Lucien empujó para abrir la cubierta de chapa ondulada que habían clavado sobre la puerta del almacén, se deslizó hacia fuera y se echó a la espalda la caja de música.
Tres años en París y no había conseguido nada.
Se imaginaba que Kouros se habría retractado del acuerdo de grabación bajo la sospecha de que él pudiera tener relación con los terroristas. Y ahora, en lugar de un contrato con Soundwerx, tenía a la ley tras él y, casi peor, un tipo corso había intentado incriminarlo como terrorista.
En la húmeda calle, los clientes hacían cola fuera del local del kebab. Se fijó en una mujer con chaqueta vaquera y pelo pincho que miraba un escaparate dándole la espalda. Sus largas piernas cubiertas por medias negras finalizaban en tacones de aguja.
Podría también llamar al organizador del festival de música étnica de Châtelet y concertar una cita. Como sus trabajos de discjockey tenían lugar en clubes alternativos que los flics no vigilaban, podría sobrevivir.
Pasó de largo el Kabab Afrique, con las contraventanas abiertas de un verde descolorido. En ese momento preferiría una galleta canas trelli, el tradicional picoteo corso para tomar con vino por la tarde. Y tener cerca las casas de piedra color rosáceo y amarillento bañadas por el sol y regodearse con los últimos rayos cobrizos del día. Sin embargo, se encontraba en un callejón densamente poblado de edificios del siglo XIX de un gris plateado iluminados por la pálida luz invernal.
La mujer que llevaba la chaqueta vaquera le estaba preguntando algo.
– Pardon, monsieur.… -Se le cayó la bolsa en el empedrado delante de él.
Él se agachó para recuperarla al mismo tiempo que ella. Sus cabezas se chocaron y se tocaron sus manos.
– Ha sido culpa mía, lo siento -dijo ella.
Sus mejillas sonrosadas, ojos enormes y su llamativo rostro le hicieron perder el equilibrio. Se había olvidado de que existían otras mujeres, otras mujeres que merecieran la pena.
Y entonces vio el miedo en sus ojos. Ella agarró fuertemente la bolsa, se incorporó y dio un paso atrás. Se abrió paso doblando la esquina en dirección a un estrecho callejón, distanciándose.
¡Mujeres! Se colocó bien la funda de la cetera y miró calle abajo. Le horrorizó ver el brillo de un cuchillo esgrimido por un hombre que había arrinconado a la mujer contra un montón de muebles rotos.