Jueves por la mañana

Trazos de la primera luz de la mañana se filtraban a través de la bruma que envolvía el pont Marie. Aimée deslizó el jersey de invierno de tela de cuadros de Miles Davis a través de las patas traseras, lo aposentó en la cesta de metal de su bicicleta y pedaleó a través de la niebla hasta Leduc Detective. Como se sentía culpable por haber estado ausente de nuevo, lo había arreglado para que Marcel, el veterano de la guerra de Argelia que solo tenía un brazo y que regentaba el quiosco de la rue du Louvre, se ocupara de él durante unos días.

En la oficina encendió la máquina de café y se preparó un fuerte café negro doble. Esperaba tener respuesta de alguno de los tres clubes en los que había dejado mensajes para Lucien Sarti. Con un poco de suerte, lo encontraría y descubriría su relación con la Armata Corsa y por qué se había marchado de la fiesta de Conari antes de ser interrogado por la policía. Tenía la impresión de que había visto el asesinato de Jacques y tenía alguna relación con él o con el diagrama que había encontrado Yann. O con algo peor.

Mientras tanto, abrió completamente las contraventanas para dejar entrar el húmedo aire gris de la rue du Louvre junto al olor a mantequilla que emanaba de la cercana boulangerie. Puso una cinta de música trance-tecno que le había comprado a un discjockey la noche anterior. Emotiva y con un ritmo constante. Encendió el ordenador y buscó en Internet información sobre la filtración de datos codificados que había mencionado Borderau y sobre todo lo que pudiera averiguar sobre Orejas Grandes.

Lo que encontró fue Gran Hermano, el alias del Echelon de los EE. UU. y de Gran Bretaña, las grandes orejas de las escuchas.

Pensó que sonaba anticuado, de la época de la Guerra Fría, algo así como historia antigua.

Pero según indagó más, descubrió todo lo contrario. De acuerdo con la NSA, la Agencia para la Seguridad Nacional con sede en los Estados Unidos, Echelon era responsable de la intercepción de señales internacionales; todo tipo de tráfico, desde las líneas telefónicas, hasta los correos electrónicos y faxes enviados por líneas terrestres o por teléfonos móviles.

Algo más que impresionante.

La red Echelon operaba con un sistema de filtros que utilizaba bancos de poderosos ordenadores programados para reconocer palabras clave en varias lenguas e interceptar mensajes que contienen esas palabras para su grabación y posterior análisis. Todo ello desde un satélite Helios-1A que emitía a antenas terrestres, de cable y parabólicas.

Sabía que el Helios-1A sacaba fotos de alta definición para la vigilancia: asuntos de espionaje. ¿Cómo funcionaba? Buscando más, encontró una página militar francesa. Lo que vio la hizo incorporarse en la silla. Francia tenía su propia versión del Echelon: «Orejas Grandes», llamado también «Franchelon». Buscó durante veinte minutos hasta que descubrió un corto artículo en Le Nouvel Observateur, de tendencia izquierdista, y que indicaba que Franchelon tenía capacidad para procesar dos millones de llamadas de teléfono, faxes y correos electrónicos al mes. O más. Se rumoreaba que era incluso capaz de seguir el rastro a cuentas bancarias privadas.

Sonó el teléfono.

– Leduc Detective -dijo.

Bonjour, llamo de Varnet y estamos interesados en su propuesta. ¿Podría responderme a unas preguntas?

Cambió de chip mientras rebuscaba en la pila de papeles sobre su escritorio.

– Por supuesto. Aquí mismo tengo su propuesta y estoy encantada de poder ayudarle.

Pasó la siguiente media hora guiando al director de Varnet por la propuesta de Leduc, aclarando información sobre el servicio de seguridad informática que ofrecían. Y las dos horas siguientes ejecutando los programas pendientes en su portátil. Para cuando apareció René llevaba tres horas trabajando y había actualizado todas las cuentas de la base de datos.

– Estamos al día, René -dijo-. ¡Hemos pagado la renta y tenemos veintitrés francos en el banco! ¿Qué tal eso con respecto a tener saldo?

– Por lo menos Saj trabajará a cambio de comida -dijo René mientras colgaba el abrigo de pelo de camello en el perchero.

Saj, de la Academia Hacktaviste donde daba clases René, hacía labores de pirata informático para ellos a tiempo parcial.

– Esto servirá de ayuda -dijo poniendo sobre la mesa un cheque de Cereus.

Estupendo. Gracias a Dios, servía para pagar la nómina de René. Si sus clientes pagaran a tiempo, tendrían seis cifras para unirse a los 23 francos, pero eso sería un milagro.

– Varnet está interesado; creo que tenemos un nuevo cliente.

En lugar de parecer aliviado, René parecía preocupado.

– ¿Qué ocurre, René?

– Ni rastro de Paul o de su madre en su apartamento. Lo comprobé ayer dos veces y también por la noche.

La invadió un presentimiento.

– ¿Se han largado?

– Es difícil saberlo.

– Necesitamos su declaración. La autopsia encontró una bala, pero tu amiguito Paul vio otro disparo. Pero para que él falte a la escuela…

– ¡Paul tiene nueve años, se encuentra solo y su madre es alcohólica! -dijo- ¿Dónde irían?

– Los buscaremos hasta que demos con ellos -dijo ella-. Rescata tu traje de Toulouse-Lautrec.

– Él sabe que no soy Toulouse-Lautrec, Aimée.

– Pero nuestra prioridad es revisar los hallazgos del laboratorio sobre los residuos de pólvora encontrados en las manos de Laure. Ahora mismo tengo que acorralar a Maître Delambre. Tengo que averiguar lo que contiene el informe.

René puso los ojos en blanco.

– Tengo que hacer esto por Laure. ¿Estás conmigo en esto, socio?

– Si lo hacemos juntos… -repuso él.

Ella posó la vista sobre el plano del metro de París pegado a la pared de la oficina. Los colores naranja y rosa demarcaban las viejas formaciones de piedra caliza en los distritos 18 y 14. Sacó su teléfono móvil y trató de arreglar la antena rota.

René torció la boca.

– Ese es el tercer teléfono en…

– Es que tiene espejo.

– ¡Ya estamos! ¡Vaya con la pija!

– Mira, ayer por la noche hablé con la prostituta en ese barrio. Según ella, hay un corso que entra regularmente en ese edificio. -Señaló el diagrama que había hecho-. Es un grosero, y a ella no le gusta. Vio a ese corso hablar con Jacques en el bar de Zette. Tiene que haber alguna relación.

– ¿Alguna relación? Probablemente te estaba contando lo que creía que querías oír.

Ella se encogió de hombros.

– Y creo que Sarti, el músico, el que fue a la fiesta de Conari y se marchó antes de ser interrogado, sabe algo.

– Sospechas, ideas. Eso es todo lo que tienes -dijo René.

Aimée se quedó mirando el mapa de la pared, las formaciones de caliza de Montmartre de color naranja y con forma de riñón que se extendían por la zona.

– Sarti estaba justo aquí, yo lo vi. -Señaló el lugar perdida en sus pensamientos, tratando de encontrar un sentido-. Sin embargo, el diagrama que encontró Marant…

– ¿Marant? ¿El analista de sistemas de la fiesta de Conari? -interrumpió René.

Aimée asintió.

– Buena memoria, René. Es el consultor de la empresa de Conari. Encontró un diagrama, como un plano, en un contenedor cercano.

– ¿Desde cuando los analistas de sistemas trabajan con contratistas? -René cogió un pañuelo de hilo con sus iniciales, RF, bordadas en el borde, y se sonó la nariz-. ¡La forma más segura de coger un catarro: salir del metro y meterte en una oficina caliente! -Se sonó la nariz de nuevo-. La empresa de Conari tendrá contratos con el Gobierno.

– ¿Por qué dices eso?

– Porque tener un analista de sistemas es uno de los requisitos para trabajar con el Gobierno. Míralo en las especificaciones. Nosotros también necesitaríamos uno si trabajáramos con ellos.

– ¡René! ¿No estarás sugiriendo que tiremos por esa línea?

Antes de que pudiera contestar, ella señaló las pilas de papel sobre su mesa.

– Mira, sí que tenemos trabajo, y tendremos más de los estudios que hemos preparado. Ya sabes que nuestro problema son los clientes descuidados que tardan siglos en pagar. -Era notorio que las empresas retrasaban el pago a los trabajadores independientes.

– Pues o cobramos o tenemos que solicitar una créance -dijo René-, lo cual conlleva otro tipo de problema.

Sabía demasiado bien que una créance, un préstamo hecho por el banco contra el aval de los pagos a recibir por el solicitante más un diez por ciento de comisión, predeciría problemas. Cuando el banco cobraba, las empresas se darían cuenta y eso reflejaría las dificultades financieras de Leduc Detective.

– Es verdad, René, pero todavía no hemos llegado a ese extremo.

No exactamente. Tomó aire y contó hasta cinco. Tenían que volver al asunto. Dibujó rápidamente un esquema que reproducía el que había entregado a Borderau.

– Mira lo que mostraba el diagrama de Yann. Supuestamente, los separatistas corsos colocaron las bombas aquí, en la Mairíe, donde está marcado con las «X».

René se quedó con la boca abierta.

– ¿Las bombas?

– Las desactivaron antes de que pudieran explotar. Mi contacto en la DST me lo ha confirmado. ¿Qué pasa si Jacques tenía un confidente que sabía lo del plan o…?

– ¿Cuándo las desactivaron?

– El domingo por la noche.

– Mataron a Jacques el lunes por la noche -dijo René-. Buen intento.

Desanimada, Aimée se quedó mirando el mapa mientras hacía un esfuerzo por pensar.

– Correcto. -No se rendiría tan fácilmente-. Supongamos que Jacques sabía de la existencia de un plan terrorista de reserva y se encontró con el confidente para tratar de averiguar el siguiente objetivo. Mi contacto en la DST también mencionó una filtración de datos codificados -dijo-. Supón que existe una relación.

– Los flics no se tragan las suposiciones -repuso René.

Aimée asintió.

– He estado investigando sobre Orejas Grandes y fugas de datos codificados y me he encontrado con Franchelon. ¿Me ayudas?

– Dile a Saj -dijo René-. El año pasado diseñó esos «asquerosos pequeños códigos», como los llamó el ministro, para reinstalar la seguridad en la estafa del Bankverein Swiss. ¿Te acuerdas?

El Bankverein Swiss había perdido millones de francos debido a los piratas informáticos, pero lo había mantenido en silencio para evitar el pánico entre sus clientes y lo había cubierto con sus reservas. Una simple dentellada en los considerables activos del banco, tal y como concluyeron los analistas financieros.

Llamaría a Saj más tarde.

René cogió la carpeta con la información sobre Varnet.

– ¿Te parece que les haga una visita?

– ¿Antes de que cambien de opinión? Buena idea. Llévate este formulario de contrato y consigue que firmen. -Se detuvo un momento-. ¿Qué ha ocurrido con la cita que tenías?

Él miró hacia otro lado.

– Eso me corresponde a mí saberlo y a ti averiguarlo. Mientras tanto, aquí está la notificación de la devolución de Hacienda. ¡Por fin!

– ¡Bravo, René!

Él conseguía sorprenderla continuamente. Les había costado un año y la tenaz determinación de René de ocuparse del papeleo emitido por una serie de oficinas para obtener su devolución.

– No lo celebres todavía. Ahora tengo que ponerme en contacto con el funcionario que reparte las devoluciones. Ha estado fuera con problemas de vesícula, pero ahora podremos pagar los portátiles nuevos que necesitamos.

Ella se levantó y lo abrazó, notando el orgullo en su mirada y el rosa de sus mejillas antes de que se diera la vuelta. ¿Se estaba sonrojando René?

– Consigue esa devolución, socio, y ya los tienes. Y más. Puedes impresionar a tu chica.

– Entonces mejor que me vaya ya -dijo René alcanzando su abrigo.

– Yo también.

Afuera en el pasillo se dio cuenta de que se había olvidado de pasar por la asesoría contable de al lado para recoger un sobre que, según el albarán, habían dejado allí.

– Vete yendo, René.

– ¿Qué tal, Diza? -dijo Aimée a la recepcionista-. ¿Algo para mí?

Diza llevaba una falda estrecha verde de lana, camisa de seda floreada y chaqueta de imitación de agnés b. y hacía esfuerzos por mantener en equilibrio una bandeja con cafés de la cafetería de abajo. Aunque tenía cuarenta y tantos años, vestía de forma juvenil y lo llevaba bien. Por lo menos la mayoría de las veces.

– Encima de mi mesa, mademoiselle Aimée -dijo sonriendo-. Es la hora del café de los chicos.

Ninguno de los «chicos» de los que hablaba tenía menos de sesenta años.

Aimée abrió un sobre de papel manila con su nombre impreso en letras mayúsculas. Se desprendieron varias fotografías granuladas en blanco y negro, del tipo de las que se hacen por la noche con un teleobjetivo a larga distancia. Mostraban a dos mujeres de pie en la calle. Miró con más atención y reconoció que eran Cloclo y ella misma conversando. Sintió que se le revolvía el estómago. Otras dos fotos mostraban a René con una mujer con pelo pincho. ¿Sería ella o…?

– ¡Qué foto más bonita con monsieur René! -observó Diza mirando por encima de su hombro-. Se estaban ustedes divirtiendo. Eso está bien. Es agradable ver a monsieur René sonreír.

Alors, Diza, no soy yo.

– Es exactamente igual que usted, mademoiselle Aimée -dijo Diza.

– Y que lo digas, Diza -repuso Aimée pasmada. Con el pelo pincho, tacones y todo: Magali, la nueva chica de René, ¡se parecía a ella!

– Diza, ¿cómo ha llegado este sobre?

– Por mensajero. Ya sabe, esos que van como locos en las motos. Uno casi me atropella ayer.

– ¿Podrías describirlo?

Diza sonrió.

– Veamos: gorra negra, plumífero, ya sabe de esos que se abultan, y vaqueros. Como todos.

– ¿Tenía los dientes amarillos?

– Pensándolo bien -dijo ella echando un azucarillo en uno de los cafés-, sí.

¡El tipo de la cabina que la había perseguido por el Marché Saint Pierre! Las fotos querían decir: «Sabemos quién eres y te estamos vigilando».

Aimée bajó corriendo por las escaleras a la rue du Louvre resbaladiza por la lluvia. Alcanzó a René antes de que se metiera en un taxi que esperaba en el bordillo.

– René, mira estas fotos. Nos están vigilando.

René puso su maletín en el asiento del taxi y las pasó con el dedo, con una tensa sonrisa en el rostro.

– No sabía que los acosadores también fueran detrás de los hombres.


* * *

Aimée daba unos pasos atrás y adelante en el cavernoso juzgado de suelos de mármol. Estaba lleno de abogados que pasaban a toda prisa arrastrando las togas negras y de acusados que mantenían una conversación; el olor a piedra fría y lana mojada permanecía en los rincones. Echó un vistazo a través de la ventana ovalada de la puerta de roble de la sala de juicio. En el estrado -más roble- se sentaban cuatro jueces con toga. Una de ellos estaba recostada con los ojos cerrados.

Un minuto más tarde apareció por la puerta Maître Delambre. Tenía la mejilla hinchada y los brazos llenos de informes. Por lo que parecía, había sobrevivido a la silla del dentista.

Hizo una mueca cuando la vio.

– Esos mecs todavía me siguen -dijo ella haciendo un esfuerzo por mantener la calma.

– Ocúpese mejor de sus asuntos, mademoiselle Leduc. Algo difícil para usted, seguro -dijo cambiando de brazo el montón de informes-. El caso de Laure parece estar abierto y cerrado. Culpable.

– ¿Qué quiere decir? ¡Ni siquiera tiene el informe del laboratorio!

– Ha llegado esta mañana -la interrumpió y sacó una hoja de papel-. El informe confirma el hallazgo preliminar de residuo de pólvora en sus manos. Sin embargo, ni rastro en las suyas.

No tenía sentido. ¿Cómo podía Laure haberlo hecho? ¿Por qué?

– ¿A qué se ha debido el retraso? -Estaba pensando rápido-. ¿No indicaría eso algún error o algún problema con el procedimiento? ¿Puedo ver el informe?

Él se lo entregó.

– Según el laboratorio, han tenido una incidencia de casos inusualmente alta. Un montón de trabajo atrasado. Pero los resultados de la prueba son claros e incriminatorios.

Ella miró el informe rápidamente, negando con la cabeza.

– ¿Esto es todo?

– Está todo escrito, ¿qué más quiere?

Ella lo miró con más atención.

– Aquí dice que enviarán el análisis detallado del laboratorio. ¿Dónde está?

Maître Delambre dejó escapar un suspiro de desagrado y se puso a registrar su maletín.

Ummm, porcentajes y la composición de metal y elementos. Voilá.

Aimée estudió el papel y comprobó las cifras. Su mente daba vueltas a toda velocidad.

– El residuo de pólvora se compone de plomo, bario y antimonio.

– Así que usted también es una experta en esto -dijo Maître Delambre-. Mademoiselle Leduc la de los muchos talentos.

– Tengo una pistola, con licencia, por supuesto -repuso ella-. Todas las balas contienen plomo, bario y antimonio -dijo señalando una de las columnas de cifras- pero pocas balas contienen esto.

– ¿La experta ha encontrado un problema? -dijo él inclinándose por encima de su hombro.

Ella ignoró el sarcasmo.

– Una proporción muy alta de estaño. Noventa y ocho por ciento. Esto no es normal -dijo ella-. ¿Tiene copia de este informe?

Le entregó una y ella la estudió.

– Exija una nueva prueba. ¡Estos hallazgos del laboratorio son cruciales!

Maître Delambre se pasó los dedos por su ralo cabello.

– Mire, lo siento. El laboratorio ha realizado su labor, que es mostrar la presencia o la ausencia de residuos de pólvora. De aquí se ha demostrado sin ninguna duda la presencia de residuos. Por lo que respecta a los flics, y debo mostrarme de acuerdo, esto indica que ella disparó la pistola que mató a su compañero. Asuntos Internos tiene un caso abierto y cerrado. No puedo ayudarla.

Algo iba mal.

– Eso no es del todo correcto. Nada tiene sentido a no ser que sufriera una encerrona -dijo Aimée-. Los restos de pólvora tienen que ser de otra pistola, una con un alto contenido de estaño en su munición.

– Un asunto interesante, pero discutible.

– Pregúntese esto: podría haberse ocupado de su compañero mucho más fácilmente y haberlo hecho parecer un accidente, así que ¿quién le tendió la trampa y por qué?

– Tal y como yo lo veo, el asunto ha concluido -le dijo él-. Discutió con su compañero en presencia de un bar lleno de testigos. Asuntos Internos le dio la posibilidad de trabajar conmigo, un abogado externo, una cortesía inédita, pero a la luz de la evidencia, se van a ocupar ellos. Lo que tenían que haber hecho desde el principio. Alguien tocó las teclas necesarias para conseguir que la defendiera alguien de fuera, pero ahora esto es un asunto interno de la policía, no mío.

Así que Morbier había tratado de ayudar a Laure.

– Por favor, exija que se realice otra prueba de laboratorio en su presencia. Pregunte sobre el alto contenido de estaño del residuo. Dudo que alguien haya sido condenado basándose solo en la evidencia de los restos de pólvora. Averiguelo. No querrá perder uno de sus primeros casos, ¿verdad?

Él se balanceaba sobre los tacones de sus relucientes zapatos negros.

– La munición del arma de un flic se compone de tres elementos. No hay estaño. Cualquier flic puede decirle eso. Tiene que pedir otra prueba y comparar los resultados con los de una bala disparada por una Manhurin.

– Ya sé que es su amiga, pero me temo que…

– Delambre, ¡vaya un golpe para usted! -dijo ella-. Lo que parecía ser un caso cerrado se vuelve del revés gracias a un abogado que insiste en un exhaustivo análisis de balística. Se ganaría usted su reputación.

Él pestañeó y ella dedujo que no había pensado en ello.

– Les enseñaría un par de cosas a esos tipos de la vieja escuela -continuó-. La Proc siempre anda buscando nuevas personas ambiciosas para su equipo, créame.

Ella no lo sabía con toda seguridad, pero se figuró que sonaba bien.

Él vaciló.

– El laboratorio lo lleva Boris Viard. Es bueno, hable con él. -Casi había convencido a Delambre, podía olerlo-. ¿Qué tiene que perder más que un caso que, de todos modos, nadie piensa que va a ganar? Intente hablar con Viard.

– Deje que lo piense -respondió él.

– ¿Ha utilizado los informes policiales que encontré?

– Según el Código Civil, pertenecen al informe de mi cliente -dijo-, artículo… Bueno, eso son legalismos. Tiene razón, pero su aparición causó sorpresa en algunos sectores.

Ella apretó las manos dentro de los bolsillos sintiendo la ausencia del anillo de Guy.

– ¿En cuáles?

– Vamos a hablar ahí -dijo él señalando un lugar detrás de una columna.

Sentía las corrientes de aire como latigazos a través de sus medias negras. Sintió un escalofrío y deseó que el frío del suelo de piedra no le subiera por las piernas.

– Los de Asuntos Internos mostraron una cierta consternación, pero callaron pronto -dijo Maître Delambre torciendo la cabeza hacia un lado.

– ¿Se mostraron sorprendidos o consternados?

Él sonrió.

– Bueno, ya que yo no había percibido antes su existencia, tal y como informé al inspector, elogié al departamento por su eficacia al ponerme al día.

Después de todo, no estaba tan verde.

– ¿No es Ludovic Jubert el jefe de Asuntos Internos ahora? -preguntó ella, expresando una corazonada.

Maître Delambre se paró y movió la cabeza.

– No, pero me suena el nombre.

Ella había comprobado varias secciones de la RG [9] y del directorio del ministerio, pero ninguna de ellas ofrecía un listado con los nombres de los agentes. Cada vez que lo había intentado se había encontrado en un callejón sin salida.

– Estoy convencida de que esa noche dispararon otra pistola. -Un magistrado con la toga negra dio unas palmadas en el hombro a Delambre al pasar-. Tenemos un testigo -le dijo al abogado.

– Entonces ese testigo tiene que presentarse. -Hizo un movimiento negativo con la cabeza-. De todos modos, como los restos de pólvora se encontraron en sus manos, no sé hasta qué punto puede ser efectivo ese testimonio para la investigación de Asuntos Internos.

La invadió el pánico.

– El testigo es un niño, todavía va a la escuela.

– Los menores pueden ser citados a declarar de acuerdo con la ley.

– Espere -dijo ella-, vendrá motu proprio.

– Y ayudaría encontrar una segunda pistola -repuso Delambre.

Claro que sí, y también conocer la identidad de los hombres que estaban en el tejado.

– Estoy trabajando en ello.

– Es hora de mi próximo juicio, lo siento -dijo él metiendo el montón de archivos en el maletín.

– Por favor, llame al laboratorio para solicitar otra prueba. Solo le llevará una llamada.

Él se frotó la mejilla e hizo un gesto de dolor.

– Ya he arriesgado bastante el pescuezo -dijo comprobando su reloj-. Me está esperando el siguiente cliente, lo siento.

Desilusionada, palpó las llaves de la oficina en el bolsillo e hizo un gesto con la cabeza.

– Yo también.

Tendría que hacerlo todo por su cuenta.

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