Martes por la noche, tarde

Justo antes de medianoche, Aimée mostró su identificación plastificada a los guardias tras el mostrador de recepción de la DTI color marrón y turquesa. El edificio de los años setenta tenía un cierto aspecto decadente. Hasta el plano de las salidas de emergencia con las esquinas retorcidas había conocido tiempos mejores.

Varios hombres pasaron por el torno de salida. El guardia apenas miró su carné.

– ¿De vuelta de nuevo, mademoiselle Teil?

Su compañero estaba sentado con los ojos pegados a los monitores.

Aimée asintió, manteniendo la cabeza baja, con el ala del sombrero negro y el cuello del abrigo levantado cubriéndole prácticamente todo el rostro según escaneaba su carné en el control de accesos. La característica firma angulosa de Simone Teil era fácil de copiar. Fichó.

– Tengo que entregar el informe por la mañana -suspiró-. ¡Ya sabéis cómo es eso!

– No hay descanso para los pobres desgraciados, ¿eh? -dijo el guardia mientras le echaba una mirada rápida.

Cuan poco lo sabía.

Merci. -Se echó el bolso al hombro, avanzó hacia el torno de entrada e insertó su carné. La máquina emitió un pitido y las barras de metal se cerraron, impidiéndole la entrada. Le temblaban las manos.

Tomó el carné y se aseguró de que la vieran frotarlo.

– La banda magnética está gastada. ¿Podéis dejarme pasar?

– ¿Gastada? ¡Pero si todos esos carnés son nuevos, se emitieron la semana pasada! -dijo el guarda.

Estupendo. Y vaya suerte la suya de encontrarse con un guardia al que le apetecía hablar.

– Imagínate -dijo ella-. Debe de haberse rayado en mi bolso.

– Qué raro. Los han diseñado para evitar eso.

– ¿Por qué no me dejas pasar?

– Su carné debería funcionar.

– ¡Claro! Me ocuparé de eso mañana. Pero… ¿solo por esta vez?

Él dudó y miró su reloj.

– Me marcho dentro de unos minutos.

Ella se frotó la cabeza.

– Me llamó el jefe en persona y me insistió en que volviera.

– Es hora de cuadrar el informe del turno, Fabius -dijo el guardia que estaba con los monitores.

Él se encogió de hombros y sacó un carné del bolsillo. Ella se abrió paso a través del torno.

– ¿Está segura de que no funciona? -preguntó Fabius-. Acabo de comprobar la concesión de las tarjetas.

– ¿Eh?

– Pásela una vez más.

Piensa rápido.

– La lima de las uñas -dijo ella mientras simulaba frotar la tarjeta-. ¡Eso es lo que la ha rallado!

El torno se abrió con un «clic». Gracias a Dios que él acababa el turno. Ya se le ocurriría una forma de salir. Pero la pobre Simone Teil se enfrentaría a un interrogatorio la próxima vez.

Ahora lo más difícil. Acceder al sistema con la contraseña de otra persona.

En el quinto piso, según pasaba al lado de una fotografía de gran tamaño del presidente Mitterrand que adornaba el anodino pasillo, sintió que se le revolvía el estómago. Sintió una arcada, entró corriendo al servicio y vomitó. Sobre todo el café, lo cual le dejó un sabor acre y amargo.

Eran los nervios. Infiltrarse en el centro neurálgico de la policía era lo más audaz que había hecho nunca. Nunca había intentado algo así por sí sola. Acceder al STIC, los archivos internos de la policía, ¡menuda sangre fría!

Podía coquetear, marcarse un farol, manipular… también podría hacer esto. Tenía que hacerlo. Lo malo era que René no estaba. Que no había ningún sistema impenetrable, eso era lo que él decía siempre. El crimen perfecto era el que no se detectaba.

Se quitó el sombrero, se echó agua a la cara, se lavó la boca y se metió un chicle con sabor a cereza. Piensa. Prepárate.

Abrió su bolsa de tamaño extra grande, sacó su arsenal femenino, espesó la máscara de pestañas, se extendió colorete en las mejillas para dar color a su piel más pálida de lo normal y se perfiló los finos labios de color rojo. Rojo carmín. Se dio gel en el pelo corto formando mechones puntiagudos. Mientras se miraba en el espejo salpicado de jabón, se lo pensó mejor. Non, demasiado reconocible. Sacó de la bolsa una peluca rubia con el pelo enmarañado, la peinó con los dedos y se puso unas gafas de cristales azules al estilo de las de John Lennon. Luego rezó una pequeña oración mientras entraba a grandes zancadas en la gran sala con luces fluorescentes que albergaba unas quince mesas de metal con terminales de ordenador.

Bon. Más vale que sea este el terminal -murmuró, mientras colocaba su bolsa en la primera de ellas aporreando la mesa al hacerlo.

Unas pocas cabezas levantaron la vista. Ella arrancó el ordenador.

Merde! He tenido este problema durante todo el día. ¿Alguien más se ha quedado bloqueado al conectarse? -preguntó.

Algunos de los hombres negaron con la cabeza, inclinados sobre sus terminales. Uno de ellos, cuya cara gordita se reflejaba en la pantalla, sonrió abiertamente.

– ¿Eres nueva? -preguntó.

– ¿Puedes creer que me han destinado a un departamento nuevo esta tarde y luego me han trasladado aquí esta noche para un expediente que la Proc está convencida de que quiere entregar mañana en el juzgado?

– Esas cosas pasan -dijo él, bebiendo de una sucia taza de café color marrón.

Aimée sintió que se le revolvía el estómago mientras trataba de ignorar el olor del café. Los papeles sobre su escritorio estaban dirigidos al «Supervisor de noche». Si había alguien que podía ayudarla, era él.

– Es para los antecédents judiciares… pero ocurre todo el rato… ¡este estúpido sistema no me deja conectarme! -sacó un paquete de galletas de mantequilla Marie Lu, la comida que tranquiliza a los niños. Él parecía ser de ese tipo-. ¿Quieres una?

Merci-dijo-. ¿Lo has intentado con el Systéme D?

¿Quería decir lo que ella estaba pensando? Systéme D, el término que usaban todos para arreglárselas a través de la burocracia: sortear los impresos de la notaría, evitar los requerimientos de la inmobiliaria o las regulaciones para la matriculación escolar.

Se apoyó en el escritorio de metal, sacudió unas migas de su minifalda de piel y cruzó las piernas con medias de encaje negro.

– ¿Por qué no me enseñas?

– ¿Cuánto dura tu turno?

Ella quería rascarse el cuero cabelludo debajo de la peluca que le daba calor y le picaba.

– Depende de lo que tarde -suspiró y se acercó a él.

– ¿Te gusta ver el amanecer sobre el Sena?

Pegó un respingo y miró hacia otro lado. Ese era el pasatiempo favorito de Guy, uno que compartían. Pasaron por su mente sus ojos grises y sus largos y bien perfilados dedos. Lo expulsó de su mente.

– No puedo hacer planes tan a largo plazo, tengo mucho que hacer, Gérard -dijo fijándose en su nombre-. Soy Simone.

– Voy a ver si puedo ayudarte -repuso él sonriendo, una sonrisa agradable a pesar de su cara redonda llena de marcas-. ¿Cuál es el primer problema que tienes para entrar?

– El sistema se niega a aceptar mi contraseña.

Gérard guardó y cerró el archivo en el que estaba trabajando. Hizo girar su silla hasta el siguiente terminal.

– Prueba así. -En un minuto había conseguido que ella entrara y navegara por la sección de fichas policiales-. Entramos así. Esto confunde a muchos de los novatos.

Ella asintió, absorbiendo sus instrucciones y se puso las gafas sobre la frente. Él había conseguido saltarse dos de los pasos más dificultosos y se movía rápido.

– Casos pendientes. Casos en tribunales -dijo él-. Mira, casos a punto de ser llevados a tribunales. Introduce aquí el número del informe.

– ¿Así?

Ella se acercó a él, le rozó con la pierna y tecleó el número del dosier de Laure que había memorizado del archivo de Maître Delambre.

Voilá! Merci, genial.

– Gérard -dijo un hombre joven dos filas por delante-. Gánate el sueldo. ¡Dame un código de autorización para este lío!

Ahora tenía acceso a la ficha de Laure, pero eso no era lo único a lo que había venido. Tenía que pensar rápido antes de que él se marchara.

– ¿Todavía se guardan en papel los archivos de los años sesenta y setenta?

Él se encogió de hombros.

– Claro.

Non, lo siento Gérard -dijo ella sonriendo, ansiosa por ocultar su paso en falso-. Quiero decir las fichas del personal, las misiones de los flics. Quieren que investigue en detalle la ficha de alguien.

Él movió el cursor hacia el icono de Archivos.

– El sistema te pedirá autorización especial -repuso él mirando su identificación-. Pero con tu autorización puedes hacerlo si entras por la puerta de atrás.

¡Una estupenda característica añadida!

– ¿La puerta de atrás?

Él le recordaba a un oso: pelusa castaña en el cuero cabelludo, rostro redondo y pecho en forma de barril.

– Utiliza mi alias. -Él tecleó «oso». Así que ella no era la primera a la que se le había ocurrido.

Era un fastidio que no pudiera enviar por correo electrónico el dosier de Laure, recientemente ampliado, a Leduc Detective. Tendría que copiar lo que había descubierto en el disco que había traído consigo.

Aimée echó un rápido vistazo a los interrogatorios policiales y a las averiguaciones en la escena del crimen que aparecían en el informe de Laure. Solo uno de ellos había sido incluido en el informe que le había mostrado el abogado. ¿Chapuza o encubrimiento?

Insertó el disco vacío. Recordó que la Manhurin calibre 32 PP, la pistola de la policía con licencia Walther fabricada en Francia tenía el característico cañón de seis estrías y una precisión de hasta cincuenta metros. Por lo menos eso era lo que su padre afirmaba: precisa y pesada. Ya estudiaría las conclusiones de balística y el resto de los informes más tarde. Ahora todo lo que tenía que hacer era copiarlos en el disco.

Después de dos intentos, accedió a las fichas de personal más antiguas. Las más recientes de Ludovic Jubert databan de 1969. ¿Y el resto de su carrera? ¿Dónde estaba ahora? Tenía que trabajar más rápido. Gérard, con todo lo dispuesto que parecía, podía hacerle algunas preguntas difíciles, como por qué «Simone» estaba trabajando en estos informes.

Todos los datos posteriores habían sido retirados. Los pocos documentos en la ficha de Jubert eran informes estándar que cubrían su graduación en la academia de policía, las primeras misiones y otra escasa información que finalizaba en 1969. ¿Habían dejado esto por error? Los documentos mencionaban a Jubert, Morbier, Georges Rousseau y su padre como un equipo que trabajaba en Montmartre.

¿Así que había trabajado con su padre?

Y luego algo le llamó la atención. Jubert se había encargado de un asunto en particular, el asunto de las máquinas tragaperras de Montmartre. El dueño de un café compraba una máquina por diez mil francos y conseguía cincuenta mil por cada una de ellas en un mes. Como las que había visto en el bar de Zette. Esta unidad especial de investigación inspeccionaba lo relativo al juego y a los 147 casinos legales existentes en Francia. En el borde superior de cada una de las páginas relativas a la investigación había un sello que decía MI, Ministerio del Interior.

La luz fluorescente le hacía daño en los ojos, la superficie de metal del escritorio estaba sucia con marcas marrones de café y el olor a mantequilla de las galletas Marie Lu hacía que tuviera arcadas de nuevo.

– Parece que ya te manejas -dijo Gérard por encima de su hombro.

Ella apretó los dientes y asintió.

– ¡Qué extraño! No he encontrado el resto del dosier de este hombre.

Gérard frotó la gastada codera del jersey azul del uniforme de policía. La mayoría de los informáticos, aunque fueran policías, vestían de paisano. ¿Era él un hombre de acción en potencia?

– ¡Ah, uno de esos!

– ¿Qué quieres decir, Gérard?

Él puso los ojos en blanco.

– Los intocables.

Jubert estaba protegido. ¿Quién lo hacía? ¿Por qué?

Solo quedaban unos pocos hombres trabajando en sus ordenadores; el resto había ido saliendo poco a poco a la máquina de café. Se veía humo que se elevaba en círculos en el vestíbulo.

– El descanso -dijo él.

Ella no se quería marchar.

Bon -dijo estirándose y haciendo unos cuantos giros con el cuello-. Tengo que acabar esto -bostezó-. Por cierto, ¿quién es?

La cara regordeta de Gérard mostró su sorpresa.

– ¿El jefe?

Qué estúpida. ¿Cómo no se le había ocurrido? Sabía que Jubert estaba por ahí arriba. Intentó recuperarse.

– Oh, ese -dijo, inyectando un tono aburrido a su voz.

Gérard sonrió abiertamente.

– Eres de las techies [8], ¿eh?

– Los nombres no me dicen gran cosa. Esos tipos del ministerio, bueno, no forman parte de mi mundo. Mi quartier es Montmartre, la parte menos chic. Parece que él empezó ahí -dijo, como si fuera algo que se le hubiera ocurrido más tarde.

– Puede, pero ha prosperado en la vida. Más bien rue des Saussaies ahora.

Ahí era donde se encontraban las oficinas centrales del Ministerio del Interior. Cualquier investigación de la préfecture de pólice era accesible desde el ministerio. Eso ya lo sabía. Ambas ramas tenían acceso a los archivos del STIC.

– Estás con la IGS, n'est-ce pas?-susurró Gérard y se le acercó aún más.

Inspection Genérale des Services: Asuntos Internos.

– ¿Eso he dicho?

– No hace falta -sonrió-. Solo acuérdate de cuánto te estoy ayudando, ¿eh?

– Claro, Gérard -le devolvió la sonrisa. ¿Durante cuánto tiempo podría mantener esta charada? Debería marcharse, pero antes quería averiguar lo más posible.

– ¿Y estos hombres? ¿Están los dos muertos, Leduc y Rousseau? -Ni siquiera movió un músculo mientras lo decía.

Gérard pulsó Control y Fl.

La ficha de Rousseau ocupaba toda la pantalla.

Voilá. Ven a tomar un café cuando acabes.

¿Dónde estaba el secreto al que había aludido Laure y del que se sentía culpable? No le resultaba evidente. ¿Y el garabato de Morbier en el periódico sobre un informe de hacía seis años que tenía que ver con una investigación sobre las armas de los corsos? Todo los que pudo encontrar documentaba el rápido ascenso de Rousseau en la comisaría después de una exitosa investigación sobre el juego en la rue Houdon, en un tal Club Chevalier.

¡El club de Zette!

Otra vez Montmartre. Lo copió en el disco, controló el temblor de los dedos y tecleó el nombre de su padre, Jean-Claude Leduc.

Y entonces vio la fotografía granulada, una del joven Morbier, Rousseau, otro hombre y su padre, todos de uniforme, sonriendo en las escaleras al lado del Marché Saint Pierre, el mercado textil, con el Sacré Coeur al fondo. El cuarto hombre -que ella se imaginaba era Jubert- tenía la altura de su padre, ojos pequeños y una nariz prominente. Llevaba las manos en los bolsillos. Todos jóvenes, sonrisas expectantes en sus rostros, toda la vida por delante. ¿Qué había ocurrido? Ahogó un sollozo.

– Simone, Simone…

Se dio cuenta de que Gérard la llamaba desde el vestíbulo.

Se secó los ojos. Sus palabras la devolvieron al presente.

– Oui, j'arrive.

Grabó el archivo en el disco y metió descuidadamente el abrigo en el bolso.

Pulsó «Salir» y agarró el disco según era expulsado con un pequeño zumbido, lo metió dentro de su blusa y se unió a Gérard.

La débâcle! -estaba diciendo uno de los techies-. Así, como os lo cuento, la red se quedó totalmente colgada.

– ¿Te acuerdas, Simone? La semana pasada…

Gérard se estaba volviendo demasiado amigable o quizá preguntaba demasiado. ¿La estaba poniendo a prueba? Hora de salir de allí.

– No me lo recuerdes -gruñó, interrumpiéndolo mientras él le ofrecía una taza de plástico de humeante café. De la máquina. ¡Horroroso! Compadecía a estos tipos.

Un moment. Tengo que ir a hacer pis -dijo sonriendo-. Enseguida vuelvo.

Dio la vuelta a la esquina, con la bolsa sobre el hombro, se metió furtivamente en los servicios de mujeres y echó una rápida ojeada al pasillo. Desierto. Salió sin hacer ruido y corrió por el vestíbulo hasta la puerta con el cartel de «Escaleras». Cerró la puerta de forma que no hiciera ruido y bajó corriendo los cinco tramos. Todavía en la escalera, se quitó la peluca y las gafas, se puso el abrigo y el sombrero, ajustando el ala de forma que le ocultara la cara, y salió al vestíbulo principal. Se encontró con el torno frente a ella y casi dejó escapar un suspiro de alivio.

Monsieur, no me funciona la tarjeta. Déjeme pasar, ¿vale? -dijo al guardia nuevo mientras se retorcía las manos en el torno.

Sonó el teléfono. Se encendió la luz roja. ¿La línea interna? ¿Gérard?

El guardia echó un vistazo a la centralita. Solo había uno de servicio. Dudó.

– Por favor, monsieur, ¡me está esperando el taxi!

Ella oyó un zumbido, los brazos del torno se desplazaron hacia delante y se abrió paso.

Merci, tengo prisa; espero que no se haya largado el taxi.

Mademoiselle, espere…

Él alcanzó el teléfono mientras ella salía corriendo pasando el libro en el que se firmaba al salir y cruzaba las puertas de cristal. No dejó de correr hasta que consiguió llegar a los servicios tenuemente iluminados del bistró del otro lado de la calle. Sentía una fuerte opresión en los pulmones y no podía dejar de temblar. Diez minutos después, se había quitado el lápiz de labios rojo, se había aplicado uno de color melocotón, había dado la vuelta al abrigo negro reversible de forma que quedara a la vista el lado color canela, se había puesto medias tupidas negras por encima de las que llevaba y se había cambiado las botas por unas bailarinas de Christian Louboutin de suela roja, un hallazgo de mercadillo.

Gracias a Dios, el bistró estaba lleno de gente. Llegó sigilosamente hasta el mostrador, más aliviada que lo que se había sentido desde hacía horas, y pidió un perroquet, pastis con sirope de menta, llamado así por los colores del papagayo, y vigiló la fachada del edificio de la DTI.

Se detuvo un coche, al parecer un coche de policía camuflado. Mon Dieu! Varios hombres se unieron a los dos que se encontraban sobre la acera mojada. Apareció el guardia. Probablemente les estaba contando lo de su supuesto taxi. Con dedos temblorosos, marcó el número de René en su teléfono móvil.

Allô, René -dijo-. Necesito que me lleves.

– ¿No hay taxis? -preguntó.

Uno de los agentes miraba a su alrededor y señaló el bistró al otro lado de la calle con el pulgar. Sintió que sus hombros se tensaban. Interrogarían al hombre de la barra.

– Más o menos -susurró en el teléfono-. Te estaré esperando en el Vel d'Hiv.

Puso diez francos sobre la barra y salió del bistró antes de que los flics cruzaran la calle. Con paso rápido y con la cabeza gacha, bajó la rue Nélaton y giró a la derecha en la siguiente calle empedrada. Comenzó a correr y alcanzó el muelle de Grenelle. Jadeando, se encontró frente a la isla en forma de aguja y rodeada de árboles, la allée des Signes, en uno de cuyos extremos estaba la Estatua de la Libertad original, aunque más pequeña. En el otro extremo estaba el metro, retumbando sobre la estructura de metal del puente Bir-Hakeim. Aquí el Sena estaba rodeado por franjas dobles de arbustos plantados.

No paró hasta alcanzar una pequeña arboleda bañada por el reflejo de la luz amarilla de una farola. Las sirenas ululaban en la noche. Vio el resplandor azul de la luz de un coche de la policía reflejarse contra los edificios de piedra. ¿Por qué no se daba prisa René?

Húmedos pétalos de rosa roja y el olor a tierra se pegaron en su mano. Piedras planas incrustadas en la tierra, como si fueran lápidas, sostenían macizos de flores aquí y allá. Sintió un escalofrío. En el pasado este fue un velódromo para carreras ciclistas donde se retuvo a los judíos que cayeron en las redadas de julio de 1942. Ahora el Vel d'Hiver era un jardín conmemorativo adjunto a la DST.

Habían dejado mensajes bajo las piedras: «Para maman, nunca tuve la oportunidad de despedirme y decirte cuánto te quiero. Rezo para que estés entre las estrellas que brillan en el cielo».

Su propia madre, una activista radical americana, los había abandonado cuando ella tenía ocho años, sin decir adiós. El dolor nunca desapareció, pero ella trató de seguir hacia delante. La tristeza competía con la aprensión de que René llegaría demasiado tarde.

Su teléfono móvil vibró.

– ¿René?

– ¿Qué has hecho ahora? Hay flics por todas partes, patrullas a pie, coches. Están parando a los taxis.

– Bueno…

Non. No me cuentes nada. ¿Dónde estás?

Ella miró a través de los arbustos.

– Estoy viendo tu coche. Aparca en el muelle Branly de cara al monumento. Abre el maletero como si estuvieras buscando algo. Asegúrate de que tus luces de freno están al pie del castaño, del grande. ¿Lo ves?

El Citroën de René avanzó a lo largo de la calle y aparcó al lado del árbol. Salió, vistiendo una bata de pintor, y abrió el maletero. Bajo la luz de las farolas, su parecido con Toulouse-Lautrec era asombroso. Sacó una caja de herramientas y la puso sobre la acera húmeda y reluciente. Se detuvo un coche de policía azul y blanco que estaba merodeando por el muelle. Ella se agachó agarrándose a las ramas y con el corazón latiéndole con fuerza. Luego el coche siguió andando.

Sus tacones se hundieron en el barro mientras se abría camino desde el jardín hasta el muelle. René sacó una manta, la sacudió y la dobló laboriosamente para proteger a Aimée de la vista de otro coche de policías que pasaba. Ella contuvo la respiración hasta que pasó y luego echó a correr, agachada, y se lanzó dentro del maletero.

– Espero que hayas limpiado bien el rastro -musitó René mientras ponía en su sitio la caja de herramientas y cerraba el maletero. Había extendido mantas sobre el gato, pero se le clavaba en la columna. Aún así, con mucho, era mejor que ir esposada en el coche de un flic.

Durante todo el tiempo, apretujada en el maletero de René, la mente le daba vueltas. ¿Había sido capaz de recordar todo? ¿Había mantenido la cabeza cubierta y gacha cuando estaba en el radio de alcance de la cámara de seguridad? ¿Había borrado sus huellas del teclado, del grifo del lavabo y de las manillas de las puertas? ¿Se había puesto los guantes en el ascensor y no había tocado la barandilla de la escalera? Sí… el corazón le dio un salto. El aluminio del paquete de galletas Marie Lu. Gérard se las había acabado, había hecho una bola con el envoltorio y lo había tirado en la papelera que estaba al lado de su terminal.

Con ayuda de Gérard no tardarían en descubrir los ficheros que había copiado, pero no había robado nada, no había destruido nada. Como un educado hacker, había entrado en el sistema sin hacer estragos. Lo único que había hecho era nivelar el campo de juego en la investigación del caso de Laure. Por lo menos de momento. Si daba los ficheros que había copiado a Maître Delambre, ¿de qué podrían quejarse los flics? La información ya estaba en sus ficheros. Se les cogería ocultando pruebas a la defensa.

Quizá podría sacar a Jubert de su guarida. Ahora por lo menos sabía cual era su aspecto, al menos de joven, y había averiguado que en algún momento trabajó en el Ministerio del Interior. Si Gérard la había puesto en el buen camino, incluso en rue des Saussaies. Un lugar cuyo sistema de seguridad no podría hacer saltar con dinamita.


* * *

De nuevo en su apartamento, atizó el fuego del salón mientras René colgaba su bata de pintor. Las llamas chisporroteaban y formaban sombras en el alto techo. Miles Davis yacía hecho un ovillo en la alfombra. Por lo menos el constructor le había concedido una chimenea. La cocina y los cuartos de baño, en los que las paredes con agujeros abiertos mostraban una instalación eléctrica anticuada, eran otra historia.

– Usted primero, monsieur Toulouse-Lautrec -dijo-. ¿Qué has averiguado?

Introdujo sus cortos brazos en una chaqueta de lana, se abrochó los botones y se unió a ella sentándose con las piernas cruzadas en una alfombra de piel de carnero sobre el suelo de parqué. Ella le pasó un ron caliente con mantequilla y él cerró los ojos e inspiró. La calidez del fuego calentaba un área pequeña, pero nunca llegaba a todos los fríos rincones.

– Mucho más agradable que el tejado. Ahí estaba cuando llamaste. Bastante rápido, ¿eh?

¡Desde el distrito 18! René era un diablo sobre ruedas al volante.

– ¿Tú? ¿En un tejado?

– No vas a ser tú la única, ¿sabes? -dijo-. Una vista fantástica a pesar del hielo. Justo enfrente del edificio donde la palmó Jacques.

Se le fue la bebida por mal sitio y se atragantó. Él la sorprendía continuamente.

– Vaya, monsieur Toulouse-Lautrec, y ¿qué vio su testigo?

– Paul tiene nueve años, roba en las tiendas y prometió a su madre que no diría nada de los dos fogonazos que vio en el tejado.

– ¿Dos disparos? Espera, entonces el informe de balística tendría que mencionar dos balas. Un moment. -Sacó el disco de su camisa, cogió el portátil de su escritorio y lo encendió-. Veamos. El informe de balística tendría que clarificarlo.

René se quedó boquiabierto.

– Esta información… ¿la has…?

– Pensaba que no querías saber nada -dijo ella, insertando el disco-. Ese sistema Intranet me ha dado mucho dolor de cabeza. Pero como tú dices siempre, ningún sistema es impenetrable. Y tuve algo de ayuda. Hasta que el tipo se comió mis galletas y se despertó.

– La has cagado, Aimée -dijo René-. No van a parar hasta que te encuentren. Has entrado en…

«No saben quién soy», no dejaba de repetirse, rezando para que no encontraran sus huellas. Y por que nunca se encontrara con Gérard por la calle. Pero incluso si lo hacía, ¿cómo podría reconocerla?

– Mira esto. -Ella abrió el dosier de Laure. La pantalla se llenó con los archivos, organizados por unidades-. Me parece extraño que solo facilitaran uno de estos archivos al abogado.

– Comprueba la fecha y la hora de entrada -dijo René frotándose los brazos-. Quizá se hayan añadido más después de que el abogado recibiera la información.

Ella lo comprobó.

– Estos los añadieron varias horas antes de que yo me juntara con Maître Delambre. ¿Qué está ocurriendo?

– ¿Un encubrimiento policial? -dijo René.

Abrió el archivo de balística y lo leyó.

– Se recuperó una bala del cadáver. De la Manhurin de Laure -resumió.

Estupendo.

Pero si Paul había visto otro fogonazo…

– ¿Estás seguro de que de verdad vio algo, René?

– Paul es muy detallista -repuso René-. No creo que se lo haya inventado. No tiene motivos.

Era su única esperanza.

– Digamos que hubo dos pistolas. Si Paul vio dos fogonazos…

– Y solo oyó un disparo -interrumpió René.

Ella se lo quedó mirando.

– Yo diría que la otra pistola tenía silenciador.

René se frotó la ancha frente.

– ¿Significa eso lo que creo?

– Tiene sentido.

– ¿Cómo podían saber los chicos malos que Laure estaba debajo?

– Buena pregunta -ella contemplaba el fuego, intentando buscar sentido a lo que Paul había visto.

– Si planeaban disparar a Jacques y alardeó de tener cobertura… -se aventuró.

– ¿Haría eso? -interrumpió René-. ¿Mostrar sus cartas de esa forma?

– Cierto -dijo ella mientras pensaba-. Piensa en ello desde su punto de vista. Qué tal si, desde el tejado, vieron a Laure acompañar a Jacques cuando cruzaba el patio. Supongamos que se aprovecharon de la oportunidad para implicar a Laure, utilizando su pistola y dejando residuos de pólvora en sus manos.

– Puede -repuso René-. Es factible. Pero antes de nada, ¿por qué matar a Jacques?

– Estoy trabajando sobre eso. ¿Chantaje? ¿Soborno? -Negó con la cabeza y se quedó mirando al fuego fijamente. ¿Qué tenían que ver en todo esto las tragaperras de Zette?

– ¿Hay otros testigos? -preguntó René.

– Los que estuvieron en la fiesta no dicen nada. El anfitrión, Felix Conari, y su analista de sistemas, Yann Marant, mencionaron a un músico, Lucien Sarti. De momento no lo he encontrado. Zoe Tardou, esa vieja del piso de arriba del edificio de enfrente, actuó como si ocultara algo, pero es una tipa rara. -Qué mujer tan rara. Apartó el pensamiento de tener que interrogarla de nuevo-. ¿Vio Paul algo más? -preguntó.

René hizo un gesto negativo.

No tenían demasiado.

– Tenemos que conseguir que Paul declare frente al abogado de Laure.

– Su madre bebe y él roba en las tiendas -le dijo René.

Ella se encogió de hombros.

– Lo primero que haré mañana va a ser entregar los archivos al abogado y le explicaré lo que vio Paul -dijo-. Este abogado necesita toda la ayuda que pueda conseguir.

– ¿Le explicarás que entraste en la DTI y te las arreglaste para entrar en su Intranet? -dijo René moviendo la cabeza.

– No exactamente -repuso ella-, pero si el abogado tiene esta información, ¿qué pueden hacer? ¿Acusarlo de obtener ilegalmente unos documentos que legalmente estaban obligados a suministrarle?

El teléfono de René emitió un pitido en su bolsillo.

Oui? -dijo sonriente. Contestó la llamada en la cocina. Miles Davis gruñó.

– No podemos tener celos, Miles -dijo Aimée alborotándole el pelo del cuello. René estaba demostrando los síntomas clásicos de un coup de foudre, un amor a primera vista.

– ¿Ya te vas de juerga? -le preguntó cuando volvió.

– Lo de la juerga ha sido mucho ruido y pocas nueces -se puso el abrigo y deslizó los dedos en los guantes forrados de borreguillo.

No quiso preguntarle por qué se marchaba en lugar de quedarse con ella a reflexionar sobre los ficheros.

– Voy a tomar algo con ella. Guy volverá enseguida, ¿verdad?

Aimée sabía que si le decía la verdad y le pedía que se quedara, lo haría. Pero eso sería egoísta por su parte. René se merecía amar a alguien.

Asintió.

– Mándame por correo electrónico el informe de balística. Quiero comprobar una cosa.

– ¿Qué? -se levantó, alterada.

– Es solo una idea. Si hubo un segundo disparo, en algún sitio tiene que estar la bala.

– Eres un genio ambulante, René.


* * *

Se agarró a las cortinas de terciopelo de la ventana y vio cómo René surgía de las sombras para, al llegar al muelle, entrar en su Citroën. A sus pies, el Sena fluía negro como la tinta. Una barcaza salpicada de hielo se deslizaba por él, las luces azules de la cabina del capitán y las luces de funcionamiento rojas reflejadas en el agua.

Echó otro tronco al fuego y pensó en el padre de Laure vigilando el bar de Zette y las tragaperras ilegales. ¿Por qué tenía que importar ahora una vieja investigación de juego? ¿Lo hacía? Así que Jacques había trabajado con él. Zette tenía vínculos con la comisaría. ¿Tenía razón al pensar que era un confidente? Mañana lo investigaría en profundidad.

La fina luz de la luna formaba haces oblicuos sobre el suelo de parqué. Su mente voló a cuando tenía nueve años, la edad de Paul, y al baile de la policía al que había asistido con su padre. Él la había acompañado al salón que habían alquilado en la fábrica de tejas del canal Saint Martin. Las parejas se deslizaban sobre el pulido suelo de madera, rodeadas por mesas cubiertas por manteles blancos, paneras de alpaca y relucientes velas.

– Papá, quiero bailar.

Ma princesse, esta no es la clase de ballet -le había dicho él cariñosamente-. Están bailando un vals.

– Ya lo sé. -Se había alisado el vestido de fiesta de terciopelo, varios centímetros más corto que cuando se lo había puesto el año anterior-. ¿No bailas conmigo, papá?

¿Fue Morbier o algún otro de los que estaban en la mesa redonda el que le empujó con el codo?

– Vamos, Jean-Claude. Es de mala educación no bailar con tu pequeña princesse.

Mais, hace años que…

– ¡Papá, por favor!

Por un momento, una extraña expresión cruzó su cara. La cogió del brazo y la condujo hasta el borde de la pista de baile, con un gesto serio en la boca.

– Haremos un pequeño cuadro, ¿de acuerdo? Así: al costado, hacia atrás, al costado, hacia delante. Sígueme.

Al instante, sus piernas se enredaron con las de su padre. Él la sujetó de la espalda.

– Lo intentamos otra vez.

Mayor frustración aún cuando él la pisó.

– Aimée, vamos a dejarlo.

Sintió que la vergüenza la invadía por dentro y se sonrojó.

– Papá, dijiste que puedo hacer cualquier cosa si lo intento lo suficiente. ¿Por qué no puedo bailar como una chica mayor?

– ¿Sabes?, no he bailado con nadie desde lo de tu madre.

Maman?

Ella no pudo ver su expresión. Él nunca hablaba de su madre. Se negaba.

Et alors… ponte encima de mis pies. Acuérdate: formamos como una cajita. Un… dos… tres…, un… dos… tres.

Ella recordó los relucientes zapatos negros de su padre, duros bajo sus pequeños pies, cómo él la sujetaba y la hacía girar por la pista de baile. Y esa sensación que nunca había olvidado de moverse al ritmo de la música, segura entre sus brazos.

Nunca dejaría de amarlo, pero tenía que saberlo. Lo más duro iba a ser leer su dosier. ¿Encontraría evidencia de un encubrimiento, de extorsión o soborno? Podría borrar el dosier antes de leerlo y nunca se enteraría.

Se unió a Miles Davis en la alfombra al lado del fuego que crepitaba y respiró profundamente. Luego movió el ratón hasta encontrar la ficha de Jean-Claude Leduc y pulsó. Cerró los ojos, respiró de nuevo y la abrió.

Vacío. Habían borrado el archivo.

Загрузка...