablar con él.
Las oficinas de Maître Delambre impresionaban más que la apariencia del abogado. Pálido, con gafas de metal y pelo parduzco, con su larga túnica negra de cuello blanco no parecía tener más de 25 años.
El techo abovedado de madera y las estanterías cubiertas de expedientes legales y gruesos volúmenes del código penal no contribuían a acallar sus miedos. En el membrete del bufete impreso en gruesas hojas de vitela se podía leer: «Delambre e Hijos». Un asunto de familia. Quizá Laure debería pedir la ayuda del padre.
– Maître Delambre, estoy preocupada por Laure Rousseau -dijo Aimée.
– Todavía no he conseguido hablar con mi cliente -le dijo mientras ella se sentaba en una butaca-. ¿Cómo puedo saber que es verdad que ella la contrató?
La semántica, pensó Aimée. Ignoró el tono dubitativo de sus palabras.
– ¿Ha recibido el informe de la policía científica?
– Acabo de llegar al despacho -dijo él, molesto-.Tengo que encargarme de un montón de mensajes. Ella es solo una de tantos clientes.
– ¿Y a cuántos de ellos les espera la cárcel por haber disparado a su compañero? -preguntó Aimée-. Por favor, es importante. Le agradecería que lo comprobase.
– Un momento. -Ordenó un montón de papeles y carraspeó-. Veamos aquí. -Una pausa, más movimiento de papeles.
Afuera, en el muelle, el aguanieve batía contra el techo de un autobús parado en medio del tráfico. Ella oyó que cogía aire y se volvió hacia él.
– La han trasladado. Al Hôtel Dieu, pabellón Cusco.
Ella se aferró a los brazos de la silla. ¡Era el pabellón de cuidados intensivos para delincuentes del hospital público de la Île de la Cité!
– ¿Se han presentado cargos?
– Todavía no. Sin embargo, en estos casos, ese es el siguiente paso.
– ¿Se ha deteriorado su estado?
– Imagíneselo, mademoiselle Leduc -dijo-. Usted es la detective.
Aimée ahogó un gruñido.
– ¿De qué información dispone?
– Sufrió una conmoción cerebral importante -dijo, tras consultar un cuadernillo-. Por lo que dice aquí, está estable pero monitorizada. Es todo lo que sé.
¿Laure en cuidados intensivos? Las complicaciones surgían amenazadoras y la posibilidad de daño irreversible pasó por la mente de Aimée. Y la representaba un joven abogado que parecía que acababa de sacar el título.
– Por favor, enséñeme el dosier -dijo ella.
Con desgana, lo deslizó sobre la mesa de caoba. Por lo menos está tratando de ser complaciente, pensó.
En el interior vio el pròces-verbal, constituido por la declaración de Laure, breves informes que describían el escenario del crimen, las condiciones atmosféricas y una descripción del cuerpo y un diagrama superficial del tejado hecho a lápiz. Incluso su propia declaración estaba incluida.
– ¿No había un informe del laboratorio?
Maître Delambre negó con la cabeza.
– Qué extraño. Laure me dijo que la prueba de laboratorio había encontrado residuos de pólvora en sus manos, aunque ella no había disparado su arma desde hacía un mes.
Lo miró con más atención. La persona que había dibujado el diagrama de la escena del crimen no había tenido en cuenta el ángulo del tejado en el andamio, algo que ella solo había podido contemplar desde lo alto de la chimenea. No se mencionaba la claraboya rota en el edificio adyacente. Las fotografías de la policía, adjuntadas al final del informe, mostraban únicamente la zona de alrededor del cadáver de Jacques.
– Tiene que exigir que se realice una investigación más detallada del tejado.
– ¿Me está diciendo cómo tengo que hacer mi trabajo?
Ella tomó aire. ¿Cómo podía hacer que él hiciera algo sin revelar sus andanzas de la pasada noche por el tejado?
– Para nada, Maître Delambre, pero cuando tuvo lugar el crimen, estaba teniendo lugar una tormenta de nivel 3, unas condiciones atmosféricas muy difíciles. No hay duda de que se les escapó algo.
– Compruébelo usted misma -dijo.
Ella echó un rápido vistazo a la lista de personas que habían acudido a la fiesta y que habían sido interrogadas en el edificio del otro lado del patio. Nadie había visto, oído o notado nada. ¿Habrían interrogado al hombre que ella vio en la verja?
¿Sería debido al poco tiempo disponible por lo que el informe de la científica para la Proc era tan superficial? Laure era la única sospechosa; no habían seguido ninguna otra línea de investigación.
– Hablé con una mujer que vive en el piso de arriba del edificio junto al que se produjo el crimen -dijo ella-. Ayer por la noche, escuchó voces de hombre en el tejado, pero nadie le ha preguntado nada. Y la claraboya del vestíbulo de su edificio estaba rota.
Le mostró las polaroid que había sacado.
– Aquí se ven los cristales rotos en el portal. Quédeselas.
– Merci. Si es algo relevante, seguro que la policía lo descubrirá -dijo él, dudando por primera vez-. Escuche, hay otro problema.
Ella levantó la vista del informe.
– ¿Qué quiere decir?
– Una tal Nathalie Gagnard ha denunciado a Laure -dijo.
Aimée recordaba el apellido de Jacques.
– ¿Su esposa?
– Ex esposa. Acusa a Laure de asesinato.
Estupendo.
– También hablará en una entrevista en la edición de mañana de Le Parisién.
– ¿No puede evitar que se publique la entrevista?
Ella oyó las campanadas de un reloj, lentas y medidas.
– Demasiado tarde.
Aimée mostró su pase y su autorización a los dos jóvenes policías del Hôtel Dieu. En lugar de plantear problemas, le mostraron el camino a la sala de delincuentes internos del hospital. Las enfermeras andaban deprisa, sus pasos golpeaban las descascarilladas baldosas art nouveau surcadas por estrechos haces de luz que entraba a través de las persianas de las ventanas. Normalmente evitaba los hospitales, pero aquí estaba, en el segundo en dos días.
Y entonces se quedó helada, enfrentada a una pálida Laure que yacía enganchada a máquinas que goteaban fluidos a través de tubos trasparentes. Los monitores emitían pitidos. El olor a alcohol y a desinfectante de pino impregnaba todos los rincones.
La mente de Aimée regresó a una tarde en los Jardines de Luxemburgo bajo los árboles moteados por el sol y las sombras que danzaban sobre la gravilla. Su padre y Georges, el padre de Laure, estaban leyendo el periódico sentados en bancos verdes de listones de madera, compañeros que dependían el uno del otro cuando arriesgaban sus vidas y estaban gastándose bromas. El ruido del fluir del agua de la fuente y su humedad se agradecían en el calor pegajoso. Habían pasado dos veranos desde que su madre americana se había marchado. La pequeña Laure, con diez años, le había confiado en el parque infantil que tenía intención de seguir los pasos de su papá en la policía.
Los pitidos y chasquidos de las máquinas junto a la cama la devolvieron a la realidad. Obligó a sus piernas a moverse. ¿Podría hablar Laure? ¿Estaría lo suficientemente bien?
– Ça val ¿Qué tal te encuentras? -le preguntó mientras le acariciaba los dedos helados, con cuidado para evitar las vías intravenosas pegadas con esparadrapo a su muñeca y al dorso de la mano.
Los ojos de Laure luchaban por abrirse. Tenía las pupilas dilatadas. Lentamente, su rostro se iluminó al reconocerla.
– El informe… has leído el informe… ¿por eso estás aquí, bibiche?
– Laure, ¿qué informe?
– Hace mucho frío. ¿Dónde estoy? -preguntó Laure, confusa.
– En el hospital.
Aimée tiró de la manta hacia arriba hasta la barbilla de Laure.
La mirada de Laure vagaba sin rumbo.
– ¿Por qué?
¿Habría hecho la conmoción que perdiera la memoria?
– Tranquila, Laure -dijo-. No te preocupes. ¿Recuerdas lo que ocurrió?
Laure intentó poner un dedo sobre los labios, pero no pudo.
– Es… es un secreto.
Aimée sintió que la espalda se le tensaba.
– ¿Un secreto?
– Non. Se supone que no… -Laure intentó incorporarse sobre el codo, pero resbaló. Con un suspiro exhausto, se rindió y se echó hacia atrás, con el enredado pelo castaño extendido sobre la almohada-. No… el informe… no es correcto.
– ¿El informe de Jacques?
Laure parpadeó, movió la cabeza y luego hizo una mueca de dolor.
– Me pediste que te ayudara, ¿recuerdas? -dijo Aimée-. Si me ocultas cosas, no puedo ayudarte. Incluso aunque le prometieras guardar silencio, ahora puedes hablar. No vas a ayudarlo por guardártelo.
Nada podía ahora ayudar a Jacques. Aimée odiaba presionar a Laure mientras estaba desorientada, pero, con suerte, quizá mencionara un sonido, un detalle que pudiera identificar al atacante.
Aimée colocó un pequeño tiesto con violetas de invernadero junto a la jarra de agua que había sobre la mesilla. Dígaselo con flores: ¿no era eso lo que René había recomendado para Morbier?: «Mala suerte que no huelan».
– Violetas en invierno. Merci.
Cuando estaba de camino, Aimée había gastado una fortuna por comprar fuera de temporada en el Mercado de las Flores, detrás del Hôtel Dieu. Había preguntado a la florista de coloradas mejillas, una mujerona que llevaba puestos varios jerséis debajo de la bata, cómo sobrevivían las flores con tanto frío.
– ¡Pero esto les gusta a las flores, mademoiselle! -le había contestado.
Laure sonrió débilmente.
– Qué detalle. Siempre cuidándome.
– Laure, ¿qué es lo que recuerdas?
Una mueca de dolor cruzó el rostro de Laure. La fina cicatriz blanca que arrugaba su labio superior captaba la luz.
– Me estalla la cabeza. Es como si estuviera llena de algodón.
– Inténtalo, Laure, por favor. Intenta acordarte de cuando subías por el andamio y dime lo que oíste.
Laure apretó los puños, pero sus ojos se abrieron como si recordara algo.
– Tranquila, Laure -dijo Aimée mientras desplegaba sus dedos rígidos.
– Es tan duro… sí, Jacques me llamó. Gritando. Los hombres…
¿No había dicho Zoe Tardou que había oído voces de hombres?
– Dijiste que tenía una cita con un confidente.
Un nuevo brillo iluminó los ojos de Laure.
– Necesitaba que lo cubriera. Ahora me acuerdo, pero… me estalla la cabeza.
– ¿Viste a esos hombres?
Aimée se inclinó hacia adelante y se agarró a la barra de metal de la cama.
– ¡Te tendieron una trampa! ¿Cómo eran?
– Oí voces de hombres, no recuerdo más.
– ¿Sonaban enfadados?
Laure se frotó la cabeza.
– ¿No pueden darme nada para el dolor?
– ¿Como si estuvieran discutiendo? ¿Eran voces suaves o graves?
– No hablaban francés -dijo-. No los entendía.
Zoe Tardou había dicho lo mismo.
– ¿A qué te sonaba?
Laure cerró los ojos.
– Trata de pensar, Laure -dijo-. ¿En qué idioma hablaban?
– Solo me acuerdo del olor a sudor rancio, algo fugaz que llegaba del tejado -dijo con voz cada vez más inaudible-. Yo pensaba que era Jacques, y que seguro que tendría mucho miedo. Puede que… no sé… la forma en la que me llamó.
¿Un hombre aterrorizado porque un trato no había salido bien? ¿O había algo más?
– ¿Tenías miedo por Jacques? ¿Pensabas que podía necesitar ayuda? ¿Por qué entraste en el piso, Laure?
Las lágrimas surcaban sus pálidas mejillas.
– ¿Qué otra cosa podía hacer? Ni siquiera pude aprobar el examen… Jacques lo arregló todo para mí…
¿El examen de la policía, ese para el que Laure se había pasado noches estudiando?
– No te preocupes por eso -dijo Aimée secándole las lágrimas con un pañuelo y acariciándole el brazo.
Si Laure había sorprendido a los hombres con los que se iba a encontrar Jacques, quizá la atacaron, cogieron su pistola y la utilizaron para disparar a Jacques. Pero Aimée no sabía cómo explicar los restos de pólvora en las manos de Laure.
– Papá me hizo prometer… no contarte… -La voz de Laure se desvaneció en el aire.
– ¿No contarme? ¿Qué?
Georges había fallecido varios años antes. ¿Habría la conmoción hecho que volviera al pasado y reviviera recuerdos? Aimée se encontró invadida por un presentimiento.
– ¿Qué quieres decir, Laure?
Intentó evitar el tono exasperado que utilizaba con la joven Laure cuando se pegaba a Aimée como una lapa y la imitaba en todo.
Laure parpadeó.
– Ese montón de Carambar, ¿te acuerdas? No te lo dije. Los cogí de la portera.
Carambar, los caramelos que siempre habían encantado a Aimée.
– No quiso hacerlo, Aimée. Ninguno de los dos quisieron hacerlo -consiguió articular Laure, casi sin aliento.
Aimée sintió que toda ella se tensaba. La forma en la que hablaba Laure indicaba que en su mente había algo más que caramelos robados.
– ¿Quiénes no quisieron?
– Cuando llegamos de la escuela… el día que robé los Carambar… el sobre… encima de la mesa de la portera. ¿Te acuerdas de que yo solía imitarla?
Aimée se sintió alarmada por los pitidos agudos de uno de los monitores.
– Laure, no entiendo.
– Tu papá, el informe decía que tu papá… non, estoy tan confusa. Eso ocurrió mucho más tarde. Algún encubrimiento -dijo recostándose-, con Ludovic… demasiado cansada.
Aimée sintió que se le revolvía el estómago. Las palabras de Laure indicaban que su padre había estado implicado en algo turbio. ¿Un encubrimiento? ¿Con Ludovic?
– Mademoiselle, apártese, por favor.
Aimée sintió que unos brazos la quitaban de en medio y por el rabillo del ojo vio personal con bata blanca que pasaban corriendo por su lado.
– ¡Oxígeno! Controlen su tensión arterial -dijo un médico-. Tiene las pupilas muy dilatadas.
– Sesenta sobre cuarenta -dijo la enfermera.
– Parece que la presión intracraneal está aumentando…
Aimée anduvo tambaleándose hasta el lugar donde estaban las enfermeras. Se oyó el ruido de los ganchos que tintinearon cuando corrieron una cortina blanca alrededor de la cama de Aimée.
– Por favor, díganme que está ocurriendo.
– Complicaciones -dijo una seca enfermera al tiempo que cogía un gráfico.
Complicaciones. ¿Quería eso decir daños irreversibles?
– ¿Por qué ha empeorado su estado?
– Ahora solo se permite aquí personal médico. Tiene que salir.
– Pero mi amiga…
– Nos ocuparemos de ella, llame más tarde -dijo la enfermera de forma brusca e imperiosa mientras conducía a Aimée hacia el exterior.