– Pon un buen mohín esta vez, Marie-Dominique -dijo el fotógrafo de pelo largo mientras pulsaba la Hasselblad-. ¡Muéstrame unos labios gruesos!
Le dolía la boca después de haberse pasado dos horas poniendo morritos a lo Bardot como picados por una abeja. El cigarrillo de él se consumía en el cenicero a rebosar. Un olor ácido a Gauloise flotaba en el ambiente denso. El roce de las perchas sobre la barra de metal le ponía carne de gallina en los brazos.
– Eso es… ¡más! Deja que vea esos pómulos.
El ritmo tecno resonaba en el antiséptico estudio de dos pisos con las paredes encaladas, una antigua lechería reencarnada en l’Industrialle, donde las antiguas cuadras de las vacas eran baterías de equipamiento digital de acero cromado.
– Inclínate más… ¡bien!
Marie-Dominique puso su pose de modelo, con múltiples capas negras elevándose sobre sus inexistentes caderas, rozando el aro de diamante de su ombligo. Trató de parecer aburrida. No era difícil, tambaleándose sobre deportivas de tacón de aguja, con los cordones atados sobre las medias de red. Se estaba cociendo bajo los focos Klieg vestida con un jersey negro de cuello alto con la cintura al aire y una chaqueta vaquera bajo una chamarra de piel motera.
– Nom de Dieu… está brillando… ¡polvos!
El maquillador, con el pelo peinado en cortas trenzas rubias, se apresuró a dar pequeños toques de polvo traslúcido sobre la frente de Marie-Dominique.
– Su novia lo ha echado -dijo a Marie-Dominique en voz baja-. Ha acampado aquí. Lo que es yo, nunca viviría en la planta baja. Demasiado oscuro, demasiado ruido, demasiados robos -volvió a perfilar los labios de Marie-Dominique con un lápiz color chocolate.
– Ya no hay luz. ¡Imposible! -el fotógrafo apagó su cigarrillo con el tacón y encendió otro-. Hemos acabado por hoy.
– ¿Qué pasa con la toma de la «Venus de Vinilo»? -preguntó alguien.
Como respuesta, el fotógrafo subió el volumen del tecno.
Aliviada por haber acabado antes de lo previsto, Marie-Dominique colgó el atuendo y se dejó el maquillaje puesto. A Felix le gustaría, le pondría contento. Algunas veces pensaba que lo único en lo que se fijaba era en si se había hecho la pedicura.
De vuelta en su piso, junto con un vago olor a gardenias en el oscuro pasillo de entrada, se encontraba una nota de Felix: «Otra crisis. Me voy a Ajaccio. Vuelvo mañana».
Pasaba más tiempo con obreros, delegados sindicales y funcionarios del ministerio que en casa, aparte de organizar fiestas para agasajar a sus clientes y a sus contactos. Nada de cenas íntimas con amigos. Su círculo social consistía en sus socios en los negocios y en sus clientes.
Otra larga noche de invierno sola. Una y otra vez, le asaltaban pensamientos de Lucien, su música, la forma en la que se le rizaba el pelo detrás de las orejas. La veta tozuda de su carácter.
Suspiró y se quitó las botas y las medias, deleitándose en la suave textura de la alfombra Aubusson y haciéndola crujir entre sus dedos. Hasta que tuvo seis años, no había tenido un par de zapatos. No los había necesitado.
Felix no entendía el odio que sentía por la pasarela, ese escenario adormecedor donde las carreras de las modelos se construían en función de dónde y con quién eran vistas. Sus compañeras subsistían a base de inyecciones de todo tipo; ella prefería morder un trozo de pan de corteza tostada y unas aceitunas curadas. Aceitunas de la prensa de su familia. Su mente regresó al amargo aroma de la esencia de aceituna molida por la piedra de granito, el aceite ámbar goteando en la tranquilidad de las sombras, y el lento roce de la piedra contra la piedra. El camino que la rodeaba había sido trillado por generaciones de mulas. El frescor, a pesar del calor sin piedad del exterior. El zumbido de las abejas suspendidas sobre el romero que trepaba por las paredes del molino de piedra. El lugar en el que Lucien había ayudado a su padre cada día hasta… el día aquel.
Marie-Dominique se deshizo de los recuerdos. Por lo menos aquí no era objeto de constante escrutinio en una aldea aislada con su arcaico código de honor y presidida por un patriarca cuyo otro trabajo era regentar una tienda de ultramarinos. Puede que París fuera gris, que la gente viviera los unos encima de los otros, pero aquí el dueño del café estanco de la esquina conocía su nombre, pero no su historia. Hasta que Lucien volvió a aparecer en su vida.
En la enorme cocina gurmé en la que nunca cocinaba, cortó un trozo de baguete y extendió con descuido brebi, un tipo de queso de cabra corso, mientras se imaginaba la expresión de horror que pondría el alterado fotógrafo si lo supiera. Ella había oído cómo le decía a una jovencita alta y espigada: «¡Sal! Te hincharás. Los diuréticos tardan demasiado en hacer efecto, haz algo inmediatamente».
Y ella, obediente, había ido a vomitar al cuarto de baño.
Le llegó el sonido de una voz desde el estudio de Felix. ¡Felix! ¿Habría cambiado los planes? Ansiosa, abrió la puerta para sorprenderlo y se quedó mirando.
Petru, el administrador de Felix, repanchigado en un sillón de cara a la ventana y murmurando en el teléfono particular de Felix. Le irritaba la forma en la que Petru asumía sus funciones en ausencia de Felix. Cuando Felix lo contrató ese año, ella lo había apodado «el guardaespaldas». Hoy tenía el pelo negro. Ayer era rubio platino; se lo teñía más a menudo que los estilistas con los que ella trabajaba.
– … Por supuesto, Lucien está implicado -estaba diciendo Petru, riéndose en voz baja.
¿Implicado? Ella contuvo la respiración, tiró hacia atrás de la suave manilla de bronce y puso la cabeza en el hueco entre la pared y la puerta. Lo que oyó la dejó atónita.
– Los flics lo arrestan en el estudio -dijo.
¿Lo arrestarán o había sido arrestado? ¿De quién hablaban? ¿De Lucien? Él había negado que tuviera algo que ver con la política, pero ¿decía la verdad?
– Panfletos de la Armata Corsa, lo típico.
Justo lo que ella había pensado. Lucien estaba con la Armata Corsa. ¡Qué mentiroso!
– Ya está todo organizado. Los pondré allí yo mismo.
El corazón le dio un vuelco. Con razón la conversación le había sonado ambigua. Petru estaba saboteando a Lucien.
– Dentro de menos de una hora -dijo, y se volvió hacia la librería.
Ella no escuchó el resto. Estuvo a punto de entrar hecha una furia y enfrentarse a Petru, pero se dio cuenta de que explotar no beneficiaría a Lucien si ya existían pruebas contra él. Tenía que advertirlo, abortar los planes de Petru, pero ¿cómo?
Los corsos se traicionaban los unos a los otros, pero nunca traicionaban a alguien de fuera. A no ser que… Miró su reloj Patek Philippe que Felix le había regalado en su boda. Corrió al pasillo de entrada, cogió rápidamente sus zapatos y el abrigo y ya en la calle llamó a Felix. Comunicaba.
Le dejó un mensaje. Le temblaban las manos mientras pulsaba los números. Todo ocurría de nuevo.