Miércoles por la noche

– El estado de mademoiselle Rousseau no ha cambiado -dijo el doctor Huissard del Hôtel Dieu con voz preocupada.

Aimée había tardado veinte minutos en que un contacto en la préfecture le diera autorización y había pasado otros veinte de departamento en departamento en el hospital hasta que pudo hablar con el doctor que estaba tratando a Laure.

– Es joven, eso que tiene a su favor -dijo el doctor Huissard-. Estamos haciéndole pruebas. Esta misma noche le haremos un escáner CT. Por ahora eso es todo lo que podemos hacer.

– Por favor, no piense que estoy diciéndole cómo tienen que hacer su trabajo, doctor, pero su servicio proporciona atención básica -dijo intentando tener tacto-. ¿No pueden transferirla a un área del hospital más especializada?

¿Debería decir a Guy que la recomendara? A pesar de la escisión quirúrgica de su relación podía llamarlo. Quizá él podía ayudar de alguna manera. Por Laure era capaz de suplicar.

– Doctor, yo conozco a un oftalmólogo.

– No se permiten especialistas externos. Ya la están tratando los especialistas de aquí.

– Según creo, su estado se está deteriorando, o podría hacerlo. ¿Por qué no…?

– No debería decirle esto. -Oyó que el médico suspiraba-. Ya he solicitado que se ocupen los de neurología. Ahora mismo están saturados. Tan pronto como haya una cama libre, está la primera en la lista para una consulta de neurología. Puede que la trasladen en el plazo de una hora o más tarde esta noche.

– ¿Puedo verla?

– No se admiten visitas. Está en un estado crítico. En la sala de detenidos no estamos equipados, ya lo sabe.

– ¿Cuánto falta para que…?

Mademoiselle, le prometo que es la siguiente en la lista -dijo el doctor Huissard en un tono no especialmente desagradable-. Tengo que seguir haciendo la ronda.

Merci, le agradezco su esfuerzo, doctor -dijo Aimée.

Abrió la nevera del tamaño de una caja de zapatos que había bajo la encimera de la cocina. En la misma balda que la botella de champán y el yogur caducado había un paquete de restos de carne envueltos en papel parafinado blanco.

Miles, à table -dijo mientras ponía los trozos de carne en su descascarillado cuenco de Limoges.

Miles apareció con lo que parecía ser un trapo en el morro.

– ¿Qué has encontrado esta vez?

Lo dejó caer al suelo, le lamió la pierna y se inclinó sobre su recipiente.

Ella lo recogió. Era la toalla de Guy. Percibió el aroma de su jabón de vetiver.

– Yo también lo echo de menos. -Y el labio le temblaba al hablar.

Miles Davis miró hacia arriba desde el borde de su cuenco con la cabeza inclinada hacia un costado. A veces juraría que podía entender.

Encendió la radio, un rectángulo de los sesenta con una pegatina de «¡Johnny Halliday en directo en el Olympia!» que se había encontrado en la calle. Sintonizó una emisora en la que emitieran uno de esos programas en los que la gente llamaba para participar. Pero los oyentes que lo hacían para quejarse del gato de su vecina o de la subida de impuestos en los cigarrillos no ahogaban sus pensamientos sobre Guy.

En la siguiente emisora había una entrevista con la voz profunda, vagamente sexi, de madame Claude, famosa por su exclusiva maison close que había recibido una clientela ministerial de élite en los años setenta. Ahora madame Claude traficaba con sus memorias en lugar de con las chicas de alto standing.

Cambió la emisora al programa de Macha Meryl en la RTL, un momento intime para los que se encontraban perdidos, para los que habían sido despechados. Macha, una terapeuta sin miramientos, llevaba años repartiendo consejos en los programas de madrugada de la radio, del tipo de amores difíciles, a menudo a aquellos oyentes que habían sido rechazados y se encontraban sin amor. A los patéticos como ella.

– Querida oyente, c'est simple -decía Macha-. Un hombre abandona por dos razones: por otra mujer o porque la mujer que él pensaba que amaba no es la mujer que él pensaba que era. Et voilà, no hace falta ser ingeniero aeronáutico para esto. ¿Cuál es mi consejo para cuando un hombre nos abandona? Cierra la puerta tras él.

La voz profunda de fumadora había acertado en eso. ¡Seguir con la propia vida!

Aimée puso la toalla de Guy y el anillo de piedra lunar dentro de un sobre y escribió la dirección del hospital. Deseaba que no ansiara tanto escuchar su voz una vez más. Por última vez. ¿Podría inventarse una excusa y pedirle una recomendación para Laure?

Non, tonta. No llames, pensó.

Un momento más tarde, respiró hondo y pulsó el número del hospital.

– ¿El doctor Lambert? -dijo la recepcionista-. Estamos remitiendo sus pacientes al director en funciones.

Qué raro.

– ¿Por alguna razón en particular?

– El doctor Lambert ha aceptado un puesto con Médicos sin Fronteras en Sudán.

¿En Sudán? Se agarró al marco de la puerta.

– ¿Así, sin más?

– Surgió un puesto de forma repentina. Pocos cirujanos oculares son tan cualificados como el doctor Lambert. Hay una necesidad imperiosa y lo decidió de un día para otro.

Merci -dijo Aimée.

Colgó el teléfono y dejó caer el sobre encima de la mesa. Tenía los ojos llenos de lágrimas. Se había ido.

«Huye, huye…». ¿No había escrito eso Mallarmé? Así que Guy se había marchado corriendo a África para salvar a los ciegos y para escaparse.

Laure permanecía en coma y ahora lo único que podía hacer era compadecerse a sí misma. Era más que patética.

La emisión fue interrumpida por un avance informativo:

«La policía ha encontrado relación entre las amenazas de bomba a edificios gubernamentales y los separatistas corsos. Fuentes del Ministerio del Interior han declinado especificar cuáles eran los objetivos. Más información en el boletín horario.»

Los corsos. En lugar de esta fiesta de la compasión, lo que necesitaba era hacer algo, dejar de mirar a las musarañas mientras esperaba que saliera a la luz el informe del laboratorio. Investigar más, encontrar pruebas, un testigo. Reivindicar a Laure. ¿Por dónde podía empezar?

Recordó la prostituta que mencionó Zoe Tardou. Si trabajaba hoy, estaría en la calle.

Aimée se alisó la falda blanca y ajustó el nudo de la corbata negra debajo de la chaqueta de esmoquin vintage de Saint Laurent que había encontrado en el mercadillo de porte de Vanves. Sobre ella se echó el abrigo de cuero negro, se cubrió el cuello con la bufanda para protegerse del gélido frío y se dirigió hacia el metro.

Media hora después, salía por la puerta art nouveau de la estación de metro en forma de arco color gris verdoso. En la distancia, las escalinatas subían por la butte que albergaba cafés típicos y diminutos teatros de quince asientos. El viento silbaba en el callejón a través de una teja rota. Le llegó una bocanada de olor a madera quemada desde una chimenea en funcionamiento.

En la escarpada calle, un hombre de pelo blanco candaba su bicicleta a la farola.

Ba waoui -dijo con un deje parisino a la vieja usanza a un hombre que se frotaba los brazos en medio del frío-, tengo que bajar a París mañana.

Ese viejo espíritu de los de Montmartre que a desgana condescendían a ese París «de ahí abajo».

Ella le sonrió según pasó a su lado y él la saludó tocándose la gorra.

Bonsoir, mademoiselle.

– À vous aussi, monsieur!

Continuó por la calle empedrada a lo largo de varios pequeños hoteles y un local de alterne en el que una mujer vestida con una minifalda estaba sentada en la ventana acariciando a su perro. Un cartel escrito a mano decía: «Recherchées hotesses» -se necesitan azafatas- y el bar estaba vacío.

Siguió por la estrecha calle hasta la esquina. Por delante de ella, la calle se curvaba y llevaba a un tramo de escaleras que conducía a la place des Abesses. Los escalones relucían a la luz de la única farola. Frente al edificio en el que habían disparado a Jacques, vio a una prostituta muy maquillada justo donde había dicho Zoe Tardou.

Bonsoir -dijo Aimée. Al hablar, su aliento formaba nubes de vaho.

– No trabajo con mujeres, chérie -dijo la mujer, moviendo su peso al otro pie-. Inténtelo en la rue Joubert; trabajan sin chulos y hacen lo que quieren.

La rue Joubert, cerca de los grandes almacenes Printemps, era una de las calles de les traditionelles, prostitutas que cobraban tarifas estándar y utilizaban condones. Sus categorías variaban: estaba la marcheuse, que hacía la calle; la entraineuse, que trabajaba en un bar; la caravelle, en el aeropuerto; la michetonneuse en la terraza de un café y, finalmente, en el extremo superior, la call-girl.

– Gracias por la información -dijo Aimée. ¿Cómo podía hacer que esta mujer que tenía como poco cuarenta años hablara?-. Mataron a un flic aquí la otra noche. ¿Sabe usted algo?

Los ojos de la mujer escrutaban el laberinto de calles y se posaron enfrente de un taller de fontanería con la persiana bajada. La oscuridad del cielo daba un tinte grisáceo a las figuras angulares y silenciosas inclinadas en el viento, rodeadas por edificios de piedra de cinco pisos. La escena bien podía haber sido una pintura impresionista.

– Ya sé que está trabajando, pero ¿vio usted algo esa noche? ¿Oyó usted algo?

– No tengo nada que ver con los flics.

– Ni yo, pero han acusado a mi amiga, una mujer flic, de haber matado a su compañero.

– Y ¿no lo hizo? -Durante un momento, miró a Aimée fijamente. Claro, seguro que la prostituta había oído todo lo relativo al caso en esta parte de Montmartre.

– Le tendieron una emboscada y yo le debo un favor -dijo Aimée-. ¿Estaba usted aquí el lunes por la noche?

– Todas las noches -la mujer se encogió de hombros.

– Así que ¿oyó usted el disparo sobre las once de la noche, justo antes de la ventisca?

– ¿Qué le va a usted en esto?

Aimée sacó un billete de cien francos de su bolsillo.

Justo entonces un hombre de mediana edad que llevaba un abrigo de lana pasó a su lado, se detuvo y se quedó mirando a Aimée.

– Hace frío esta noche. ¿No quieres darme calor?

Aimée negó con la cabeza, controlando el escalofrío.

Alors, esta esquina es mía -dijo la mujer con la ira reflejada en la mirada.

– Es agradable ver sangre nueva por aquí, Cloclo. ¿Qué tal un trío con tu amiga? -dijo él sonriendo.

Cloclo, cuyo nombre de batalla era una palabra de jerga que significaba bisutería, salió de las sombras y le cogió del brazo.

– Tú eres mi amigo, chéri -le guió a través del empedrado-. Un precio especial, ¿eh? Eres el último de esta noche.

– ¡Cloclo! -llamó Aimée.

Cloclo miró hacia atrás, riéndose.

Aimée le mostró varios billetes de cien francos y señaló el cartel iluminado de un café bar junto a un pequeño hotel en la rue Veron. Cloclo asintió y desapareció, doblando la esquina.

Podría calentarse y dar cuenta de un verre de rouge hasta que apareciera Cloclo, suponiendo que lo hiciera. Dadas las patas de gallo alrededor de los ojos de la prostituta que el espeso maquillaje no cubría, se imaginó que la atraerían los francos que le había mostrado.

En el interior de Chez Ammad, el café bar, el joven de detrás de la barra le dedicó una sonrisa. Tenía el pelo muy corto y los dientes rotos e irregulares. O se metía en peleas callejeras o había comido demasiados dulces. Ella se inclinó por lo segundo.

Era un café al que acudía la gente del barrio, no los que gustaban de las últimas tendencias o eran asiduos a las médiathèques. Podría ser una buena oportunidad, mientras esperaba a la prostituta, para preguntar si alguien había notado algo extraño el lunes a la noche. Pero no podía apresurarse o no dirían absolutamente nada.

El hombre metió una cinta en el radiocasete. La voz de Dalida se elevó sobre las conversaciones del café. La sala alargada forrada de madera castaña se asemejaba a un autobús, uno en el que ella deseaba no haberse montado. Espeso humo de cigarro puro flotaba como una nube sobre la mesa de un grupo de jugadores de backgammon de mediana edad. Burgueses o burócratas, a juzgar por sus caros zapatos de piel.

Le apetecía echar un cigarro. Mañana a las 9.37 de la mañana haría exactamente cuatro días que lo había dejado. Desearía no estar contando los minutos. Miró alrededor para ver a quién podría sonsacar información y señaló lo que estaba bebiendo el hombre sentado junto a ella.

– Lo mismo -dijo.

Como la había escuchado, el hombre dijo:

– Parece usted ser de las del tipo activo.

Con sus ojos de párpados caídos y sus anchas manos de obrero, podría ser perfectamente el hermano del barman.

– Llámame Theo.

– Todavía puedo hacer el pino y la carretilla sin rajarme los pantalones -respondió.

Sus ojos caídos se abrieron más y sonrió.

– ¿Has oído eso, Marcus? -dijo al barman-. ¡Tenemos aquí una acróbata!

– Dejé el circo -dijo ella poniendo tres francos sobre la barra-. Unos beneficios terribles.

Ojalá la prostituta entrara por la puerta, ojalá no tuviera que esperar demasiado. El olor a lana mojada y la fragancia del tabaco la estaban mareando.

¿Has oído eso, Marcus? Los de nuestro sindicato de albañiles no son los únicos. También los del andamio.

¿Tendría esto que ver con el andamio del edificio en el que mataron a Jacques? Qué interesante.

– Así que, Theo, ¿trabajas ahí en la construcción? -preguntó, señalando la ventana con la mano.

– Theo es el que es culpable del ruido. Ya llevan seis meses. El permiso de obras era solo para dos -dijo uno de los que estaban fumando un puro levantando la vista.

– Y, a vosotros, ¿quién os ha dado permiso para entrar en la conversación? -repuso Theo frunciendo el ceño.

El aire estaba impregnado del olor que despedía la calefacción de queroseno. A Aimée le picaba la nariz y estornudó. Vio que Theo estaba mirándole las piernas.

El borgoña, suave y con cuerpo, dejaba un regusto amargo.

– Así que ¿tendríamos que trabajar más rápido y acabar en las canteras? -preguntó Theo extendiendo los brazos.

– Típico de los sindicatos -dijo el fumador de puros-. Siempre lloriqueando.

– Los cimientos están rodeados por un enjambre de cavidades de piedra caliza. En esta parte de la colina es como si tuvieras que andar con pies de plomo antes de mover unos pocos centímetros de tierra.

– Tiene razón -dijo Marcus a la vez que limpiaba el mostrador-. ¡Nosotros necesitamos un permiso especial solo para cambiar una tubería!

Siguió una apasionada discusión que le recordó al pueblo de su abuela en la región de Auvernia, en el que el café era realmente la sede social en las noches de invierno. Le resultaba familiar, como una manta usada. Pero en lugar de campesinos, los habituales del café reflejaban el rostro de la butte: albañiles, intelectuales, un periodista de Le Canard Echainé, el periódico satírico, y burócratas jubilados.

Marcus, el barman, rellenó su copa y le guiñó un ojo:

– Por Theo.

Santé -dijo ella levantando la copa. Pensó que el barullo de la conversación constituía un buen momento para hacer preguntas-. Theo, ¿no ha habido un tiroteo donde trabajas?

– Otro retraso -dijo él.

– ¿Y eso?

– Un flic se cargó a otro flic.

– Eso no es lo que yo he oído -dijo ella. La conversación se detuvo-. Mi vecina vio hombres, no policías, disparar en el tejado.

– ¿Qué pudo ver tu vecina en medio de una tormenta espectacular? Le debe de gustar que se le quede congelado hasta lo blanco del ojo. Fue una especie de récord, la nieve que cayó esa noche.

– He oído que la tormenta empezó justo después del tiroteo -dijo Aimée.

– Si pudo ver algo con ese tiempo, tiene que tener rayos X en los ojos.

Antes de que pudiera seguir presionando, entró Cloclo, saludó con la cabeza a los habituales y observó a Aimée. Señaló una mesa en la parte trasera debajo de una cubierta abuhardillada de cristal sucia de hollín. Recordó que su abuelo decía que «Las prostitutas son mil veces más honorables que las actrices. Las primeras venden su cuerpo, las segundas su alma y más».

– Un pastis, si invita usted -dijo Cloclo según pasó a su lado en la barra.

Para cuando Aimée le llevó la bebida, Cloclo ya se había quitado el abrigo negro largo. Brillante bisutería tintineaba en su profundo escote y sus muñecas lucían pulseras Diamonique de color rosa pastel.

– No me extraña que su mote sea Cloclo.

– Estoy todo el día en danza -repuso ella-. Me gusta algo que me alegre.

Al ver los enganchones y la carrera que tenía en la media negra, Aimée pensó que estaba en danza, pero también de rodillas. Pasó los francos prometidos por debajo de la mesa y los depositó sobre la mano expectante de Cloclo. Su aroma a perfume floral barato se mezclaba con el olor a anís del pastis.

– Podemos hablar, pero no tengo mucho que contar -dijo.

Perfecto. Acaba de darle el último dinero que tenía. Se quedaría sin vuelta a casa en taxi en medio de una noche que prometía congelar el agua de las cañerías.

– Mire, Cloclo, piense que me está ayudando como si ayudara a mi amiga. Está en coma a consecuencia del golpe que recibió ahí arriba. Es difícil que las cosas vayan peor después de eso.

– Esa amiga… su amiga… es la flic, ¿verdad?

Aimée asintió.

– Somos amigas desde que teníamos diez años. Nuestros padres se pateaban la calle aquí arriba. Laure siempre tuvo complejo de inferioridad. Su labio leporino…

– La conozco. Una chica joven -interrumpió Cloclo.

– ¿La trata bien?

– Me dejaba en paz. -Cloclo añadió agua al pastis y lo revolvió hasta formar una mezcla turbia. Sus ojos no se apartaban de la cara de Aimée mientras bebía un largo sorbo. Aimée trató de ignorar el olor acre del anís.

Para Cloclo, dado su trabajo, eso sería tratar bien a alguien.

– Laure no mataría a su compañero. De ninguna manera.

– El que no me gustaba era él.

Aimée aguzó el oído.

– ¿Quién? ¿Su compañero Jacques?

Cloclo hizo un gesto negativo con la cabeza y pasó el dedo sobre su ceja perfilada de negro.

– ¿Sabe qué estaba haciendo Jacques en el tejado?

– No me refería a Jacques -dijo echando un vistazo a su reloj Diamonique.

Aimée se inclinó hacia delante, sorprendida.

– ¿A quién entonces?

Tras los ojos de Cloclo algo se nubló.

– Se está haciendo tarde -dijo.

¿Tendría miedo?

– Lo siento, siga. Creía que hablaba de Jacques, su compañero.

Aimée sentía las vibraciones del tamborileo sobre el suelo de madera del zapato salón negro con tacón de aguja de Cloclo.

– Ese mec. Cree que la calle es suya, ¿sabe lo que quiero decir?

Aimée pensó en el músico que había visto en la entrada, el que Conari había identificado como Lucien Sarti.

– ¿Uno con piel, ojos y pelo oscuro? ¿Un músico? ¿Está pensando en ese?

– No, no es tan guapo.

– Entonces no sé a quién se refiere.

– Ese tipo que me las hace pasar mal, un tipo desagradable -dijo Cloclo-. No el que lleva la funda de un instrumento musical.

Una silla se arrastró en el suelo cerca de ellas y una voz exclamó:

Adieu, mes amies.

Cloclo dijo adiós con la mano a un viejo que salía arrastrando los pies.

Aimée tenía que conseguir que Cloclo le hablara de este otro mec.

– ¿Conocía a Laure y a su compañero?

– Cuánto conocía a su compañero, eso no lo sé -contestó Cloclo en un tono neutro-. Pero alardeaba de sus contactos, ya sabe. Quería privilegios.

Aimée notó que algo en su mente pugnaba por salir. Si conseguía unir todos los detalles, alguna pieza encajaría.

– ¿Vio a ese mec y al compañero de mi amiga juntos?

– Los vi hablar en ese bar de la rue Houdon. -Cloclo paseaba la mirada por el local.

Por fin alguna relación.

– ¿En donde Zette? ¿Y ese tipo tiene nombre?

Se encogió de hombros.

– Esos corsos son muy reservados, no crea.

– ¿Está segura de que es corso?

Cloclo asintió, y la bisutería hizo un ruido metálico sobre su amplio pecho.

Aimée trató de juntar todos los retazos. Jacques conocía a Zette y lo habían visto con este otro tipo. ¿Habría matados a los dos? ¿Por qué?

– ¿Dónde puedo encontrar a este corso desagradable?

– Es imposible saberlo. Pero entra y sale de ese sitio pijo de un poco más abajo de mi estación.

La estación… su lugar en la calle.

– ¿Se refiere a enfrente de esa casa elegante frente al patio del número 18?

– Oui.

– ¿Alguna idea sobre el apartamento al que entra?

Volvió a encogerse de hombros y acabó su pastis.

– ¿Cómo es?

– Como cualquier gamberro con dinero. Oro alrededor del cuello. Pelo y ropa a la moda.

Y ahora lo importante.

– ¿Oyó un disparo, Cloclo?

Ella negó con la cabeza.

– Estaba trabajando, chérie.

– ¿Y vio algo?

– Ya se lo he dicho. -Puso en blanco los ojos con abundante máscara-. Trabajando. Pero ese chico guapo subió desde Pigalle y se plantó en la entrada, sabe, donde se divide la calle. -Apuró las últimas gotas de la copa.

Aimée se imaginó la vista desde la posición de Cloclo y el lugar en el que había estado Sarti. Si venía de Pigalle, ¿podría haber tenido tiempo de matar a Jacques y atacar a Laure? ¿Y el otro mec?

– Aquí tiene mi número -dijo Aimée entregándole una tarjeta-. Llámeme la próxima vez que vea al corso. De día o de noche. Hay más francos para usted.

Загрузка...