Aimée giró el mando de porcelana blanca de su bañera con patas. Gracias a Dios se había encendido el calentador. Vertió esencia de lavanda. La bañera emanaba vapor cuando hundió las frías piernas y los pies doloridos en el agua caliente.
Su mente vagaba mientras inhalaba la lavanda con un toque a limón. La historia de la madre de Paul que René le había contado, los nombres de los planetas, la frase «buscando el tren», lo que mencionó Borderau sobre la filtración de datos codificados y el papel impreso que había encontrado entre los archivos de Nathalie. Todo le daba vueltas en la cabeza, como un remolino. Cinco minutos más tarde, cuando el agua solo le llegaba a las caderas, la llama del gas chisporroteó y se apagó.
Estupendo.
Se secó con una toalla y se vistió con la gastada bata de franela de su padre y con calcetines de lana. Con el papel impreso trabajó con el ordenador portátil en la cama buscando y seleccionando páginas de codificación. Sin ningún éxito. Necesitaba a Saj.
Cuando el cielo se teñía del naranja del amanecer, se acurrucó bajo el edredón y se durmió, agotada. La despertó el teléfono en su oreja y cuando abrió los ojos vio el cursor del ordenador portátil parpadeando al lado de su cara.
– Allô?
– Aimée, tenemos un grave problema -dijo René-. Maître Delambre se ha marchado a Fontainebleau a una vista. Isabelle se está arrepintiendo. Dice que no puede testificar. ¿Qué hago?
No podía dejar que se le escapara la testigo.
– Nos vemos en el quai des Orfévres, 36 -repuso ella-. Tráela contigo, sea como sea.
Llenó el lavabo con cubitos de hielo y metió la cara para despertarse. Manteniendo la respiración, mantuvo la cabeza sumergida hasta que se le durmieron los pómulos. Se puso medias negras, una falda de lana y un jersey negro de cachemira y subió la cremallera de las botas hasta la rodilla. Cuando ya estaba en la puerta cogió el abrigo y luego echó a correr escaleras abajo mientras repasaba los labios con carmín rojo Stop Traffic.
Llamó a la Proc según corría a lo largo del muelle. Era su única esperanza. Ocho minutos más tarde se juntó con René y con Isabelle, que se acurrucaba al lado de la garita del guardia. Por encima de ellos las nubes color gris metálico amenazaban nieve. Alrededor de sus tobillos se arremolinaban las hojas húmedas que el viento impulsaba desde el canalón.
– Bonjour, tenemos una cita -dijo, mostrando su identificación a dos guardias con uniforme azul.
Condujo a René y a una vacilante Isabelle hacia el patio de la préfecture y torció a la izquierda bajo los arcos que llevaban a las anchas puertas de madera marrón.
– ¿Dónde está Paul? -preguntó Aimée.
– En la escuela -contestó Isabelle mirando a René-. ¿Dónde está su ordenador? Usted dijo que trabaja con ordenadores.
– Algunas veces tenemos que hacer las cosas de forma anticuada -repuso René.
Subieron varios tramos de escaleras de la escalinata de azulejos marrones. Aimée recordaba que cuando era pequeña las contaba. Seguían siendo los mismos quinientos treinta y dos escalones. Cuando llegaba arriba, si los había contado bien, su padre le daba un Carambar. En la Dirección de Aplicación de Ordenanzas volvió a mostrar su identificación.
Isabelle retrocedió cuando vio al grupo de policías que estaban en lo alto de la escalera.
Un flic de uniforme los condujo a lo largo de un pasillo de altos techos en el que pasaron de largo una serie de despachos con la puerta abierta. Sus pasos resonaban en el reluciente suelo de madera. Unas pocas cabezas levantaron la vista cuando entraron al largo pasillo con arcos del ala del procureur général. Aimée podía oír a alguien que se reía y retazos de conversación: «Salvo que sea el milagro de los panes y los peces, su vista coloca al tipo en la boulangerie en el momento del asesinato». También olía el aroma del café.
Se detuvo. Isabelle se había parado en seco y se estaba abrochando el abrigo, con los labios apretados.
– Me marcho.
– ¿Qué ocurre, Isabelle?
– Olvídalo -dijo Isabelle negando con la cabeza.
A Aimée la entró el pánico. Quisiera decir que era demasiado tarde. Que mucho dependía de ella. En su lugar, asintió.
– También a mí me pone nerviosa este lugar.
– Stupide, me marcho. No puedo verme involucrada.
– Ya sé que es pedirle mucho -dijo Aimée, sudando-. No insistiríamos, René no sería tan persistente a no ser que fuera absolutamente necesario. Recuerde, no tiene nada que ver con usted o con Paul.
– ¡Qué fácil es decir eso para usted! -exclamó Isabelle al tiempo que se giraba para marcharse.
Estaba asustada, probablemente nerviosa y necesitaba algo de beber. Aimée tenía que encontrar la manera de llegar hasta ella y convencerla. Rodeó con su brazo los delgados hombros de Isabelle.
– Tiene razón, Isabelle, para mí es muy fácil decirlo. Puede dejarme ahora mismo, bajar las escaleras y marcharse. Sin embargo, han asesinado a un hombre y usted tuvo la mala suerte de ver los disparos. Y si no habla, los asesinos se saldrán con la suya. Seguramente volverán a hacerlo. Además alguien está detrás de Paul…
Se detuvo. Isabelle no la miraba a los ojos. Estaba tan cerca y, sin embargo…
– Voy a recoger a Paul -dijo Isabelle-. Lo llevaré con mis hermanas a Belleville.
– ¿Me está diciendo que olvidará todo esto cuando haya salido al muelle o cuando lleve a Paul a otra escuela? ¿No se estará preguntando si el tipo que buscaba a Paul aparecerá de repente en su puerta? ¿No se preocupará pensando que esta vez lo encontrará?
Los ojos de Isabelle se nublaron.
– Estuve un tiempo en la cárcel. Fue hace años, pero no se tomarán en serio lo que diga.
– Eso ya está pasado. Usted sabe lo que significa estar en la cárcel. Es donde irá mi amiga si no nos ayuda -dijo Aimée-. René ha encontrado un sitio para usted y para Paul. Un sitio seguro. Por favor.
– Mademoiselle Leduc -llamó el flic aclarándose la garganta al tiempo que les hacía un gesto con la mano para que se acercasen-, les recuerdo que la Proc tiene una agenda muy apretada.
Las arrugas en las comisuras de los labios de Isabelle se habían relajado un poco.
– ¿Hoy? -preguntó a Aimée-. ¿Podemos ir hoy?
– En cuanto hable usted con la Proc. Lo hará bien, solo tiene que decir la verdad. La Proc es una persona justa. Recuerde eso.
– Entrez -llamó una voz de mujer después de un único golpe en la puerta.
El flic abrió la puerta y con un gesto les indicó que entraran. Techos altos, ventanas con vistas al Sena, una foto enmarcada de Mitterrand con la banda azul, blanca y roja de Le Président. El despacho en una codiciada esquina indicaba el estatus de Edith Mésard.
La Proc llevaba el cabello rubio y lacio retirado detrás de las orejas. Con su traje verde oscuro de Rodier y sosteniendo un dosier en sus manos, tenía un aspecto formidable. Esa era la palabra que Morbier había utilizado para describir las habilidades fiscales de la Proc. Junto a su escritorio estaba sentado un hombre de pelo blanco.
– Bon, sea breve, mademoiselle Leduc. Tiene quince minutos -dijo la Proc.
– Gracias por sacar tiempo, madame la Proc -comenzó Aimée.
– Supongo que no le importa que esté presente un asesor de Asuntos Internos -comentó Edith Mésard-. Le interesa lo que pueda deducirse de todo esto.
El hombre del pelo blanco y complexión rubicunda desbordaba su traje azul marino de doble botonadura. Sus ojos se movían rápidamente en su dirección, examinándolos. ¿Quién era?
– Mucho mejor -repuso Aimée aclarándose la voz-. Este es mi socio, René Friant; Isabelle Moinier y usted es…
– Ludovic Jubert -dijo, sin quitarle los ojos de encima.
Sintió que un color se le iba y otro se le venía y pesadez de plomo en los pies. Por fin le había hecho salir. Sin embargo, la invadía el miedo.
– Monsieur Jubert, usted trabajó con mi padre, ¿verdad? -Se detuvo buscando las palabras-. Llevo tiempo intentando hablar con usted.
– Eso tengo entendido, mademoiselle Leduc.
¡Concentrarse! Tenía que concentrarse en sus reacciones a la vez que lo que dijera resultara comprensible para la Proc.
– Se pueden poner al día más tarde, seguro -dijo Edith Mésard con voz calmada en un tono de acero-. ¿No dijo usted que era urgente, mademoiselle Leduc? La escucho.
– La noche en la que mataron a Jacques Gagnard, mademoiselle Moinier, que vive en la rue André Antoine en el edificio de al lado, vio tres fogonazos. Creo que eso significa que se hicieron tres disparos. Creo también que una bala con alto contenido en estaño y que está siendo analizada actualmente en el laboratorio de la policía, y no la Manhurin de la agente, fue la responsable de los restos de pólvora en las manos de Laure Rousseau.
– Y, ¿qué quiere decir con eso?
– Que Laure no disparó contra su compañero.
– No entiendo -dijo Edith Mésard-. ¿De dónde ha salido esa bala que está siendo «analizada»?
– De lo alto del tejado. Yo extraje la bala de la chimenea.
Ludovic Jubert no había abierto la boca. Ni siquiera había pestañeado. Tras él, los copos de nieve flotaban en la ventana y se mecían en el tráfico que se movía a paso de tortuga en el muelle. Luego desaparecían a sus pies en el peltre del Sena.
– ¿Quién cree que disparó a Jacques Gagnard?
– Otra vecina escuchó a hombres hablando en corso en el andamio que rodea el tejado.
Edith Mésard miró a Ludovic Jubert. Aimée vio que él se encogía de hombros ligeramente.
– Espere un momento afuera con su socio, por favor -pidió Edith Mésard.
– Parece que has visto un fantasma -dijo René.
Ella asintió y se sentó a su lado en un banco de madera. El radiador del vestíbulo chisporroteaba y de él emanaban pequeñas ráfagas de calor.
– Y lo he visto. En carne y hueso.
Al lado de un tiesto con una palmera había un carrito de metal con varios cafés.
– ¿Me lo cuentas tomando un café?
Ella asintió.
Él se acercó hasta el borde del banco, deslizó unos francos en una lata que tenía una nota pegada que decía «dos francos s'il vous plâit», llenó dos tazas de plástico con el café y le pasó uno a ella.
– Tiene que ver con mi padre, y con Jubert.
– ¿Con tu padre?
– Y con un encubrimiento. -Suspiró, se recostó en el respaldo y le contó lo que Laure había apuntado sobre el hecho de que su padre había estado envuelto en algún tipo de encubrimiento y sobre la supuesta relación entre Jubert y la explosión en la place Vendôme que había matado a su padre.
– Me lo podías haber dicho antes. -Los grandes y airados ojos verdes de René echaban fuego-. Pero Aimée, las divagaciones inconexas de Laure no demuestran nada.
Ella se frotó los ojos.
– Jubert sabe que entré en la STIC. Por eso está aquí. Probablemente ha averiguado que utilicé su nombre para solicitar una costosa prueba de balística. Quiere saber lo que he descubierto.
– ¿Cómo puede demostrarlo? No dejaste pistas, ¿verdad? -repuso René moviendo la cabeza.
– Jubert no es un buen adversario para una pelea. Pero si yo caigo, él caerá conmigo.
– Has encontrado la testigo que necesitabas para exculpar a Laure, y tienes el informe del laboratorio. ¡Diablos! ¡Hasta has encontrado la bala! -dijo René cogiéndole la mano.
– Suponiendo que la aceptan como prueba y que dan crédito al testimonio de Isabelle.
– ¿Por qué no iban a hacerlo?
– Eso espero -dijo ella-. Esto no te va a gustar, pero es mejor que trabajes en casa. No vayas a la oficina -añadió, mirándose las botas mojadas.
– Me lo dices poco a poco, ¿no? -dijo René poniendo los ojos en blanco-. ¿Qué más no me has contado?
– No puedo concretarlo, pero hay una bestia llamada Petru que también está mezclado en esto. Es corso, pero no encaja en el movimiento separatista. Y lo he tenido a él, o a sus amigos, pisándome los talones.
René le entregó una caja que sacó de su maletín.
– Ha llegado esta mañana.
El remite era: «Doctor Guy Lambert, Hôpital Quinze-Vingts, Service d'Ophtalmologie».
¿Sería algo que ella había olvidado en su oficina? Rajó el celo con sus llaves.
En el interior encontró un suministro de su medicación para la vista que le duraría seis meses, un volante para un especialista de la vista y varios versos del poema de Lord Byron «Fare Thee Well»:
Y la vida tiene espinas; y vana es la juventud;
Y mostrarse airado con aquel que amamos,
Crea locura en la mente.
Arrugó el papel.
René la miraba fijamente.
– El regalo de despedida de Guy. Tan considerado como siempre.
– ¿Qué quieres decir?
– Se ha ido a Sudán a trabajar con Médicos sin Fronteras.
– ¿A Sudán?
– Para salvar a los ciegos de África -dijo ella-. Para alejarse de mí tanto como sea posible y seguir haciendo milagros en la medicina.
René seguía mirándola.
– Te salvó la vista, Aimée.
Le temblaba el labio. Si René no se callaba, rompería a llorar. Bajó la mirada.
– ¡Como si no lo supiera, René!
– Otra cosa que no me has dicho -dijo René y en su voz se mezclaban el dolor y algo más.
– ¿No es suficiente que te agobie la mayoría del tiempo con mi vida amorosa… o más bien con mi inexistente vida amorosa? -preguntó ella-. Sería egoísta por mi parte. Tú has conocido a alguien y pareces feliz; no es justo que te cargue con mis problemas.
En lugar del reconocimiento que esperaba, los ojos de René brillaban de ira.
– Pensé que teníamos más confianza, Aimée.
– ¡Eres mi mejor amigo! Pero, ¿tengo que revelarte los ridículos detalles de cómo he defraudado a Guy?
El orgullo, sí, era su orgullo el que no le dejaba admitir que era Guy el que la había dejado. La había dejado por lo que ella no era.
René movió la cabeza con asco.
Todo mal, todo le salía mal con René sin importar lo que decidiera hacer.
– Y ¿no te habrás lanzado de cabeza a esta investigación para llenar el vacío, como haces siempre?
Ella se hundió en el asiento. ¿Sería eso verdad?
Él se levantó, sacudió su chaqueta negra de lana y le entregó una tarjeta con la dirección del Couvent des Recollets.
– El alojamiento de Paul e Isabelle. El convento ofrece asistencia a familias en situaciones transitorias.
Recogió su maletín y comenzó a andar por el vestíbulo.
Y ahora, ¿qué había hecho ella?
– René, tú eres tan feliz que no quería… -le llamó.
– Sí, eso creo -dijo él volviéndose.
¿Cómo podía ir todo tan mal y al mismo tiempo? René enfadado, Laure en coma, Guy en otro continente dejaba que la consolase Byron: tres breves versos. Y Jubert, con sus grises ojos de serpiente, en algún alto puesto de Asuntos Internos. La lista iba aumentando. Y también el miedo que la reconcomía, el sentimiento de que el asesinato de Jacques había sido parte de algo más importante. La cinta en su cerebro volvía a hacer sonar la voz de Lucien Sarti, la sensación del roce de su muslo y la cálida huella de sus labios sobre su mejilla.
Se abrió la puerta y el suelo crujió bajo los pies de Isabelle.
– Ça va? -Aimée consiguió sonreír mientras le entregaba la dirección del convento-. La están esperando. Pida a una amiga que mande sus cosas. Quédese hasta que se aclaren las cosas.
– Merci.
– Mademoiselle Leduc, un momento por favor -la llamó Edith Mésard desde su despacho.
Aimée hizo una pelota con la taza de plástico y la tiró en la papelera de metal.
Edith Mésard y Jubert se encontraban de pie al lado de un grupo de butacas. Una colilla de cigarrillo se consumía en un cenicero vacío sobre la repisa de la ventana.
– No hace falta que se siente, mademoiselle. Seré breve e iré al grano -dijo Edith Mésard al tiempo que se abrochaba la chaqueta del traje-. Además de las infracciones al código municipal de las que podría acusarla, por no mencionar una acusación de manipulación de pruebas y algunos escarceos en la Intranet de la policía… está usted comprometiendo una operación conjunta de los Renseignements Généraux y la Direction de la Surveillance du Territoire.
Aimée se quedó sorprendidísima. No se esperaba esto.
– ¿A qué se refiere?
– Tal y como ha señalado monsieur Jubert, ya es demasiado tarde. La operación encubierta está demasiado avanzada como para cambiar de dirección.
– ¿Está pidiéndome que cese de tratar de exculpar a Laure Rousseau? No lo haré. Le he presentado pruebas exculpatorias en bandeja. Llena hasta arriba. No hay forma de ignorarlas.
– Le sugiero que escuche, mademoiselle Leduc -dijo la Proc-. Para variar.
Aimée sintió como si hubiera vuelto a la escuela y la estuvieran reprimiendo por haber hablado fuera de su turno. Jubert la observaba sin abrir la boca.
– Si Laure puede librarse, soy toda oídos.
– ¿No se acuerda, mademoiselle, de que trabajamos en el mundo real según diferentes regulaciones, el Código Civil y el sistema judicial?
– Así que me está diciendo que no…
Jubert habló por primera vez, con voz tranquila y pausada.
– Lo que está diciendo, mademoiselle, es que toda prueba pertinente obtenida legalmente será presentada en la vista de los cargos contra la agente Rousseau.
De acuerdo. No confiaba en él ni un pimiento.
– ¿Están de acuerdo con que la bala que he obtenido se presente como prueba?
Jubert se acariciaba la barbilla con el pulgar y el índice.
– Mademoiselle, ya veo que usted no tiene pelos en la lengua -repuso él-. Refrescante, ya veo, en su línea de trabajo.
¿En su línea de trabajo? ¿Cómo si ella apuntara con una pistola a los testigos? Mientras que él se curraba la red de favores pedidos y concedidos entre los muchachos, envueltos en sobornos implícitos de los que nunca se hablaba.
– Nos gustaría que nos ayudara -siguió él.
– ¿Qué les ayudara? -repitió ella, pestañeando.
– Su insistencia es notoria. En lugar de comprometer nuestra operación, lo cual parece usted empeñada en hacer, queremos que trabaje con nosotros.
De acuerdo. Su padre había trabajado para los RG y había conseguido que lo mataran. Odiaba ese mundo habitual de mentiras, engaños y tapaderas.
– En mi informe del colegio decía que no juego bien con otras personas. No he cambiado -respondió ella.
Pero tenía el oculto presentimiento de que trabajar con «ellos» era el precio por vindicar a Laure. Lo último en lo que quería verse involucrada era en una operación swing del los RG y la DST orquestada por el ministerio. Lo que ella pudiera tener que ver con el mundo de lo secreto había saltado por los aires, literalmente en su cara, en la place Vendôme, llevándose por delante la vida de su padre.
– Está usted pensando en su padre. Una tragedia, sí -dijo Jubert-. Nada que ver con esta operación o esta rama. Las circunstancias eran totalmente diferentes.
– Me gustaría saber quién fue el responsable -dijo Aimée mirando a Jubert fijamente.
– Esa rama cerró. Si existen archivos, están clasificados -dijo Jubert-. Viva en el presente; piense en esto como su contribución para preservar la seguridad de Francia.
¿Estaba apelando a la patriota que había en ella con esa palabrería vacía? Ella hubiera querido decirle que lo pensase de nuevo. Su oferta apestaba, pero a ella no le quedaban muchas opciones.
– ¿Me garantizan que a Laure Rousseau se le levantará la suspensión y que se verá libre de toda acusación?
– Según la ley, en las investigaciones de Asuntos Internos, los agentes que están acusados de un delito permanecen suspendidos hasta que el agente encargado del caso tome una decisión.
No podían hacer nada por Laure.
– No pueden ignorar a la testigo que vio figuras en el tejado, ni los tres fogonazos, ni el alto contenido en estaño del residuo de pólvora.
– Una buena apreciación, mademoiselle -admitió Jubert-. Por supuesto, al utilizar mi nombre dio usted prioridad a una prueba, a una prueba peculiar, costosa, pero dada su cooperación lo autorizaré después de todo.
Aimée miró a Edith Mésard, con el maquillaje perfectamente aplicado, tan solo un toque de colorete en las mejillas.
– ¿Es eso todo lo que pueden decir?
Edith Mésard le devolvió la mirada mientras alcanzaba su abrigo.
– Me ocuparé de que se haga justicia, mademoiselle. Cuente con ello. Mi reputación me avala. Es por eso por lo que sirvo al Departamento.
Edith Mésard se aferró a su maletín Lancel.
– Creo que en el caso Sentier nuestra actuación así lo probó.
En ese caso, Mésard había conseguido la libertad condicional para Stefan, un viejo alemán radical que había sido conocido de la madre de Aimée.
– Y ahora, ¿tengo que acusarla de infracciones del código y de una falta seria? Según la Ley de Protección de los Servicios de Seguridad, un asesor que está contratado para una investigación en curso no puede ser llevado a juicio -Al decir esto hizo una pausa y enganchó su teléfono móvil en el bolsillo lateral-. Pero dígame.
Mésard era buena. Sin embargo, había dejado al descubierto cuánto necesitaban a Aimée. La necesitaban igual que el país necesitaba mantequilla si Mésard estaba dispuesta a invocar la Ley de Protección de los Servicios de Seguridad en su nombre.
¿Podría ella trabajar con personas que tenían conexión con la investigación que había matado a su padre? Una vez que se involucrara con ellos, no habría forma de echarse atrás. Por otro lado, los contactos lo eran todo, y cuanto más se acercara al mundo de lo secreto, más oportunidades tendría de averiguar algo sobre el contrato de su padre con los RG y por qué había muerto.
Y puede que eso también explicara por qué habían matado a Jacques.
Sabía que negociar con el diablo sería mejor que hacerlo con alguien al que no era capaz de identificar. Y era la única forma en la que podría liberar a Laure. Asintió.
– Bien -dijo Edith Mésard como si ya hubiera acabado una atareada mañana de trabajo-. Monsieur Jubert le dará los detalles.
Se oyó el ruido de sus tacones sobre el suelo y la puerta se cerró tras ella con una ráfaga de aire frío.
– Siéntese, mademoiselle-dijo Ludovic Jubert-. Sé que usted es lista así que no nos llevará mucho tiempo.
Se sentó en la butaca, cruzó las piernas y rezó para poder hacerlo.
– Antes de empezar necesito saberlo todo sobre el informe -dijo ella.
– ¿El informe, mademoiselle?-Jubert enarcó una gruesa ceja blanca.
Ella sacó una foto de los cuatro: Morbier, Georges Rousseau, su padre y Jubert. Estaban en las escaleras al lado del sitio de Zette y ella la colocó en la repisa de la ventana. Afuera seguía nevando, como plumas dispersas.
– ¡Ah! Entonces no tenía tripa -dijo Jubert.
– Creo que sabe lo que quiero -replicó ella.
– No tengo ni idea, mademoiselle. ¿Le importa si fumo? -dijo, como si estuvieran en un café en lugar de en el despacho de la Proc.
Ella sacó de su bolso un parche de Nicorette y volvió a meterlo.
– No si me invita a uno.
Él le pasó un paquete de Muratti Ambassador con filtro, una marca suiza. Ella cogió uno y él se lo encendió con un mechero de plata. Ella dio una calada y el suave placer se deslizó hasta el fondo de su garganta.
– Ahora trate de pensar en esto como el sillón del dentista, mademoiselle -le dijo él-. Disfrute de este pequeño placer culpable y empecemos.
– Tendrán toda mi cooperación -repuso ella recostándose y saboreando el Muratti-. Pero antes necesito saber si usted, o todos ustedes incluido mi padre estaban envueltos en una serie de apuestas amañadas en Montmartre. Georges Rousseau se atribuyó el mérito de haber acabado con ella, pero todavía continúa en el bar de Zette. Y por todo el quartier, supongo.
– ¿Es esto lo que le preocupa? ¿Este secreto? -Parecía estar verdaderamente sorprendido.
– Cuéntemelo y no saldrá de esta habitación.
Sus grises ojos se movían con rapidez mientras sopesaba su respuesta.
– La corrupción es una acusación muy seria -dijo.
– No creo que papá estuviera envuelto en un caso de encubrimiento de corrupción. Creo que ustedes sí lo estaban y le encasquetaron su delito. Lo estigmatizaron para el resto de su vida.
– Fue su madre la que hizo eso, mademoiselle -dijo Ludovic Jubert sin pensárselo dos veces-. Ella fue la que empañó sus posibilidades de promoción.
Su madre americana que los había abandonado para unirse a un grupo de radicales en los años setenta.
– Esa es su opinión. -Pegó una calada para ocultar la impresión producida por las palabras de Jubert.
– Jean-Claude ya pagó muchas veces por ello -dijo él mirando por la ventana-. Era un buen flic. Tenía olfato para el olor del crimen. No se le escapaba nada. Y veo que a usted tampoco. -Suspiró-. A Georges Rousseau le gustaba ese olor. No le importaba tener confidentes y darles demasiada flexibilidad.
– ¿Está diciendo que el corrupto era Georges Rousseau? Murió condecorado…
– Sí, y siendo un valeroso comisario -interrumpió Ludovic Jubert-. Teníamos que encubrirlo. Se había comprometido demasiado en Montmartre.
¿Era eso lo que ocultaba Morbier? ¿Por qué pensaba Laure que era el padre de Aimée el que estaba implicado?
– Algunos de los confidentes de Rousseau seguían las reglas -continuó Jubert-. Todavía lo hacen. Hacemos la vista gorda con respecto a sus pequeños negocios y nos lo pagan con información sobre asuntos más importantes. Asuntos que afectan a la seguridad nacional. Todos los flics dependen de los confidentes; no llegaríamos tan lejos sin la información que nos llega desde dentro. -Apagó su cigarrillo impaciente-. Pero eso ya lo sabe. Ya sabe cómo funciona el sistema.
Ella había sido educada dentro de él. Su padre lo odiaba y lo había dejado para unirse a su abuelo en Leduc Detective. Solía decir que el que juega con fuego, al final se quema.
– Así que ¿me está diciendo que Georges Rousseau aceptaba sobornos y se convirtió en corrupto -dijo-, pero fue condecorado y ascendido porque se necesitaba su red de confidentes? Entonces ¿por qué Laure cree que el corrupto era mi padre y que la prueba está en un informe?
– Utilice su imaginación -dijo él.
– ¿Me está usted diciendo que el padre de Laure señaló al mío y lo culpó de sus propios errores?
– Más o menos.
– ¿Dónde está el archivo?
– Los RG congelaron la mayoría de ellos.
– No le creo -dijo ella meneando la cabeza.
– Mademoiselle, le conviene hacerlo. -Se levantó-. Sigue usted siendo la pequeña revoltosa, ya veo -dijo-. La niñita de papá. Su padre quería un chico, ya sabe.
¡Hijo de puta! Eso dolía. ¿Cómo podía saberlo?
Se agarró al borde de la butaca con los nudillos blancos. No le dejaría ver cómo la habían desestabilizado sus palabras. Se acordó de las divagaciones de Laure y de los comentarios que Morbier había garabateado en el periódico.
– Todo esto tiene que ver con la investigación sobre los separatistas corsos de hace seis años, ¿verdad? El asunto sobre de dónde conseguían las armas. Ese es el informe secreto. Mi padre estaba trabajando en ello, ¿no es así? ¿Con usted?
Ludovic Jubert apagó su cigarrillo y asintió.
– Su padre siempre dijo que era lista -dijo.
– ¿Tenía todo eso algo que ver con la explosión en la place Vendôme que lo mató?
– Para nada. Es como se lo he contado. Volvamos al presente, ¿de acuerdo? -Abrió un cajón del escritorio y sacó un archivo.
– Creemos que este hombre dirige una cédula separatista en Montmartre. Contamos con usted para encontrarlo -dijo entregándole la ficha-. Mire dentro. Es un terrorista corso, un miembro de la Armata Corsa, responsable de las amenazas de bomba a la Mairie y de atracos en los que se han utilizado armas robadas hace seis años.
– ¿Armas de Europa del Este?
– Traídas de Croacia y almacenadas por nuestro ejército en Solenzara, por lo menos hasta que desaparecieron hace seis años. Durante este último año han aparecido en París con una regularidad alarmante.
– ¿Cómo lo saben?
– Tenemos orejas grandes, mademoiselle.
Orejas Grandes… ¿Franchelon?
Abrió la ficha y se encontró con la imagen de Lucien Sarti que la contemplaba.