Aimée retorcía el anillo de Guy en su dedo corazón. La acuosa piedra lunar sobre una montura antigua reflejaba el cielo cambiante. Perfecta para ella, había dicho él. Trató de pensar en algo diferente. El cubículo de la comisaría en el que la estaban interrogando le parecía gélido. Varios paneles de luces fluorescentes estaban fundidos, reflejando líneas de luz irregulares sobre el ajado linóleo.
Frente a ella, sentado en un escritorio de metal, un flic de veintitantos años de afilada mandíbula se esforzaba por teclear con dos dedos las teclas de una máquina de escribir. ¿No tendrían ordenador?
– Voila, mademoiselle Leduc -dijo, retirando el papel del carro. Su cigarrillo se consumía en un cenicero lleno. Se recostó en la silla giratoria y miró su gran reloj deportivo-. Lea su declaración para ver si es correcta. Luego fírmela ahí abajo.
Leyó dos veces las cinco páginas de la declaración, luego asintió y firmó.
– Por favor, añadan también esto.
– ¿Qué es? -preguntó él, reprimiendo un bostezo.
– Un croquis que ilustra mi declaración -dijo ella. Hasta ahora, no había visto un ordenador-. Supongo que podrá escanear mi declaración y este croquis con un ordenador.
– Es usted bastante peculiar, ¿verdad?
Ella podía oír el zumbido monótono de una impresora desde una oficina en la parte de atrás.
– ¿Lo harán?
– Sabemos lo que tenemos que hacer, mademoiselle -dijo él-. Ahora venga conmigo, por favor.
Ella sintió un escalofrío. Menos mal que había hecho una copia del diagrama.
Él la acompañó a través del vestíbulo de la desierta comisaría hasta una celda al lado del despacho coordinador de emergencias. Era más bien una jaula, con barrotes de acero y amueblada solo con un tablón de madera que hacía de banco. El flic soltó las esposas e hizo un gesto para que entrara.
– Espere un momento, no estoy acusada de nada. ¿Hasta cuándo…?
– Siéntese y tranquilícese -la interrumpió y se marchó.
Las esquinas apestaban a calcetines sucios y a otras cosas en las que prefería no pensar. Enfrente de ella, en el mostrador al lado del cubículo de recepción protegido por una mampara de cristal se apilaban folletos anunciando un maratón local patrocinado por la policía y consejos sobre seguridad vial para los motoristas.
Se frotó las manos, ásperas del jabón de laboratorio que le habían dado después del test de los residuos de pólvora, y dio tres pasos de un lado a otro de la pequeña jaula, mientras esperaba que no tuviera que permanecer allí toda la noche. Todavía no había visto a Laure.
Se imaginó el andamio recortándose contra el tejado de tejas azules. La capa de nieve, el ángulo del cuerpo de Jacques, sus bolsillos del revés, la evidente conmoción de Laure… pero su mente volvía a la herida de bala de Jacques. ¿Lo había estado esperando el asesino? En una noche como esta, ¿por qué había salido Jacques del acogedor café y había convencido a Laure para que lo acompañara? ¿Por qué había acabado muerto en un inclinado tejado de zinc en medio de una tormenta?
Por jugar a abogada del diablo, si de hecho Laure y Jacques habían continuado su discusión y Laure quería matar a Jacques, existían formas más sencillas y menos incriminatorias. Un golpe que lo hubiera dejado inconsciente, y luego machacar el cráneo fuertemente contra un pivote de piedra era uno de los métodos. Había leído algo así la semana anterior en Le Parisien. O podía haber hecho que Jacques tropezara en las escaleras que llevaban al Sacré Coeur. Había muchas formas de simular un «accidente».
Sin embargo, ¡se había encontrado a Laure inconsciente de un golpe! Con toda seguridad, la falta de residuos de pólvora en las manos de Laure la exculparía… Esperaba que los flics hubieran interrogado al tipo que estaba en la verja del edificio. Puede que hubiera visto algo.
Una agente que vestía una sudadera azul abrió la puerta de la jaula, sacudiendo a Aimée de sus pensamientos.
– Puede marcharse -dijo, entregándole una bolsa de plástico con sus cosas.
¿Así de fácil? Se imaginó que Morbier había hablado a su favor. Esperaba que hubiera hecho lo mismo por Laure.
– ¿Un café?
Agradecida, Aimée asintió, aceptando una taza de café negro.
– Merci. Lo que de verdad quisiera es encontrar a Laure Rousseau.
La flic sonrió.
– Y a mí me gustaría encontrar al hombre de mis sueños. La esperanza es lo último que se pierde, ¿verdad? Inténtelo en el Hôpital Bichat.
Las paredes rayadas y el linóleo desconchado del Hôpital Bichat necesitaban una reforma. Laure, con la cabeza vendada, estaba sentada en una camilla en la sala de espera de urgencias, acompañada por un flic de aspecto cansado. «…hablar con un abogado», estaba diciendo Laure. Su voz sonaba pastosa.
– Agente, ¿puedo hablar con mademoiselle Rousseau? -preguntó Aimée.
– ¿Es usted de la familia?
– Es mi amiga, ¡por favor!
El flic se ajustó la corbata y tamborileó con los dedos en la camilla de metal.
– Bon… Comprobaré la acusación que existe sobre ella con la préfecture de pólice.
– ¿Qué quiere decir? ¿Acusación? Compruébelo con la Proc. Tiene que haber un error.
Ella vio su expresión indiferente. Luego se sonrojó desde el cuello hasta las mejillas. Por lo menos tenía la decencia de sentirse avergonzado. Después de todo, Laure era una de los suyos.
– Déjeme averiguar qué está pasando -dijo.
– ¿Dónde está el médico de guardia? ¡Mírela! ¡Necesita que la vean ya!
– No es el mejor momento. Ha habido una colisión de varios camiones en la périphérique. Ella va la siguiente.
Aimée vio la sangre seca en la sien de Laure, escuchó los esfuerzos que hacía para respirar, y notó sus pupilas dilatadas. Los síntomas clásicos de una conmoción. El agente se alejó por el pasillo, tratando de encontrar cobertura para su móvil.
– Esto es un mero trámite, Laure -le aseguró Aimée-. Hay una confusión.
– ¿Confusión? -A Laure le temblaban los hombros. Las lágrimas asomaban a sus ojos-. Los especialistas encontraron residuos de pólvora en mis manos. No sé lo que está ocurriendo.
¿Residuos de pólvora? Aimée se sobresaltó.
– No lo entiendo -presuponía que también Laure saldría limpia del test-. Tiene que haber una explicación. ¿Cuándo disparaste tu pistola por última vez?
– Igual hace un mes, bibiche, en las prácticas de tiro, creo. No me acuerdo bien -dijo Laure con los ojos brillantes.
No tenía sentido. Entonces, ¿cómo podía tener ahora restos en sus manos?
– Cuéntame qué ocurrió después de que te fueras del bar -dijo Aimée posando una mano sobre el hombro de Laure-. Tómatelo con calma.
Laure negó con la cabeza.
– Jacques se estaba comportando de una forma extraña… -Su voz se debilitaba.
Aimée podía oler el tipo de producto químico utilizado en los análisis de residuos de pólvora y vio las yemas de los dedos de Laure, negras del test de huellas dactilares. Ni siquiera se las habían limpiado.
– Así que lo acompañaste -siguió Aimée.
– Pero me preguntaba…
– ¿Qué? -preguntó Aimée.
– Su confidente… ¿Por qué se encontraría allí con él?
¿Una cita en un tejado resbaladizo en una gélida noche de nieve? No tenía sentido, concluyó Aimée.
– Tiene que haber sido una trampa. -Laure se apoyó contra la pared y se frotó las sienes, dejando churretes negros-. Mi cabeza, me duele hasta pensar.
Aimée entrecerró los ojos.
– Una trampa. ¿Cómo lo sabes? -preguntó.
– Lo que sé es que no lo maté. -Sus hombros temblaban-. Jacques era el único que me dio una oportunidad. Me tomó a su cargo. Nunca puedes volver al cuerpo si matan a tu compañero y tú… tú eres la sospechosa.
– Aclararemos esto, Laure, reste tranquille -dijo Aimée, aunque en realidad se estaba preguntando qué podía hacer.
En algún lugar una puerta se cerró de un portazo. Los fluorescentes parpadearon. Se oyeron voces de borrachos en el vestíbulo. Un celador corría por el pasillo de azulejos verdes, haciendo que sus pasos resonaran.
– Tienes que ayudarme -dijo Laure-. Todo es como una nebulosa, es muy difícil recordar.
Aimée temía que le encasquetaran a Laure un abogado determinado y que llevaran a cabo la mínima investigación posible. O, más probablemente, que remitieran la investigación a Asuntos Internos, donde los que presidían eran jueces elegidos por la policía.
– Disfrutan haciendo un ejemplo de flics como yo -dijo Laure.
Lo triste era que era cierto.
Pero tenía que hacer que Laure se sintiera más segura.
– No llegará tan lejos, Laure. Como te he dicho, ha habido algún error.
Laure miró fijamente a Aimée, le temblaba el labio.
– Acuérdate de que prometimos que siempre nos ayudaríamos, bibiche. -Laure se recostó en sus hombros, sollozando.
Aimée la sostuvo, recordando cómo era Laure la que siempre se la quedaba, cómo había sido el saco de todas las burlas antes de su operación de paladar, y sin embargo, cómo había soñado con una carrera como la de su heroico y condecorado padre. Al revés que Aimée, que se mantenía a distancia de los flics.
– Te juro por la tumba de papá que yo no maté a Jacques. -Laure la agarró con fuerza del brazo y luego cerró los ojos-. Me estoy mareando, todo me da vueltas.
– Laure Rousseau, ya estamos con usted -dijo una enfermera.
Aimée pensó que ya era hora.
– Parece un shock, una conmoción -dijo.
– Nosotros somos los que diagnosticamos, mademoiselle. -La enfermera empujó la camilla hacia un par de cortinas de plástico blancas.
– ¿Cuánto tardarán?
– La exploración y la observación llevarán unas cuantas horas.
El mismo flic pasó a su lado. Aimée lo cogió del brazo.
– Volveré entonces para recogerla y llevarla a casa. -Reconoció una expresión de «no cuentes con ello» en sus ojos al tiempo que negaba con la cabeza-. ¿Por qué no?
– No tengo tiempo de explicárselo.
– Aquí tiene mi número. Llámeme. -Puso una tarjeta en su mano.
Él desapareció tras las cortinas.
Aimée se encontraba de pie delante del hospital en la acera grisácea cubierta de nieve sucia. Tenía que hacer algo. No podía soportar la idea de que Laure, todavía herida y en estado de shock, fuera acusada en la préfecture. Tenía que haber pruebas, en el andamio o en el tejado, que la exculparan. Tenía que haber alguna forma en la que Laure pudiera salir de esta pesadilla. Sacó su teléfono móvil con manos temblorosas y llamó a su primo Sebastian.
– Allô Sebastian -dijo, mirando la desierta parada de taxis-. ¿Puedes recogerme dentro de diez minutos?
– ¿Por tu cara bonita? -dijo-. Désolé, pero Stephanie está haciendo una cassoulet.
Stephanie era su nueva novia y la había conocido en una macro fiesta.
– Me debes una, ¿recuerdas? -respondió Aimée.
Una pausa.
– Es hora de saldar la deuda, Sebastian.
– ¿Otra vez? -Se oía música de fondo-. ¿Qué necesito?
– Guantes, botas de escalada, lo de siempre. Asegúrate de que tienes la caja de herramientas en la furgoneta.
– ¿A forzar algo, como la última vez?
– Y te encanta. No te olvides de traer otro par de guantes.
Algunas veces simplemente tenías que ayudar a una amiga.
Sebastian, que llevaba puestos unos ajustados pantalones color naranja, un jersey bretón de talla extra grande y un gorro de punto negro calado hasta las orejas, pero que dejaba ver el brillo de su pendiente, aceleró la furgoneta rue Custine arriba. Su planta de más de 1,80 m. se acomodaba con dificultad en la machacada furgoneta que utilizaba para los repartos. A su lado, Aimée estaba sentada analizando rápidamente las queserías, floristerías y cafés cerrados y sin luz repartidos por la pronunciada pendiente. En algún momento esto había constituido un pueblo en un lugar elevado fuera de las murallas de París. Los parisinos habían ido en masa a la butte, el montículo, para bailar en los bal musettes, disfrutar de la vie bohème y beber vino libre de impuestos. Artistas como Modigliani y Seurat los habían seguido, montando sus estudios en lavaderos públicos antes de que sus cuadros alcanzaran elevados precios. Luego se habían sentido atraídos por Montparnasse.
– Voilá -dijo, señalando el edificio rodeado por una verja y cuyos árboles desnudos se recortaban contra las luces de Pigalle en la distancia.
Los de la policía científica y los furgones policiales ya se habían marchado. Tampoco estaba el coche de Jacques. Sebastian aparcó al lado de uno de los típicos hidrantes de París, lo cual quería decir que lo habían metido a presión en cualquier espacio que quedara en la acera.
– Trae el equipo, primito -dijo-. Vamos.
El 18 de la rue André Antoine, un edificio del siglo XIX de piedra blanca, estaba enfrente de otros como él en una calle serpenteante. Una red gris camuflaba el andamiaje del piso superior y del tejado, compartido por el resto de los edificios del patio. La parte trasera del patio estaba parcialmente ocupada por la pared de una iglesia de ladrillo rojizo que impedía la visión. Esperaba haber podido interrogar al hombre que estaba en los escalones, pero ya no andaba por allí. Solo quedaba una capa de nieve con huellas entrecruzadas.
El viento había remitido. De algún sitio llegó el chirrido amortiguado de un columpio. Los de la policía científica debían de haberse marchado justo después de que la hubieran obligado a irse, lo cual era evidente por la fina capa de nieve que cubría los coches aparcados donde antes habían estado los furgones policiales. Gracias a Dios el arquitecto Haussmann había podido impedir aquí la acción de la excavadora. Nadie podía echar abajo estos edificios, o el suelo a sus pies se desmoronaría. El terreno estaba plagado de huecos y túneles… como un queso de gruyer, como decía el refrán. Aimée nunca pudo entender eso; el queso de los agujeros era el emmental. Cuando comprabas una propiedad, recibías un certificado asegurando que el terreno era sólido. Pero, tal y como le había dicho una amiga, los últimos cálculos geológicos databan de alrededor de 1876.
Llamó al timbre del conserje, bajándose la cremallera del plumífero para que se viera la sudadera azul que le había traído Sebastian y se dio cuenta de que no había nombres en los buzones de metal del piso de arriba. Momentos después, contestó una mujer de mirada perspicaz. Vestía un abrigo grande de caballero color camel, con una cadena de Dior a modo de cinturón, botas de lluvia negras y sujetaba un cigarrillo entre el dedo pulgar y el índice.
– ¡No me digan que se olvidaron del cuerpo! -dijo, exhalando humo acre en la dirección de Aimée.
Sobresaltada, Aimée echó mano de una bolsa de trabajo con el nombre «Serrurerie» impreso y se apartó del humo.
– He venido a cambiar las cerraduras -dijo.
– Pero ya han estado los cerrajeros.
Aimée sacudió el hielo de sus botas en el felpudo.
– ¿Para asegurar las ventanas y el acceso a la claraboya?
– Que yo sepa…
– Pero nosotros vamos a trabajar en las ventanas «de atrás». No han acabado -señaló con la mano a Sebastian-. Teníamos las piezas en el taller.
– ¿Qué quiere decir?
Aimée pensó rápido, deseando que la portera dejara de interrogarla.
– Tiens… ¿Así que no le dijeron… que las ventanas traseras necesitan cerraduras especiales?
La portera suspiró.
– El piso está vacío. Están rehabilitando los pisos de arriba.
– Bon, nos iremos a casa -dijo Aimée volviéndose hacia Sebastian-. Puede explicar al comisario por qué entró nieve por las ventanas hasta cubrirlo todo como una alfombra. A los okupas les va a encantar.
La mujer echó un vistazo a su pulgar y empujó la cutícula hacia atrás.
– Los pisos de arriba llevan vacíos un mes -dijo, encogiéndose de hombros. Otro signo del aburguesamiento que estaba invadiendo la zona-. Asegúrese de no molestar al viejo chocho del primero. Ya de por sí está furioso, así que imaginen con toda esta conmoción -dijo la portera. Torció el gesto y apagó el cigarrillo en un tiesto vacío. Luego lanzó un pequeño llavero a Aimée-. Es la llave de la puerta. No les esperaré levantada.
– Conocemos el camino de salida -dijo Aimée, asintiendo en la dirección de Sebastian, quien se echó al hombro la caja de herramientas.
La siguió hacia arriba por la escalera, con la gastada alfombra roja sujeta por varillas de bronce. El pasamanos de hierro forjado, con un intrincado diseño de bellotas y hojas, subía en espiral varios pisos. En algún momento había sido exquisito, la última moda.
– ¡Y luego hablan de subir al monte! ¿Qué demonios esperas encontrar después de todo este tiempo, Aimée?
Las palabras de Sebastian reflejaban sus propias dudas. Sin embargo, era vital obtener nuevas pruebas. «Si se escucha, el escenario habla», recordó que decía su padre. Si había cualquier posibilidad de demostrar la inocencia de Laure, ella tenía que encontrarla.
– Ponte los guantes de cirujano -dijo, jadeando y deseando no haber ganado ese kilo en vacaciones. Dejó la llave en la puerta-. Primero el tejado.
La ventisca había remitido, derritiéndose la nieve en el suelo del andamio. Sebastian y ella se calaron los pasamontañas de lana. Sebastian hizo lo mismo que Aimée y se echó de rodillas. Con suerte, quizá encontraran algo que se les había pasado por alto a la policía.
– ¿Qué buscamos?
– Astillas, metal ennegrecido en el andamio, un mechero olvidado, una colilla, una teja raspada… cualquier cosa.
– ¿Cómo en los programas de la tele?
Ella asintió. Tenía sus dudas, pero nunca se sabía. La portera había dicho que el piso llevaba un mes vacío. ¿Fue por eso por lo que Jacques había decidido encontrarse allí con su confidente?
Las torres y el tejado de la iglesia no dejaban ver nada excepto el tejado de al lado y un oscuro edificio vecino al otro lado de la calle. Los testigos, en caso de que los hubiera, serían pocos.
Se pusieron en cuclillas, moviéndose en silencio para evitar que se les detectara desde los pisos unidos por el tejado. Una ventana alta y con luz brillaba al otro lado del patio. Abajo, en el solar en construcción, se veía un resplandor como la punta de un cigarrillo encendido. Luego desapareció. ¿En un agujero en la tierra? Los restos de antiguas canteras recorrían Montmartre bajo tierra. Apretando los dientes, volvió la vista al tejado.
Reptaron durante cuarenta minutos. Repasaron cada centímetro del andamio, inspeccionaron chimeneas, piedras, las ventanas y botaguas que se abrían en el tejado abuhardillado y la pequeña superficie plana del tejado de zinc arriba del todo. Aimée tenía las manos mojadas de nieve, irritadas por el roce de las piedrecillas y el áspero estuco. Descorazonada, se apoyó contra la chimenea.
– ¿Has encontrado algo? -preguntó a Sebastian, que estaba inclinado sobre el borde e inspeccionando el canalón.
Sostenía un puñado de hojas marrones empapadas.
– ¿Las tiro o…?
– Espera. -Se acercó hasta donde él estaba y abrió una funda de plástico-. Mételas aquí. ¿Qué es eso?
– Solo una ramita, como estas -dijo, señalando otras que atascaban el canalón.
Ella entresacó un tallo verde. Lo olió.
– Un tallo de geranio que se acaba de romper.
– ¡Mi prima, la botánica!
Ella le dirigió una sonrisa irónica.
– Mi pituitaria me dice que hay un alféizar cerca de aquí con tiestos de geranios.
– Y eso demuestra…
Unas pocas estrellas relucían bajo las nubes que se disipaban, justo sobre el oscuro perfil de los tejados.
– Solo estoy especulando. ¿Y si alguien estaba apoyado mirando por la ventana y vio el tiroteo?
– Pero Aimée, con este tiempo, la gente mete los geranios dentro de casa.
Tenía sentido. ¿Una pista falsa?
Bueno, pero era todo lo que tenían.
– Ayúdame, quiero comprobarlo.
Sebastian alcanzó la pared y ató la cuerda alrededor de la base de la chimenea. Aimée ató un nudo corredizo en el otro extremo alrededor de su cintura.
– ¿Preparada? -preguntó él, cruzando las manos y plantándose contra el cemento-. A la de tres.
– Una, dos, tres.
Aire gélido y una claraboya con suciedad incrustada recibieron a Aimée al llegar al tejado de al lado. Se agarró al alero del tejado, se dio impulso hacia arriba y se encontró cara a cara con la ventana de una buhardilla. Dentro se veían varios tiestos con geranios.
Ahora ya sabía por dónde empezar a preguntar por la mañana. Pero no había encontrado ninguna prueba que demostrara que otra persona que no fuera Laure había disparado a Jacques. Sin embargo,… tenía que haber algo.
– Voy a bajar -dijo, agarrándose al alféizar salpicado de desperdicios de paloma con una mano mientras con la otra hacia fuerza contra la lisa pared-. Sebastian, ¿me alumbras aquí con la linterna?
– ¿Regalos de los dioses paloma?
Mientras el fino haz iluminaba la chimenea, se encendió una luz en una ventana del patio de enfrente, y oyeron que alguien intentaba abrirla.
– Rápido, Sebastian. Hora de largarse.
Sintió que él tiraba de la cuerda y sus pies resbalaron en el hielo.
– Tenemos compañía -dijo él, señalando hacia abajo-. Los flics.
Dos coches se habían detenido en la calle, con sus luces azules proyectándose sobre el patio cubierto de nieve. ¿Les habría oído alguien y habían llamado a los flics? Miró con dificultad alrededor de la chimenea, vio más tejados y el reflejo pálido de la luna que brillaba en más claraboyas, a pocos metros de distancia.
– Coge la bolsa y ven conmigo -dijo Aimée.
– ¿Me estás tomando el pelo?
– Date prisa. Podemos forzar una claraboya.
Sintió que la cuerda se tensaba.
– ¿Cuántas claraboyas ves? -preguntó él.
– Tres. Dos juntas y otra algo más lejos.
– Bon. Una de ellas tiene que estar sobre un vestíbulo. Te sigo.
Metió la funda de plástico en el bolsillo de la sudadera, trepó, se agarró al borde de la chimenea y se dejó caer hacia el otro lado.
Le trastabillaron los pies y aterrizó a cuatro patas. Y luego se encontró deslizándose por la resbaladiza superficie del tejado. La invadió el pánico. Entre ella y una altura de varios pisos solo estaba el canalón. Se agarró fuertemente al metal con la mano y se impulsó hacia una zona llana en forma de rectángulo.
Sebastian aterrizó detrás de ella. Para cuando llegaron a la claraboya más lejana, ella jadeaba. El aire helado le estaba haciendo daño en los pulmones.
– Aquí tienes -le dijo él, entregándole los alicates-. Fuerza la cerradura de la claraboya.
Le sorprendió descubrir que ya estaba rota. Trozos de cristal, afilados como una sierra, sobresalían del marco. Hábilmente, deslizó la mano y alcanzó la cerradura desde dentro. En unos segundos, con la ayuda de Sebastian, había levantado la claraboya. Se apoyó en el borde de metal y se dejó caer, esperando encontrar con los pies la escalera que normalmente había en la pared de los vestíbulos comunitarios, y no aterrizar en la habitación de alguien.
Con los dedos de los pies sintió peldaños de escalera y descendió hasta una superficie nivelada, una alfombra mohosa con huellas húmedas. Qué extraño.
– Rápido, coge la bolsa -dijo Sebastian, entregándosela. Aterrizó de puntillas, perfectamente, y se encontraron en lo que parecía ser la entrada de una chambre de bonne en el sexto piso, la habitación de una doncella convertida en apartamento.
– Mira las huellas.
– Mis pies no son tan grandes -dijo él, a punto de frotarlas con sus botas.
– Déjalo, vámonos -dijo ella.
Bajaron sigilosamente por las crujientes escaleras de madera, atravesaron una puerta de entrada de cristal y llegaron a un patio cubierto. Había varias puertas en el frente del hueco de piedra con forma curva. Grandes contenedores de basura verdes estaban al lado de la garita de la portera. Sebastian pulsó un botón en la pared lateral y dentro de la enorme puerta blindada se abrió otra más pequeña.
Se encontraron enfrente de la calle donde habían aparcado. ¡Qué suerte!
Ya de vuelta en la furgoneta, Sebastian arrancó el coche y encendió la calefacción.
– ¡Todo por esa ramita de geranio! ¿Contenta?
– Y mucho -dijo ella-. Piensa en el cristal roto, en la claraboya abierta.
Él asintió mientras tomaba una curva, acelerando el motor mientras subían por la empinada calle.
– Quizá hayamos descubierto por dónde ha huido.
– ¿Por dónde ha huido?
– Sí, el asesino.