Lunes por la noche

La luz roja parpadeaba en la cara sonriente de Jacques, dándole un aspecto demoníaco. Estaba de pie, al lado de un sucio montón de nieve, atándose la chaqueta.

– ¡No tiene gracia, Jacques! -dijo Laure.

Él se encogió de hombros y cambió su expresión por la que dedicaba a los cachorros o la que ponía cuando cedía el sitio a una anciana en el autobús.

– Una pena que montes semejante escena, Laure.

– ¡Ya sabes por qué!

– Eres tan amable, Laure… Deja de preocuparte por mis recetas. En el centro de salud me recetan estas pastillas para relajar la espalda.

Sus tics nerviosos habían ido a más. Y el cóctel de pastillas que acababa de tragar con la bebida no ayudaba.

– Mira, Jacques, se trata también de mi carrera. Y este es mi primer caso de patrullera.

– ¿Quién te ha ayudado, eh? ¿Quién convenció al comisario para que no tuviera en cuenta los resultados del examen?

Su puntuación había sido muy baja, era cierto. Ignoró la luz intermitente de neón del cartel del Sexodrome que enviaba reflejos de luz roja a su cara, así como las grandes fotografías de mujeres ligeras de ropa anunciando el decadente atractivo de Pigalle.

Él sacudió su cigarrillo en el borde de la acera. Su punta naranja chisporroteó y se apagó en la nieve sucia.

– Quería que estuvieras conmigo, compañera -dijo-. Por si acaso.

– ¿Por si acaso?

La sorpresa y una rápida ola de orgullo la invadieron. Sin embargo, nada era fácil con Jacques.

– ¿Por qué tengo la sensación de que vas a hacer una tontería?

– Pero no lo haré si estás conmigo. Tengo una cita con un confidente. Jugaré bien mis cartas.

¿Lo mismo que había hecho con lo del divorcio y las pastillas?

La nieve caída que había formado una alfombra en la calle se ensuciaba al paso de los autobuses, pero cubría de escarcha el cartel «Le sex live 24/7» sobre sus cabezas, como si fuera azúcar glas.

Tal y como se lo acababa de recordar, Jacques no solo la había recomendado, sino que la había aceptado como compañera cuando nadie más se había ofrecido voluntario. La había invitado a tomar algo después del trabajo y la había obligado a hablar de qué tal había ido el día; la había hecho reír y había reforzado su confianza. Tenía una deuda con Jacques.

– ¿Quién es ese confidente y por qué es tan importante encontrarse con él esta noche? -preguntó Laure.

– No hagas preguntas. Confía en mí.

A Laure le preocupaban el Citroën nuevo que había pagado a plazos y la petaca de la que sorbía cuando pensaba que ella no lo estaba mirando. Jacques tenía una reputación estelar, pero… su divorcio lo había dejado muy tocado.

– Sé que estás presionado -dijo ella-. Me preocupas. Antes de que vayamos a la cita, vamos a hablar de ello.

Jacques le dedicó una luminosa sonrisa.

– No te he pedido nada, Laure. Esto es lo que necesito.

– ¿Igual que necesitas…?

– Es algo personal -dijo Jacques.

El viento arreciaba y levantó la nieve sobre sus pies.

– Este confidente es complicado.

– ¿No son los de Antivicio los que se ocupan de los confidentes? -preguntó Laure.

– Construir y ganar la confianza de un informador lleva su tiempo. Poco a poco, preparando el terreno. ¡Te estoy enseñando, recuerda! ¿Me sigues, compañera?

Ya no se mostraba reacia.

Jacques le guiñó un ojo.

– Ya te lo he dicho, cinco minutos y volvemos a L'Oiseau, ¿vale?

Hizo caso omiso de sus premoniciones mientras se calaba un gorro de lana sobre la abundante melena castaña, determinada a descubrir qué es lo que había hecho que el labio superior de Jacques brillara con pequeñas gotitas de sudor, qué había hecho que se crispara.

Detrás de ellos estaba la place Pigalle, desierta. Solo quedaban los matones de las tiendas eróticas que se frotaban los brazos mientras llamaban a los taxis que se detenían delante de la puerta. Jacques señaló el Citroën aparcado.

– ¿No íbamos a ir a dos manzanas? -dijo ella.

– Así es -dijo él-. Pero con este tiempo llegaremos y volveremos antes si vamos en coche.

Pasaron la tienda de música de la esquina, un local donde alternaban los amantes del heavy metal durante el día, en un barrio repleto de tiendas de instrumentos.

Al girar hacia la calle André Antoine, pasaron junto a un pequeño hotel. La nieve fresca cubría los tejados en mansarda de los edificios de piedra blanca de estilo Haussmann. Una mujer con un abrigo negro, tiritando, con tacones altos y medias de red, permanecía bajo una lampadaire en un portal en una esquina, para luego retroceder en las sombras.

Jacques aparcó en el bordillo donde la calle formaba una curva. Pulsó un botón en una verja de forja, se escuchó un zumbido y la verja se abrió. Laure lo alcanzó según cruzaba el pequeño patio a grandes zancadas, con los pies pisando sobre el hielo. Los pisos altos y el tejado del edificio estaban rodeados por andamios de madera.

Se sacudió la nieve de los pies, deseando haberse puesto calcetines de lana y otro tipo de botas. Los guantes… se los había dejado en el coche. Jacques pulsó un código y la puerta se abrió, dejando a la vista un vestíbulo con una alfombra roja hecha jirones.

– Espera aquí -dijo Jacques.

– ¿En este vestíbulo helador?

Iba a cometer una tontería. El protocolo policial exigía que la pareja permaneciera junta, no que se dividieran.

– ¿No éramos un equipo?

¿Equipo? En el trabajo, lo eran.

– No estamos de servicio, ¿te acuerdas? -dijo ella-. ¿Hasta qué punto es algo personal?

– Más de lo que tú crees. Pero puedes dejar de preocuparte. Sé lo que me hago.

Se acarició el lóbulo de la oreja, un gesto que algunas mujeres encontraban encantador. Sonrió. Su mote en la comisaría era «Monsieur Encanto».

– Dime qué está ocurriendo, Jacques.

– Solo necesito que me cubras.

¿Lo estaba entendiendo bien?

– ¿Así que quieres que te avise si aparece alguna mala bestia?

Él se puso un dedo sobre los labios y guiñó un ojo.

– Me fío de ti para que sepas lo que tienes que hacer.

Jacques corrió escaleras arriba. Ella oyó cómo sus pasos se paraban en el tercer piso. Intranquila, estudió los nombres en los buzones. No le decían nada nuevo. Después de cinco fríos minutos, subió la alfombra roja de las escaleras, que crujían. Después de tres pisos, se encontró en un descansillo de luz mortecina lleno de montones de madera y con un fregadero viejo, donde frías corrientes de aire remolineaban en su cara. Una puerta abierta conducía a una vivienda a oscuras.

– ¿Jacques? Déjate de jueguecitos -gritó.

No hubo respuesta. ¿Qué había hecho ahora este tonto?

Entró en el piso, en la oscuridad con olor a rancio, y sus pasos resonaron en el suelo de madera. Parecía vacío. Desde una ventana abierta, ráfagas de viento hacían que la nieve se posase en el suelo. Y luego oyó el sonido lejano de cristales rotos.

Asustada, se bajó la cremallera de la chaqueta y sacó la pistola que hasta ahora solo había disparado en las prácticas de tiro. Su corazón se aceleró. ¡Drogas! ¿Estaba él enganchado? Por nada del mundo arriesgaría su placa por culpa de su vicio. Echó un vistazo rápido por la ventana. Ni rastro de Jacques.

Salió al andamio y recorrió el resbaladizo paso de planchas de madera que sujetaba el edificio de piedra, con las manos sin guantes y petrificadas de frío.

– Laure…

La voz de Jacques, el resto de sus palabras, se perdieron en el viento.

Una ráfaga ululante le golpeó la cara al tiempo que se erguía en el andamio e intentaba alcanzar el borde de tejas gris azuladas del resbaladizo tejado. Un puñetazo la hizo caer de rodillas. El segundo golpe le abrió la cabeza contra el andamio, junto a lo que pareció un relámpago.

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