Aimée echó de nuevo un vistazo a su reloj de Tintín. Casi las once.
– ¿Qué es lo que le lleva tanto tiempo a Laure?
Morbier se encogió de hombros, mientras bebía un buen trago de su copa de vino.
– Mejor que felicitemos ahora a Ouvrier, antes de que se vaya.
Ouvrier estaba de pie cerca de ellos, con una caja de terciopelo azul en las manos que contenía un reluciente reloj de oro.
– Treinta y cinco años de servicio.
Ella vio una expresión melancólica en su cara alargada.
– Felicidades, Ouvrier -Aimée lo rozó con el codo-. ¿Cómo lo harás ahora para no meterte en problemas?
– Ma petite, ya he tenido suficientes problemas -dijo al tiempo que le dirigía una pequeña sonrisa.
A Ouvrier, viudo y alejado de sus hijos, y propenso en invierno a achaques en una rodilla debido a una herida de sus años de novato, lo habían dejado al margen. Una nueva generación de flics estaba tomando el relevo. Ella lo sentía, consciente de sus cicatrices, por dentro y por fuera. Porque ahora, después de sus años de servicio no tenía mucho más que mostrar aparte de la camaradería y el reloj de oro.
¿Dónde estaba Laure? Aimée se levantó y se puso el abrigo. Solo había una forma de averiguarlo.
Cruzó la place Pigalle hacia los tejados ascendentes de zinc que se recortaban contra la cúpula lunar del Sacré Coeur. A mitad de camino, en una tienda de molduras para marcos, el dueño, vestido con un abrigo blanco y pelo largo la saludó con la cabeza mientras bajaba la persiana. Pero no antes de que viera el anuncio de un mercadillo de productos orgánicos debajo de un dibujo del Che Guevara al estilo de Warhol… todo rojo y negro.
Montmartre concentraba el espíritu bohemio. En el pasado, había sido hogar de los anarquistas de la Comuna y, posteriormente, de artistas y escritores que encontraban inspiración en la absenta. Ahora contenía una mezcla de pequeños cafés y teatros que organizaban sesiones de lectura de poesía o en los que un dramaturgo ensayaba el primer acto de su obra enfrente de los clientes, así como estudios de danza que ocupaban talleres que podían presumir de haber tenido alumnos como Van Gogh.
Los jóvenes de París apreciaban como un tesoro los estudios reconvertidos, y les merecía la pena subir las empinadas calles y tramos de escaleras a cambio de la vista panorámica, lo mismo que Utrillo, Renoir y Picasso tuvieron sus hogares en estudios baratos. Aquí era donde pintaron los impresionistas, cubistas y surrealistas. Todavía permanecía el carácter de la zona, excéntrico y testarudo.
No había ni rastro de Laure. Aimée dobló la esquina y vio un Citroën nuevo en el bordillo debajo de una señal de prohibido aparcar. Solo un flic se atrevería. Y además, era un bonito Citroën verde metalizado. ¿De Jacques? Un vistazo por la ventanilla medio cubierta de escarcha le descubrió un frasco de pastillas aplastado al lado del embrague y unos guantes azules en el asiento del copiloto. Los guantes de Laure.
Algo le olía mal, como diría su padre.
Había una verja abierta. Pasos recientes en la nieve llevaban al edificio sin luz. Entró y cruzó el patio, resbalando en el hielo con los tacones. A través del patio, el aire traía fragmentos de música desde el edificio de enfrente, y de una ventana salía luz. ¿Otra fiesta?
La nieve se amontonaba en la puerta a medio abrir del edificio. Aimée entró en el oscuro vestíbulo. Sus ojos se encontraron con una vidriera rota y puertas manchadas de humedad. Había una cabina de conserje sin luz, a la derecha. En algún momento lujoso y exclusivo, pensó, ahora el edificio se mostraba en franca decadencia.
– ¿Laure?
Una ráfaga de viento hizo repicar los buzones de metal. Huellas mojadas subían por las escaleras cubiertas por una alfombra roja.
Las siguió hasta el tercer piso. Había montones de madera y botes de pintura debajo de una claraboya, dando fe de la existencia de obras de reforma. La puerta del apartamento estaba abierta.
– Allô?
Nadie contestó. Entró y sus pasos resonaban en el descansillo. Más allá se encontraban una serie de habitaciones oscuras casi vacías tragadas por las sombras. Lo que parecía ser un piano se encontraba cubierto por una sábana, algo fantasmal.
Tuvo un escalofrío y se echó hacia atrás. Algo parecía ir mal en este gélido apartamento medio vacío. Afuera, se oía el ruido del metal donde se veía un andamio a través de la ventana abierta del salón. ¿Habían Jacques y Laure, los muy idiotas, salido por ahí? La nieve entraba por la ventana, cayendo sobre una butaca grande y mojando la alfombra al derretirse.
Salió por el alféizar de la ventana al andamio, que estaba apenas iluminado por la tenue luz de la luna. Se encontró con un viento helador y ráfagas de nieve. ¡Guantes, necesitaba guantes y un traje de nieve!
Al final del andamio, entre las sombras, podía apenas distinguir un tejado en mansarda y detrás de él, un área plana pequeña llena de ferralla y ladrillos. La nieve formaba como una corteza en los listones de madera de las ventanas; la luz de la luna que lo inundaba todo dejaba ver un entramado de huellas.
Oyó crujidos y se forzó a atravesar el andamio, a mirar más allá de las chimeneas con forma de atalaya y los tejados de zinc sobre los que la nieve formaba un manto de encaje como escalones que bajaban la colina de Montmartre. Dando pasos cortos, Aimée avanzó lentamente hasta el borde del tejado y se tropezó. Los brazos le salieron despedidos; nieve helada, derretida y sucia, le golpeó las mejillas. Entonces vio el cuerpo tirado de Laure.
– ¡Laure! -gritó.
Le contestó un gemido.
– Laure, ¿me oyes? -dijo, agachándose. Sus dedos dieron con un débil pulso en el cuello de su amiga.
Hurgó en los bolsillos de Laure, buscando un transmisor de la policía, no encontró ninguno, sacó su teléfono móvil e intentó controlar el temblor de su mano para marcar el 18, el número de emergencias de la policía.
– Ha caído un agente, probablemente dos, en el 18 de la rue André Antoine, en el tejado -dijo-. Manden refuerzos, una ambulancia. ¡Deprisa!
La comisaría estaba cerca. ¿Llegarían a tiempo?
– ¿Jacques? -gimió Laure.
Desde algún sitio, en el tejado, llegaban golpes secos.
– Ayúdale… tiene q… que…
Aimée trató de controlar el pánico. Pensar, tenía que pensar.
– Laure, están llegando refuerzos… ¿Qué está pasando?
– Jacques…, no pudo esperar, un confidente… Me salvó… ¡Tengo… una deuda con Jacques!
Si había salvado la vida a Laure… Aimée dudaba.
– ¿Viniste hasta aquí detrás de Jacques? ¿Dónde está?
– Por ahí… Coge mi pistola. ¡Ayúdalo!
Lo último que quería hacer era vérselas con Jacques, o con su confidente. El aguanieve llegaba a ráfagas y el viento le cortaba la respiración. Aimée palpó con la mano buscando la cartuchera de Laure. Estaba vacía.
Preocupada, se puso en pie, anduvo unos pasos y trepó al tejado, agarrándose a la chimenea para no caerse. Se abrió camino por el pulido tejado, cegada por el aguanieve. Y entonces le fallaron las piernas.
Aterrizó sobre algo voluminoso, inerte. Un cuerpo. No podía dejar de mirar fijamente sus ojos abiertos. Los ojos de Jacques, las pestañas salpicadas de copos de nieve. Se sintió invadida por el terror mientras oía el ulular de las sirenas en la distancia. Se retiró la nieve de la cara y vio sus manos cubiertas de nieve sucia y rojiza. Sangre.
– ¡Jacques!
Él pestañeó, mostrando el blanco de los ojos. Estaba intentando decirle algo. Le palpó el cuello y encontró un débil pulso en la arteria carótida.
Se incorporó hasta arrodillarse, le pinzó la nariz con los dedos, comprobó su lengua, y empezó a insuflarle aire en la boca. Tenía las manos heladas. Ninguna de las secuencias «respirar y parar» obtenían respuesta alguna de sus labios azules.
– ¿Me oyes, Jacques? ¿Puedes hablar?
Él movió la boca. Ella cruzó las manos y empezó a darle empujones bruscos y rápidos en el pecho. Cuando Jacques trató de hablar, un fino hilo de sangre salió de su boca. Ella empujó más fuerte, contando y respirando. El aire era de un frío cortante. Cada vez más rápido, porque mientras ella jadeaba y empujaba, sentía cómo él se debilitaba.
– ¡No me dejes ahora, Jacques!
No sabía cuánto tiempo llevaban sus manos heladas e insensibles moviéndose sobre Jacques. Finalmente, oyó pasos en el andamio y el tañido del metal. Haces de luz blanca la cegaron.
– Sustitúyanme… está… respond… -dijo, luchando por recuperar el aire.
Oyó interferencias de una radio de la policía y las palabras «¡Aléjese de la pistola!». Y entonces se encontró lanzada contra la pared, inmovilizada y con la cabeza hundida en la nieve. No podía respirar. Le retorcieron las manos a la espalda, oyó el ruido que hacían las esposas al cerrarse y sintió su frío acero.
Se rebeló, sacudió la cabeza e intentó mover las piernas.
– ¿Qué están haciendo?
Escupió el hielo que se le había metido en la boca.
Más interferencias, más viento cortante.
Cogiendo aire, gritó:
– ¡Ayúdenlo, por el amor de Dios!
Un médico se inclinó sobre Jacques. Ella escuchó las palabras «crujido… filtración de enfisema subcutáneo a través de la herida».
Un frío haz de luz blanca mostraba el orificio de bala, entre negro y rojo y la sangre que manaba del pecho de Jacques.
– Demasiado tarde -dijo el médico-. Se nos ha ido.
Se le desplomaron los hombros.
– Han llegado refuerzos, la unidad de la científica está de camino -gritó una voz ronca. Cuando era uno de los suyos, se convertía en algo prioritario-. Muévanla… Con cuidado.
Sintió que la levantaban de los brazos y la empujaban de las caderas.
– Esto ya lo he visto antes -dijo la voz ronca-. Primero les disparan y luego intentan salvar…
– ¿Qué está diciendo? ¡Mire en el tejado! -dijo Aimée, con el hielo derritiéndosele por la cara-. Alguien atacó al agente en el andamio. Oí ruidos, subí hasta aquí y la encontré, primero a ella, y luego a él.
– Así que usted le disparó con su propia arma.
– ¡No es cierto, traté de salvarlo!
Se oyeron más pasos y un foco halógeno portátil iluminó el cuerpo de Jacques, desplomado entre las chimeneas, en el tejado inclinado. Los bolsillos de su abrigo y de su pantalón estaban dados la vuelta. Trozos de materia roja se extendían sobre la nieve. Le habían disparado a bocajarro, observó Aimée horrorizada.
A la luz que despedía el foco halógeno, Aimée vio una Manhurin Fl 38.357 Magnum no automática, la pistola reglamentaria de la policía. Estaba dentro de una bolsa de plástico que habían dejado sobre un toldo azul. ¿Era la pistola de Jacques o la de Laure? El aguanieve azotaba, enviando ráfagas sobre el tejado.
Un agente, con el pelo cortado a cepillo salpicado de nieve, le arremangó los pantalones a Jacques.
– Todavía tiene su pistola en el tobillo. Pero esto es asunto de los de balística.
– Tiene que ser de la agente que está en el borde del tejado -dijo Aimée.
– ¿Y ha volado hasta aquí, así, sin más?
Se dio cuenta de que estaba mejor callada y esperaba poder explicárselo al juez instructor.
Él se inclinó sobre un transmisor del tamaño de una caja de cerillas y habló.
– Busquen residuos de pólvora en las manos de la agente de abajo.
– Lo están haciendo todo mal -explotó Aimée, a pesar de lo que había decidido-. Jacques subió aquí arriba él solo para encontrarse con alguien. -Era lo que ella había deducido de lo que le había contado Laure.
– Y busquen pruebas en esta mujer también -dijo él-. La enviaremos para abajo.
De nuevo arreció el viento, azotando más ráfagas de nieve. Dolía hasta respirar. Ella quería enrollarse la bufanda alrededor de la boca. La alerta meteorológica de nivel 3 se había convertido en una tormenta de primera clase. La cubierta de plástico que habían colocado los de la científica se había roto en pedazos y había volado azotada por el viento.
– ¡Traigan otra cubierta, rápido! -gritó uno de la científica-. ¡Ahora mismo! ¡No había visto una tormenta como esta desde 1969!
Algunos miembros de la policía científica desplegaron su equipo sobre el hielo al lado de la claraboya, en un intento inútil de analizar la zona.
– ¡La luz cambia cada segundo! -dijo el fotógrafo, sacando la cámara, la nieve quebradiza crujiendo bajo sus pies-. ¡Daos prisa, no me funciona bien el fotómetro!
Aimée notó que las huellas se habían mezclado. Cualquier prueba que hubiera podido existir ahora se vería comprometida.
– Llévenla abajo -dijo el agente con un cierto tono molesto.
– Conozco mis derechos.
El agente hizo señas para que se marchara.
Desde el borde del tejado, Aimée vio los copos de nieve formando remolinos en las luces de los focos y tejados cubiertos de nieve que se extendían hacia la distante gare du Nord. Al otro lado del patio, se veían varias ventanas con luz en medio de una profunda oscuridad. En el edificio de al lado continuaba la fiesta.
Abajo en el apartamento, Laure estaba agachada mientras un grupo de hombres con los hombros salpicados de nieve se apiñaban sobre ella. Su pálida cara mostraba una expresión angustiada mientras unos técnicos con guantes presionaban cinta adhesiva en sus dedos y en las palmas de sus manos. El viento que entraba por la ventana no le dejaba escuchar la conversación, pero pudo oír «custodia… en la comisaría…».
– Bibiche!
Aimée se puso rígida. Laure tenía el pelo enredado y mojado, un gran bulto brotaba de su sien y el blanco de uno de sus ojos estaba teñido de sangre.
– Pobrecito Jacques… ¿quién se lo va a decir a su ex mujer? -preguntó, tratando de incorporarse, pero resbalándose en el suelo húmedo.
Un agente la sujetó.
– Lo siento, Laure. Sabes que tengo que hacer esto e informar de todo lo que digas -dijo.
– ¿Informar de todo lo que diga? -repitió Aimée, elevando su voz para que pudieran oírla a pesar del viento-. Laure necesita atención médica.
El flic se volvió hacia Aimée, molesto.
– ¿Quién le ha dado permiso para hablar, mademoiselle?
– Soy detective privado.
– Entonces ya tendría que saberlo -dijo, haciendo un gesto con la cabeza al hombre que estaba a su lado-. Comprueben la identificación de esta mujer. ¿Por qué nadie ha buscado muestras de pólvora en sus manos?
Edith Mésard, la Proc, la juez instructora del caso, entró llevando un vestido de cóctel negro bajo una estola de piel. Se sacudió la nieve de los tacones. Según lo que dictaba el protocolo de actuación, en situaciones dudosas ella tenía que llegar a la vez que la Brigada Criminal.
– Désolé, madame la Proc! -dijo el flic.
Aimée se adelantó.
Cuando la vio, Edith Mésard la reconoció.
– Mademoiselle Leduc -dijo, arrugando la nariz, y luego frunció el ceño-. Si acercáramos una cerilla a su aliento, incendiaríamos el edificio.
Antes de que Aimée pudiera responder, la Proc carraspeó.
– Déme los detalles, inspector. ¿Cómo se explica que un flic le pegue un tiro a otro en un resbaladizo tejado de zinc y en medio de una ventisca? Convénzame.
– Encontramos su arma en el tejado.
– ¿Estaba al lado de ella?
– La agente en cuestión yacía abajo, en el andamio -dijo él, incómodo-. Su pistola estaba junto a Jacques,… la víctima.
– Merde! -dijo la Proc por lo bajo, sacando unas zapatillas de tenis del bolso de Vuitton.
– ¿Cómo? ¿Están acusando a Laure de haber matado a su compañero? -dijo Aimée-. Eso es absurdo.
– ¿O quizá le disparó usted, mademoiselle?-dijo el inspector.
La invadió el pánico.
– ¡Tómenle declaración en la comisaría! -dijo Edith Mésard, antes de salir por la ventana.
El flic empujó a Aimée escaleras abajo.
Los haces azules de las luces giratorias de la ambulancia del SAMU iluminaban a las pocas personas que estaban en la estrecha calle: una mujer mayor con el albornoz asomándole por debajo del abrigo; un hombre de mirada cansada con el uniforme azul verdoso de los conductores de autobús. Morbier estaba de pie al lado de un viejo Mercedes aparcado, con el techo aplastado bajo el peso de la nieve. La grúa se había llevado el coche de Jacques.
– No han entendido nada, Morbier -le gritó Aimée.
– Avance, mademoiselle -dijo el flic, empujándola hacia el furgón policial azul y blanco.
– Un momento, agente -dijo Morbier.
El policía enarcó las cejas, mirando primero a Morbier y luego los pantalones de cuero de Aimée, su plumífero y su pelo pincho.
Morbier le mostró su placa.
– Déme un momento.
– Bien sur, comisario -dijo el flic, sorprendido.
– ¿En qué lío te has metido esta vez, Leduc? -preguntó Morbier mientras su respiración se convertía en vaho en el aire congelado.
– Has acertado, Morbier. Un lío tremendo -le hizo un breve resumen de lo ocurrido.
Mientras escuchaba, Morbier sacó un Montecristo, hizo una pantalla protectora con las manos y lo encendió con un fósforo de madera. Exhaló el humo, enviando acres bocanadas a la cara de Aimée, y tiró la cerilla a la nieve, donde cayó con un ruidito. Cuando ella terminó, Morbier negó con la cabeza y miró hacia otro lado, en silencio.
¿Por qué no decía nada?
– Morbier, ayúdame a convencerlos…
– Sería como pretender que los cerdos vuelen, Leduc. Existe un protocolo. Ya lo sabes. Ponlo en práctica. Eres una sospechosa, cierra la boca.
– ¿Qué cierre la boca?
– Hasta que prestes declaración -dijo-: Tienes que ser lista.
Ella controló el horror. Por supuesto, él tenía razón. Ella lo explicaría todo, haría un croquis de sus movimientos, demostraría que Laure no podía haber matado a Jacques.
– ¡Laure no dispararía contra su compañero después de que prácticamente todo el cuerpo de policía les había visto juntos en el café!
Morbier sacudió la ceniza, que se dispersó en el viento.
– Y vieron que discutían y que tú te metías -dijo.
Ella se había olvidado de la escena que habían montado en público.
– Tú puedes tocar teclas, Morbier -dijo ella-. Hazlo.
Por una vez, ella esperaba que la escuchara.
El flic la agarró del codo con mano de hierro.
– Lo siento, comisario; el furgón espera.
– ¡Vaya noche para que ocurra esto! -Morbier exhaló el aire con un sonido que ella reconoció como lo que era: resignación disfrazada de autoridad. Algo que él hacía perfectamente. De arriba les llegaban voces. En el tejado del edificio resplandecían focos.
Aimée vio a un hombre vestido con un abrigo de cuero negro, con una mochila a la espalda, de pie en un portal. Los estaba observando fijamente, escuchando, como midiendo la situación. ¿Podría haber sido testigo del tiroteo?
Un Renault Twingo abollado derrapó hasta pararse al lado del furgón del depósito de cadáveres. De él salieron varios hombres, con las cámaras en la mano o colgadas de correas cruzadas sobre el pecho.
– ¡Prensa! Perdone, comisario; allez-y, mademoiselle.
El flic despachó a Aimée antes de que ella pudiera señalar el posible testigo a Morbier. La empujó dentro del furgón policial y esposó sus muñecas a la barra trasera como si fuera una criminal. Ella se deslizó hasta el suelo, al que habían echado sal para disminuir la tracción del prisionero si este pretendía fugarse. Podía sentir cada adoquín mientras la espalda le rebotaba contra el duro asiento y el furgón, con su estridente sirena, se internaba en la noche.